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ALBERTO CANDIA

  EL PRIMER TEATRO EN EL PARAGUAY - 150 AÑOS DE OLVIDADAS PAGINAS (I) - Por ALBERTO CANDIA


EL PRIMER TEATRO EN EL PARAGUAY - 150 AÑOS DE OLVIDADAS PAGINAS (I) - Por ALBERTO CANDIA

EL PRIMER TEATRO EN EL PARAGUAY

150 AÑOS DE OLVIDADAS PAGINAS (I)

Por ALBERTO CANDIA

 

A propósito de la reinauguración -por enésima vez- del hoy Teatro Municipal (antiguo Teatro Nacional) a un sideral costo de US$ 3.000.000, resulta interesante rememorar cómo la construcción del país se fundaba sobre ciertos principios patrióticos y administrativos que por completo beneficiaron a la nación y a sus habitantes en la época de Francia y los López.

 

 

Hoy, de hallarse don Carlos, con ese dinero se hubiera construido media docena de teatros en toda la República y, a su vez, restaurado el inconcluso y distinguido Coliseo (el Scalita guaraní) en total estado de abandono y postración, utilizado en la actualidad solo para recaudar finanzas oficiales como un símbolo de atropello a la razón y a la cultura nacionales. Las dos caras de aquellos inicios que dieron lustre a la novel vida republicana las iremos desglosando en estas sintéticas "crónicas de antaño".

Arribado el brigadier general Francisco Solano López a la Asunción en feliz retorno de su gira europea a bordo del "Tacuari", buque insignia de guerra que fue adquirido en Inglaterra para el Paraguay, traía consigo una delegación de profesionales de diferentes nacionalidades del Viejo Mundo, todos contratados por el Superior Gobierno para concretar obras de progreso en distintas áreas. Formaba parte del "grupo foráneo" el español Ildefonso Bermejo, quien fue seducido por el joven militar para viajar e implementar una "revolución" del ambiente cultural paraguayo.

El recién llegado, motivado por las expectativas, rápidamente se ocupó de simultáneas diligencias encomendadas personalmente por el propio presidente de la República, don Carlos Antonio López. Entre las tantas prontitudes, en un arranque quimérico, hacia finales de 1854 el mandatario ideó y encargó la construcción de un teatro, el primero en su género en el país. Para abril de 1855, ya se anunciaba la edificación del encargo y todo estaba conducido para inaugurarse en el preciso día de san Carlos (domingo, 4 de noviembre), cumpleaños del jefe supremo de gobierno.

Anunciando su terminación y habilitación, un aviso oficial aparece en los dos periódicos de la época: El Semanario y el Eco del Paraguay (ver infografía), elogiando el inédito acontecimiento para celebrarlo a las 8 de la noche. La presencia central estuvo engalanada por el mismo Presidente de la República con toda su familia, ministros, autoridades oficiales, diplomáticos extranjeros e invitados especiales.

Pero dejemos que uno de los primeros corresponsales oriundos de la República, Ciriaco Peláez, escribano de Gobierno y Hacienda, además de asiduo colaborador del Eco del Paraguay firmando sus crónicas revisteriles con el seudónimo de Quintín California, nos recapitule su "cobertura periodística", ya que, ante una concurrencia numerosa y escogida, estuvo presente esa noche participando del evento "sin igual" y dejando para la posteridad un importante documento descriptivo.

Tiempo hace que deseaba dirigirme otra vez a mis compatriotas; pero el quebranto de mi salud está a cada momento poniendo cortapisas a mis intenciones y predisponiéndome a desistir de mis anteriores propósitos. Sin embargo, la comezón de escribir al público me acosa y saco fuerzas de flaquezas contraviniendo de este modo a la ley natural de las cosas.

