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LUZ SALDÍVAR

  LA ESTATUA DE SAL - Por LUZ SALDÍVAR - Año 2017


LA ESTATUA DE SAL - Por LUZ SALDÍVAR - Año 2017

LA ESTATUA DE SAL


Por LUZ SALDÍVAR

 

 A Prabhat

 

 

La muerte más viva que yo ocupa mi forma capital del olvido.

ANISE KOLTZ


 

Dormir. Dormir y soñar. Soñar con telas de colores, con cascadas de agua, con espantapájaros, con sopa de letras, con gatos, soñar con él. Dormir, dormir, dormir y no querer despertar nunca. Ser un ovillo primero, después estirarse, nunca abrir los ojos porque abrirlos es recordar y eso acerca al dolor.

Son las once de la noche, Rata tiene hambre y va en busca de una hamburguesa en Charly Burguer. Mientras come llega su socio, Diegoloco.

–¿Qué tal?

–Todo mal, arma.

–¡Nde!

Hay días en que pasea por la casa, grande y vieja como la antigua, esa misma donde ahora colocaron una antena de telefonía celular. Algunos vecinos del barrio cuentan que cuando derribaron todos los árboles del patio, la Municipalidad multó a los empresarios por haber cortado especies centenarias. Ella fue dos o tres veces por ahí, a bichear, pero no se quedó mucho tiempo, no soportó ver aquel triste espectáculo de su hogar arrasado. En una de las habitaciones, ella lo había encontrado a él… colgado de una viga.

–Yo tengo un poco de dinero; como es fin de mes mi patrón me pagó, pero tengo que darle a mi vieja...

–¡Maricón!

–Nona Diegoloco, sabés nio que en cualquier momento ella va a tener su hijo…

–¡Y que su chongo le dé la plata entonces!

–Esta vez no puedo, loco, disculpámena, tengo nio que cumplirle...

–Entonces me vas ayudar… –¿Ayudar? Cómo.

Después de lo sucedido, ya no quise salir de mi piecita, lloré, lloré tanto, pero el dolor permanecía instalado en mi pecho. Una siesta, cuando ya no podía con tanta tristeza y lágrimas, me quedé dormida y el sufrimiento huyó. Soñé. Soñé con él, que éramos niños, que él jugaba conmigo, que corríamos por las calles después de tocar el timbre de Tía Negra, quien siempre usaba ruleros, y luego nos escondíamos y reíamos porque ella salía hasta el portón de su casa, miraba a todos los lados y no veía a nadie, usaba un camisón largo y él decía que tía era igualita a un chimpancé, que a la siesta tomábamos tereré bajo el mango y cuando todos dormían nos dábamos largos besos. Dormir era la mejor cosa que me había sucedido en mucho tiempo. Dormí días enteros. No volví a ver la luz del sol, solo me despertaba en las noches. Si mal no recuerdo, fue en esa época que los perros comenzaron a ladrarme al verme caminar por la oscura y larga calle Lagerenza. Los chicos me tenían miedo, los tipos del barcito que tomaban cerveza a esa hora creían que yo estaba loca, y las viejas al verme pasar comentaban con un dejo de compasión:

Ojoguaitépa lasánimape. Sí, oficialmente me habíaconvertido en un alma en pena.

Dieron vueltas y vueltas alrededor de la serie de departamentos, específicamente los bloques “A” y “D”. En un pasillo del “D” Diegoloco se percató de la existencia de la moto.

–Es una Kawasaki –dijo–. Pya’e porã amopu’ãta. –¡No boludo!, ya te dije que esta vez no, que… Antes de terminar la frase, Rata sintió que su cabeza se estrellaba contra la pared. Apenas se recuperó del golpe, Diegoloco comenzó a estrangularlo.

–¡No te estoy invitando a bailar, pelotudo! ¡Jaháke! Tambaleando y escupiendo sangre, lo siguió. Su trabajo era vigilar. Sigilosamente, se acercaron a la

máquina. Todo estaba tan oscuro, debían ser como las tres de la madrugada.

