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CATALO BOGADO BORDÓN

  EL JARRO DE LATA AZUL – MEMORIAS - Novela de CATALO BOGADO BORDÓN - Año 2012


EL JARRO DE LATA AZUL – MEMORIAS - Novela de CATALO BOGADO BORDÓN - Año 2012

EL JARRO DE LATA AZUL – MEMORIAS

Novela de CATALO BOGADO BORDÓN

Editorial EL LECTOR

Director editorial: PABLO LEÓN BURIAN

Diseño editorial: DENIS CONDORETTY

Asunción – Paraguay

212 páginas



CÁTALO BOGADO BORDÓN

Nació en Villarrica (1955). Pasó su niñez en la pequeña aldea guaireña ubicada bajo el cerro Ybytyrusu llamada Charará, hoy Eugenio A. Garay. A los 15 años de edad viajó a Buenos Aires, para reunirse con sus padres, en el exilio. En la capital porteña, como estudiante de música y periodismo, contactó con varios artistas paraguayos como Herminio Giménez, Severo Rodas, Ángel Benítez, Cardozo Ocampo, José Asunción Flores, Federico Riera, Elvio Romero y otros.

A fines de 1981 viajó a los EE.UU. y residió en la ciudad de Nueva York donde continuó sus estudios en la Universidad de la Ciudad.

En Nueva York, por varios periodos, fue Secretario General del Centro de Residente (Paraguayo, Co-fundador del Instituto Sobre Asuntos Paraguayos y otras organizaciones dedicadas a difundir la realidad paraguaya en los Estados Unidos.

Como periodista fue corresponsal, en Nueva York, de las Revistas Estudios y Discurso Literario, y de los diarios Hoy y ABC Color de Asunción-Paraguay. Además, fue columnista invitado del Diario La Prensa.

Desde su regreso al Paraguay (1995), se ha dedicado exclusivamente a la investigación y a la publicación de materiales de interés cultural. Presidió por dos periodos la Comisión "Manuel Ortiz Guerrero - José A. Flores" de Recoleta; y como Miembro de la Directiva del Centro Guaireño coordinó la "repatriación" de los restos de Natalicio de María Talavera, primer poeta paraguayo, de Paso Pucú a Villarrica; es uno de los más dedicados exegetas de las obras del poeta Ortiz Guerrero.

En julio del 2001, la Municipalidad de Asunción le otorgó la Medalla de Honor al Mérito Ciudadano por su aporte a la cultura ciudadana. En abril del 2003, la Municipalidad de la ciudad de Villa Rica del Espíritu Santo, lo declaró Hijo Dilecto de la Ciudad y, en octubre del 2004, los organizadores del Festival de la Raza (Villarrica) le entregaron un Certificado de Gratitud y Reconocimiento por su aporte para el conocimiento de los valores nacionales y, la Honorable Cámara de Diputados, en el 2010, le concedió un certificado de reconocimiento por su aporte a la cultura paraguaya. En la actualidad es miembro del Movimiento Patriótico Natalicio Talavera, del Instituto Sanmartiniano del Paraguay, de la Sociedad de Escritores y del PEN CLUB del Paraguay.



PRÓLOGO

MANDU'ARÃ HAÍPYRÉ

ROCCO CARBONE *

 

Varios gobiernos latinoamericanos, junto con las organizaciones sociales, están abriendo nuevos capítulos pertenecientes a la política de la memoria dentro del marco de la política de los derechos humanos. Momento político más que saludable porque recordar es un derecho, pero es un deber, también. El pasado no se clausura -menos el pasado entramado con desgarramientos abismales que inciden en los cuerpos, en la historia, en las palabras: ese que no tiene otra dimensión que la desmesura - y hay que entroncarlo categóricamente con nuestro presente con vistas a una proyección hacia el futuro.

Bajo este lema se inscribe uno de los considerandos de La resolución que estableció la Semana de la Memoria en el Paraguay-del 30 de enero al 3 de febrero, 2012; emitida por la Secretaria de Información y Comunicación para el Desarrollo, presidida por el Ministro Augusto Dos Santos- cuando subraya la necesidad de que las nuevas generaciones conozcan el origen y las consecuencias de la dictadura stronista (1954-1989). Pero antes de la resolución, el Paraguay ya tenía su propia memoria reconquistada en democracia, encarnada en la institución Literatura: concretamente en los textos de Cátalo Bogado Bordón (aunque no exclusivamente

A algunos de ellos me quiero referir porque funcionan sobre un entramado histórico-político por medio de la memoria. Memoria al modo de quien va solicitando con serena desesperación distintas capas de olvido. Se trata de textos que sacan a la luz dramas del baúl de la Historia (junto con sus deidades inescrutables). Los relatos bogadianos se desentienden tanto de la precisión del hecho histórico como de su interpretación; y también toman distancia de la interpretación que la teoría política hace de los acontecimientos políticos. Más que como indicación de lo que fue o pudo haber sido, pueden leerse como alegoría nacional o fábula histórico-política. Por medio de la memoria (re)construyen y formulan una lectura del pasado reprimido del Paraguay.

Literaturizan la historia silenciada y la contraponen a aquélla en la que el presente confirma su identidad; versión dominante de los hechos que prefiere marginar víctimas, perseguidos, asesinados. Su necesidad de mirar al pasado no se vincula tanto con la ampliación del conocimiento sobre lo que fue -conocimiento cómplice de una visión que parte de la existencia de hechos sociales consumados-, sino con la necesidad, a partir de lo sido, de reconfigurar la conciencia de lo que es. Y que pretende desbordarse sobre la memoria colectiva del tiempo presente. Por ende sobre la memoria política, con vistas a la desidentificacion del presente con el relato dominante sobre el pasado. Todo esto para que la palabra triunfe sobre el olvido en un país con una tendencia manifiesta a perder la memoria. Para que la literatura guarde esa memoria de lo que se esfumó en la conciencia colectiva.

En este sentido, la narrativa bogadiana apunta a una versión "disarmónica" de los hechos, en el sentido de que no celebra la pretendida armonía de la memoria colectiva y la historia entendidas como instituciones. Versión "disarmónica" que es funcional a una suerte de contra-comunidad: la de la falta, la de la ausencia. De esto desciende que a raíz de las violencias dictatoriales, en América Latina el concepto de memoria -y su rol propiamente político, ya que la memoria de los muertos constituye un problema político-, se ha vuelto nuclear para distintas instituciones/agrupaciones para las amales el presente se percibe a través del filtro de la memoria de los desaparecidos -los cadáveres insepultos- del espacio público.

Como tal, la literatura bogadiana hace de contrapunto, quiero decir que no está "del lado de" sino que se opone a la versión dominante de esos mismos hechos -la que instaura silencios, olvidos: la que resguarda y protege los traumas de la memoria- y se propone como discurso contrahegemónico y denuncialista, que enfoca víctimas, perseguidos, asesinados.

Lo sabemos: la historia reciente de América Latina puede leerse como la historia de cadáveres que no fueron sepultados; cuerpos que llevan inscriptas la política: la violencia política. Preservar la memoria colectivo-popular en su variante "disarmónica" es una actividad subversiva en la que la literatura de Bogado se inscribe poderosamente. Esta se constituye entonces en una ficción con valor de no-olvido. Con gran eficacia y desde el lugar de la memoria, esta ficción nos dice algo sobre la Historia que una Historia concebida únicamente desde los sectores dominantes olvida o que por conveniencia prefiere solapar. Esta ficción confiere a los hechos una dignidad que les permite entrar en una historia orientada desde las clases populares. Es así que la literatura sirve para combatir el olvido con vistas a intervenir sobre él.

Cuando digo esto, pienso especialmente en el cuento "El amor de la memoria", que da cuenta de la dictadura stronista a través de un microlugar: una pequeña aldea guaireña ubicada bajo el cerro Ybytyruzú, Chararã (hoy Eugenio A. Garay). Lugar que en el marco del libro se construye como sinónimo de barbaridad. Por medio del personaje de una guerrillera, en ese cuento se rinde honor y dignidad política a la guerrilla antistronista pero sobre todo a todos aquellos que tomaron partido por el mundo. La literatura en este caso le otorga a guerrillera y guerrilla un "espacio público" que les permite aparecer y ser. Seguir siendo. Homenaje honor, inmortalidad otorgadas a la persona, la guerrillera, que como tal es toda la guerrilla, que se ha presentado en el espacio público. Así Bogado hace aparecer a los muertos los desaparecidos en el espacio público, que vuelven a invadirlo como espectros: cuando no se sepulta a los propios muertos estos reaparecen como espectros que agitan el recuerdo sombrío. Es más: se hace aparecer el pasado en el presente y la palabra literaria se vuelve política.

Palabra política que expresa la gratitud del mundo hacia la persona que manifestándo(se) ha expresado su interés por el mundo y que, arriesgando su vida, adquirió la dignidad de ser "nombrada", escrita literariamente, y transformada en un ser memorable. Inmortal, en definitiva, y justamente por eso profundamente ligada al mundo humano. Todo esto nace de la aptitud de la memoria y con esa capacidad de recordar que tenemos los hombres la literatura aspira a la durabilidad de los hechos que ficcionaliza, que relata o de los que pretende dar cuenta. Una literatura que fija en la memoria ya no nombres concretos sino figuras imperecederas. Que hace aflorar desde el presente, y en el presente, en una espiral cuyo movimiento es un continuo retroalimentarse del pasado que se proyecta sobre el futuro, un "principio de esperanza".

Es posible postular esta literatura como una suerte de inconsciente político de la historia oficial. La necesidad de reconfigurar la conciencia de lo que es a partir de lo sido impacta en la desidentificación del presente con el relato dominante sobre su pasado. En este sentido, algunos fragmentos pertenecientes a la memoria paraguaya, a través de una configuración literaria, pretenden dejar una marca en la memoria colectiva del tiempo presente. Y, por ende, en la memoria política del Paraguay contemporáneo.

* Profesor de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Investigador del CONICET (Argentina)



EL JARRO DE LATA AZUL

 

Escape y huida de un insurgente por el Chaco

Preámbulo

 

Cuando volví de mi prolongado exilio, procuré recuperar la "memoria" conversando horas y horas con mi abuelo Pedro. Pasábamos la mañana o la tarde en la mesa del comedor hablando de la situación política del país o sentados bajo la vieja ovenia del patio, su lugar favorito, donde él me contaba las muchas anécdotas de su azarosa vida de opositor al régimen militar del general Alfredo Stroessner.

Cuando veía que yo empezaba a preparar mi mate o "mi trago", él ya ordenaba que se le acerque su viejo sillón de mimbre bajo el centenario árbol. Raramente, a diferencia de sus amigos y vecinos, el abuelo no tomaba ninguna clase de bebida alcohólica, sólo le gustaba el tereré y el jugo de mburukuyá que bebía por litros en su viejo y oxidado jarro de lata azul.

Un domingo, porque era su cumpleaños, varios vecinos estaban reunidos en el patio; de repente, con rugido salvaje; el abuelo armó un escándalo descomunal porque su nieta Paulina le sirvió el jugo en una pequeña jarra de cristal.

-"¿Dónde está mi jarro? ¡Quiero mi jarro? —repetía como un condenado, a todo pulmón. Para calmarlo, la nieta, con mucha vergüenza de sus amigos, tuvo que ir al fondo de la casa donde se tiran los cacharros, a traer el jarro de lata y ponen en su mano.

-¡"No tiene respeto niña, no conocéis el valor de las cosas, ¿cómo se te ocurre tirar mi jarro? ¡Que sea la última vez ¡"-reprendió de manera vehemente a la nieta. Yo, intentando calmarlo me puse de su lado, le serví el jugo en su jarro preferido y lo invité a sentarnos bajo la ovenia.

Ya calmado, al pasarle su jugo, le dije: -Abuelo, ¿es este el mismo jarro que tenías cuando vivíamos fuera del país?, ¿el que no me querías prestar cuando yo era aún niño?

-Sí hijo, es el mismo de siempre.

-Ya me parecía abuelo. Me gustaba mucho, quería llevarlo a la escuela para tomar agua en él, pero nunca me lo permitiste. ¿Por qué tanto apego a esta "joyita" de lata?

-Mira hijo, la historia de mi jarro es larga y, a veces, a pesar del esfuerzo de dar a conocer se vuelve muy fatigoso hasta para mí. Viene de un tiempo doloroso: de desprecio, de humillaciones, de violencias y muertes. Un tiempo que hoy ustedes, porque viven en un tiempo de conformidad, no pueden alcanzar a entender...

-No diga eso abuelo. Al menos yo, no quisiera que este remiendo político sepulte tu historia..., no tiene por que esta supuesta paz hallarnos olvidadizos. ¿Cómo podemos borrar de la memoria a aquellos hombres como el que ayer me contaste, cuya casa fue quemada y su cara desfigurada a taconazos por dar un vaso de agua al que luchaba por nuestra libertad? ¿O, a aquellas revolucionarias mujeres enfermeras "pasadas por las armas" de los soldados del general Colman antes de ser degolladas en Charará...?