Los acontecimientos del finado mes no son los más interesantes; pero el de noviembre ha comenzado con los mejores auspicios. La apertura del Teatro Nacional ha inaugurado una nueva época en el Paraguay. Testigo de este suceso, he sentido una especie de placer que no puede explicarse con la pluma, sino sintiéndolo como yo lo he sentido. En la noche del 4 del actual a las 8 en punto, después de una brillante sinfonía a toda orquesta se levantó la gran cortina, y en el centro de una decoración perfectamente pintada y vistosamente iluminada, apareció todo el cuerpo del Conservatorio de Música y Declamación presidido por don Ildefonso Bermejo, cuyo sujeto se dirigió al público y pronunció el siguiente discurso de apertura:

"Señores, hay momentos tan felices, situaciones tan excepcionales, que el mismo placer embarga nuestra inteligencia, al extremo de ser menos elocuente cuando deberíamos serlo más. En esta situación embarazosa es en la que yo me encuentro ahora. Desearía ser un Demóstenes, un Cicerón, para expresar con la pompa debida todo lo que merecen, las altas dignidades que tengo en mi presencia y el ilustrado público que atentamente me escucha.

Pero supla el buen deseo la falta de esas flores oratorias que envidio en este instante y séame lícito expresar en estilo humilde el objeto de este pequeño discurso. El día 4 de noviembre de 1855 será eternamente memorable en los fastos de la historia paraguaya. Solemnizamos el aniversario de la persona que rige la administración de este país y al mismo tiempo la apertura del Teatro Nacional.

¿Habrá alguno que ponga en duda la importancia de un Coliseo de esta clase? El Teatro, como la historia, inmortaliza a los hombres grandes, nos pone en contacto con las épocas remotas; representa el pasado en presente; nos da reglas para las nuevas costumbres; nos estimula a las acciones heroicas y nos separa de la senda del mal. Pues esta recreativa institución, digna de todo país civilizado, la debéis a los esfuerzos de vuestro presidente don Carlos Antonio López, que no perdona medio alguno para elevar a su pueblo a la categoría de los primeros países del mundo. Vosotros lo conocéis; y le pagáis dignamente con ese amoroso respeto que justamente le consagráis; que es el tributo más lisonjero que obtiene el primer representante de la República.

 



Séame lícito ahora hablar de mi humilde persona. Pero, ¿qué podré yo decir de mí?, nada. ¿Quién soy?, nadie, un débil instrumento que se mueve a impulsos de un resorte superior, un pobre extranjero que, lleno de los mejores intentos y ayudado con la cooperación de sus compañeros, se afana por hacerse grato al hospitalario país que le ha recibido en su seno.

Termino, pues, dándoos las más expresivas gracias y uniéndome a vosotros para felicitar en este día al Supremo representante hacia el cual profesáis todos tan merecida veneración".

Seguidamente se adelantó un alumno de la Escuela Normal y, en voz clara y sonora, saludó al Presidente de la República con las siguientes palabras:

 

"Señor Presidente, ve en mi humilde persona y en la de estos jóvenes que me acompañan, simbolizada la unánime expresión de la Escuela Normal. Deseábamos un día en que poder atestiguar nuestro reconocimiento de una manera solemne, y nos ha parecido el de San Carlos, el más oportuno para verificarlo convenientemente.

El aniversario de San Carlos nos trae a la memoria dulces y lisonjeros recuerdos. Es el momento en que damos libre expansión a nuestros corazones para atestiguar nuestro reconocimiento a la insigne persona que tan desinteresadamente ha tomado a su cargo la ímproba tarea del cuidado de nuestro porvenir.

Llegad compañeros; allí está la insigne individualidad que con mano paternal nos acoge, porque quiere que seamos dignos ciudadanos del Paraguay. Elevemos de consuno nuestros votos al cielo para que, como hasta aquí, continúe siendo nuestra áncora salvadora y el origen de nuestra dicha futura.

Compañeros, ¡viva el excelentísimo Sr. don Carlos Antonio López!...