Fue fácil. Vi la casona abandonada con un enorme cartel que decía “Se alquila”. Me gustó, era muy parecida a mi desaparecido hogar. Entré, tenía amplias piezas, un jardín lleno de yuyos, cierto, pero jardín al fin y al cabo. Sí, me quedo. Elegí el último cuarto para instalarme y hasta sentí apetito. Hacía tanto que no probaba un bocado... es que los fantasmas no comen, pero algunas veces tienen hambre.

Algo salió mal porque sonó una alarma. Rata y Diegoloco corrieron velozmente por Testanova, tres cuadras después apareció la patrullera. Mientras corría, Rata pensó que si alcanzaba la esquina donde se hallaba la casa embrujada se salvaría, porque ahí podría esconderse de la yuta; hasta sótano tenía.

Un disparo en la noche es como una tijera que rasga el silencio, ensucia el aire. No son como las campanadas de la Catedral que también resuenan en lo oscuro, pero que solo recuerda lo fugaz de las horas. Un disparo en la noche sangra la noche y asusta inclusive a los espectros.

Hacía tanto calor que me era imposible dormir, escuchaba el canto de los grillos. Oí el alboroto en la calle y luego el disparo. Curiosa, crucé el largo patio y un corredorcito, evité salir por el frente porque la puerta principal tenía un gran candado y yo obvia-mente no poseía la llave. Me dirigí hacia el lado derecho de la casa y me subí sobre un montoncito de escombros que estaba cerca de la muralla y lo vi. No tendría más de dieciséis años, estaba tendido en la vereda, boca abajo; el otro, el policía, el que terminó de rematarlo con un tiro en la cabeza, miró a los costados, vaciló un segundo antes de gatillar de nuevo su revólver, para ese entonces yo ya me había ido a acostar. Desde que él se quitó la vida, todo asunto humano carecía de interés para mí.

Los primeros en llegar para la reconstrucción de los hechos fueron los medios de prensa; varios re-porteros de radio y de algunos periódicos. Minutos después apareció el fiscal con sus ayudantes; seguidamente, los jueces descendieron de un vehículo. El agente de policía acusado por el homicidio del joven Junior González bajó de una patrullera, a su lado se encontraba su abogado y lo escoltaban dos policías.

Por último apareció ella –la madre de Rata– y sus cuatro hermanitos, uno en brazos aún. Los vecinos curioseaban desde sus ventanas. Se escenificaba lo sucedido. Un ayudante del fiscal dibujó con tiza la forma de un cuerpo sobre la vereda de la casona abandonada. El policía daba sus explicaciones sobre el incidente. La prensa atenta tomaba fotos, grababa las conversaciones.

Entonces ella, la madre, comenzó a llorar. Era un llanto sordo, sin aspavientos. De repente desperté sobresaltada, con ese intenso dolor que ya casi no recordaba, pero que era agobiante. Corrí hasta la mu-ralla porque sabía perfectamente de dónde provenía el origen de mi sufrimiento. Los seres que comparten destinos aciagos se atraen. Los matorrales ya sobre-pasaban con creces el muro. Aparté algunos yuyos, ella lloraba. Un llanto como ese tendría la virtud de cambiar el curso de los astros. El policía acusado no atinaba a mirarla. El llanto era bajo y penetrante, la herida abierta, el sufrimiento feroz. El fiscal hablaba, el abogado defensor también. Ella lloraba. Yo definitivamente ya no podía hacerlo. Ella lloraba. De pronto un fantasma apartó las altas hierbas de la mohosa muralla, apuntó un dedo acusador hacia el policía que había disparado al chico: “Él lo mató, yo vi todo”. Voltearon sus cabezas para mirarme, estupefactos, nadie se atrevió a emitir un solo sonido. Mi rostro resplandecía como mil soles. Se escuchó cantar a un coro de ángeles. En ese instante Yahvé hizo llover azufre y fuego de los cielos. La madre había dejado de llorar. El agente era ya una estatua de sal.


 

 

 

 

 

 

Fuente:

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ELLAS HABLAN

Cuentos sin mordaza

Páginas 123 al  130

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