-Vos hijo, solamente vos crees que nuestra felicidad es infiel a aquellos compatriotas muertos por nuestra liberación. El resto de la gente cree que las cosas van muy bien con el borrón y cuenta nueva... El gobierno aconseja no mirar el pasado, la iglesia recomienda "olvido y perdón" y los maestros de escuelas y colegios ponen empeño en implantar una cultura amnésica. ¿Acaso, hijo, viste algún texto oficial sobre nuestras luchas o sobre las monstruosidades cometidas por la dictadura?

-No abuelo. No hay nada de eso. Pero, usted ya sabe, a mí me interesa y quiero que me lo cuente en detalle, pues, voy a tomar nota para que iras hijos y los hijos de mis hijos no pequen de ignorancia del pasado de sus ascendientes. Lo sufrido por usted, por su militancia política, ha perturbado a toda la familia y para bien o para mal nos afectó a todos; por tanto, tenemos derecho de saber... ¿Por qué cree, abuelo, que nuestra familia vivió más de tres décadas en el exilio?

-Está bien hijo. Te voy contar, porque sé que te importa, y porque sé que tú, como hombre idealista, me vas a entender; pero no esperes de mí una apología personal, una versión heroica plagada de propaganda para nuestro apellido. No, no esperes eso de mí..., yo no tuve tanto valor como el que he visto y comprobado tenían otras personas. Yo sólo hice lo que un ciudadano de bien tenía que hacer en aquel tenebroso momento que atravesaba nuestra nación: pelear por la redención de la libertad arrebatada.



CAPÍTULO I

Nuestro plan de fuga de la penitenciaría "Peña Hermosa" había resultado exitoso. Unos bajaron por el río, otros subieron hacia el Brasil y, la mayoría, buscaron el monte oriental. Yo opté por la vía más difícil: pasar hacia el Chaco con la ilusión de llegar a la Argentina, donde había dejado a mi joven esposa e hijos para incorporarme a la fila revolucionaria.

El alazán que los compañeros me facilitaron en la ribera del río era fresco y fuerte. Era aún de madrugada cuando empecé la marcha hacia el poniente; pronto, un sol vehemente, caliginoso, había quemado mis espaldas. Leguas y leguas de marcha a campo abierto por entre los espinillos y cardos, por caminos de animales indómitos, perdido, sin encontrar agua con que aplacar la sed que me devoraba, habían empezado a inducirme a creer que mí fuga era inútil y de que el final de mis días en la tierra estaba cerca.

El panorama que abarcaba mi vista me era totalmente desconocido: palmares bajos, aromitas espinosas pajas, cardos y abrojos impenetrables. Yo sabía que aquello era conocido como "el infierno verde", pero, no tenía ni la más remota idea de la distancia y de los obstáculos que encerraba aquel “infierno” y que era necesario superar para alcanzar mi objetivo. Mas, como entusiasmado fugitivo los fui abatiendo osadamente con la vaga esperanza de alcanzar la frontera del país vecino.

El Chaco, viento de fuego, polvo fino, nido de espina; barro licencioso y nube de mosquitos cicateros. Durante la guerra de 1932 al 35 allí, miles de soldados paraguayos y bolivianos se acosaron bélicamente, pero la mayoría fue vencida por la sed. Yo conocía bien aquella trágica historia... Pero, en la práctica ignoraba su territorio. ¿Por qué me había dirigido hacia aquel lugar tan agresivo e inhóspito? Tal vez fue porque, sencillamente, no había otra opción para procurar alcanzar algo parecido a la libertad: la desesperación de huir de los tormentos de las torturas y unirme a mi familia para pedirle perdón por el fracaso me empujaban a aceptar cualquier opción, por más descabellada que sea, sin dudar... Los presos políticos, no los comunes, éramos conscientes de lo que nos esperaba estando allí adentro de la prisión, muchos habían sido mutilados, muertos, desaparecidos y, otros, sencillamente enloquecieron.

Cuanto más impenetrable se iba presentando el polvoriento paisaje, con mayor entusiasmo me iba internando en sus entrañas. Es más, a pesar del cansancio y la sed, tenía ganas de apurar aún más los pasos de mi montado. Sabía que los perros del general Colman podían oler nuestras huellas y darme alcance y, entonces sí, sabría lo que es el verdadero infierno... ¿A cuántos de mis compañeros, en Charará, ya había degollado, despanzurrado, despellejado, descuartizado y tirado desde aviones? Nuestro perseguidor no sólo era un desquiciado asesino comandando de facto las Fuerzas Armadas paraguayas, sino un maldito y cruel carnicero sediento de sangre.

Pasando el medio día, el abrasador astro había empezado a inclinarse lentamente hacia el poniente sin que por eso mengüe su aliento de fuego; al fin, cuando menos esperaba, apareció un rancho medio en ruinas a la sombra de dos grandes árboles de ombú cuyas ramazones se tocaban hasta confundirse en un abrazo protector y fraterno y, cuya sola imagen, me había dado la ilusión de divisar un oasis de esperanza. Con un leve golpe de rienda orienté a mi alazán hacia la solitaria vivienda.

Era un poco menos de la mitad de la tarde, hora de sopor, de reposo aún, no sólo para la gente sino para la naturaleza entera y, la pequeña casa de aspecto desdichado parecía también sumergida en aquel estado de letargo; en el silencio ensordecedor que la envolvía, su techo de paja y barro y sus oscuras paredes lucían abandonados. Sin embargo, por la abertura de la puerta de una sola hoja, totalmente abierta, se podía percibir el vaivén de un bulto que oscilaba entre la tenue luz y la sombra del interior de la pieza. El objeto, por la manera de pasar y repasar la zona iluminada de la puerta y perderse en la sombra circundante, parecía ser una hamaca. Llegué hasta la rústica tranquera y, golpeando la mano, sin apearme del caballo, grité varias veces: -Buenas tardes, ¿hay alguien en casa? ¿Hay alguien en casa...?

Rumor de vida recelosa, palpitar de expectativa. A pesar de que alguien parecía moverse en el interior de la casa, en cada llamada mía, el silencio se profundizaba un poco más.

-"¿Pueden servirme un poco de agua por favor?"-grité en castellano y en guaraní.

-¡Ahatama, ya voy! — contestó al fin una voz.

Desmonté mi caballo y lo llevé a hacia la sombra de los árboles donde lo dejé atado al gajo de una rama que colgaba sobre el ruinoso cerco del rancho.

Agudizando la vista procuré escudriñar lo que pasaba en el interior de la vivienda. Sólo pude notar que el vaivén del objeto entre la difusa luz del interior y la sombra se había detenido y, empezaban a escucharse algunos ruidos como de pasos, de cántaro y de taza.

Por la sed que me agobiaba, aquellos minutos de espera me parecieron una eternidad. De repente, un hombre con un jarro en la mano apareció en el umbral de la puerta. Al recibir el sol de lleno, los detalles de su figura se destacaron con escrupulosidad y su vista me produjo un escalofrío. A pesar de los veinte metros que distaba la puerta de la casa del portón donde yo aguardaba junto a mi montado, al primer golpe de vista reconocí que se trataba de un leproso.

El primer impulso que tuve fue montar mi alazan, clavar espuelas y huir galopando, pero me sujetó un sentimiento de compasión vivido intensamente en una lectura hecha años atrás. En unos segundos pasaron por mi mente los amargos acontecimientos que vivió quien fuera vecino y amigo de mi padre, el poeta Ortiz Guerrero; y la escena patética que leí en un vetusto libro de la pequeña biblioteca de mi tía Clotilde Bordón.

Aquel libro contaba que un médico impostor recorría la campiña embaucando a la pobre gente que le daba su confianza y su hospitalidad. Los enfermos, reales e imaginarios de la vecindad entera, iban a consultarle y a rogarle salud. Y él, a cambio de algunos billetes o monedas le entregaba un líquido hecho de hojas y semillas que sólo él conocía.

Un día, entre los enfermos que van a consultar, llega un leproso. Al reconocerlo de lejos, todos los presentes tiemblan de miedo. Nadie sale a recibirlo; al contrario, se esconden para evitar saludarlo. El dueño de casa, nervioso, asustado, exige al médico salir afuera para que el desgraciado enfermo no pretenda entrar buscándolo. Y, el seudo médico, tras razonar un buen rato, sale a la puerta a atender desde cierta distancia al recién llegado.

El recién llegado, sollozando, le dice que no tomaba mal que no le haya invitado a apearse, que ya estaba habituado a que huyan de él y que procuraran alejarlo.

-Primero -dijo al "médico"-fueron los extraños; después, a medida que el mal avanzaba, los de la casa: mi mujer y mis hijos. Pero me había quedado un consuelo: una criadita, una niña de tres años con quien yo jugaba y me besaba sin reparar en las repugnantes deformaciones de mi rostro. Mas ahora,.. también ella huyó; ya no me queda nadie y la ternura de mi corazón sufre el tormento de la repulsión de todos.

Doctor, yo no vengo en busca de una cura que sé es ya imposible..., vengo solamente a cerciorarme de una cosa: si contagia o no contagia mi enfermedad. Yo no quiero contagiar a nadie... Si el mal contagia ya no volveré a mi casa ni a mi aldea. De aquí mismo seguiré el camino que conduce al desierto e iré a morir entre las fieras.

El dueño de la casa y las demás personas, escondidos y aterrados escuchaban el diálogo sin animarse a un gesto de consuelo. Llegó un momento en que el desafortunado hombre imploró un poco de agua; padecía de calor y de sed. Cuando un niño de la casa tomo del cántaro e intentó llevarle el agua, su padre, el dueño de casa le grito: -¡En ese jarro no..., dale en aquel vaso de barro, lo romperemos después!

Entonces, la dueña de casa apartó al niño y tras cubrirse la boca y la nariz con un pañuelo, tomó el vaso y respirando profundo para darse valor salió al patio con el agua. El leproso bebió con su boca tumefacta y, luego, desde la mula que montaba pidió al "médico" que dicte su sentencia.

En la pieza, donde la gente aguardaba, el silencio se había hecho más profundo, más solemne, más tétrico; los corazones encogidos de espanto, más que los curiosos oídos, también aguardaban la sentencia. Y, con la voz lúgubre del "médico" llegó el terrible dictamen. -¡Contagia, contagia!

Al escuchar el veredicto, el leproso dobló la cabeza y unas lágrimas cristalinas, límpidas, puras, rodaron por sus deformadas mejillas. Una vida de aislamiento sin tregua, sin esperanza, sin más aliento que la fuerza de la fría soledad se había oficializado. Después, tras una despedida patética en que nombra uno a uno a los que estaban escondidos en la casa, sabiendo que le escuchaban y no se atrevían a mostrarse -todos antiguos amigos suyos que le debían favores y a quienes él seguía queriendo y disculpaba y perdonaba-, dio vuelta a su mula y se marchó hacia el lejano páramo.

Minutos después, la gente salió de su escondite para ver cómo se alejaba; cómo iba lentamente, agobiado por el peso de su desgracia, decidido a perderse en el desierto inhóspito, mientras un sol rojo se hundía lentamente en el horizonte y las sombras de la noche envolvían a la tierra con sus fúnebres crespones

En un segundo reviví toda aquella historia y senti una inmensa piedad por el hombre. También, en aquel instante vino a mi mente lo que me había dicho mi compañero de armas Teófilo Sánchez: "Si no ganamos la revolución, olvídate de volver a nuestro pueblo, seremos entonces, para la sociedad, peor que los leprosos: los amigos y hasta los parientes huirán de nosotros.

El leproso estaba ante mí, tratando de cumplir un favor que supliqué. El color de su piel era violácea, las facciones tumetactas, deformadas, roídas; tenía un aspecto realmente espantable. Avanzaba hacia mí trayendo el jarro de agua que le pidiera como una caridad... Mi sed había desaparecido misteriosamente, la garganta se cerraba en un espasmo de asco y de miedo; pero sentía en mi interior una compasión que era más fuerte que el asco y que el miedo...

Por lo que sabía, no estaba demostrado que la enfermedad contagiase como afirmara el seudo médico de la novela y, como sucede en los momentos extremos, la más elemental y quizás la más profunda filosofía, se adueñó de mi espíritu. "Contagia si Dios quiere y si Dios no quiere no contagia" -me dije-, y tomando el jarro de las manos del leproso, sin apartar los ojos de su espantable fisonomía para que fuera más completa la conciencia de mi sacrificio, bebí a grandes sorbos el líquido.

-Gracias buen hombre, el agua está muy buena -le dije bajando el cacharro de mi boca-, luego, mirando un garabato impreso en el costado del jarro continúe -las pestañas están exageradas... ¿usted las dibujó?

-Ah, ¿el ojo?, sí... son pestañas de mujer.