... y todos respondieron: ¡¡¡Viva!!! Dio principio la obra cómica con buena música y un libreto lleno de sales cómicas. Los caracteres estuvieron perfectamente interpretados, y, en suma, el público quedó extraordinariamente complacido. Concluida la pieza, se entonó un Himno análogo a la festividad del día, cuyos versos no insertamos por no tenerlos a la vista y por tener poco espacio de que disponer. Mientras se entonaba el Himno, volaron por el patio infinidad de papeles de colores con impresos y aclamaciones en honor al Presidente de la República, con lo cual terminó el espectáculo.

Media hora después, la numerosa y escogida concurrencia que presenció la comedia había ya cambiado de trajes y asistía al brillante sarao, que en obsequio a la primera dignidad del país daban los jueces y altos empleados de la República. El baile estuvo muy lucido y animado, habiendo terminado a las 3 de la madrugada.

El domingo siguiente (11), dieron otro baile en celebridad del cumpleaños de la misma persona, los Jefes y Oficiales de Guarnición Este... el sarao armonizó perfectamente con la clase que le daba. Se abrió el baile con una serie de disparos de cañón y de una nube de fuegos artificiales que iluminaron la Plaza (14 de Mayo); todo acompañado de aires marciales que tocaban a porfía dos bandas militares situadas también en la plaza.

El Sr. Presidente se encaminaba a este tiempo desde su Palacio al local del sarao, viendo a su derecha y a su izquierda dos gruesas y apiñadas hileras de soldados que le presentaban las armas en medio de aquel marcial estrépito y del victoreo de los ciudadanos. Su Excelencia se retiró a las 10 y algunos minutos después de haber presenciado varias figuras del baile y de haber saludado y hablado a algunas personas de la concurrencia con aquella cortesía y amabilidad que lo distingue. El baile prosiguió concurrido y animado hasta una hora bastante avanzada. Sabemos que el sábado de la presente semana se prepara otro baile con el mismo objeto, que da el comercio extranjero, para cuya fiesta no se han omitido gastos, a fin de que salga con el lucimiento debido.

 

 

Edición impresa del diario ABC COLOR

Martes, 15 de Agosto de 2006

Fuente digital: ABC COLOR DIGITAL/ PARAGUAY

 

 

 

EL TEATRO VISTO POR SUS PROTAGONISTAS

150 AÑOS DE PAGINAS OLVIDADAS (II)

Por ALBERTO CANDIA

 

Sin tomar consideración de las adustas y antiguas dicotomías entre "lopiztas" y "antilopiztas", ponemos a consideración el importante testimonio de uno de los "testigos presenciales", describiendo las pompas oficiales de aquella época. El periodista argentino y editor de "La Tribuna" de Buenos Aires, don Héctor Francisco Varela, que por entonces se encontraba en esta capital, escribió en 1870 su vívida experiencia personal en la inauguración del "Teatro Nacional" de Asunción.

 

 

El mismo artículo fue republicado por "La Nación" de la capital porteña el 16 de octubre de 1911 y transcripto parcialmente en Asunción por el vespertino "El Día", en tres números: 28, 30 y 31 de octubre del mismo año con el subtítulo de "Ildefonso Bermejo y el tirano López". Esta es la síntesis de la otra cara de la historia.

Héctor Francisco Varela narraba: En medio de esa atmósfera despótica en que vivía el pueblo paraguayo, bajo la denominación de López I, y a pesar de ese sistema espantoso de espionaje, que llevaba la desconfianza y el miedo hasta en el mismo seno de los hogares, donde el padre temía al hijo, y el hijo recelaba confiarse en el autor de sus días, sin embargo, había en la Asunción un pequeño círculo de personas que, ligadas en el terreno del padecimiento y del dolor común, encontraban de vez en cuando consuelo a ese dolor infinito en la comunicación recíproca y expansiva de sus pensamientos.

