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EDGAR VALDES (+)

  REALIDAD HISTÓRICA Y FICCIÓN (Ponencia de Edgar Valdes)


REALIDAD HISTÓRICA Y FICCIÓN (Ponencia de Edgar Valdes)
REALIDAD HISTÓRICA Y FICCIÓN
Ponencia: EDGAR VALDÉS
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
 

REALIDAD HISTÓRICA Y FICCIÓN
Frente a los temas propuestos para la reflexión --las relaciones entre historia, literatura y sociedad-- debo confesarles que son más las dudas que me asaltan que las certezas que puedo transmitir. Si este Encuentro se hubiera realizado un par de décadas atrás, seguramente la situación hubiera sido otra, pues en ese momento nos sentíamos asistidos por un conjunto de ideas que estimábamos útiles para la comprensión de los fenómenos que se dan en los espacios de la creación artística. De algún modo, sabíamos que la literatura era un homólogo de la vida, que es lo mismo que decir, de la historia, y que ésta a su vez tenía un equivalente isomorfo en las tandas de escritura literaria.
O para decirlo de otro modo: la literatura era un conjunto de signos con un referente ineludible: la realidad humana y social. Y esto era válido para todos los géneros. Así, podíamos compartir fácilmente lo dicho por Carlos Rama cuando, con cita de Trevelyan, afirmaba: «Literatura e historia, son dos hermanas inseparables. La historia no es la rival de la literatura clásica o moderna o de las ciencias políticas, sino más bien la casa donde éstas habitan.» Y más adelante, en palabras de Cassirer: «Arte e historia representan los instrumentos más poderosos en nuestro estudio de la naturaleza humana. ¿Qué conoceríamos del hombre sin estas dos fuentes de información?» La lite-ratura se nos aparecería, entonces, como otra forma de conocer la realidad, de revelar sus parcelas más oscuras, y esto no mediante el razonamiento analítico, sino a través de formas más sensibles e inme-diatas que hablaban directamente al corazón. En suma, un conocimiento intuitivo y concreto que no reemplazaba al saber científico, pero que se sumaba a él para hacernos ver y sentir lo que de otro modo no estaría al alcance del entendimiento humano. A estas nociones, muy rápida-mente expuestas, ha-bíamos arribado des-pués de mucho trajinar: primero, acompañando la creencia de que toda labor literaria debía ser imitación de los modelos clásicos, y más adelante, bajo la influencia del roman-ticismo, suscribiendo ideas como las de Madame de Stäel, quien estaba convencida de la íntima vinculación existente entre las instituciones sociales y los modos de expresión simbólica. Siguiendo con mi caso particular --y esto tal vez tenga algún interés para mis compatriotas-- el posterior conocimiento de textos como los de Hipólito Taine --su Filosofía del arte--; los de Arnold Hauser, entre ellos su monumental Historia social de la literatura del arte, más los innumerables estudios provenientes de sociólogos o filósofos como Georg Lukács, Ernest Fischer o el mismo Jean Paúl Sartre, fueron decisivos para la elaboración de un cuerpo teórico que girara en torno a estas cuestiones. Todos ellos nos ayudaron a bajar las nociones sobre literatura y arte del limbo en que estaban confinados, instándonos a restituirles el cordón umbilical que las unía inextricablemente con la vida cotidiana del hombre. Después, claro, vinieron las complicaciones de los estudios lingüísticos, pero esto es ya casi historia contem-poránea. No podríamos detenernos más en estas cuestiones, porque entonces tendríamos que internarnos en honduras que demandarían más tiempo del que tenemos. Un solo ejemplo: ¿Es posible la verdad científica en los textos de historia? Roa Bastos suele impugnar con frecuencia las pretensiones totalitarias de esta disciplina, haciéndonos ver cuán fácilmente se pliegan sus conclusiones a la óptica de las clases dominantes o vencedoras, mientras que por otro lado resalta el papel iluminador, muchas veces desmitificante, de la práctica literaria. Obviamente, aquí todo depende del punto de vista filosófico que se adopte, y yo no podré olvidar jamás la impresión que me causaron en su momento la lectura de libros como el titulado Problemas de la historia contemporánea, de Palme Dutt, y especialmente otro, el del teórico I. S. Kon, llamado El idealismo filosófico y la crisis del pensamiento histórico. Tampoco hay tiempo para recordar los contenidos respectivos, pero sin duda en ellos predominaba una idea central: la de que mayor será la posibilidad de un acercamiento a la realidad histórica, cuando más rigurosos sean los fundamentos filosóficos desde los cuales se parte en busca de la verdad. Algo parecido podría decirse, quizás, de otro componente esencial de las obras literarias (y musicales): el factor tiempo. Después de experimentos hoy famosos, sabemos que mediante el uso de técnicas apropiadas, el tiempo se puede contraer o expandir a voluntad del escritor, según la dimensión objetiva o subjetiva que quiera darle a sus escritos. Lo cual, obviamente, posibilita una inmersión más amplia en los estratos profundos de la conciencia humana. Creo que a muchos la aplicación de estas ideas nos permitió elaborar un cuadro bastante creíble de la literatura americana y su desarrollo en el tiempo, y es el que todavía nos sirve para nuestro manejo.