-¿No me regalaría usted este jarro?, aún mi camino es largo y hace calor..., me va ser mucha falta, voy sin equipaje... -le supliqué.

-Sí, va a necesitar. Hace tres meses que no llueve. Puede llevarse, tengo otro jarro. Que lo aproveche, vaya con Dios -se despidió de mí con cierto aire de nostalgia.

-Gracias hombre, muchas gracias y que sea feliz -le dije y haciendo girar mi caballo le volví la espalda y seguí mi camino hasta ese momento incierto. En el horizonte me aguardaban las reverberantes huellas que serpentean entre pajonales y espadañas cortantes y, la tarde soleada con su soledad sin límites.



CAPÍTULO II

A pocas leguas de mi encuentro con el leproso, en la encrucijada del sinuoso camino, me encontré con un joven montado sobre una mula que al verme me saludó por mi nombre y me dijo que venía para ser mi guía. Cuando le pregunté cómo sabía mi nombre me dijo: -Por el caballo, ese es el caballo de Karaí Pacú. Vine para llevarlo a salvo.

-¿Llevar a salvo a mí o al caballo? -pregunté -Al caballo -me contestó el joven, secamente.

-Y, ¿cómo supo que pasaría por aquí?

-No hay otro por dónde, los caballos no andan por montes ni comen espinas.

-Ah.

Fue así que deduje que quien proporcionó el alazán y sobornó a los guardias para mi huida fue mi compadre Pablo Cubilla, más conocido por "Karai Pacú", colorado por conveniencia. Era capataz de la "Estancia Matiauda" que pertenece al tío del dictador presidente. El sobrino de mi compadre, Tomás Cubilla, literal, había integrado conmigo el pelotón que fue acribillado por una ráfaga de ametralladora en Puerto López, en la orilla del Paraná. Yo, aquella vez, de milagro me salvé tirándome al agua del caudaloso no. Cuando me agarraron río abajo, dos días después me hice pasar por pescador lugareño. Recuerdo, yo estaba en la orilla del Paraná viendo la manera de cruzar; mientras, pescaba y con bastante suerte, pues, en pocos minutos había clavados dos doradillos de buen tamaño...

Pero, igual; los soldados de Colman ni bien me vieron se lanzaron contra mí y a culatazos me pusieron cuerpo a tierra, me sacaron los pescados, el machetillo, el cinto, las alpargatas, la camisa y, uno de ellos, como un vulgar ladrón revolvió mis bolsillos llevándose mi reloj bañado en oro en cuya malla yo había mandado a imprimir las iniciales de mi nombre y la leyenda "Vencer o morir"...

Grité que era inocente de todas las acusaciones que me endilgaban, que no sabía de ninguna guerrilla..., pero igual, sospechado de ser colaborador de los subversivos, me patearon hasta el cansancio y, al día siguiente, me enviaron maniatado a Asunción para ser interrogado en Identificaciones como un "peligroso líder campesino".

En Asunción, mientras permanecí encerrado en el calabozo oscuro y maloliente, me di cuenta que las torturas, físicas y mentales, no sólo abren un paréntesis trágico en la vida de las víctimas, sino se convierten en un hito, en un antes y un después para siempre en la vida. A pesar de que uno toma la decisión de ser más fuerte que su condición, allí no se puede ser valiente. Los malditos torturadores saben que siempre hay un momento del día o de la noche en que el más valeroso de los hombres se siente cobarde, deleznable..., ellos saben esperar esa hora. Como felinos agazapados, ellos aguardan ese instante en que la voluntad del interrogado es débil y que, abrumado por las heridas de las torturas, bajará la guardia y cederá la versión traidora. El éxito con los templados de espíritu es lo que más excita a los verdugos, pues ellos saben que nada desalienta tanto a los luchadores de las causas nobles como la traición de un hombre ejemplar.

Allí, la única salvación puede ser la locura; la verdadera, no la fingida. Yo no estuve loco, pero estaba tan quebrado que mi estado mental era peor que la locura. La impresión recibida en la barranca del río Paraná, el día que asesinaron a mis compañeros, me había embotado de tal manera que mi pensamiento se había oscurecido y mi sensibilidad se había hecho impermeable a todo cuanto me rodeaba. Comía mecánicamente y dormía con un sueño liviano y superficial pero a la vez parecido a la muerte. Tirado en el piso de cemento de la prisión deliraba constantemente incongruencias.

Por una semana, como un autómata soporté los interrogatorios; las voces de Antonio Campos y de Pastor Coronel, jefes de la policía stronista, me llegaban a través de mi desfallecimiento, sin que mi inteligencia pudiera desentrañar el significado de las preguntas que me dirigían.

-Usted, liberal comunista, hijo de puta, mal nacido, ¿confiesa que recibió plata de Cuba, de Rusia, de China..., dónde la guardó, quiénes son sus cómplices?...

Las duras palabras parecían danzar en mi cerebro, formando un remolino que me mareaba con su golpeteo doloroso haciendo que pronuncie inaceptables discordancias. Y, como no pudieron sacarme nada comprometedor, a pesar de las tremendas torturas, me enviaron a "Peña Hermosa" para mi recuperación. -El general Colman quiere encontrarle vivo para una "mejor" interrogación -dijeron.

En cuanto al joven que vino a mi encuentro, montado en mula, no supe su nombre hasta el último momento que anduvimos juntos: desde un principio me había pedido que lo llame simplemente Tovayá, que en guaraní significa cuñado.

Desde mi encuentro con el joven Tovayá, yo me había dejado guiar por él sin hacerle ninguna clase de pregunta. Lo miraba en algún momento con cierto interés de saber qué o quién sería quería conocer sus ideales, sus sueños, su mundo..., pero empujado por su silencio, sólo me iba haciendo el más alocado devaneo mental sobre la libertad, sobre su libertad.

Me antojaba llegar a la conclusión de que mi joven guía era uno de esos típicos hombres que nacen en un estado de semi esclavitud en las estancias, donde a cambio de un mendrugo y una hamaca al anochecer soportan toda clase de desprecios y vejaciones, pero que por vivir en su franco albedrío se creen libres. ¿Qué podía hacer yo para libertar a ese hombre que me llevaba hacia mi hipotética libertad? Cuántas veces dije en mis discursos que la libertad no es caminar sin rumbo por cualquier lugar, que la libertad no es morirse en la estrechez; que no es vivir analfabeto, sin escuelas ni hospitales; sin vestir el cuerpo dignamente… Que hay que luchar por un pedazo de tierra propia, por un salario justo, digno...

-Oiga Tovayá, ¿qué pensás sobre la libertad? -le pregunté.

-Mmm, la libertad es cuando la paloma es blanca -me contestó minutos después.

-Y qué decís, ¿esta blanca o negra?

-Ha, morotí jevy vaerã ningo (y, tiene que recuperar su blancura), -me contestó, siempre en guaraní.

Ante la poética, vaga, y a la vez contundente respuesta, no supe cómo continuar la plática y volví a mis devaneos. Tal vez a mi guía, mozo que aún andaba por los veinte años, nadie le habló de que hay gente batallando para dignificarlo. Nadie aún le cuenta que en la historia ya hay una larga lista de héroes y mártires en esta lucha; algún día, seguramente sentirá la angustiante necesidad de luchar por su honor, por su libertad y entonces, como vive al margen de la experiencia colectiva, creerá que nadie más que él tiene conciencia para rebelarse contra las injusticias y, creerá empezar una lucha que a nadie más se le ocurrió... Esta es la historia universal de los campesinos y obreros: como se los mantiene ignorantes de las frondosas luchas de clases que adornan la historia, ellos siempre creen que a la lucha hay que empezarla de cero...

Así iba pensando, reflexionando sobre la maquinaria perfecta que creó las clases dominantes como sistema para mantenerse..cuando me di cuenta de que yo, el líder del adoctrinamiento de los luchadores de la libertad, como un manso cordero me dejaba conducir por aquel joven de aspecto rudo y extraño. Sólo cuando vi a la distancia la silueta de un grupo de ranchos me sobresalté y, adelantándome a su mula, le interrogué sobre adonde me estaba llevando.

-Lejos, lejos señor, pero aquí vamos a dormir. Un amigo de Tovayá vive aquí -me dijo y, espoleando su mula volvió a adelantarse a mi alazán. Cuando llegamos a la pequeña aldea, que en realidad no pasaba de ser un grupito de ranchos de peones de estancia, Tovaya se apeo frente a uno de los ranchos y me invitó, con seña, para que ye haga lo mismo.

Los ranchos en el Chaco, sin excepción eran de karanda'y. Este tipo de palmera hay por millones en la zona y, para levantar una casa confortable no se precisa más que un hacha, un serrucho grande, una pala, un martillo y clavos.

Una vez cortadas las palmeras y libertados los cilíndricos troncos de sus penachos de hojas, se ponen estos en pie, enfilados y unos juntos unos a otros dentro de la zanja previamente abierta en el suelo como para asentar cimientos, en la que quedan enterradas y bien apisonadas las bases de los esbeltos tallos. Tan rectos y parejos son estos, sus líneas tan paralelas, que de arriba a abajo se tocan uno a otro. ¡Ya están en pie las paredes de la futura casa!

Luego se toma el tronco de una palmera y se raja con el hacha de uno a otro extremo dividiéndolo en dos mitades iguales. A hachazos se les quita el blando corazón y las dos mitades quedan transformadas en dos largas tejas media caña, tan largas, que cada una de ellas mide todo el ancho del futuro techo de media agua. Colocadas paralelamente con las concavidades hacia arriba y recubriendo los dobles bordes con la convexidad de otras, se obtiene un techo enteramente impermeable.

Estas medias palmas, en forma de tejas, no se detienen como los demás tejados en la pared que les sirve de apoyo. Se prolongan uno o dos metros más afuera de ella rodeando la casa de fresca galería.

Para unir el todo, unos pocos clavos bastan. Para los intersticios quedados entre uno y otro tronco, para protegerse de los cambios de temperatura en una región de clima cálido, si se la quiere más confortable, se rajan al medio cañas de tacuaras, que también crecen salvajes y abundantes cerca de los arroyos y se clavan horizontalmente en la pared de troncos a fin de sostener un revoque de barro arcilloso bien amasado, que se pinta aveces con cal. Después de seca, la palmera aumenta su dureza y los edificios desafían el rigor de muchos años sin sufrir deterioro.

En el rancherío que visitamos, no sólo el techo y las paredes eran de palmera. También los asientos, la mesa y la cama. Pero como yo venía huyendo de un lugar donde no había silla ni mesa y de dormir sobre húmedo piso de cemento aquellos me parecieron muy confortables por lo que, apenas probé unos bocados, me quedé dormido como uno de esos troncos.

Pasada la media noche, Tovayá me despertó y comenzamos a movilizarnos de nuevo. Primero cuidamos de racionar los animales. Después, Tovayá encendió fuego en la cocina y preparó el mate amargo. Puso algunas ropas en una maleta, arrolló un poncho con un viejo mosquitero y me lo entregó junto a un revolver de calibre 38 sin decirme una sola palabra.

Tras saborear unos mates con Tovayá, cuyo silencio generaba un suspenso inquietante e inhibidor que me apretaba el ánimo; salí afuera en busca de aire fresco. Una luna enorme alumbraba el espacio. La noche había absorbido el panorama áspero y destacaba el brillo de ese pomelo de plata fundida que cualquiera juzgaría estar al alcance de las manos y que, a esa hora, parecía aquietarse más para dejarse surcar por las ansias del hombre, mientras desde las sombras recelosas llegaba el rumor inconfundible de la fauna chaqueña con su acento misterioso y profundo.

Las estrellas del naciente comenzaban a palidecer con la proximidad de la aurora y, la alborada, a inquietar a las aves cuando Tovayá, montado en la mula y yo en el alazán, atravesamos la tranquera y enfilamos por la única calle de la aldea aún dormida, sintiendo en los rostros la caricia picante del frescor de la hora.

Atravesamos el portón principal en cuyo costado un patriota anónimo había erigido una cruz de arena y pórtland como homenaje a los soldados desconocidos. Sus contornos, obra de arte dudoso, estaban deformados por las múltiples acciones de la lluvia, el sol, el viento, el tiempo y la indiferencia de las autoridades nacionales.

Dejada la aldea, los espacios sin límite salieron a saludarnos. Por sobre los pajonales asomaban los palmares, mechados de árboles, plantas y flores desconocidos para mí. Aquí y allá, a cortos intervalos, resonaban, despertando ecos, los cantos de las aves llamando al día. Las alambradas comenzaron a desaparecer y, el campo abierto comenzaba a extenderse sin límite y, en él, un camino transformado en hilo blanco apenas visible en el horizonte: era el sendero que temamos que seguir.

La luz, intensificándose por momentos, venía del naciente a nuestro encuentro sacando de la sombra la vida. Con ella una gran alegría ganaba mi corazón, reafirmando mi confianza en el éxito de mi propósito. Se dilataba mi pecho y, a grandes bocanadas hacía penetrar en los pulmones el aire fresco, portador de mil suaves perfumes de los pastos sutilizados por el rocío y por la aurora.

