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ELOY FARIÑA NÚÑEZ (+)

  OBRA POÉTICA - ELOY FARIÑA NÚÑEZ - Edición de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH - Año 1982


OBRA POÉTICA - ELOY FARIÑA NÚÑEZ - Edición de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH - Año 1982

OBRA POÉTICA - ELOY FARIÑA NÚÑEZ

 

Edición, introducción,

bibliografía y notas de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH

Colección Poesía, 3

Alcándara Editora

Edición al cuidado de F.P.-M., C.V.M., J.M.G.S. y M.A.F.

Diseño gráfico: Miguel Ángel Fernández . Viñeta: Carlos Colombino

Se acabó de imprimir el 28 de mayo de 1982

en los talleres de Editora Licotolor

Asunción, Paraguay (195 páginas)

 

 

 

 

INTRODUCCIÓN

1. LA VIDA: “OIGO LA VOZ MATERNA QUE NOS NARRA”

Eloy Fariña Núñez, el poeta de reconocimiento unánime en nuestra literatura, nació en Humaitá —“la inmortal y grande villa”— el 25 de junio de 1885. En Buenos Aires, y antes de cumplir los 44 años de su edad, tras una dolencia breve y fulminante, murió el 3 de enero de 1929.

Entre esas dos fechas se ubica una de las vidas paraguayas más intensas reflexivas y de más elevado valor moral. Es también una de las más fecundas y ejemplares, por lo noble del espíritu y la firme serenidad de sus líneas.

El poeta, juntamente con sus hermanos Porfirio y Virgilio, fueron la compartida corona del varón austero y la mujer fuerte —Félix Fariña y Buenaventura Núñez—, sobrevivientes del fuego de la guerra. No debemos esperar de su vida sucesos resonantes, del tipo que congregan a historiadores y periodistas. Aquéllos le acontecían por dentro y, de emerger, retornaban suficientemente transfigurados como para esperar no ser advertidos de inmediato. De manera que debemos ser cautos para no abstraer de la superficie de las anécdotas aquello que bien puede ser sólo el diseño invertido de la figura genuina.

De sus ocho primeros años vividos en la calcinada villa natal, el poeta sólo nos descubrió un parvo y contenido recuerdo. Por encima de la amnesia infantil que a todos nos desdibuja el origen, sus buenas razones debió tener para substraerse a apalabrarlo. Algunos indicios sugieren cuáles pudieron ser éstas. Pero la interpretación que sigue debe ser recibida no más que como un “palpito” provisoriamente explicativo de la deliberada parvedad selectiva que el poeta ejerce en sus recuerdos. Es posible, pues, imaginárselo pujando con algo terrible, tan aniquilador como maléfico. Lo visto, que fue lo convivido y sufrido de esos años, no consentirá jamás en ser evocado. Ni mucho menos descrito. El gran dolor es sabido— no tolera a la voz: sólo al silencio, en el que el fugitivo huir del tiempo se detiene. El luchaba —y luchó siempre— por soterrar en lo más sombríamente recoleto de su alma, en donde duerme el olvido su inquieto sueño, la sombra del “monumental muñón sangriento” que le hendía el corazón. Esa tragedia detenida en piedra, incomprensible, alucinante, de su patria, debía ser conjurada, transfigurándola hacia el futuro o transfiriéndola a la dimensión intemporal del mito. De ningún modo, para poder vivir, la innumerable muerte, sino su esplendoroso vencimiento:

“Resucitaron, general, armados,

en una villa de Humaitá celeste!”.

Cuando se ve impedido de hacer esto, se disuelve en un gesto retórico y vago: invita a visitarla, aludiendo a la villa con dos epítetos escuetos, o vela su emoción pronunciando el nombre mágico y terrible lacónica, imperativamente en ocho secos, sordos golpes de campana, los ocho de su vida. Y nada más, y calla huyendo del desollador rescoldo que lo quema.