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LAS CRISIS
Pero si ya los módulos tradicionales de representación fueron quebrados con el vuelco hacia lo subjetivo, las posguerras del ’18 y el ’45 terminaron por derruir los soportes axiológicos que nos servían de fundamento, esa nuestra fe en valores tales como la dignidad humana o la posibilidad de un progreso sin término. Filosofías como las del existencialismo terminaron por rematar toda ilusión, y hoy debemos hacer frente a un aluvión de ideas que hablan del supuesto «fin de la historia», y de la caducidad de proposiciones generosas como las de los «grandes relatos». Buena parte del horizonte espiritual de nuestros días está ocupado por estas especulaciones, y resulta difícil sustraerse a las sugestiones fragmentarias y desmenuzadoras que emanan de los ideólogos autodenominados «posmodernistas». Sin embargo, creo que todavía es posible rescatar muchas de las convicciones en las cuales nos habíamos apoyado, pero no voy a insistir sobre ellas. En países como los de América Latina, seguramente la mejor forma de conocimiento fue la de los textos literarios, ya que no solamente escaseaban los centros de alta cultura, sino que la misma calidad de la enseñanza impartida no podía compararse con la de los países más avanzados. Recién a partir de 1918, con la Reforma Universitaria, comienzan a moverse los centros académicos intentando una enseñanza más acorde con las necesidades del despegue científico, técnico y cultural de nuestras sociedades. Y empieza a hablarse también de la conveniencia de expandir los conocimientos a los cielos abiertos de la vida popular. Pero aún así, todavía quedaban grandes zonas inexploradas, todo un universo de hombres y mujeres cuya existencia real no podía ser abarcada por los endebles avances de la educación. Quizás la percepción de este fenómeno, ya patente desde los día de la colonia, llevó a muchos escritores a fijarse en la existencia del hombre común y sus problemas irresueltos. De este modo hoy puede decirse que mucha de nuestra literatura está suponiendo la ausencia de estudios sistemáticos en campos tales como los de la antropología, la sociología y la historia misma de nuestras comunidades rurales y urbanas. La cultura de la marginalidad y la pobreza, en especial, ha encontrado particular resonancia en la obra de nuestros escritores, y no en vano críticos y ensayistas europeos han marcado la vocación sociológica de la literatura desarrollada en nuestros países. Es, por lo menos, una de sus características principales.