El aire de la brisa, era aire de libertad..., triunfalmente iba recorriendo aquella zona tropical que nunca había imaginado conocer. Su frescura me iba enseñando, con los perfumes robados a las hierbas, a las flores y a los bosques, los secretos que en mi largo peregrinar, en busca de libertad, se manifestarían para mitigar los múltiples padecimientos. Sentía que el aire fresco que me acariciaba no era otra cosa más que el aliento de los compañeros que cayeron y que, ahora, llegaba a mi encuentro para apoyarme en mi huida. Si yo lograba escapar, ellos tendrían su eternidad, su lugar en la historia.

Rasgado en el horizonte el negro manto de tinieblas de la noche, a medida que la aurora teñía de rosa un cielo sin mácula y que acrecía la luz, el campo quieto se agrandó y rió al fin la alegría de los primeros rayos de sol. En el inmenso espacio nosotros fuimos apenas un punto perdido que se movía.

Curioso, miraba extasiado una naturaleza nueva para mí. Era un campo horizontal de muy suaves colinas. El espartillo, pasto grueso y alto, dominaba sobre todos los demás, cubriendo de verde amarillento la arena blanca visible en los caminos. La pradera estaba salpicada por grupos de árboles diseminados con gracia y sobre ellos asomaban los penachos de las palmeras, o eran sus solas esbeltas siluetas las que formaban el grupo.

Lejos, hacia la derecha, se veía la línea obscura de un monte espeso y continuado. Queriendo saber qué monte era, me une fijé en Tovayá, mi guía. Era un mestizo de unos veinte años, ojos de azabache, tez dorada, nariz aguileña, labios gruesos y pelo renegrido. Llevaba puesto y echado hacia atrás un gran sombrero de paja sujeto por barbijo de cuero, camisa de color verde olivo y pantalón gris; y lo cubría desde la cintura hasta más debajo de la rodilla, un amplio tirador de piel de venado de monte, cocido con lonja de cuero de caballo, con los bordes formando ruedo de flecos. Los pies, fuertes, no temían a los troncos ni a las enormes espinas; iban al aire descansando en los estribos, calzando enormes espuelas de hierro. Colgada al hombro, llevaba una maleta "jovai" de cuero repleta de charques y galletas. Era sumamente callado, pero tenía un aspecto alegre, simpático, atlético. Toda su figura e indumentaria me resultaban pintorescas.

Yo creía, al principio, por lo introvertido, que Tovayá era mudo o sólo hablaba un poco de guaraní chaqueño. Durante mi estadía en la prisión, yo había aprendido algunas palabras en "guaraní chaqueño", dialecto que hablaban los peones de estancias, aprendido de las diferentes tribus o parcialidades nativas del norte paraguayo. Pareciéndome propicia la ocasión para una primera lección práctica, inicié una charla de preguntas.

Tovayá, o no entendía mi idioma, o no era hábil como maestro, a cada pregunta mía sólo se limitaba a sonreír. A su absoluto desconocimiento de la lingüística, añadía el de la ignorancia del nombre de gran número de cosas que formaban su ambiente habitual. No parecía un lugareño, no sabía cómo se llamaban la mayoría de los árboles y arbustos que veíamos y sólo conocía de las aves el nombre de las más vulgares. Nuestra conversación languideció pronto y quedé en libertad de abandonarme a mis pensamientos.

A medida que el trotar de los caballos nos alejaba en dirección del noreste, el sol se elevaba sobre nosotros. Las sombras agigantadas de nuestros cuerpos que, los primeros rayos oblicuos proyectaron, se fueron achicando, encogiendo, hasta desaparecer escondidas debajo del vientre de las cabalgaduras. La estación estival aún estaba lejos, pero ya el sol en su avance al meridiano hincaba más y más sus dardos de fuego. Lo que primero fue caricia acabó torturándonos; aunque nos daba en la espalda, nos encendía el rostro y nos hacía sensible el martillar de las sienes.

A una isla, pequeña lomada poblada de árboles, sucedía alucinante otra igual, llena de raquídeos. Leguas y leguas de silencio empacado y hosco, temblando en la agresión enconada del rugido de algún león o el vuelo turbulento de una bandada de loros que busca ansiosa el límite del encendido horizonte. Soledad áspera, poblada de recuerdos de luchas tremendas que desangraron a dos naciones hermanas en acechanzas; habitada de quejidos y de llantos con amargor de derrota mutua. Chaco, tierra de indómitos nativos, otrora altivos y recios, que disiparon el recelo de su salvajismo para aceptar como vecinos a intrépidos menonitas como única manera de perpetuarse en el tiempo y así sentar un homenaje de adhesión al pasado.

Los caballos trotaban pesadamente. Mi alazán-el tesoro de mi compadre Pablo- tenía un surco oscuro contorneándole el nacimiento de las orejas que como un hilo seguía hasta los ojos. De las ancas otras rayas semejantes, bajaban por los flancos y, transformadas en gotas de sudor, caían al suelo desde la piel de la panza temblorosa.

Para comer algo y descansar, Tovayá me hizo entender que esperábamos alcanzar una casa de su relación situada sobre el camino. Calor, sueño, hambre y cansancio... Cuando ya me convencía de que nunca llegaríamos a ver la anunciada casa amiga vi unos ranchitas pobres, agobiados, escondidos en su miseria, olvidados en esa extensión vehemente y arisca.

A la vista, absorbidos por esa soledad dominante e implacable, el rancherío se presentaba como la imagen sintética de lo que es ruina, abandono, infortunio y renuncia. Pero fue hacia allí donde, como atraídos o empujados por una poderosa fuerza extraña, donde nos dirigimos. Y, fue en uno de esos ranchos medio en ruinas, que parecía suspirar con nuestra llegada para amortiguar su irremediable desamparo, donde nos apeamos.

En la tranquera, los rayos del sol que habían caído sobre nuestras espaldas como látigos de fuego, se despedían de nosotros. Aquellos rayos a mí me habían desesperado, me sofocaban y me mantenían en un estado de impotencia enervante. Sin embargo Tovayá, acostumbrado a soportarlos, parecía no molestarse en lo más mínimo; bajó de su mula y caminando lentamente hundiendo los pies curtidos en el polvo caldeado, hizo los trabajos de abrir y cerrar portones. Así ganó la distancia entre el cerco y el alero del rancho y saludó al dueño de casa levantando levemente el sombrero.

Minutos después fui tras él e hice lo mismo, pero el hombre, acostado en su hamaca con la mirada endurecida perdiéndose en la reverberante llanura de la tarde, fija en un punto del espacio inescrutable, con gestos de estar masticando rencor y angustia, ni se molestó en contestarme y menos en levantarse para recibirnos; sólo dos perros flacos vinieron a echarse al lado de Tovayá y permanecieron mirándolo como si esperaran una caricia que no llegaba.

Aquel lugar y su gente me hicieron sentir aturdido. Un estado de ambigua desorientación, producto tal vez de una descontrolada ansiedad, me daba la sensación de haber perdido el rumbo, el camino, la fe...

Dos cosas me llamaron la atención en aquella posada: un charqueado de carne de animal silvestre lleno de huevos de moscas, que se nos ofreció, crudo, para el almuerzo; y el dueño, un viejo que parecía cargado de desconsuelo, rodeado por un aire de resignación abúlica que le apabulla y le mantiene postrada la voluntad.

Desde nuestra llegada, aquel hombre estuvo acostado en su hamaca hecha con cuero de tapir trenzado; sólo una hora después de la cena, se levantó y me la ofreció por cama para dormir.

Aproveché aquella ocasión para indagar noticias sobre la verdadera ubicación del lugar donde estábamos, pero el dueño de casa, que nos recibió de mala gana, por natural laconismo, por ignorancia, desconfianza o temor, nada me adelantó, sólo me hizo entender que no estábamos lejos del río.

Al amanecer, estábamos de nuevo en camino y, tras mucho andar en silencio, extendiendo el brazo, Tovayá señaló una línea oscura que se veía a unas cuantas leguas de distancia.

-Los montes del Río Paraguay.

-¿Estamos cerca del río? -indagué.

-Ahá.

-Y ¿para qué vamos hacia el río?

-No sé...

- Te hicieron que me traigas hasta el río?

-Ahá.

-¿Cuándo..., mañana llegamos?

-Ahá.

-¿Va ser de día cuando lleguemos?

-Ahá.

Miré con ansia y respiré hondamente. Era, pues allí, cerca del río, según las versiones de todo el mundo, donde los agentes del régimen esperan a los fugitivos para recapturarlos, cazarlos y asesinarlos. ¿Será mañana mi último día? Habrá tanta luz, tanto sol...; estando el cielo tan azul y siendo tan bella la naturaleza, ¿se podía pensar en la maldad y en el crimen sin razón?

Ya la tarde se iba cuando Tovayá, tras una señal de precaución, descendió de su mula y tomando la escopeta se dirigió sigilosamente hacia una pequeña isla ubicada a unos cincuenta metros del sendero. Pasados unos veinte minutos, llenos de incertidumbre para mí, volvió y con una nueva seña me llamó y me pidió que lo siguiera rumbo al pequeño bosque.

En medio de la pequeña isla, que se veía raída de apariencia y reverberante por el sol tropical, para mi total sorpresa vi una fantástica laguna de agua cristalina. Allí nos refrescamos un buen rato nadando con nuestro respectivo montado. Yo también aproveché la ocasión para darle una merecida enjuagada a mi camisa, medias y pantalón.

Tovayá me dijo que era necesario hacer descansar a mi montado y que pasaríamos parte de la noche allí y que aprovecharía las gramillas de la laguna para alimentar a los animales. El desahogo físico, la soledad y la tranquilidad del lugar me hicieron olvidar de mi angustiosa situación de prófugo. En realidad siempre me ha pasado lo mismo: en los peores momentos la soledad me devuelve la paz, acrece mi fe y duplica mis convencimientos sobre el inexorable destino de la humanidad. Pero, también, aquel lugar me hacía pensar en lo poco que vale un hombre cuando está solo... Lo cierto es que una nueva sensación se había apoderado de mi ser y reafirmaba mi convicción sobre las cuestiones políticas y sociales. En aquel aislamiento me parecía comprender muchas de las cosas otras veces solamente presentidas.

Mientras se secaban mis ropas sentía que pasaba la canícula, en la sombra del espinillo, casi desnudo, recostado sobre el equipaje de mi montado tirado sobre la verde gramilla, mi mente había empezado a girar como un torbellino. Sin querer, recordé aquel día aciago cuando Tomás Cubilla, el sobrino de mi compadre Pablo, salió de entre las tinieblas del cañaveral, con una lámpara encendida en la mano y gritando: "denme un fusil, carajo".

Los hombres y mujeres del pueblo se habían volteado, no para mirar al insano, sino para mirarse entre ellos. Tomás, el buen mozo, el más atlético, el que sobresalía en cuantas competencias deportivas, el mimado de las muchachas..., estaba allí frente a ellos como un rastrojo de ser humano. No había pasado ni una década de cuando fue a trabajar a la compañía azucarera. Su piel tenía unas arrugas negras que atraían y azuzaban a las zumbantes y avariciosas moscas que lo llenaba de pie a cabeza de larvas, de gusanos y de una extraña sombra de desesperanza y miseria.

¡Que día triste fue aquel! Los jóvenes, sorprendidos por el pedido de Tomás, habían quedado desconsolados, llenos de aflicciones, pues sabían que su futuro, el futuro del pueblo, estaba en el ingenio azucarero. Pero cuando llegaron los agentes de la empresa acompañados de policías y militares para llevarlo a Tomás (nunca se supo si vivo o muerto), nadie dijo haber visto ni oído nada. Sólo el cura, el domingo en su misa, dijo a la gente que rece más, que habría que ser más sumiso, creyente, servicial y no caer en la trampa de los comunistas que buscan la división de la familia.

Cuando decidimos continuar nuestro viaje, con muy pocas palabras Tovayá me explicó que de allí en adelante había un solo camino - plagado de tigres, de cuatreros y de policías-, para llegar al río. Por la información recibida, cuando enfrentamos la boca de la enorme picada, hice correr mi cinto de modo que el revólver quede bien al frente, al alcance fácil de la mano y desprendí el botón de la canana para sacarlo rápidamente a la primera señal de peligro.

Salía el sol cuando la picada se presentó a nuestra vista, majestuosa en la frondosidad de sus árboles. Una galería sin fin hecha de ramajes, de hojas y de sol; ancha, de diez metros, alta, de cinco, y su bóveda profunda de veinte o más metros, sostenida por robustos troncos de variada forma, tamaño y color, oficiando de columnas. Como boas enroscándose en los árboles y pasando de uno a otro, los juncos, las enredaderas, las lianas, los abrazaban trepando y, entre el verdor luminoso del follaje, estallaban las flores de vivos colores.

