EL NACIMIENTO DE SOLEDAD BARRETT VIEDMA
Relato de CAMILO CANTERO CABRERA
Caía la noche del Día de los Reyes de 1945 en la Estancia Laguna Porä de Yabebyry Misiones. Era una fecha histórica donde América sin darse cuenta daría nacimiento a una de sus heroínas de la lucha social. Era el mismo sitio donde tres décadas y media antes, el abuelo Rafael Barrett se refugiaba en el sitio por el plazo de un año perseguido por sus ideas, sueños y esperanzas. Una manera miserable en que los poderosos intentan aplacar a quienes piensan diferente y de esa manera oprimir a su pueblo.
Pero aquella “tarde-noche” era distinta. Ahí estaban el joven Carlos “Porîco”, un colaborador que preparó el empacado de los enseres para el viaje de emigración que se haría pocas semanas después; Deolinda Viedma, la feliz madre a punto de dar a luz y la abuela Dolores, Ña Loló. Juntas hicieron posible el nacimiento de Soledad, quien pasaría a llamarse Chole o “Polela” para el menor de los varones. No hubo “partera” y la “sala” era la gran habitación, al extremo sur de la casa nueva, construida en su momento por el maestro Rafael Barrett, quien ni se hubiera imaginado la continuidad de su clan en las profundidades del país que abrazó profundamente.
El lugar seguía siendo la propiedad del Dr. Alejandro Audivert, concuñado del viejo Barrett, quien se casara con Angelina López Maíz, hermana mayor de Francisca López Maíz, esposa de Barrett y ambas sobrinas del padre Fidel Maíz.
Era el mismo sitio que lo describiera “el abuelo” como el que estaba preñado de recuerdos de Panchita, el lugar en que ha sufrido y amado con ella. Ahí, donde sus razones miraron las aves cruzar el cielo, pisaron la hierba y donde por la ventana donde se venía la “cuca” (una gata) a llamar para que se le abriera de madrugada.
Las verdes praderas que rodean al sitio, el eucaliptal inmortalizado en la única prueba fotográfica del paso de Barrett por Yabebyry, Misiones y que da entrada a la estancia; habiendo varios de ellos sembrados por “el viejo anarco” se sumaban al ambiente de bienvenida a la nueva integrante de la familia.
Soledad, era el nombre elegido. En honor al “abuelo” que en ese mismo sitio se refugió para reencontrarse con la vida y producir las más bellas páginas de su inspiración. Soledad, porque eso sentía el abuelo y se embriagaba de letras que lejos de escaparlo de la realidad, al contrario lo abrazaban con el Paraguay profundo, dando pie a la literatura de denuncia social que no podía dejar de existir en un país con profundas asimetrías.
Soledad, por aquellos días de encanto pero de noches oscuras donde la luz del candil apenas alumbraba, pero jamás evitó su más prolífica creación. Soledad por “El Dolor Paraguayo” y “Moralidades Actuales”.
Y vino la niña. La misma que atraía. Encantaba. Emocionaba a propios y extraños. Su grito de llegada al mundo, que desde aquel día histórico rompió la monotonía y el silencio del lugar, donde la selva circundante lo saludaba con el aullido de las fieras salvajes que aún así se negaban a amansarse, el trinar de los pájaros y el grito de los capataces de la estancia que partían rumbo a los confines del lugar en otra jornada de faena diaria.
Décadas después, su hermana Nanny Barrett explicaría que "el nombre de Soledad reflejaba la ausencia de nuestro padre, perseguido por sus ideas políticas al igual que nuestro abuelo". Su hermano, Fernando Barrett, desde Caracas agregaba que además era justamente por la “soledad generalizaba en la pequeña hacienda”.
Por ello aquel nombre era el elegido. Su nacimiento fue un milagro. Como los tantos ocurridos en los parajes y las praderas del Paraguay profundo. En las humildes viviendas de donde salen grandes personas, como quienes luchan por sus sueños y esperanzas por una sociedad mejor. Era la continuidad de la historia que en menos de tres décadas la recién nacida se encargaría posteriormente de demostrar y pasar a la eternidad de los nombres eternos, cuyo legado es la mejor herencia para generaciones y generaciones. Héroes civiles de nuestros “macondos” eternos donde las clases populares parecen condenadas a la opresión inacabada de sectores ubicados en las antípodas de sus sueños.
Soledad luego comenzó a crecer. Pasaron los días, los meses, la tía Andrea ya había partido del lugar y la única escuelita que era una lucha titánica contra el analfabetismo dejó de funcionar. Los compañeritos desaparecieron y los jóvenes fueron a “carpinchear” al Ñeembucu, cazaban y pescaban para alimentarse, comían pacurí o naranjas silvestres, guayabas, yata-i o pindó.
Entonces con pocos meses de vida, Soledad tuvo que partir. Las vacas fueron vendidas, quedando sólo algunas imprescindibles, los buenos caballos también. Quedaron dos yuntas de bueyes, que remolcaron la carreta desde Tacuruty hasta Ayolas, de donde toda la familia cruzaría hasta Ituzaingó, cruzando el caudaloso Paraná, por el sitio que en la actualidad está totalmente cubierto por el lago artificial de la represa Yacyretâ.
