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BEA BOSIO

  CRÓNICAS DE GUERRA II - Por BEA BOSIO - Domingo, 08 de Marzo de 2020


CRÓNICAS DE GUERRA II - Por BEA BOSIO - Domingo, 08 de Marzo de 2020

CRÓNICAS DE GUERRA II


Por BEA BOSIO

 

 beabosio@aol.com

Dicen que cuando Francisco la vio, se obsesionó con ella.

Y es que era difícil quedar indemne ante la belleza de Pancha Garmendia. Dicen que además de su hermosura, era instruida y que aquello la hacía aún más deseada. Desde muy pequeña su vida fue marcada por la tragedia. Su padre había sido fusilado por órdenes del doctor Francia y poco después murió su madre, quedando la niña al amparo de un matrimonio distinguido de la sociedad paraguaya. No tardó en hacerse plena y deslumbrante su hermosura. Tanto que nacionales y extranjeros comentaban sobre ella. Alta, esbelta y armoniosa. De azabache melena contrastando su blancura marmórea y unos ojos azules que hechizaban a cualquiera. De cabeza muy erguida y pobladas cejas. Un andar extraordinario y un espíritu embebido de intachable pureza.

Era casi inevitable que Francisco perdiera la cabeza por ella. Era entonces coronel de Guardas Nacionales y por ser hijo de Carlos Antonio López, su poder era gigante. Ni bien la vio, decidió cortejarla y, al principio, todo se dio armoniosamente, pero pronto cambiaron las cosas. Francisco empezó a mostrar impaciencia en el deseo de poseerla y las ideas y lecturas que compartían al principio ya no fueron suficientes para calmar sus ansias. Aquella insistencia abrumó a Pancha. Además, sabía de las otras mujeres en la vida de Francisco. De los hijos nacidos y en camino, y decidió que ya no quería sus visitas. Se lo dijo con tacto, tratando de no mancillar su orgullo y Francisco, desesperado, dobló sus apuestas. Pero nada dio resultado y al futuro mariscal se le empezó a instalar una obsesión peligrosa. Que una vez lo dejó plantado más de una hora cuando él llego a su casa. Que otra vez se opuso a sus avances con fiereza.

La historia cada vez se iba volviendomásjugosaenlapequeña sociedad asuncena que hablaba a boca llena de los desaires de Pancha. Y si era conocida por su belleza, también elogiaron su virtud, según cuentan. Y la historia entre dimes y diretes se volvió leyenda.

Francisco tuvo otros amores, pero pronto le llegó el tiempo de viajar a Europa y de París volvió con Elisa Alicia Lynch. ¿Habría olvidado a la Garmendia? Lo cierto es que siguió la vida, hasta que un día cayó la nube de espanto de la guerra. A medida que crecían el caos y el desconcierto, aumentaban también las conspiraciones e intrigas y en aquel trágico revuelo ¿añoraría alguna vez el mariscal Francisco la simpleza de otros tiempos?

¡Habían pasado tantos años y tantas vidas desde aquella inocencia!

Cuando Francisco volvió a ver a Pancha fue en Itanará, en un lugar donde acampaba el ejército. Estaba acusada de tener conocimiento de una conspiración. Ya no era la muchacha de entonces la que entró al campamento al caer la tarde. Venía de lejos y a pie. Estaba rendida y descalza. Rodeada de soldados armados. El vestido hecho harapos, desnutrida. Extenuada. Según cuentan, todavía quedaban resabios de su invencible belleza, aunque estaba marchita por el horror de esa guerra maldita y su infinita desgracia. Dicen que Francisco, al principio, no se percató que era ella. Cuando le contaron, se quedó observándola por un buen rato. ¿Acaso todavía sentiría algo? Pancha, al tenerlo en frente, no pudo ocultar la sorpresa. Se detuvo lívida. Retrocedió unos pasos. Francisco avanzó hacia ella sin apartar la vista. Y en eso salió Elisa. También la saludó afectuosa y esa noche la invitaron a cenar. ¿Qué tanto sabría Elisa de aquel amor que fulminó a su hombre? Hay quienes juran que fue ella quien la intrigó por celos con el mariscal. Se han dicho tantas cosas. Cuentan que aquella noche, Francisco quiso saber los detalles de aquel complot en complicidad del coronel Hilario Marcó y su esposa Bernarda Barrios. El plan había sido asesinarlo con dulces envenenados que le darían en el aniversario de su ascensión al gobierno y con él muerto, tal vez llegaría la paz. A Pancha le acusaban de haber sabido y haber guardado silencio. Francisco le advirtió que su causa era grave y que cuando la interrogaran debía, por su propio bien, decir la verdad.

Después de aquella cena, Pancha fue conducida al cuartel general ya en calidad de presa e incomunicada. Al día siguiente empezaron los interrogatorios y ella juró su inocencia. Informado Francisco, mandó emisarios a recordar la recomendación que le había dado la noche anterior, pero Pancha se mantuvo firme. Al día siguiente continuaron las preguntas. Al escrutinio constante que era sometida se sumaba el cansancio de los días aciagos y su estado deplorable de salud. Sus días se partían entre el trabajo en el campo y las interpelaciones. El mariscal seguía el proceso de cerca. Atento a todo. Atento a ella. Como Pancha se mantenía en su postura, Francisco le mandó un último mensaje: había hecho por ella lo suficiente y de ahora en más sería abandonada a su suerte.

Los fiscales llamaron por último a un careo entre las acusadas, Bernarda y Pancha. La esposa del coronel se echó a hablar, acaso extenuada por los constantes embates, y decidió confesar que sabía todo y citó lugares y personas e instó a Pancha a decir que ella también lo sabía. Que dejara de negar lo innegable. Pancha escuchó a Bernarda y se echó a llorar largamente y entre sollozos terminó aceptando que todo era cierto. Si eso era verdad o fruto de estar rendida ante tantos maltratos, ¿cómo saberlo? Lo cierto es que al confesar los hechos de su supuesto conocimiento, oficialmente quedó acusada de atentar contra el mariscal, presidente y comandante en jefe del Ejército y aquello –bajo las Siete Partidas– era considerado traición a la patria y castigado con pena de muerte. Estaba signada su suerte.

Cuentan que Francisca Garmendia, convertida en despojo a causa de las heridas por los azotes recibidos día y noche, envuelta en una sábana únicamente, toda sucia, desgreñada y manchada de sangre, fue traída al lugar de su ajusticiamiento a cincuenta metros de un árbol que había sido su cárcel. Y ahí, a orilla del arroyo, la lancearon para ahorrar proyectiles. Era el 11 de diciembre de 1869.

¿Pensó Francisco en ella el día que la ultimaban? ¿Fue una venganza por un amor despechado como algunos sugieren? ¿La Lynch estuvo involucrada como otros dicen? Como sea, Francisco la inmortalizó al lancearla. Porque a pesar de las mil polémicas detrás de esta tragedia, nadie olvida la hermosura y el calvario de Pancha Garmendia… a 150 años de su muerte.

 

Fuente: www.lanacion.com.py

Domingo, 08 de Marzo de 2020
















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