En el asiento ofrecido por el nacimiento de las ramas se agolpaban las plantas parásitas y gozando del humus de la selva, las orquídeas abrían sus flores extrañas como ojos asombrados. Un piar, un gorjear, un aleteo continuo temblaba en el ramaje confundido con el susurrar de la brisa. El olfato descubría mil perfumes agrestes y el oído los mil ruidos misteriosos de la espesura. De pronto una algarabía estridente de discordantes gritos despertó los ecos de la selva entre golpeteos de alas y de ramas, y una bandada de vistosos guacamayos emprendió asustada el vuelo.

Dejando a tanta belleza adentrarse en los ojos, en los oídos, en los pulmones, en los poros de la piel, marchaba llevado por mi caballo, como en éxtasis, sin otro deseo que el de gozarla. Para aquella situación, Tovayá resultó un excelente compañero: sólo hablaba al ser interrogado. Podía, a mis anchas, hacerme la ilusión de estar solo y abandonarme por entero a mis intensas emociones.

Pero, de súbito, Tovayá detuvo el andar trotado de su mula y, aquella actitud, despertó mi atención. Vi con sorpresa, a la derecha del camino, escondida en la negra arboleda, una construcción de paredes blancas. La puerta estaba abierta y la penumbra interior iluminada en tonos rojos.

Tovayá, en su extraña manera de hablar susurrante, me dio algunas explicaciones que yo comprendí a medias. Se apeó, ató el animal a un árbol y, después revolviendo sus maletas, sacó un paquete envuelto en papel de diario y con los pasos sigilosos de sus pies descalzos, cuyo compás marcaba el tintineo de las enormes rodajas de las espuelas al golpear el suelo y enredarse en los juncos, se encaminó a la misteriosa vivienda, se quitó el sombrero y entró.

Aguijoneado por la curiosidad hice lo mismo. Una modesta capilla se ofreció a mi vista. Allí reinaba un altar con una oleografía de la Virgen y en su honor se quemaban chorreadas velas, cuya luz vestía los objetos de tonos rojizos. De otras, ya del todo consumidas, quedaban los esqueletos de negros pabilos endurecidos, ahogados en el sebo que antes de solidificarse desbordara.

Tovayá limpió los candeleros con la punta del cuchillo, puso en ellos las velas traídas por su piedad supersticiosa y después de encenderlas, se arrodilló respetuoso a musitar una oración. Al terminarla, sacó del bolsillo una gruesa moneda de cobre, la depositó en el plato colocado sobre el altar junto con otras que allí había, se persignó y salió de la penumbra roja de la capilla a la luz de fuera que lo bañó de alegría.

Poco después, mientras trotábamos por la picada, Tovayá me contó abreviadamente una historia que más tarde me hice explicar más claramente: allí, en tiempos de la guerra del Chaco, una mujer muy enamorada que iba en busca de su amado novio que se encontraba en el frente, se extravió y murió de hambre y sed. Una mano piadosa puso una cruz en el lugar del suceso, conocido desde entonces por Kurusú La Enamorada. Más tarde, la fe de los caminantes en aquella cruz obró muchos milagros, los benefactores construyeron la pequeña capilla y la misericordia popular la mantiene, siempre, limpia e iluminada con cirios.

Lo más del tiempo trotando y lo menos galopando, fuimos descubriendo todos los misterios del camino del bosque; mientras el sol, vislumbrado sólo por algún hueco que dejaran de cerrar las ramas de los árboles, se iba acercando a su ocaso. El cielo estaba lleno de arrebol cuando llegamos al otro extremo de la picada y divisamos, a lo lejos, la superficie del río.

Así habíamos atravesado el peligroso camino selvático y ¡vivíamos!... ¿El caballo de don Pablo ya estaba a salvo? Esa parecía ser la única preocupación de mi guía. Lo miré con atención. Era un excelente a animal el alazán: árabe de origen, criollo de raza, bien formado, lleno de carnes fuerte, ágil, voluntarioso, de buena rienda, mejor andar y como un cordero. ¡Con razón el compadre lo había elegido para él y lo mezquinaba como si fuera uno más de su familia!

La mula de Tovayá, aunque más modesta era, también, montura de primer orden para viaje. Infatigable, tenía, lo mismo que el alazán, un trote comodísimo y muy rendidor.

¡Con qué gusto bebieron los dos pobres animales las aguas de un pequeño afluente del río epónimo de la nación guaraní! A la luz crepuscular de un sol recientemente oculto tras el horizonte rojo, pudimos abarcar el panorama de la ribera, el monte que la rodeaba, los camalotales y algunas viviendas ya medio ocultas por la sombra, la distancia y los naranjales.

Tovayá dijo que por aquellas inmediaciones había quien nos hospedaría. Ya noche, llegamos a una casa herméticamente cerrada. Llamamos a gritos: "¡Buenas noches... ¿hay alguien en casa?", pero nadie nos contestó. Golpeamos con cierta prudencia con el mango del rebenque en la puerta principal, pero el ruido hueco sonó a casa desocupada. Vacía o tal vez ocupada por gente medrosa, deseosa de no dar señales de vida que les comprometan al abrir la puerta a personas extrañas de noche y en tiempos de guerrilla.

-Es mejor no seguir golpeando -dije-, si insistimos pueden respondernos de dentro con un tiro.

-Tranquilo, deben estar de pesca -dijo mi guía sin ninguna aflicción. Conocía una casa de comercio donde seríamos bien recibidos. Allí llegamos un cuarto de hora más tarde. Marido y mujer, sus únicos habitantes, nos recibieron con saludos amistosos, de muy buena manera. La casa estaba compuesta por las habitaciones de la familia, un almacén mal surtido y un galponcito. El conjunto rodeaba un patio abierto hacia el camino. Al frente había un parral formando palio; a un costado un monte de copudos naranjos y al fondo un maizal. La luna alumbraba melancólicamente. Traídos por sus rayos llegaban quejidos de un acordeón lejano. Para nuestros caballos había un buen huerto junto a la casa.

Desensillamos y lavamos con agua fresca los lomos sudorosos de los animales sin importamos de la noche que estaba caliente, y luego los largamos en el potrero. Buenos higienistas por instinto, se gozaron de inmediato en demoradas revolcadas que terminaban, para limpieza del cuerpo, en sacudidas y temblores, y sin más trámite hundieron entre el pasto verde los hocicos hambrientos y comenzaron a trincar la hierba.

Luego nos dirigimos a la casa. Allí nos sirvieron conserva de sardinas, huevos pasados por agua, galleta y un buen té de hoja de naranjo que suplió al café que me estaba prohibido. Tovayá tomó tereré, mate frío, en la guampa que traía atada a los tientos del recado.

Los dueños de casa comenzaron a aprontar mi alojamiento. Colocaron bajo el parral del patio una enorme cama de madera hábilmente labrada. En sus esquinas, cuatro gruesas columnas torneadas, se levantaban metro y medio sosteniendo unos listones que formaban un cuadro que, al mismo tiempo de servir de sostén al mosquitero, les daba unidad y consistencia.

Sobre la cama arcaica, perteneciente, quizá, a un español célebre del tiempo de la conquista, puse el tupido mosquitero. Tovayá, no lejos de mí, armó su lecho extendiendo su poncho y su recado en el suelo.

Concluida en el galponcito la frugal comida, sólo pensamos en descansar. Tovayá, sin más preámbulos, se acuesta sobre sus blandos aperos; el dueño de casa, y su mujer se encierran en la pieza y la pronta extinción de las estrías de luz de las rendijas de la puerta me hizo pensar que se entregaban al sueño. En cuanto a mí, después de "escobillarme" con el dedo los dientes, me puse a caminar bajo el umbroso naranjal para desentumecerme de todo un día de marcha a caballo.

Una espléndida luna de azúcar incitaba a pasear y a meditar. Hice ambas cosas. La noche tenía perfume de azahar, de hierbas húmedas y el cielo se mostraba espléndido en su profundidad estrellada; el silencio que circundaba era como el canto de la soledad estremecida, que se arrebuja en sombras para exhalar su latido.

Noche espesa de serenidad y de sombras. Los minutos pasaban lentamente, golpeando en el infinito del tiempo con uniformidad indestructible. Tenía mi mirada puesta en el infinito todo abierto a mis codicias, ni una diminuta nube se interponía entre mi vista y las lejanas galaxias. De repente, escuché un rumor de pasos amortiguados en la tierra fofa y al bajar la vista, vi al dueño de casa alejarse con un bulto corriendo hacia el fondo del patio, siguiendo el camino que va hacia el maizal. Probablemente me creía dormido. Pero, de todas maneras tomaba sus precauciones para no ser percibido: corría sin ruido llevando el cuerpo inclinado como quien quiere hacerse pequeño y esconderse.

Tan extraña actitud despertó mis sospechas: ¿Qué se proponía? ¿Por qué corría y se ocultaba? Recordé las predicciones de muerte que se daban a los fugados: "...nadie se escapa de Peña Hermosa. Tarde o temprano, todos terminan siendo recapturados, asesinados o devorados por las fieras salvajes". ¿No iría aquel hombre en busca de colaborador, probablemente del que a algunas cuadras de distancia había hecho sonar el acordeón que se me antojara tan lúgubre para, confabulados, matarnos o entregarnos a los esbirros de la dictadura por algunas migas de dinero o, simplemente para quedar bien con las autoridades?

Mi primer impulso fue seguirle y hasta di algunos pasos con tal propósito, pero me detuve. Pensé que corriendo como iba y llevándome ventaja de casi cien metros, lo perdería en las vueltas del camino del maizal, exponiéndome, en cambio, a ser descubierto en actitud difícil de justificar.

Puede ser también -me dije- que intente robar mi caballo. A los campesinos les fascinan los buenos caballos y, el mío era de excepción, sus excelentes cualidades no le habrán pasado desapercibidas. Mañana me dirá que le cortaron el alambrado del potrero y, como la zona está infestada de delincuentes que fungen de autoridad y, como estamos en tiempo de guerrilla.... esas declaraciones le eximirían de toda responsabilidad. Debo impedirlo como sea.

Llamé a Tovayá sacudiéndolo. No fue tarea fácil despertarle. ¡Ehó, pya'é, erú ñande cabayú! (vaya, rápido, y traiga nuestro caballo)- le dije.

- ¡Cabayú, ningo opytu'uha okaru vaerã! (el caballo debe descansar y comer) me respondió.

Ya no sabía cómo explicarme, de modo que golpee impaciente el suelo con el pie, para no gritarle, y repetí varias veces: -Ehó erú, erú, erú. (vaya y traiga, traiga, traiga). El Tovayá, sin disimular su fastidio, tomó mi bozal y cabestro y, de mala gana fue en busca del alazán y lo trajo consigo.

Al pensar que mi caballo iba a pasar la noche atado, me acordé de algo que debería haber recordado antes: darle una ración de maíz. Me puse a buscar y encontré en el galponcito un barril lleno. Medí una buena ración y la metí en un cajoncito. Mientras tanto Tovayá, ignorante de lo que pasaba, había traído su mula y obedeciendo mis órdenes se acostó de nuevo.

Até el caballo a una de las gruesas columnas de los pies de mi cama; allí estaría bajo mi vista. Le alcancé el cajoncito con maíz y, con vertiginosa celeridad, los granos comenzaron a crujir entre los fuertes molares del animal.

Vuelvo a quitarme las botas, la camisa; me aflojo el cinturón y me echo sobre la cama protegida por el mosquitero que la cubría totalmente. En mi casa y en mi cama -pensaba- a causa de mis endiablados nervios, duermo con sueño de tero-tero, despertando por el vuelo simple de una mosca, y en las actuales circunstancias ¿el cuatrero del dueño de casa va a sacarme el caballo sin que lo perciba...? ¡Imposible!

Para estar mejor preparado a todo evento, saco el revólver del cinto y me acuesto conservándolo en la mano metida bajo la almohada. Quería descansar y velar al mismo tiempo. Quería dormir pero con un sueño tan leve, que el más ligero ruido me despertara. Por suerte o por desgracia, a este respecto me sobraban razones para tenerme fe. Por menos ruido que hagan seguro les oiré - pensaba-, despertaré y les daré una linda sorpresa. Cubierto, como estoy, por el tupido mosquitero dentro de esta cama de dos plazas, ellos, sin levantarlo, no me verán ni sabrán mi verdadera ubicación y actitud. Yo, en cambio, les veré perfectamente alumbrados por la luna. ¡Buen tropezón se llevaran cuando el dormido les aboque el revólver a la cara!

En medio del revoloteo de estas ideas en el cerebro, el sopor que precede al sueño fue ganándome: el cuerpo se hacía menos sensible y más liviano, como si flotara, como si perdiera materia transformándola en idea difusa. La conciencia se anulaba y la imaginación sin control comenzaba a fantasear. Era así y cada vez más así, cuando de aquel estado bruscamente me arrancó un ruido extraño, el de un golpe, devolviéndome de inmediato a la conciencia de mi situación.