Entre esas personas, que vivían en intimidad unas con otras, figuraban el señor don Ildefonso Bermejo y su esposa Purificación Jiménez, por una parte, y, por la otra, la señorita paraguaya allí llamada Panchita Garmendia.

La intimidad que tuve la fortuna de contraer con aquellas personas -de grato e inolvidable recuerdo para mí- me inició en un mundo de revelaciones íntimas, que me hicieron comprender lo bárbaro e inicuo del "sistema" que los dueños del Paraguay hacían pesar sobre la frente abatida de sus hijos.

Ildefonso Bermejo era un literato español, a quien el general Francisco Solano López conoció en Europa e invitó ir al Paraguay, deslumbrándolo con la perspectiva de un porvenir matizado de las más halagüeñas esperanzas. Bermejo había ocupado en la Madre Patria posiciones elevadas y distinguidas. Fue gobernador civil de una provincia, diputado, fundador y redactor de varios periódicos, y autor de algunas piezas dramáticas que, con "la consola y el espejo" -representada con aplausos en Buenos Aires-, le dieron acceso al mundo de las letras españolas.

Hombre de una educación esmerada, de modales afables y dotado de un espíritu vivo y sagaz, Bermejo era, sin disputa, un elemento útil para un país como el Paraguay, completamente escaso de hombres de gobierno, y donde uno como él, venido de Europa con sus ideas y experiencias, y con la práctica de la vida intelectual y material de nuestros días, podría convertirse en iniciador de reformas y adelantos que abriesen una época nueva para tan hermoso país. Esto mismo le había hecho comprender en Europa el general López.

Alejado de la vida pública de su patria, por no estar gobernando sus amigos políticos, viendo en París al general Francisco Solano, rodeado de esplendor y consideraciones, oyéndole hablar con aparente entusiasmo del vehemente deseo que tenía de regresar cuanto antes a su país para introducir allí el espíritu de las instituciones de los pueblos, que en su peregrinación había conocido el Sr. Bermejo, cuya posición de fortuna no era, por otra parte, de las halagüeñas en aquellos momentos, se decidió a ir al Paraguay.

 

 

Al tomar esta resolución, no solo le seducían las ventajas materiales de las propuestas de López, sino el noble deseo de ligar su nombre a reformas y conquistas que, en todo tiempo, harían la gloria de un heraldo del progreso y de la democracia. Como luego se vio, Bermejo fue al Paraguay, pero, ¿a qué, Dios mío? Partía el corazón oírle contar, en medio de sollozos de su pobre mujer enterrada en vida, por decirlo así, desde que llegó a la Asunción, los padecimientos, las vejaciones, las infamias de que, ambos López (padre e hijo), lo hicieron objeto.

Durante su permanencia en Europa y en el viaje, el general colmaba a Bermejo de toda clase de atenciones. Desde que llegaron a la Asunción, la cosa cambió de aspecto: en vez de consideraciones, del respeto que se merecía un hombre bien nacido, inteligente y alta posición en un país, que valía algo más que el Paraguay, el escritor español empezó a notar que López le trataba con indiferencia al principio, con altanería después, con brutal grosería al fin.

Ninguna de las promesas que se hicieron y bajo cuyos halagos decidió su viaje, le fueron cumplidas. Más que a un hombre de inteligencia, se le trataba como a una máquina de trabajo, apta para todo. El Gobierno le empleaba para traducciones, en la redacción de documentos, al mismo tiempo de darle la dirección de una Escuela Normal, la de la Imprenta del Estado, y, por complemento, le nombró redactor del famoso periódico "El Semanario". Bermejo apenas tenía tiempo para dar al cuerpo y al espíritu algunas horas de reposo.