¿Cuál es este rescoldo tan temido? No es necesario ser brujo para adivinarlo. Es la visión de la muerte, de la destrucción, de la derrota, que le circundaba el contorno, como un detenido relámpago aterrador. No vio otra cosa que ruinas y vastísima tristeza. Si bien habían, transcurrido ya casi dos décadas del fin de la guerra, en los relatos que escucha en silencio —en la casa, en la calle, en la plaza- sólo jadean desolación y caída, sólo discurren "las leyendas de portentos, de grandezas admirables/ de aquel tiempo que pasó”. Pero que no pasó para nada, verdaderamente, puesto que el, sonámbulo y “habitante de las nieblas”, aún lo siente, como Alejandro Guanes, “en las sombras palpitar”. De estas cosas, indeciblemente amargas, estaba llena Humaitá y llena su alma ¿Olvidarlas? No podía, pero le alcanzaba su angustia para ponerlas del revés. Es lo que hizo, anulándolas como a fantasmas de un mal sueño. Rescató a Díaz, el general vencedor, en un magnífico poema, y allí puso a la guerra, no con sus “fúnebres ramos” sino con clarines triunfales y resplandecientes. Creo que su corazón, con él, halló la paz. La paz del alma con que bañará luego el Canto Secular.

Sin necesidad de conjeturar las causas, en 1893 don Félix Fariña decide alzarse con la familia y emigrar al sur. Abandonaba, para siempre, “el suelo en donde duermen/ inmortalmente nuestros padres todos/ en un hacinamiento de peñascos”. No va muy lejos, sin embargo: no sea que los niños olviden quiénes son ni de dónde vienen. Se estableció en Itatí, un pueblito correntino, donde el cielo, el aire y la lengua no eran diferentes a los habituales. No debemos imaginarnos, en consecuencia, que el cambio haya sido excesivo para la familia, en ningún sentido. Después de todo, es de presumir, Itatí no era sino una aldea un tanto más bulliciosa que la entenebrida Humaitá. Pero es seguro que menos triste y apesadumbrada, aunque tan retraída, duerme velante y crédula como cualquier otra, aquende y allende el río.

En esta crepuscular sueñera, el niño Eloy y sus hermanos se instalarán conscientemente en el mundo. Al poeta, éste se le fijará indeleble en la experiencia, y habitará en su recuerdo un espacio de regocijada memoria. Sin duda tuvo tristezas, pero mucho más le triscó el corazón en la alegría de las mañanas y en el divertido bullir del río. Cuando lo rescate en prosa límpida más tarde, se le transfigurará sin que lo advierta, plásticamente en gracia, en color, en luz vivaz, ingenua humanidad a cielo abierto y cotidianidad a la intemperie (1).

Pero esta enteriza experiencia, cristalina y fresca como toda gota de agua, se le desrealizará en 1897. “Un error inicial rectificado más tarde” —como lo confiesa en 1919 a propósito de Amado Ñervo—, lo llevará a descubrir, desde 1898 hasta 1903, junto a la soledad del alma y la inquietud intelectual adolescente, el esplendor de los “frescos racimos” de la vida, ofrecidos ahí afuera tan doradamente a la vendimia. Es necesario escuchar, reposadamente y para lo que hubiere lugar, su propio relato de esta vasta experiencia en la que su espíritu diseñó su configuración:

“He aquí que una vocación infantil no bien definida nos lleva hacia la carrera del sacerdocio. Penetramos en esa gran fábrica de caracteres, que se llama el seminario conciliar, cuyas altas paredes nos aíslan de pronto, en plena infancia, toda curiosidad del mundo exterior. Suprimido todo contacto con la realidad externa, necesariamente despierta la realidad interior, es decir, descubrimos que en el mundo hay una realidad más, fuera de la objetiva del siglo. Poco a poco, gracias a ese admirable instrumento de conquista del orbe interior que se denomina el nosce te ipsum de Sócrates y de San Ignacio de Loyola, la realidad subjetiva se ensancha y se dilata hasta las visiones internas del misticismo. El silencio, la meditación, la plegaria mental, la lectura religiosa, la atmósfera de fe que nos rodea y el latín completan la educación del espíritu para la vida contemplativa. Nadie se sonría si incluyo el latín entre las disciplinas que nos conducen a la vida espiritual. El latín del seminario es el de los autores más selectos de la más pura latinidad para uso de las escuelas pías. Leemos y traducimos a Fedro, Cicerón, Cornelio Nepote, Julio César, Salustio, Tito Livio, Terencio, Marcial, Cátulo, Ovidio, Virgilio, Horacio y Séneca, vale decir, penetramos en el mundo latino, otra realidad interna, intelectual. Los escritores clásicos nos sumergen en un pasado pluscuamperfecto, un mundo mítico totalmente inerte. El siglo de oro de Augusto nos aleja del ambiente de nuestro siglo.