Instantáneamente me incorporé empuñando el revólver. Este, a la par que los ojos, buscó al presunto enemigo volviéndose rápidamente en todas direcciones. Y, en lugar de delatores, ladrones y asesinos, se presenta la noche con su luna serena, derramando fulgor de plata sobre el mosquitero, la casa, los árboles y el campo. El caballo seguía tranquilamente al pie de la cama roznando maíz con sus poderosos dientes, y a veinte pasos más allá, la respiración acompasada de Tovayá delataba al hombre profundamente dormido. Aparte de eso, a mí alrededor todo era paz y quietud. Indudablemente, el ruido se debió a una patada del caballo contra el suelo para espantar los mosquitos.

De nuevo procuro dormir y cuando ya el sueño se enseñoreaba de mi cuerpo, otra vez un ruido inusitado me arranca del descanso precipitándome a la defensa, y vuelve mi revólver a amenazar los cuatro puntos cardinales. Y siempre la misma paz y quietud. Y siempre la misma luna riendo al contemplar irónica la cómica escena creada por la desconfianza.

También reía yo de mí mismo. Mi actitud, baje el mosquitero me parecía a la de un actor cómico en una comedia, pero en una comedia en la que no podía dejar de tomar parte y desempeñar el principal y más desairado papel. Y una y otra vez comencé a dormir y siempre fui despertado en sobresalir Este juego dure hasta que los primeros cantos del gallo nos advirtieron que había llegado la hora de prepararnos para la jomada del nuevo día.

A los cantos de los gallos se habían sumados los ensordecedores trinos de las aves que, inquietadas por la luz del alba, se amplificaron para crear una única enloquecedora sinfonía. Estábamos con Tovayá, ultimando los preparativos para partir hada el río, cuando vimos que tres sombras, dos montados y uno de a pie, venían subiendo la pendiente cubierta por el tupido maizal. Instintivamente llevé mi caballo hacia la zona más umbrosa y acomodé mi revólver en la cintura. Tovayá, tras analizar las siluetas de los visitantes, me hizo una seña con la mano para que me mantenga quieto y, luego de dar unos pasos para cerciorarse mejor de la novedad, sonrío y me hizo seña para que saliera de mi escondite.

En efecto, las misteriosas sombras resultaron ser del dueño de casa, de un caballero desconocido que resultó llamarse Jorge y de mi compadre y cuñado Pablo Cubilla, Pacú, que venía a mi encuentro y al rescate de su alazán. Demás está decir que mi sorpresa fue grandiosa y gozosa al descubrir que con la visita llegaba mi salvador, cuya alegría fue aún más conmovedora: me abrazó tan fuerte que temí por la salud de los huesos de mis costillas.

-Tu hermana María te envía su saludo y te manda decir que tu mamá, tu esposa y toda tu familia se encuentran bien- me dijo y, así como me llenó de afectos, apenas me largó fue a prenderse del cuello de su alazán para decirle a los oídos, mientras les acariciaba las crines, palabras afectuosas, llenas de ponderaciones.

Luego de los emocionantes saludos, mi compadre me entregó mi nueva identidad: Juan Ramírez Matiauda; un carnet de afiliación al Partido Colorado, una tarjeta del presidente de la Seccional 40, un pañuelo rojo para llevar en el cuello; unas indumentarias de ganadero, dinero, elementos para rasurarme la barba y unos cacharros. También me presentó a Jorge, quien sería desde ese momento mi nuevo guía hacia la frontera.

Terminada la emotiva presentación de Jorge, quien sería mi nuevo compañero -que según mi compadre, su situación era más grave que la mía, ya que estaba huyendo para no casarse con la hija de un general-, busqué a Tovayá. Él estaba bajo una sombra sentado sobre una banqueta, observándonos con acostumbrada actitud de indiferente. Cuando me fui hacia donde estaba, se levantó y, para mi sorpresa, me abrazó fuertemente y me dijo casi susurrando: "No fue una buena idea traer contigo, si no fuera por mí, el reloj ya estaría sin ti pues, tu estaría bien muerto" - y, para más desconcierto mío, me ruso en la mano el reloj de oro que me fuera arrebatado m la orilla del Paraná.



CAPÍTULO III

Ya se mostraban en el levante los rayos del rencoroso sol cuando nos dispusimos a partir rumbo al río en busca del sitio donde, según nos informaron, estaba anclado un vapor y, que antes del medio día estaría partiendo río abajo.

Tras despedirme del dueño de casa, nos abrazamos nuevamente con mi compadre Pablo, momento que aproveché para preguntarle quién era realmente el joven tan extraño que me trajo hasta allí y que tenía en su poder el reloj que me sacaron los militares.

-¿Ese?, Ja ja ja, ¿no lo reconoces? Es Pablito, mi hijo; tu sobrino y ahijado. Acaba de cumplir con su servicio militar en el RI14, por él me enteré que te habían capturado, que te trajeron a Investigaciones y que te enviaron al penal de Peña Hermosa.

-Por Dios, no puedo creer... Si hasta pensé que era un indio.- bromeé. -Venga acá granuja- dije y, sin poder contener unas repentinas ganas de llorar, fui a abrazarlo con toda mi fuerza -¡Pablito querido...! Pero, ¿eras tú quien me robó mi reloj y me llevo al monte una tarde entera para hacerme cavar la fosa para mi sepultura'

-Sí, fui yo padrino -dijo riéndose-. Fue lo único que se me ocurrió para salvarte. El sargento Ovelar estaba borracho y si te dejaba en el campamento en cualquier momento te desollaba vivo, como hizo con muchos. Ahora ya es tarde, Jorge lo espera tienen que ir hacia el río. Estamos apenas a cincuenta kilómetros de Peña Hermosa y, faltan seiscientos para Asunción y un poco más para la frontera argentina- dijo locuazmente.

En la ribera del río, con mi bombacha, mis botas y sombrero de estanciero y mi pañuelo rojo al cuello me sentía realmente otra persona; pero, interiormente seguía sintiéndome desnudo. Allí, al ver a un soldadito, que estaba custodiando el paso del río, me di cuenta de que no me iba a ser fácil manejar mi miedo; el pánico que sentí al ver al inofensivo uniformado me hizo correr por la espalda un sudor frío. Procuré no pensar en nada, es decir, no entretener mis sentidos sobre imágenes del pasado. En mi oído, desesperante, retumbaba: "sólo cincuenta kilómetros de Peña Hermosa". Me parecía, por todo lo ya andado, muy poca distancia.

Jorge era grande, fuerte, enérgico y franco. Su aspecto denotaba al hombre de acción. Conocía el Chaco, según mi compadre, de punta a punta. Entre él y yo se estableció de inmediato la más cordial camaradería. Resultó que uno de sus hermanos era integrante de una de las columnas del "Movimiento 14 de mayo" y había caído en manos del coronel Patricio Colman y después de una terrible sesión de tortura, que incluyó amputaciones de pies y manos, fue degollado en Charara... Del suceso yo estaba al tanto, por ende, la fidelidad de Jorge -quien juraba venganza- di por descontado y hacía que mi confianza en el fuera ciega.

Cuando llegamos a la barranca del río, vi "nuestra" barcaza amarrada. En su cubierta se habían apilado prolijamente unas bolsas de sal y de cal. En tierra, descansaban unas carretas atadas a los soñolientos bueyes que parecían meditar con los ojos entornados y la mirada ausente puesta en el vacío. También había sobre el pastizal algunas herramientas rústicas como machetes, palas, hachas y carretillas. Más allá, recostado en el tronco de un naranjo, el soldadito aferrado a un vetusto fusil dormitaba y, en la sombra de unos sauces, se veía a los fatigados estibadores tirados en el suelo.

El tremendo calor parecía duplicarse con el espejo del agua del río haciendo que un silencio de cansancio pese sobre los hombres y las cosas. Silencio de soledad endurecida y huraña que ensordece y endurece la lengua y el pan de los hombres pobres.

Mientras a bordo se ultimaban los preparativos para la partida y los estibadores descansaban de la extenuante y riesgosa faena de cargar la barca, usando como puente que conduce del barranco a la nave un angosto tablón, estuve entreteniéndome, mirando el espectáculo que desfilaba delante de nosotros y que me parecía cada vez más atrayente como instructivos.

Hacia la otra ribera, un cielo transparente y lejano ponía marco al paisaje entristecido y quieto. El río se ensanchaba y sus olas golpeaban el barranco con ostentación colosal arreando sobre su lomo encrespado y tembloroso las islas verdes de camalotes que arrancara de sus costas con su envite violento. Como era época de creciente, las aguas bajaban turbias y sanguinolentas. En su recorrer malicioso, afloraba su fuerza soberbia en borbollones nacidos en las profundidades sombrías de su entraña, como proclama de futura furia a desatarse.

Y las masas oscuras y enredadas de los camalotes, pasaban y pasaban, en sucesión interminable, rumbo al infinito desconocido. Aquella era la metáfora perfecta para el hombre y su relación con el tiempo. El río es la historia que arrastra a los hombres, a los pueblos, a los imperios hacia el eterno círculo de la vida: nacer, crecer y morir. ¿Hasta dónde el individuo puede escoltar, aunque sea con la vista, el transcurrir de las aguas del río y de la historia? Concluí que aquella era la obsesión que supera y desespera a la condición humana.

Un hombre desata las amarras de los palos enterrados a unos metros del barranco y tira los cabos por encima de la baranda de la barcaza. Sube a bordo y retira el tablón, mientras otros dos peones con largas cañas de bambúes estribadas en la arena de la costa inclinando el cuerpo hacen fuerza para mover la nave.

Así, lentamente la embarcación se retira de la costa y se dirige rio adentro, hasta que la corriente la toma y la arrastra meciéndola en suave balanceo. Enseguida las explosiones del motor llenan el ambiente con sus ronquidos profundos que se alejan dándose contra los barrancos y los árboles, como si huyeran a tumbo hacia otro espacio menos salvaje.

Para mí, todo aquello era muy novedoso Pronto descubrí que no hay medio de transporte más cómodo que una barca a vapor navegando por las aguas de un río. Ninguno como ella permite disfrutar mejor de las bellezas ofrecidas por la naturaleza. Es casa amplia, confortable; posee y ofrece todo cuanto pueda precisarse. No impone al viajero la obligada quietud del ferrocarril o el automóvil, ni le priva del uso, en cualquier momento, de todo aquello que hace agradable la vida del hogar. Parado o sentado sobre cubierta respirando un aire puro, embalsamado de perfumes, se ve desfilar el paisaje siempre cambiante de las orillas.

Sin imponer el más mínimo esfuerzo, la naturaleza descubre sus más estupendas creaciones. Muestra las verdes serranías, los graciosos valles y las tendidas llanuras; y a las aguas del río siempre pasando, jugando por cerros, valles y llanuras. En aquella atalaya viajera, la flora y la fauna se dan cita. Desde allí se ven los árboles más corpulentos, los bosques más espesos que saborean las márgenes del río; y, para gozar de sus encantos, se reúnen sobre los barrancos todos los seres que pueblan la ribera.

Nadie queda impasible al paso de una embarcación, ninguno falta a la convocatoria: el hombre que en las orillas del río edifican villas estupendas o modestas chozas realzadas por la soledad y el embrujo de una naturaleza salvaje, ni siquiera la paloma o el tigre son indiferentes al encantador paso de una nave.

El avance de los barcos anima el paisaje con la presencia de los habitantes del lugar deseosos de verlos pasar. Y si se trata de un gran vapor más todavía, nadie falta; la estancia entera se conmueve. El perro, el patrón con la familia, el mayordomo y todo el personal salen al frente de las casas, se adelantan al borde de la barranca y muchas veces, si el barco pasa cerca, las preguntas y respuestas se cruzan entre las gentes de tierra y las de a bordo. Son conversaciones mantenidas a grandes voces, conversaciones sin secretos, pero enteramente privadas.

-Dígale a don Cabrera -grita desde el barco- que cuente conmigo; que el lunes voy con él pa su estancia...

-Y a Doña Matilde que su hija María tuvo un varón...

Y, cuando el barco trae cartas o encomiendas para algunas personas de esas estancias, anuncia con largos silbidos su aproximación. Al acercarse hace la marcha más lenta y se deja abordar por un bote desprendido de la playa saludada.

Al pasar la nave, era tradición seguramente entre los del barco y los de tierra, agitarse los pañuelos en un adiós estremecido. ¡Qué poético encanto el de esas estancias de la orilla del río! Las casas con techo a dos aguas construidas con troncos de palmeras y rodeadas de frescas galerías. La principal y más grande en el centro; a los costados otras más chicas, galpones y demás dependencias, cerrando entre todas ellas un gran patio frente al río sombreado por tiernos amba'y (cecropia), esbeltas palmeras o árboles frondosos. A un costado los corrales, al otro el monte de naranjos formado por árboles cuya robusta lozanía diciendo a gritos ser aquella su patria americana. Entre el follaje verde, por millares aparecían, cual esféricos de fuego, los dorados frutos.