Sin embargo, no desmayaba; en la esperanza de que tanto trabajo y abnegación encontrase al fin su recompensa, no en prodigalidad, de que aquella gente era incapaz, pero sí en el cumplimiento de promesas formalmente hechas, y en una palabra de honor empeñada espontáneamente, aquel hombre todo lo hacía, a todo lo atendía. Todo esto era nada en comparación a los nuevos desvelos y tareas que le forjaron la fantasía y los caprichos de López padre.

 



Así fue como una mañana, el Presidente le llamó a su despacho y don Ildefonso acudió. El seco y escueto mensaje del Mandatario al español fue el siguiente: Es preciso que tengamos un teatro. El español respondió: ¿Cómo, señor? El gobernante: Construyéndolo. El español: ¿Hay aquí algún ingeniero que se haga cargo de la obra? El gobernante: ...y usted. ¿No dicen acaso que usted ha compuesto comedias para teatro? El español: Sí, señor... El Gobernante: Pues, entonces, usted puede construir el teatro también. Haga usted el plano y presupuesto, pronto. Avíseme lo que necesita y ponga sin demora manos a la obra.

Ante tal situación, ¿qué había de hacer Bermejo? La manifestación de aquel deseo importaba una orden. Resistir a cumplirla era despertar el enojo de un bárbaro como aquel, era abrirse el camino de una cárcel, para morir olvidado en sus soledades sombrías, sin poder alimentar siquiera la esperanza de recobrar la perdida libertad.

Crea usted, me decía la señora "Pura" de Bermejo con los ojos anegados en lágrimas, una noche que con ella hablaba. Crea usted, señor, que mi marido trabajó en ese teatro como un burro, pues hasta de carpintero y albañil sirvió él mismo. El día que estuvo concluido, el Presidente entró, lo examinó todo con la mayor escrupulosidad, y aun cuando no pudiese ignorar "lo que era un teatro" habiéndolo aprendido en los libros, siendo este el primero que veía, le llamaban la atención hasta los más pequeños e insignificantes detalles.

Edición impresa del diario ABC COLOR

Miércoles, 16 de Agosto de 2006

Fuente digital: ABC COLOR DIGITAL/ PARAGUAY

 

 

 

 

EL TEATRO, UNA ODISEA ARTÍSTICA

150 AÑOS DE PAGINAS OLVIDADAS (III y FINAL)

Por ALBERTO CANDIA

 

Es sabido que el periodista y escritor Héctor F. Varela jamás escatimó calificativo alguno para referirse al gobierno de los López y sus allegados. Con un lenguaje mordaz, despectivo y hasta si se quiere soez, dedicó su filosa pluma a innumerables columnas y bibliografías referidas al Paraguay y sus directos protagonistas oficiales como la "dedicada" a Alicia Elisa Lynch en 1870. Con esta publicación culminamos la sintética serie referida al primer Teatro Nacional construido con mucha esperanza y al mismo tiempo mucho desaliento, generando paralelamente comentarios y narraciones desde dos aristas opuestas sobre un mismo hecho y con los mismos personajes.

 

 

Ciento cincuenta años después, rememoramos aquellos "fantásticos sucesos".

El periodista Héctor Varela siguió relatando: "Don Ildefonso Bermejo estaba satisfecho de su obra, creía que con ella se captaría la buena voluntad, rebelde hasta entonces, de los que le estaban explotando, de una manera indigna. ¡Vana ilusión, señor! Aquel monstruo salió del teatro sin dirigirle a mi marido una sola palabra, no ya de gratitud, ni de simple estímulo. ¡Horrible contraste! ¡Una casa construida para deleitar y convertirse en ameno y bullicioso recinto de la alegría y el placer, me ha costado a mí raudales de lágrimas, señor!

La señora Purificación Jiménez de Bermejo era una dama de muchísimo talento, y que acostumbrada a vivir con la mejor sociedad de su país, consumía sus días en un constante encierro en el Paraguay. El general López la detestaba, haciendo recaer sobre su compañero las consecuencias de ese odio.

