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GUSTAVO LATERZA RIVAROLA

  NUESTRA VIEJA INUNDACIÓN - Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA - Domingo, 15 de Junio de 2014


NUESTRA VIEJA INUNDACIÓN - Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA - Domingo, 15 de Junio de 2014

NUESTRA VIEJA INUNDACIÓN


 Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA

El río Paraguay está realizando el trámite periódico de inspección de sus dominios. Las aguas escalan las playas y ganan los llanos, colman los cenagales, empapan los eriales; a su paso, la avenida pluvial moja, ablanda, tuerce. Donde alguna huella haya sido marcada, la avenida fluvial la borra. Como desde hace milenios, las plantas la aguardan acomodándose para soportar la peripecia; los animales, favorecidos con el don de la locomoción, se anticipan huyendo de la inundación. Todos los animales lo hacen, menos el racional.

El antropólogo y naturalista jesuita vallisoletano, Joseph de Acosta, que en el siglo XVI conoció la parte noroeste de Sudamérica, anotaba que: “Después de este río (Amazonas) tiene el segundo lugar en el universo el río de la Plata, que por otro nombre se dice el Paraguay, el cual corre de las cordilleras del Pirú, y entra en la mar en altura de treinta y cinco grados en el Sur. Crece al modo que dicen del Nilo, pero mucho más sin comparación, y deja hechos mar los campos que baña por espacio de tres meses; después se vuelve a su madre, suben por él navíos grandes muy muchas leguas”.

Fue el primero en afirmar que el comportamiento del río Paraguay se parecía bastante al del prototipo egipcio, inmemorial paradigma de la regularidad, aunque no el único. Muchos viajeros observadores lo hicieron notar, lo cual parece que no tuvo ninguna relevancia para nosotros. Los egipcios están preparados para recibir al Nilo y lo hacen con alegría; el nuestro, a nosotros invariablemente nos toma desprevenidos. Los egipcios saben qué esperar; para los que habitamos estas tierras, el mismo fenómeno siempre nos resulta intempestivo. Cada vez que el río crece, lo señalamos como una calamidad ignota, imprevista, inexplicable.

Por eso, cuando sucede, se desata la frenética agitación para remediar sus quebrantos, siempre comenzando de cero. A declarar emergencia, a correr todos de aquí para allá, a convocar dramáticamente a la solidaridad, a la sensibilidad social, a la caridad “cristiana” (¿será la única, o será la mejor?), y a conmover cuanto nervio emocional pueda ser útil. Al ritmo de los hongos se multiplica la generosidad.

Los políticos en campaña, portando el cuerno de la fortuna repleto de recursos públicos, son los portaestandartes que presiden el magnífico desfile de la filantropía. Les siguen los “comprometidos sociales” provenientes de clubes religiosos, deportivos, gremiales y comunitarios, oenegeros, empresarios y público en general. Las inundaciones despojan a los pobres de sus bienes materiales y de su bienestar, es cierto, ¡pero la de almas que al Cielo hace ganar!

Es que el futuro es un tiempo que nunca existió aquí; la previsión jamás fue nuestra virtud; la advertencia no guarda para nosotros ningún mensaje; la prudencia no nos prepara para nada, ni para la vida ni para la muerte; al bienestar terreno, tanto como a la salvación eterna, las creemos premios que por sorteo habrán de caernos de la lotería celestial.

Así también, las chapas, el mobiliario, las cobijas, la ropa, las provisiones, las medicinas y los utensilios habrán de caerles a los damnificados desde lo alto de la ciudad. ¿Para qué prepararse? ¿Para qué angustiarse? Ya se demostró una y otra vez que los auxilios divinos llegan pronto y los humanos demoran un tanto más, con turnos y paciencia, como en todo. Quienes pertenezcan al partido gobernante o profesen la religión verdadera recibirán todo antes; los demás, un poco después.

Sea como fuere, los perjuicios, el sufrimiento, la enfermedad, son muy reales. Tan ciertos, que se repiten idénticos desde hace diez, veinte, treinta, cien años atrás. Ha de haber damnificados que ya merecen blasones de linaje, porque están en posición de demostrar que son descendientes de generaciones de estoicos damnificados de siglos anteriores.

De lo que podemos estar ciertos, pues, es de que, cuando el río se devuelva al regazo de su madre, los emigrados de hoy retornarán a la ribera anegadiza; algunos lo harán porque quieren, otros porque no tienen alternativa; todos nos tranquilizaremos y nadie se pondrá a buscar soluciones para la próxima eventualidad. En relación a esto de las inundaciones deberíamos promulgar la persistencia en el error como principio de conducta en calidad de regla general, de modo que, cuando se produzca la excepción a la regla, por error acertaremos.

Fuente: ABC Color (Online)

www.abc.com.py

Sección: OPINIÓN

Domingo, 15 de Junio de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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