Allende, como un telón de fondo, el monte virgen, conjunto de árboles corpulentos sobre los que sobresalían, despeinados por el viento, los floridos penachos de las lianas. Los árboles de follaje exuberante lucían todos los tonos del verde, pero había algunos que en vez de hojas ostentaban flores, flores por millones. Había árboles enteramente azules, árboles lilas, árboles amarillos, árboles rojos, árboles plateados que no siempre son a causa de sus flores sino del reflejo de las hojas.

Perros, caballos, vacas lecheras, bueyes, cabras, gallinas, patos, y entre tanto animal algún ave extraña o domesticado mamífero de la fauna salvaje, rodeaban la casa en paradisíaca familiaridad con los humanos; y más lejos, surcando el cielo y hundiéndose en la selva, las andadas de pájaros y aves de todas las especies entre las que, por su vocerío, se destacaban los guacamayos de plumaje policromado.

-Cuanto más se remonta el río Paraguay -me dijo Jorge- mayor hermosura ofrece. Las márgenes, en un principio líneas casi perdidas en el horizonte, se acercan cada vez más y en los recodos parecen estrechar el río hasta cerrarle el paso,

Al Río Paraguay dos orillas distintas le bordean: la de la izquierda formada por alta barranca sucediéndose en ondulaciones que forman la región habitada, y la de la derecha, la del Chaco, el Paraguay de reserva, de tierras bajas tendidas, estiradas en una extensión sin límites vestida de palmeras.

Buscando el canal, los barcos se aproximan ya a una, ya a otra, a tal punto que en ciertos momentos las ramas de los árboles de la orilla rozan el vapor, sobre todo los de la margen izquierda.

A pocas horas de nuestra partida, llegado un punto se nos terminó la leña, combustible que consumía el vapor, y atracamos un barranco para aprovisionarnos de las rajas de madera. Yo no podía contener mi impaciencia por pisar tierra, por ver de cerca y explorar esa parte del Paraguay, con sus bosques tropicales, con sus indios salvajes, sus tigres, sus yacarés y sus serpientes, y sus bronceados habitantes, en su mayoría indígenas y criollos que no hablaban otro idioma que no sea el dulce ava ñe'ẽ... Paradójicamente, desde la independencia de la patria, estos originarios de la tierra, verdaderos defensores de la cultura guaraní, fueron casi todos esclavizados para la explotación de los grandes yerbales y quebrachales.

Algunos pasajeros bajaron a tierra y se divirtieron tirando tiros contra las aves. Yo, extasiado por el paisaje me había quedado sobre la cubierta mirando como la correntada del líquido corría por debajo del vapor llevando a las pequeñas islas de camalotes hacia un destino implacable y desconocido.

Las aguas turbias bajaban trémulas precipitadas y al dar contra la piedra del barranco giraban con constante velocidad, se arremolinaban y se ahuecaban para formar un hoyo profundo que exhalaba un sordo rumor subterráneo. Del improvisado puente vi caer un pequeño insecto alado sobre la bullente superficie y entrar en el radio de acción de aquel remolino; la pequeña libélula, como sorprendida, se detuvo unos segundos, como si vacilara o como si pensara en resistir a esa atracción convertida en irresistible fuerza; pero, pareció tomar conciencia de su inexorable destino y, temblando un poco, se preparó para lo que seguía.

Seducido totalmente por la novedad, por aquel inusitado espectáculo, mis pupilas se agrandaron y, cautivados por la expectativa, mis músculos se contrajeron violentamente. Decidí inclinarme peligrosamente hacia la superficie del agua con la intención de ver mejor el desenlace: la pobre libélula se sacudió para desprender algunas costras molestas de sus alas, pero, aquél gesto de dignidad breve, no sirvió más que para abreviar el camino marcado por la fatalidad. Giró, se volvió sobre sí en ademán de asirse a algo para no caer en el embudo, cuyo rumor se agudizaba para llamarla; allí sintió que un destino superior a sus fuerzas la tironeaba, debilitando su resistencia. Por último, el embudo se achicó y la libélula, resignada, encogió sus cuatro alas y cayó en el ojo del remolino para desaparecer en las sombras oscuras de las aguas rumbo al caos, rumbo al misterio.

¿No era aquella una metáfora de mi vida, y la de tantas vidas de hombres y mujeres? Con esfuerzo me pongo de pie y, retrocediendo, doy vuelta sobre la cubierta para dar la espalda a la correntada que seguía pasando, como el tiempo, imperturbable, como si nada hubiera sucedido, llevando con entusiasmo su abrazo de vida y de muerte.



EL AVISPERO (*)

I

La mañana de aquel septiembre del año 1980 se había presentado pugnante. Desde las profundidades de un cielo oxidado, por donde hacía tiempos que no pasaba ni una ligera nube, el sol derramaba sin cesar su torrente de luz agobiante. En las praderas, sobre la raída vegetación que bordea el camino de candente tierra roja, reverberaba el calor adormeciendo al mundo animal alrededor de las secas lagunas circunvaladas por escuálidas sombras de ardientes pajonales. Todo el paisaje percibido respiraba un aire lleno de sopor. Sobre el dorso desnudo y erosionado de los barrancos, retorcidos por el viento y la sequía, los pocos árboles parecían darse la espalda y, entre los cocoteros de lánguidas hojas, el fuego jugaba en una temblorosa ilusión óptica.

Por aquel extraño páramo poblado de soledades, profanando el milenario silencio que la antigua naturaleza se construyó a su modo, un enclenque y ruinoso ómnibus atestado de gente sudorosa, avanzaba perezosamente levantando hacia el ardiente cielo una sábana de polvos arrancados a las entrañas de la sinuosa carretera que serpenteaba caprichosamente en la planicie del valle de la región del Guairá.

Ya habían pasado unas seis horas desde que se inició el viaje por aquel descolorido jardín del infierno y, algunos pasajeros empezaron a impacientarse por el lento avance de la marcha. El chofer, un señor gordo que iba secándose continuamente el rostro con un pedazo de toalla, agobiado por las quejas de los pasajeros, argumentaba que el retraso se debía al reiterado control de los militares, quienes en cada recodo del camino hacían descender a la gente para revisar sus papeles de identidad y sus cargas.

Por su parte, el guarda que iba al lado del chofer para compartir el interminable tereré (bebida fresca a base de yerba mate), para solidarizarse con su compañero agregaba: "Paciencia..., paciencia muchachos". Y, cuando una dama le preguntó por qué importunaban tanto los militares, agregó:

-¿Acaso ustedes no saben que en Asunción unos bandidos mataron al amigo del presidente? ¿No saben que ayer mataron a Anastasio Somoza? Si..., qué barbaridad, lo hicieron pedazos con una bazuca. Quiénes y por qué, no me pregunten, yo no sé- se dijo a sí mismo, mientras procuraba cebar el mate entre los bamboleos del vehículo provocados por los baches del camino.

-Sí amigo, ya sabemos, escuchamos en la radio. No me digas que tu carruaje viene de duelo, por eso se mueve como una carreta fúnebre- le dijo burlonamente el flaco Ramírez, más conocido por Kururú (sapo), mote que le dieron por tener la boca grande y la cara picada por el sarampión.

-¡Cierto, no te das cuenta señor chofer que ya es casi medio día..., a este ritmo vamos a morir todos de sed!- agregó un anciano que viajaba parado por falta de asiento.

Un comisario, que subió una hora artes en la alcaldía de Ñumí por la puerta trasera al colectivo y que por su investidura viajaba cómodamente sentado en el asiento del fondo, se levantó y bamboleándose para esquivar a los pasajeros del pasillo, llegó junto al compañero del conductor con la pregunta:

-¿Mavapako ere ojejuka ha? (¿A quien dijiste que lo mataron?).

-A Somoza, a Anastasio Somoza, el ex presidente de Nicaragua.

-¿En serio? ¿Cuándo?

-Ayer, 17 de septiembre, nueve de la mañana, más o menos. ¿Cómo es que no sabés?- le dijo el guarda.

- ¿Y… ese Somoza era amigo de mi General?

-Sí, comisario. Muy amigo-.

-¡Qué bárbaro...! En ese caso deténgase inmediatamente aquí mismo. Tengo que revisar la lista de los pasajeros- le ordenó al conductor, lleno de súbita agitación.

El chofer apretó el pedal del freno y el vehículo, tras una rara protesta, se detuvo. El comisario, repentinamente, parecía un animal salvaje enjaulado, sorprendido por la noticia no atinaba cómo proceder, estaba tan confundido que, desenfundó su pistola y apuntando a la cabeza del conductor dijo:

-Señores, señoras, escuchen: mataron a un..., a un amigo de nuestro presidente, les ruego que pongan las manos sobre la nuca y bajen uno a uno del vehículo. Ah, y con sus documentos en la mano- su grito estaba impregnado de una desesperación nerviosa y su rostro empezaba a inundarse por una lluvia de sudores.

Al principio, al ver que el comisario entregaba su revólver al chofer para secarse el sudor del rostro, los pasajeros pensaron que era una broma, pero al ver su decidida actitud de no permitir al chofer continuar el viaje antes de que se cumplan sus órdenes, empezaron resignadamente a descender uno tras otro, con las manos sobre la cabeza.

Una hora más tarde, después de que los pasajeros volvieron a retomar sus asientos en el vehículo, el comisario, empapado de sudor, se acercó al chofer y le explicó la importancia de su acto, que no tenía nada que ver con la posibilidad de sorprender a los posibles asesinos en imposible fuga por aquel infierno, sino para resguardar su propio pellejo.

-Los militares son bravos con los policías, no se les puede dar ninguna ventaja, ninguna excusa... Si yo no reviso los documentos y la lista de pasajeros, seguro que me patean el culo o peor, me tratan de cómplice de los comunistas. Nos odian, se creen superiores a nosotros porque viajamos en colectivo y ellos andan en Jeep- concluyó.

El chofer, congelado por el frío del caño de la pistola en su sien, solo asentía lo dicho por el comisario con un leve movimiento de cabeza.



II

Pasado el medio día, al fin, tras el tobogán de una hondonada apareció en la cumbre de una de las colinas que caracteriza a la región del Guairá, un laberinto de calles con unas diminutas casas de maderas pintadas con cal.

-Abuela..., ñaguãhẽma, ya llegamos! - gritó un mitaí, rompiendo el silencio que reinaba entre la gente del vehículo.

Mientras, la mayoría de los pasajeros seguían con sus pesados sueños, la abuela del niño, una desdentada mujer, sin esperar que se detenga el ómnibus, empezó con sus manos sarmentosas a manipular y bajar sus paquetes del portaequipaje. El vehículo se detuvo unos minutos, lo suficiente para desembarazarse de la anciana y sus cachivaches; luego, el paréntesis aliviador fue cerrado bruscamente por el ronquido del motor que puso en leve movimiento al vehículo que se dispuso a continuar su camino cuesta arriba.

- ¡Eh, chofer, chofer...! ¿Puede avisar a la señorita del tercer asiento que ya estamos en San Alfredo? - rogó al conductor la vieja de las manos sarmentosas.

Minutos después descendió del vehículo una mujer que vestía un ajustado pantalón "vaquero" y una colorida camiseta. La joven traía unas maletas de nailon color amarillo que, por el esfuerzo que hacía por arrastrarlas, parecían contener toneladas de piedras.

-Gracias, muchas gracias señora- dijo dirigiéndose a la vieja de las manos sarmentosas mientras acomodaba en su rostro unos anteojos muy oscuros que le prestaban un aspecto misterioso y, tras una clara sonrisa, preguntó a la desdentada vieja si le haría el favor de indicarle la casa de la señora Vicenta de Berni.

-Sí, sí... cómo no, che memby (mi hija). Es aquella de paredes de tabla que tiene el portón verde medio caído, aquella, amoa (esa) mi hija. ¿Ves? - respondió apresuradamente, señalándole la casa con el dedo índice de la mano sarmentosa.

Era un poco más de la una de la tarde, el aire olía a estiércol vivo, toda la gente del pueblo dormía la siesta y, en las calles, las vacas, los burros y las cabras también. Si no fuera por el calor agobiante y el profundo silencio de los que le solía hablar su tía Martha en Nueva York, San Alfredo estaría definitivamente irreconocible.

Todo era muy diferente a las fotos que ella tenía guardadas en su álbum. Allí, detrás de la imagen de sus padres se veía un cielo azul con unos floridos lapachos engalanando bellamente las postales; ahora, en la plaza de "su pueblo", apenas se veían unos añejos y desmedrados cedros llenos de soledades, señalando confusamente con sus ramas secas el otrora límpido cielo del Guaira.