Una vez que estuvo definitivamente concluido el teatro, Bermejo hizo presente al Primer Magistrado la conveniencia de hacer ir de Buenos Aires algunos actores españoles de los que en aquella época trabajaban aquí. López se puso fuera de sí, y aun cuando lo mofletudo (gordinflón) de su enorme rostro no lo permitiese gesticular mucho, se puso a rugir como una fiera, gritando: ¿No sabe usted que no quiero nada de extranjeros, y menos con gallegos? ¿Cree usted que mis paraguayos no pueden ser tan buenos cómicos como ustedes? Aquí tengo jóvenes bastante inteligentes y dispuestos. Escoja usted algunos, enséñelos en un momento y organice una compañía.

Bermejo me contaba que se quería morir cuando oyó estas palabras, ...y sin embargo no había escapatoria. La máxima de López era esta: Querer es poder y aunque la experiencia diaria de la vida nos está enseñando que no basta la voluntad más firme y decidida para vencer lo que Dios ha decretado como "invencible" para los deseos y aspiraciones del hombre, el señor Bermejo, que conocía ya el terreno que pisaba, emprendió la tarea de "improvisar cómicos" y organizar una compañía que pudiese satisfacer a Su Excelencia que, entusiasta apasionado por las lecturas de la historia antigua, quería, como algunos de sus emperadores romanos, solazarse también en los espectáculos de teatro.

Por una coincidencia casual, yo me hallaba en la Asunción el día de la inauguración del teatro. La función de estreno, dada por la compañía paraguaya, fue el "Valle de Andorra" y lo digo con toda ingenuidad: tanto yo como mis compañeros de viaje asistimos al espectáculo, no sabiendo qué admirar más, si la prominente paciencia de Bermejo para enseñar a todos aquellos jóvenes, o la disposición y el talento natural de que algunos de estos hicieron alarde, en la ejecución de la zarzuela.

La mayor parte podrían haber representado a las mil maravillas los roles de imbéciles o de estatuas. En cambio había tres, dos mocetones y una muchachota de rollizo aspecto, que tenían desenvoltura, gracia y una voz bastante simpática. Pero no fue ni la pieza, ni su ejecución, ni los comediantes lo que más llamó la atención esa noche. Otras cosas y otros objetos la despertaron y mantuvieron viva. En un palco de honor, construido "ad-hoc", estaba el presidente López con su señora (Juana Pabla Carrillo) y sus dos hijas (Rafaela e Inocencia). A su lado estaban, en otro palco, el general Francisco Solano y el coronel Venancio. La platea completamente llena de gente de ambos sexos.

 

 

Esa noche vi por primera vez la imponente figura de Carlos Antonio López, y a fe que en mis largas peregrinaciones posteriores en esa inmensa ola de gente que he visto agitarse en distintas partes del mundo, no encontré jamás un tipo más digno de observación. López era un acontecimiento único. Su cabeza completamente unida a su cara, que a su vez se confundía, sin líneas ni contornos, en una abultadísima "papada", tenía la forma de una pera. Era angosta en la parte superior, y completamente desproporcionada por su anchura, en la base o parte inferior.

Diríase que aquel era el pedestal que soportaba una cabeza, dos veces grande por sus dimensiones naturales, y por el enorme depósito de absurdos que en ella existía. Durante casi toda la presentación, el Presidente ostentó en esa cabeza un sombrero digno de ella: era una pieza monstruosa también por su altura, y aparente para figurar en un museo de curiosidades, por su forma. Para un día de carnaval, no habría tenido precio en Buenos Aires.

La concurrencia toda parecía estar bajo las bóvedas de un templo, sometida al blando imperio del místico recogimiento, en vez de hallarse congregada en el templo de Talía o en la mansión destinada al solaz y al placer. El silencio era el mismo durante la representación que cuando el telón caía. No se oía una sola voz, sino apenas sí se percibía con dificultad el ligero murmullo de una que otra conversación, iniciada con aparente temor, y que no tardaba en cortarse. La concurrencia toda parecía reflejar la inmovilidad de López: la completa indiferencia de que hacía alarde.