“Nuestro espíritu en fusión, adquiere allí un contorno más o menos definitivo. Por lo menos, nuestro carácter se moldea con sus rasgos esenciales. Y es interesante el combate que se entabla, en el teatro de nuestra vida interior, entre la inteligencia, que desea anular los Instintos fundamentales, y la naturaleza, que se manifiesta en ellos con ímpetu. En este duelo triunfa aparentemente el albedrio humano; mas la naturaleza prevalece, al fin. Durante la victoria efímera de la voluntad, aspiramos a una pureza angélica, a una santidad perfecta. El ansia de la perfección moral nos atormenta. Nos arroba la vida penitente de los ermitaños de la Tebaida y nos conmueve la sed de sacrificio de los protomártires del cristianismo. Todos nuestros instintos reposan, no deseamos y el sosiego de la carne, nos serena y espiritualiza. Esta paz del espíritu, este paraíso de la serenidad, esta dicha de la plenitud pura, queda indeleblemente grabada en nuestra vida y la recordamos a menudo en horas menos apacibles, con añoranza melancólica. En el curso de nuestra existencia, cuando veamos brillar, a través de nuestro escepticismo, una luz consoladora en el seno de la ciencia, como en el ejemplo de Renán, o en el fondo de las pagodas de la India antigua, como en el caso de Amado Ñervo, no vacilaremos en hacer de la ciencia una religión o bien pediremos a Budha los siete velos de Maya.

“El hábito de la meditación nos enseñar a pensar. Pensar es un deleite, gustar de la fruta prohibida del árbol gnóstico. Por el pensamiento nos escapamos invisiblemente del mundo interior y asomamos a la realidad externa del mundo. [. . .]

“Después la vida inmortal triunfa sobre nuestra deleznable vocación, y hémos en medio de las batallas del siglo con una virginidad de inteligencia y de sentimiento que, al primer golpe, se desgarra. Comenzamos otra vida, la verdadera. El racionalismo ataca el dogma, la ciencia discute la fe. Fluctuamos entre la incredulidad y el ateísmo.

Por otro lado, las pasiones dormidas estallan con violencia sin igual. Si el amor nos hiere, hemos de poner en la herida las dulzuras y las angustias del amor místico. Y si el dolor nos agobia, del dolor brotará la ¡poesía, nacerá el arte. Musarum sacerdos, al cabo (2).

Fuera ya del Seminario de Paraná, las “batallas del siglo” congregarán a su paso harta tribulación. Pero debe decirse que, para estas convocaciones indeseables que infatigablemente lo persiguen, cooperarán activamente tanto la índole de su sensibilidad como el desvalimiento de la pobreza.

No obstante el futuro, los comienzos le son estimulantes y le encorajinan a más tareas provechosas. Concluye apresuradamente el bachillerato en Corrientes —además de, para probarse las fuerzas, misar simultáneamente la Escuela Normal Regional— en 1905. Y se lanza a Buenos Aires, en completa desposesión de toda experiencia o argucia práctica de la vida. Quince años después se quejará de la manquedad de la instrucción con que la educación pública prepara al muchacho para habituarse, sin sufrimientos traumáticos, a la existencia adulta, “en sociedades como las nuestras” sometidas' a una vaciadora competencia individualista (3).

En la capital argentina se dispone a seguir Leyes y se inscribe en la Universidad. Se conoce inteligente e impetuosamente laborioso, y descuenta la futura toga (y lo que con ella viene). Desafortunadamente, olvidó que si la pobreza es una alta virtud moral “en religión”, es definitivamente impráctica “en el siglo”. Con el abandono de sus estudios le sobrecogió un intenso abatimiento moral. Pero saldrá de él desdoblándolo en una actitud polémica que esgrimirá en lo sucesivo contra la cultura jurídica, acusándola de anacrónica y antiprogresista (a lo que apunta, en rigor, es a la estructura socioeconómica entera, pese a sus ideas liberales). Así dirá, por ejemplo, con mal sabor de boca: “La sociedad múdenla se ha aferrado ..., a la doctrina de la inmovilidad jurídica de Roma”. Lo cual es fuerte, pero más el que sigue: “Los adoradores de la suprema razón encerrada en el cuerpo del derecho romano debieran [saber] que para los propios romanos creadores del derecho, la razón escrita variaba” (4). Debemos apresuramos en disculparle este tono a él, tan, cauto y comedido en todo lo demás, pues de algún modo necesitaba rebelarse contra su atormentada frustración.

