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BEA BOSIO

  AUSENCIA - Cuento de MARÍA BEATRIZ BOSIO - Año 1995


AUSENCIA - Cuento de MARÍA BEATRIZ BOSIO - Año 1995

AUSENCIA

 

Cuento de MARÍA BEATRIZ BOSIO


MARÍA BEATRIZ BOSIO : Es la más joven integrante del grupo de talleristas y participa por primera vez en uno de los libros colectivos del Taller Cuento Breve. Integra el Taller desde 1993.

Escribir cuentos y poesía -en los que manifiesta su sensibilidad hacia todo lo que la rodea-  ha sido siempre una actividad paralela a sus estudios y a sus gestiones como delegada y miembro de la directiva del Centro de Estudiantes del Colegio Las Teresas (1991-1992). En la actualidad cursa la carrera de Derecho en la Universidad Nacional de Asunción.



AUSENCIA

Fue en una siesta de otoño. Al menos así lo recuerdo, porque la brisa que rozaba mi cuerpo me hacía estremecer. La verdad es que no sé si era el clima o la sensación extraña que en ese momento sentía.

Nunca antes lo había visto. En mi casa, los abuelos le daban un tinte místico a la personalidad de mi padre. Mamá prefería no Hablar al respecto. Yo sabía que lo recordaba siempre. Muchas veces la había sorprendido con la mirada perdida en un horizonte lejano, y con ese sello inequívoco de la sufrida ausencia. Él era un personaje extraño, etéreo, que se quedaba flotando en el ambiente, como las conversaciones que lo involucraban.

Decían que era marinero, que había preferido ir a conquistar mares lejanos a quedarse en la tranquilidad del pueblo. Usaban la palabra bohemio, que en ese entonces sonaba a mis oídos como algo impregnado de misterio.

 En las siestas calurosas, debajo de la parra, me gustaba acostarme en la hamaca, era mi lugar preferido. Fijaba la mirada en los trocitos de cielo que de pronto se aparecían y me lo imaginaba.

Lo veía como a un pájaro. De alto vuelo, que migraba con sus compañeros en cada invierno; que abrazaba con rebeldía su libertad, que, probablemente, sería eterna.

Muchas veces mi curiosidad quedaba insatisfecha, porque a mamá le dolían mis incontables preguntas. Entonces me resignaba, y jugaba a garabatearle rasgos; tal vez una nariz prominente, una amplia frente y eso sí, una sonrisa bien clara.

Así pasaron los primeros doce años de mi vida.

Mi hermana mayor, Soledad, lo recordaba. Lo admiraba. En la escuela se jactaba de los lugares en que mi padre supuestamente había estado, y se pasaba horas inventando generosas e imaginarias cartas.

Me daba pena oírla hablar así, oírla mentir así. Su mundo giraba en torno a un hombre que no existía, o si existiese al fin y al cabo era como si no, porque nunca más lo habíamos visto.

 En el pueblo nos miraban con tristeza. Muchas veces nuestro paso despertaba comentarios como:

--Pobres niñas desamparadas--, o -Joyita de padre se mandan éstas. Imagínate ir a recorrer el mundo dejando a la familia olvidada...

Soledad hacía oídos sordos a estos duros comentarios, que la verdad, estaban más llenos de maldad que de compasión, y fingía no advertir los ceños fruncidos ni las santiguaciones exageradas. Yo, simplemente callaba.

Para ser sincera, los años fueron acallando mis ansias por conocerlo. Después de todo, mi abuelo suplía perfectamente el papel de mi padre, y si eso suena a imposible para los letrados psicólogos, de todos modos yo no había conocido otra cosa para poder establecer comparaciones.

Y como dije, así pasaron los primeros doce años de mi vida.

 Recuerdo que ocurrió a la salida de la escuela. La gloriosa campana me había salvado ese día, una vez más, de la inquisidora mirada de la maestra de matemáticas.

Como siempre, me encontré con Soledad frente al asta de la desflecada bandera del patio. Me comentó entusiasmada que un compañero le había mandado una notita de amor. No sé si mentía. La pobre inventaba tanto...

De todos modos salí de la escuela, soportando con paciencia de mártir la interminable perorata, aunque confieso que venía más interesada en el desatado ruedo del uniforme de la compañera que caminaba en frente.

De pronto, llamó mi atención el hecho de que mi hermana, como por milagro, abruptamente callara.

La miré confundida, la vi con los ojos clavados en un hombre a quien nunca antes yo había visto. Murmuró algo entre dientes e impregnada en lágrimas corrió a abrazarlo.

Yo, de espectadora ante tan peculiar suceso, confirmaba lentamente mis sospechas.

Él la alzó por los aires haciéndole dar mil vueltas._ Era alto, y su traje azul resaltaba a sus ojos claros. El gorro se le había caído. No era para menos, con tantos arrumacos...

Soledad le dijo algo al oído. Él me miró sorprendido. En sus ojos pude ver los míos reflejados.

-Marina, estás hecha toda una mujercita. Acércate a darle un beso a papá-, me dijo.