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NOMBRES FUNDANTES
Quizás sin la existencia de figuras como las de Sábato y Cortázar en la Argentina, de los naturalistas o de Neruda en Chile, de Céspedes y Arguedas en Bolivia, de Alegría y José M. Arguedas en el Perú, de Graciliano Ramos y Jorge Amado en el Brasil, de Fuentes y Rulfo en Méjico, de Carpentier en el Caribe, de Roa Bastos y los nuevos novelistas en el Paraguay, etc., etc., no serían tan vivos nuestros conocimientos de estos países, conocimientos que, es cierto, no llegan a todas las capas sociales, pero que al menos forman ya parte del horizonte mental de nues-tros intelectuales. Hoy todos sabemos que desde un principio nuestra literatura vino confundida con la historia, tal como aconteció en el nacimiento de estos géneros que al final de cuentas no son sino transfi-guraciones de la mitología y la epopeya primitivas. Y por supuesto, aparece también la contaminación política, que como dice un escritor, no es sino la muda historia que se vive en el presente. Lo saben todos nuestros escritores, y éste es quizás un maridaje inevitable y necesario en las actuales circunstancias. Por eso suele decirse que quien no se compromete, es en realidad quien más se compromete, pues aparecen claramente su individua-lismo y su desinterés, su aquiescencia frente a situaciones que ofenden la condición humana y que son tan comunes por estas latitudes. Desde luego que la principal preocupación del escritor debe ser la de escribir bien, y así lo han señalado repetidamente autores tan humanos como Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Es que el artista verdadero, sensible como es, no puede menos que registrar aquello que late en las profundidades del inconsciente colectivo, y que tan a menudo se relaciona con la opresión y la miseria, con la nostalgia de ese Iví-maräe-I que saturaba la imaginación de los guaraníes. Tampoco puede olvidarse ese conjunto de mediaciones que se interpone entre el escritor, su obra y la tradición cultural a la cual pertenece, y que de algún modo condiciona sus posibilidades de expresión. Su autonomía creadora es, por lo tanto, sólo relativa. De todos modos, y por más que en las obras decisivas exista un impulso que vuela hacia el futuro, no parece imposible fechar casi cualquier obra literaria, y esto por las innumerables huellas temáticas, lingüísticas, geográficas, psicológicas, etc., que inevitablemente quedan impresas en los escritos. Como se ha dicho, la literatura se ha vuelto omnívora, y ha terminado por devorar territorios enteros de las ciencias sociales y políticas. Pero a su vez la historia, para ser creíble, debe mostrar algo de imaginación creadora, pues de otro modo no es fácil que llegue hasta el corazón del hombre.
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IDEAS PARA UN FINAL
Soy perfectamente consciente de que todas estas cosas que vengo diciendo son el pan cotidiano para los escritores, pero no estoy tan seguro de que a su vez lo sean para el común de los ciudadanos, esos que no pueden sumarse a la cofradía de los especialistas. Tampoco estoy seguro de que sea pertinente una visión tan esquemática como la que vengo esbozando, pero como dejó escrito Santa Teresa, «si faltan algunas comas, pónganlas vuestras mercedes.» Concluyo diciendo sólo dos palabras más, y éstas sobre la situación de la literatura en nuestro país. Los recuentos habituales suelen hablar del visible compromiso histórico, sociológico y aún político de los escritores paraguayos, y esta contaminación puede ser visualizada en obras como las de Gabriel Casaccia, Augusto Roa Bastos, Elvio Romero, Juan Bautista Rivarola Mato, y aún en novelistas nuevas como Raquel Saguier y Reneé Ferrer. Todos ellos han sentido la fascinación de los temas sociales y políticos, y se han constituido, de hecho, en testigos de la azarosa vida institucional del Paraguay. A despecho de la renovación formal que ha implicado su irrupción en el campo de la creación literaria, un elemento constante es el vector de denuncia, cierta voluntad testimonial que quiere mostrar al mundo lo que somos, lo que querríamos ser, y también las llagas que todavía sangran en nuestros costados. Ello no empaña sino que enaltece su valor estético, cumpliendo así con la vieja aspiración de apoyar la belleza en la verdad, o viceversa. Se están dando situaciones nuevas, y quizás en el futuro ya no nos fijemos tanto en las experiencias regionalistas, sino, más bien, en la realidad compleja y profunda que surge de la vida ciudadana. Poco a poco estamos poniendo al día nuestras realizaciones, y aquí, al borde del siglo XXI, nos sentimos dispuestos a asimilar todos los conocimientos teóricos y prácticos que hagan falta para asegurar la universalidad de nuestros escritos. Que a los nuevos contenidos deban corresponder nuevas formas literarias, es sin duda un principio que se puede salvar. Quizás mañana haya que reciclar conceptos tales como los de aliteratura o neovanguardia, enriqueciéndolos, como un modo más de abordar los fenómenos de nuestra contemporaneidad. Pero ésta es ya tarea de los creadores: a ellos les toca decir su palabra.
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Fuente: Revista EXÉGESIS, Año 9, Nº 26, 1996
(Número de Exégesis dedicado a Paraguay
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