Al costado de la plaza, sobre una calle de tierra roja, vio la vieja casa de la tía Vicenta "viuda" de Berni, renegrida a fuerza de sol y de lluvias, daba pena. No sólo el portón, sino la casa entera parecía cansada, con ganas de derrumbarse sobre el polvo de la calle que huele a estiércol y a olvido vivo.

La tía Martha le había advertido de los cambios que sufrió la aldea en los años de la década del sesenta, tras la gran represión militar y la derrota del Movimiento 14 de mayo.

-"Al cambiarle el nombre Agua Azul por San Alfredo -le había dicho-, la aldea se ha convertido de la noche a la maraña en la tapera que hasta hoy en día es. La mitad de la población se mudó precipitadamente hacia la Argentina, dejando sus pertenencias abandonadas, sin siquiera antes haber procurado malvenderlas..."

No -ella misma cree recordar- Agua Azul no era así. Aunque su iglesia, con su campanario "provisorio” es la misma y la plaza con sus chatos cedros es la de siempre... no es la misma. Las calles con sus cunetas parecen más erosionadas y casitas, antes separadas, ahora están más apiñadas, más juntas, como abrazadas unas a otras para consolarse de tanto abandono y tanta ruina. Sin duda no es la misma aldea. Al menos para Mónica, la aldea donde pasó su niñez estaba ir reconocible.

El calor del sol parecía ir en aumento, a las ráfagas de vientos calientes le sucedía una quietud que hacía el ambiente cada vez más agobiante. La joven recién llegada había pasado cerca de media hora llamando en el portón verde de madera antes de que aparezca una señora en la puerta semiabierta de la casa que tiene ganas de derrumbarse sobre el polvo de la calle que huele a estiércol.

Cuando, al fin, asomó la dueña de casa, la visita la juzgó velozmente con la mirada y no le pareció, a pesar del enorme cigarro apagado que palanqueaba el costado izquierdo de su boca, tan vieja.

- ¿Quién es?- preguntó con su voz de recién levantada la señora, alzando la mano derecha sobre las cejas como para proteger los ojos de la intensa claridad de la luz del mediodía.

- Soy yo, Mónica. - dijo la recién llegada desde el portón verde de madera mientras procuraba hacerse ver por la señora a contraluz del mediodía.

-¡Mónica, por Dios, no puedo creer, pero si es ella...! - gritó la vieja con su voz de recién levantada y corrió llena de entusiasmo a su encuentro. Recibí tu carta, pero no te esperaba tan pronto, pasa…-le dijo y, tomándole con una mano la bolsa y con la otra el brazo, la hizo entrar a la casa.

-Ponte cómoda querida, la casa es pequeña, pero como se dice por aquí, el corazón es grande. Estás en tu casa..., se nota que estás muy cansada; seguro que todavía no comiste nada...

-Gracias tía, sólo estoy cansada, no tengo apetito.

- ¿Quieres dormir un rato? Me preocupé mucho por nada pensando que solo entenderías el inglés, pero veo que seguís hablando muy bien el castellano.

- Gracias tía. Mi guaraní es lo que necesita algunas instrucciones.

-Eso es lo único que se habla por aquí, si quieres comunicarte con la gente tendrás que hablar en guaraní. Pero, no te preocupes, al menos nosotras ya nos entenderemos. ¿De verdad no quieres comer algo?

- No. Lo único que quiero es caerme en una cama y dormir por un año, estoy muerta de cansancio. ¡Qué calor y qué largo viaje...! Tengo ganas de meterme en un "freezer". Voy a darme, si me permitís, un baño para sacarme el polvo y el sudor, estoy llena de suciedades, de sudor y de tierra hasta el alma... Estar un buen rato bajo la ducha me haría muy bien. Luego charlaremos de comida o de lo que quieras- dijo la muchacha.

-Hija, ducha no tenemos por aquí, pero..., eso hija, vamos a Crisálida ¿Quieres?- se entusiasmó la señora Berni.

-¿Crisálida?- preguntó Mónica.

- Sí, Crisálida -confirmó doña Berni- ¿Te olvidaste?, de niña te gustaba mucho, es aquel remanso de agua fresca que está en el recodo del arroyo Pirapó... Ah, claro, antes le decían "laguna hovy" (laguna azul), no sé por qué la gente ahora le dice Crisálida... aunque supongo que es para no pronunciar el color azul, color que ahora está prohibido. Bueno, ahora es el principal "balneario" del pueblo -le comentó.

-Okey, perfecto- respondió Mónica y se dirigió a su maleta amarilla de donde sacó un traje de baño negro y un biquini azul.

- Me pondré este - dijo por el último.

- ¡Oh no!...Che Dios, no vengas con esas cosas, será un verdadero escándalo, máximo el traje de baño, ni eso; aquí las muchachas más audaces, si es en La Soledad, se bañan con unas bermudas debajo del vestido- aclaró la tía con voz seria y preocupada.

-¿Escándalo por el biquini? Menos mal, llegué a pensar que también era por el color -bromeó la muchacha

-No. No es por el color. Es por el tamaño.

-Está bien, vine en busca de paz, por lo tanto no voy a pelearme contigo a los cinco minutos de haber llegado por una cosa "tan diminuta". Mis amigos de Nueva York me decían que yo estaba chiflada de remate y, no me importaba. Pero, no voy a permitir que aquí me tomen por una loca, me bañaré con mi vestido puesto y las bermudas- dijo, casi letra por letra, bromeando a su tía.



III

El camino a La Soledad, para Mónica, era largo y, por lo arenoso, fatigoso. Ella se esforzaba por reconocer los rincones donde según su tía jugaba de pequeña; pero le era imposible identificar un solo sitio. El paisaje que vagamente recordaba no tenía nada que ver con lo que iba observando, le parecía todo muy devastado y desolador. Los grandes y añosos árboles habían sido talados y solo quedaban en su lugar unos escuálidos, extraños y espinosos arbustos que se entretejían.

Sin embargo, procuraba desesperadamente encontrar algo que le devolviera los días radiantes de su lejana infancia, pero no había nada que le haga recordar, que le haga recuperar una migaja de felicidad vivida. El tiempo y la distancia, terribles depredadores de memorias felices, como el viento suele borrar al pulcro arco iris del paisaje, se habían encargado de borrar todo el pasado dichoso de su mente. Por el contrario, cada objeto que observaba, cada sonido que escuchaba y cada perfume que aspiraba le golpeaban la memoria para recordarle, con una meridiana claridad, el día más trasteo de su vida: el día que pasó bajo la cama llorando en silencio sola.       

Mónica no tenía más de ocho años cuando vinieron los hombres del temible general Colman, ayudados por unos milicianos locales, a devastar la población con todas clases de arbitrariedades y a llevar con violencia a toda las personas sindicadas de opositoras al partido de gobierno; entre esta gente se habían llevado a su papá, a su mamá y a un hermano mayor. Semanas después de aquel atropello, enterada de la noticia de que los Berni habían sido llevados a la capital por "comunistas" y que sólo la pequeña Mónica había quedado recogida como "huerfanita" por un vecino, vino de Nueva York su tía Martha, para rescatarla y llevarla con ella.

En el lejano país del norte, sin proponerse, Mónica había aprendido a minimizar el pasado y a vivir su nueva vida acomodada a otra cultura; por sobre todo, había aprendido a no recordar el pasado que más que a los momentos felices de la niñez, estaba ligado a la tristeza, a la violencia, a la pérdida de su familia y, cuando llegó el momento de conocer a un muchacho, puso todo su empeño para encontrar en el amor el sentido de vivir la vida.

No tenía más de quince años cuando conoció a Peter Rodríguez y se enamoraron locamente. A los diecisiete años, cuando le llamaron a Peter del "Army" para ir a pelear en una guerra lejana, decidieron casarse. Él se había marchado después de prometerle que no tardaría en regresar. En menos de un mes le envió, desde un portaaviones, dos amorosas cartas; después se perdió.

Ella quedó dos años esperando inútilmente. Nunca más volvió a tener noticias sobre él hasta que un día, debido a su insistencia, le dijeron que no lo esperara más, pues su marido estaba oficialmente "missing in action".

"Perdido en acción"..., ella sabía muy bien que ese era el término que utilizaba el Ejército americano para comunicar a los familiares la muerte de un soldado hecho pedazos. De todas maneras, Mónica siguió esperando. La idea de que su marido estaba vivo, aunque sea en cautiverio, era tan firme en su corazón que se le hacía imposible resignarse a no esperarlo más, a no volverlo a ver.

Cuando sentada frente a un espejo, se planteaba la posibilidad de rehacer su vida sin Peter, siempre lo consideraba improbable, pues toma la sensación de un inminente reencuentro con su amado y entonces salía a la calle con la convicción de llevar un cartel en la frente donde la gente podía leer el paréntesis de su trágica vida. Así vivió varios meses hasta que un día, mientras miraba caer la nieve sobre el Central Park, decidió huir de la música de Jhon Lennon, de los Rollings Stones y del frío de Nueva York y marcharse hacia el calor, la floresta y los arroyos de su país de origen con la fija idea de no volver jamás la vista hacia atrás.

Pero ahora, caminando el arenoso sendero de San Alfredo, no sólo el paisaje sino la expectativa de recuperar lo vital de su propia vida, le parecía muy árido. Por ninguna parte aparecía lo que ella esperaba: su feliz niñez. Los grandes y añosos árboles de su infancia habían sido talados; sólo quedaban en su lugar unos macilentos y penosos arbustos entretejiéndose y aquellos, no hacían más que apretujar su confundido corazón de niña asustada.

- Ya estamos llegando - le dijo la tía, rompiendo el silencio.

- ¡Oh, qué hermosura!- exclamó Mónica llena de un repentino entusiasmo.

-¿Hermosa qué?- interrogó doña Berni.

-Esas palmeras que se encorvan para mirarse en el espejo del agua. .. ¿Es esta La Soledad, tía?-

-Sí, esta es La Soledad mi hija. Pero, ¿qué palmeras? Son cocoteros, aquí les decimos mbokaya, son simples cocoteros mi hija, ¿te gustan?

-Sí tía, claro que son palmeras; lo que no entiendo es..., si este es el "balneario", ¿dónde está la gente?, aquí no veo a nadie.

-A esta hora, mi hija, la gente está durmiendo la siesta, todavía hace demasiado calor para salir...

-Qué bien... - dijo Mónica, dando eufóricos abrazos y besos a su tía - entonces, al diablo las bermudas, voy a tomar un poco de sol.

- ¿Qué? No te hagas aquí de la gringa tilinga.

-Vamos tía, no seas anticuada. ¿No viste en la revista que traje cómo funciona el mundo? Cuando llegué a Asunción, en el quiosco del Aeropuerto General Stroessner vi unas revistas y quedé asombradísima de cómo muestran sus pechos y traseros las ‘modelos paraguayas".

-No me digas que el aeropuerto también se llama General Stroessner.

-Sí... Pero, vamos, por favor un poco de bronceador en mi espalda- le dijo a su tía, mientras se tiraba boca abajo sobre la gramilla verdosa del barranco.

La tía miró el tierno cuerpo de su sobrina que se tendía indefensa bajo los rayos del sol abrasador. Después, balanceando la cabeza, en señal de desaprobación, se alejó hasta la sombra de uno de los cocoteros, a conversar consigo misma preguntándose: -¿modelos de qué serán esas que muestran el trasero?, ¿.. .también el aeropuerto lleva el nombre del General....? Y sí..., si tenemos pueblo, ciudad, puerto, barrio, colegio, avenida, plaza, ruta, flota naviera y toda la nomenclatura de la ciudades con esa denominación... ¿por qué no?"- se dijo y cayó en un profundo sueño.

Mónica, que no se había cansado de contemplar el limpio espejo del agua, se levantó como una gacela salvaje al notar que unas extrañas ondas invadían la superficie del remanso. Dominada completamente por la curiosidad se levantó y, lentamente, fue caminando por el sendero que serpentea entre los cocoteros. La tierra del atajo estaba apisonada por la gente que baja del pueblo para nadar en el profundo remanso. Pronto llegó hasta el recodo oculto de donde, sin duda, provenían las olas. Con una mínima brisa que penetraba en el bosque las hojas secas crujían de manera desesperante y con cada huida de algunas asustadas iguanas, se veía levantarse entre los matorrales una nube de mariposas que al minuto volvía a descender.

Apartando unas ramas y agudizando la vista pudo observar en la sombra boscosa lo que su curiosidad buscaba. Mas, su sorpresa fue grande al descubrir que era un muchacho semidesnudo el autor de las olas y más grande aun fue su asombro cuando el muchacho, al verla en lo alto del barranco, se puso a correr como una fiera salvaje para refugiarse en la zona más espesa del bosque.

El tremendo ruido del agua y de las ramas atropelladas por el joven despertó a Doña Vicenta, quien con ojos asustados vio a su sobrina a punto de desplomarse en su intento por reprimir la carcajada que se le hacía insostenible en el pecho.

 

 

 

 

 

 

 

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