Me acerqué con respeto, y con mucha cautela le extendí la mano.

-¿Cómo? ¿Hace once años que no te veo, y te vas a limitar a darme un apretón de manos?

Yo quería gritar, disculpe señor, no lo conozco y no acostumbro a dármelas de cariñosa con los extraños, pero me limité a besar sus mejillas casi mecánicamente.

El muy orondo, nos tomó a ambas de la mano y nos llevó a pasear por el pueblo. Todos lo saludaban sorprendidos. Mi hermana rebosaba de júbilo. Yo, de indiferencia, de desconcierto.

A medida que surcábamos el escueto centro, yo lo observaba con detención.

Definitivamente buen mozo. Tenía un aire de soñador. Una mezcla de príncipe y gitano. En la inmadurez de mis años, pude comprender por qué mi madre hubo sucumbido ante sus encantos.

Llamamos a lo de la vecina, para avisar que pasaríamos la tarde afuera, porque estábamos con papá.

Yo imaginaba la expresión de mi madre, cuando la chusma de doña Isabel fuera a llevarle el recado.

Soledad no paraba de repetir: "Papá, yo sabía que algún día volverías. Yo sabía".

Él en ningún momento comprometió su libertad con respecto a quedarse definitivamente.

Nos sentamos en la cafetería del pueblo, que a su vez era restaurante, golosinería y fiambrería, amén de centro de información de los últimos chimentos que constituían las verdaderas noticias importantes para la población femenina.

Nos preguntó mil cosas, entre esas, por mamá. Quería saber si se había vuelto a casar, si estaba tan linda como siempre.

Soledad saltó a decirle, que cómo se iba a casar si seguía queriéndolo a él y que estaba más bella que nunca. Que los viudos o separados de los alrededores vivían tratando de conquistarla, pero que ella era y le sería fiel por siempre...

Me molestaron las palabras de mi hermana. Me pareció que ponía la vulnerabilidad de mi madre en subasta. Entonces, por primera vez la contradije acudiendo al rescate de su dignidad: --Señor, si bien es cierto que mamá no se ha vuelto a casar, me permito informarle que ella se encuentra muy bien, que ha rehecho su vida, y que creo no lo extraña en lo más mínimo.

Él miró divertido mi arranque de orgullo. Soledad palideció de furia. Desesperada desmintió mis palabras.

Yo me arrepentí de haberla puesto de ese modo. De verdad no sabía la magnitud con que ella se aferraba a ese hombre. Pude ver en sus ojos el miedo a perderlo de nuevo.

Cuando hubimos terminado el corto refrigerio, fuimos un rato a la plaza, a columpiarnos los tres juntos. Nos compró pulseritas artesanales y garapiñadas, y al caer la noche nos dirigimos a la casa.

Mamá nos estaba esperando en el portal sentada junto al naranjo. Lucía hermosa.

Se había puesto su traje de fiesta y hasta estaba perfumada.. Lo seguía queriendo. Bastaba verla.

Se miraron detenidamente sin pronunciar palabra alguna. Luego ella corrió a abrazarlo. Entonces Soledad me llevó a tirones hacia dentro de la casa. Los espiamos desde la ventana de la pieza de la abuela que daba al patio.

Se sentaron tomados de la mano debajo de la parra. Sí, allí mismo donde yo lo imaginaba.

Hablaron hasta muy entrada la noche. Once años habían pasado, once años de sucesos diarios.

En la obscuridad pude divisar el rostro triste de mi madre. No sé si lloraba. Mis ojos me defraudaban debido a la poca luz que había.

Soledad no vio la expresión lastimera de mamá. Tal vez porque no quiso, tal vez porque se encontraba de nuevo en ese su mundo de sueños, demasiado lejos de la realidad.

Pasamos la noche en vela. Ellos se despidieron con un beso.

Mi hermana aseguraba que él volvería por la mañana a quedarse para siempre. Yo por las dudas lo miré muy bien, por si Riera esa la última vez.

Y así fue. Nunca más lo volvimos a ver. Mamá al día siguiente de esa inolvidable velada, nos sentó a las dos en su cama y por primera vez nos habló de mi padre.

Nos dijo que él nos quería, a su manera. Una sonrisa nostálgica dibujaban sus labios, pero ni esa fingida tranquilidad podía disimular sus ojos hinchados y el torbellino que mamá tenía adentro.

Soledad lloró ese invierno entero. Todas las noches, sentada junto a la ventana de la abuela.

Yo, nunca más pude sentarme en la hamaca bajo la parra. Después del encuentro de mis padres, ese lugar se convirtió en santuario para mamá, quien todas las tardes cerca de la caída del sol, se sentaba en la hamaca meciéndose casi inconscientemente, con la mirada perdida quizás en algún barco que, una vez más, se había hecho a la mar...

 

 

 

 

 

 

Fuente:
VERDAD Y FANTASÍA
TALLER CUENTO BREVE
Dirección y prólogo:
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com)
© Taller Cuento Breve
QR Producciones Gráficas
Asunción – Paraguay,
Mayo de 1995 (194 páginas)



 




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