Sin ninguna duda debemos creer que, en ese tiempo —acuciado por el casero y la urgencia del pan—, acabó persuadiéndose de que la "multitud beocia” no hallaba utilidad alguna en la refinada sutileza de sus letras humanas ni en la “incorruptible sabiduría” de sus lenguas clásicas. Sin embargo, persistió en ellas, apaciguando al tiempo al casero y al receptáculo del pan. Alguna moneda recogía de las redacciones, aunque insuficiente, pero se convenció de que, casándose, todo mejoraría. Desposó, en consecuencia, a una hermana del poeta argentino Luis Fernández de la Puente, una epigonal vocación hoy olvidada, y formó su hogar.

La propensión, connatural en él, a refractar el mundo en una suerte de espejo mágico, en el que la realidad se desrealiza casi por completo y cambia de signo, debió contribuir para que aceptara, algo resignado, algo renuente, pero, en fin, de modo práctico, un puesto tan obviamente prosaico como el que se le ofrecía (por merced de compasivos amigos influyentes) en la Administración de Impuestos Internos de la República Argentina. Sus humanidades le debieron proporcionar esta vez serviciales legitimaciones: “Homo sum” le murmuraba el latín de Terencio para quien nada humano le era ajeno, y además, lo que no era poco, compartiría experiencias con Cervantes, aquel recaudador de Sevilla. Por otra parte, ¿no dijo Santa Teresa que “entre los pucheros anda el Señor”? Pues, andaba, y nada le impedía ver, entre los de planillas y estadísticas, los números de Pitágoras, ciertamente esenciales para la música de las esferas y el verso, cuyas sílabas se cuentan, como para el buen orden de la República. Con esto dicho, dejó que se alacrinaran las tertulias sabiendo de antemano que la tornadiza veleidad verbal de sus amigos fatigaría pronto la sustancia del cuento. Como, en efecto, debió ocurrir, quedando el provecho en casa y la murmuración en la plaza.

Se hizo al puesto con facilidad y suficiencia. Circunspecto, diligente, cultísimo, más oídos que boca y más ojos que oídos, nada servil sino respetuoso, bien educado y pulido, con faunerías sólo imaginarias, aparecía en lo exterior como aquello"' que perfectamente odiaba: un buen burgués, geométricamente regular. Pero, como en cualquier poeta, esta monotonía superficial era engañosa; por dentro, la procesión seguía con sus teas, llama y humo, clamando, como Orfeo, por Eurídice. De ese clamor venían sus clámides; de las sombras, su afán de luz.

Sin abandonar ni su latín ni su griego, exploró el sánscrito y se hizo con un perfecto francés. Desdeñaba las traducciones, “alimentos terrestres” de los durmientes de bar y de algunos “parques abandonados” de los periódicos. Se adentró por los sertones del portugués de Euclides da Cunha y por el toscano del florentino. Nada, pues, de venirle con erratas de tipógrafo moderno en los pergaminos de Platón o en los rollos de Virgilio. Bien podía, por lo tanto, él, someterse sin riesgo a los rigores de la disciplina económica y de la política fiscal —propinando de paso un enterado sermón contra el monopolio—, toda vez que proseguía adoctrinando sobre hermetismos filosóficos, mitología y lengua guaraníes, simbolismos musicales o esencias poéticas, se hallaran éstas en Horacio, Darío, Rilke o Mallarmé, que de todo esto era buen sabedor. Deploraba el mal saber y la erudita estampilla decorativa —así se alojaran éstos en talentos sólidos o en el avutardeo de los escribidores—, y le horrorizaba la pedantería, fuera de quien no acababa de llegar o de quien no acababa de irse.

A diferencia de lo que generalmente se espera de los intelectuales refinados, Fariña Núñez no fue un distraído viandante de su tiempo. El hecho de que acogiese convencidamente ideas y creencias, no le convirtió en un cautivo maniático de ellas. Independientemente de sus tendencias idealizadoras y de lo vago de su “filosofía”, el mundo práctico y real fue para él cosa importante. Disponía de la suficiente lucidez crítica como para no dejarse arrebatar ni por el entusiasmo ni por la abjuración igualmente irracionales acerca de él. Daba gran crédito a la ciencia y al poder de la inteligencia y la voluntad humanas, pero exigía que su ejercicio fuese razonable. A menos que favoreciese a la perfección del hombre, no creía que todo lo real fuese racional. Ni tampoco lo contrario. Dado que veía en el pensamiento y la práctica sociales de su tiempo mucho que corregir y que repensar, se abstuvo de dar su aceptación a la difundida creencia de que el suyo fuese el mejor de los mundos posibles. No vamos a creer que él siempre estuviese en lo cierto ni que lo viera todo correctamente. Convivió con muchas confusiones y no siempre acertó en clarificarlas. Más abajo veremos esto con mayor explicitud. Pero hay que concederle el mérito de la honradez intelectual.