Yo lo observé muchas veces con atención, tanto por observar con fidelidad el conjunto de su tipo especial, cuando por ver si en esa fisonomía, en que no dejaba de vagar alguna expresión, se percibían las impresiones producidas por un espectáculo, que le era completamente nuevo. Nada conseguí. Yo no sé si López sentía algo, o experimentaba alguna sensación de placer al oír cantar, y al ver representar a los improvisados discípulos del bondadoso Bermejo. Si la sentía, debo decir que tuvo el talento de ocultar perfectamente sus emociones, pues su fisonomía solo revelaba la más completa impasibilidad.

Antes de concluirse la función, se levantó para salir. Toda la concurrencia, como movida por un resorte, se puso de pie; pero nadie se movió de sus asientos. El Monarca de las selvas salió, seguido de algunos de los soldados de su escolta pretoriana. ¿Habría satisfecho sus aspiraciones? ¿Iba contento? ¿Creía que Bermejo le había complacido? ¡Oh!, Montesquieu (escritor francés 1686-1755, autor del "Espíritu de las Leyes") lo ha dicho: Nadie da gusto jamás a los tiranos. Al día siguiente de la función, visité en su casa a los esposos Bermejo. En el primer momento me dijeron que no estaban, pero me retiraba ya, cuando me hicieron entrar.

Uno y otra estaban entregados a la más espantosa desesperación. Bermejo tenía el semblante alterado, lívido, como si alguna honda pena lo abrumase. La señora lloraba. ¿Qué pasa, por Dios?, pregunté alarmado, apenas entré en la sala. No crea usted, nos dijo súbitamente la señora con acento de enojo, no lloro pena; lloro de ira, de rabia, de impotencia. Lloro porque no puedo salir hoy mismo de esta tierra maldita, donde he contraído una enfermedad que me costará la vida.

 

 

Pero, ¿qué es lo que hay señora?, cálmese usted y no agrave su situación. Crea usted que me apena de veras verlos así. Ah, señor estamos entre cafres (bárbaros-rústicos). Ya sabe usted todo lo que mi marido ha trabajado por complacer al Presidente: le ha construido el teatro, le ha improvisado cómicos, y para que nada faltase a esa serie de sacrificios, él mismo ha salido a exhibirse para "divertir" a ese imbécil. ¿Y bien señora? Y bien, López ni por entendido se ha dado de nada, absolutamente de nada de lo que Bermejo ha hecho. ¿Le ha visto después de la función? ¡Sí le ha visto!, hoy ha estado en su despacho particular, como una hora; de todo le conversó, menos del teatro, al que, ni mencionó tan solo ... ¡Y tener que soportar tanto vejamen! ¡Ah, esto es horrible!

El noble español estaba tendido sobre un pobre sofá. No decía una palabra. Me acerqué a él. Animo amigo: vamos a pensar en los medios de que usted pueda salir de aquí, sin despertar las iras de esa gente".

EPILOGO: La historia nos narra que Ildefonso Bermejo no se marchó del Paraguay sino tiempo después del deceso del presidente Carlos A. López, ya cuando el general Francisco Solano dedicaba todos sus esfuerzos a la inminencia de la guerra que se cernía sobre el país.

Llegado a España fue nombrado, a más de otros cargos, archivero de la Biblioteca Nacional de Madrid, desde donde escribió libros, literaturas y hasta zarzuelas. Su famoso libro "Episodios de la vida privada, política y social de la República del Paraguay" sintetiza el país que le cupo experimentar.


Edición impresa del diario ABC COLOR

Jueves, 17 de Agosto de 2006

Fuente digital: ABC COLOR DIGITAL/ PARAGUAY






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