Años después, Fernando, su hermano contaría que incluso recordaba la escala en Yabebyry, “que antes pertenecía a Ñeembucú, mi lugar cierto de nacimiento. Dos niños dormimos en una mesa de billar. Recuerdo después el terror de atravesar el Paraná en la gran canoa de unos tíos, para empezar la hoy larga vida de exilios y migraciones, la diáspora de los Barrett, extendidos ahora por toda América”, contaba.
Pero volviendo al día de nacimiento de Soledad, aquello fue inolvidable. Es que el mismo amanecer de la larga jornada producía el mismo milagro que la mágica pluma del abuelo describía en su momento. “Cuando un suspiro de luz tiembla en el horizonte. Palidecen las estrellas resignadas. Las alas de los pájaros dormidos se estremecen y las castas flores abren su corazón perfumado, preparándose para su existencia de un día. La tierra sale poco a poco de las sombras del sueño”.
Y esas sombras eran rotas y alumbradas por el llanto inocente de una criatura: Soledad Barret Viedma. Venía al mundo. Nacía en el sur de un país tan amado por su abuelo, quien aún no naciendo en la patria, iba a ser considerado como el más paraguayo de los narrativos.
Venía con los sueños entre los brazos. Sus escasos años de vida le servirían para demostrarlo fehacientemente. Nada pudo impedir su magistral tarea. Ni los odios y rencores contra su familia. Ni la persecución a su padre. Ni finalmente la traición de su pareja.
Aquel día, Alejandro Barrett y su compañera Elisa Viedma tuvieron el mejor regalo. Las horas pasaban y la alegría comenzó a sentirse en Laguna Porä. Aquellas inolvidables jornadas donde “el abuelo” dejaba que su caballo lo llevara a su gusto por las soledades del campo.
Esas maravillosas andanzas vespertinas donde el hombre sacia sus ojos en la inmensa llanura ondulada y en su río-mar donde se estremecían, hechos diamantes, ópalos y rubíes, los fantásticos tonos de un sublime ocaso. Donde la reina natura hace que el hombre se encuentre consigo mismo en una vida al aire libre y a libre luz. Así lo decía Rafael Barrett, cuyo espíritu se mantenía latente en el lugar. “Donde el hombre está en contacto íntimo y constante con una naturaleza grandiosa y delicada a la vez, que perfecciona los sen tidos, robustece y aguza la memoria visual y ennoblece el alma. La cálida benignidad del clima suaviza las costumbres hacia horizontes de ensueño” (R. B.).
Ahí venía al mundo Soledad. Con la inocencia de una niña hermosa de cabellos dorados y piel blanca. Rápidamente se convirtió en la princesa de propios y extraños. La veintena de vecinos la admiraba como si fuera su propia hija. Ahí también estaba “Panta”, la que no tenía apellido ni hogar, con sus rarezas y locuras. La que hacía el locro a los peones. La que se quemaba en la cocina y acudía junto al abuelo de Soledad para que la curara. Y que en ese instante sublime le hizo comprender hasta qué punto es hermana suya, hasta qué punto aparece en su ser, desnuda, vacilante, la débil chispa que ocultamos nosotros bajo máscaras inútiles.
Ahí estaba Soledad. La niña hermosa. La que haría historia en tan escasos años de existencia. La misma que iba a ser nombrada que nació en Paraguay, pero sin especificar que fue aquí en este lejano paraje: Laguna Porä, Yabebyry, Misiones. El mismo lugar, donde el amparo de las madreselvas le acariciaba la piel fatigada a su abuelo.
El mismo lugar donde el centenar de gallinas picoteaban y escarbaban sin cesar la tierra. O donde los gallos padecían la misma voracidad incoercible, olvidando su profesional arrogancia y hundían el pico.
El imponente paisaje le daba la bienvenida al mundo. Aquella verdadera América donde aparecían de la nada los yaguaretés o se escuchaba en el fondo el rugido de los karajá. Ese era su lugar en el mundo. Soledad Barrett Viedma, la misma que veintiocho años después conocería la traición de la mano del cabo Anselmo en Recife, Brasil. En el anonimato. En la humildad de los grandes hombres. En la soledad de Laguna Porä. El mismo sitio que protegiera a su abuelo, a su padre y donde ella viniera al mundo para transformarlo.
Ese mundo “que ha visto” su abuelo y por el que pi dió a un interlocutor “no mintais”. Aquel que han visto muchas generaciones y que atenta contra sus sueños e ideales. Ese mundo donde la vieja “Panta” sigue embriagada en su eterna y amorosa locura. El abuelo de Soledad le sigue restaurando las heridas. Los tigres continúan rugiendo por la noche. El cómplice Paraná baila su eterna danza elegante como invitando a los “Barrett” a entrar y salir cuando quieran con la vieja canoa remada por seis fortachones compatriotas paraguayos. Panchita con su amor prodigioso vuelve a escuchar apenitas pero legible la voz del maestro que se apaga poco a poco. Ahí, Soledad Barrett Viedma nacía, venía al mundo para cambiarlo.
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SEP DIGITAL - NÚMERO 3 - AÑO 1 - ABRIL 2014
SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM
Asunción - Paraguay. Mayo- 2014
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