La Nación y La Prensa, de Buenos Aires, y El Diario y El Liberal, de Asunción, fueron sus vehículos habituales. Al primero debió su renombre, ignoro si continental, pero ciertamente rio plántense en 1913. En este sentido, fue el primer escritor paraguayo en obtener un premio internacional por una obra de ficción: Bucles de oro. Los “iniciados” debieron haberle leído ya, en otros textos, publicados pm la excelente revista Nosotros. Pero si bien era famoso en su país como poeta, no lo era lo conveniente en Buenos Aires Dada la ocasión de hacerse de un lugar en el frecuentado periódico, tentó a la fortuna y le fue bien. Lo que le fue tranquilizador y provechoso, porque a partir de entonces proliferó en artículos y acrecentó su nombre, Buena parte de éstos fueron colectados en sus libros El jardín del silencio y Conceptos estéticos y mitos guaraníes, pero igual o mayor cantidad se encuentra todavía sepultada en los periódicos.

Descontando la edición en un cuaderno del Canto Secular hecha por Arsenio López Decoud en 1911, su primer libro fue una colección de cuentos. Las vértebras de Pan (Buenos Aires, 1914). La escueta resonancia lograda por el libro, pareció desilusionarle. Se atareó más en sus ensayos periódicos, textos que el reposado lector liberal de Hispanoamérica compartía con el de otras celebridades, que esas graves hojas proporcionaban regularmente cada domingo. En Asunción, la gente letrada se henchía de orgullo al ver a su poeta en tan poderosa compañía. Y no era poco frecuente que transcribiesen sus textos —esas credenciales de la gloria— que la gente letrada voceaba y vendía en Asunción. Por lo demás, el poeta era cortés y remitía a la prensa de su país, con regularidad algo espaciada, colaboraciones inéditas. Lo cual era de agradecer y de admirar, por lo que supone de respeto y atenta sensibilidad hacia su pueblo. Lejos de sentirse desvinculado, parecía empeñarse en participar de la vida de simpáis, y esto a tal punto que, según afirma bajo su palabra Efraím Cardozo, llegó a afiliarse al Partido Liberal (5). De cualquier modo, manifestó por escrito su acongojado desconsuelo por, los sobresaltos de sangre con que se conmovía a la nación.

En 1922, y en una impresión sobriamente bella, recogió sus poemas y los lanzó en Buenos Aires bajo el horaciano título de Cármenes. D. Juan B. Gaona (h), banquero y político influyente, que financió la edición, es merecedor por esto de nuestra gratitud.

El estanco del tabaco (Buenos Aires, 1918) consiente razonablemente bien en ser considerado un afortunado accidente de trabajo. Acaso para estimular su convalecencia, se planteó la posibilidad de ofrecérsele el cargo de director general de la Administración de Impuestos Internos, que se hallaba vacante. Enterado Fariña Núñez de la exigencia de nacionalizarse argentino para ocupar el alto puesto, dicen que dijo al ministro de Hacienda: “Excelencia, aunque le parezca extraño, yo tengo dos madres: una pobre pero digna, a la que debo mi nacimiento, que es el Paraguay; y la otra, rica y generosa, la Argentina, donde me he formado y constituido mi hogar. Permítame que sea consecuente con ambas” (6). También dicen que dijo: “Paraguayo soy y paraguayo me quedaré” (7). Si non evero. . . De todos modos, siguió paraguayo y se aupó a director general. Y no vamos a decir que no le sienta bien la historia.

En los sucesivos 1925 y 1926 publicó sus dos postreras colecciones en prosa —El jardín del silencio y Conceptos estéticos y Mitos guaraníes-. En realidad, este último está constituido por dos libros independientes. Uno de estos mitos le proporcionó la materia para el último de sus poemas: Curupí. Urbieta Rojas informa que el autor leyó su poema en Posadas en 1923 y que fue publicado fragmentariamente por ‘La Prensa en 1931 bajo el título de “Diario de un poema” (8). Por su parte, Efraím Cardozo anunciando su “inminente” publicación a manos de un “mecenas paraguayo”, lo consideraba inédito (9). El poema fue publicado, sin embargo, en vida del poeta en la propia Posadas por El Imparcial, en 1923. También en ese periódico apareció un drama en un acto del poeta, El canto del zorzal, aparentemente ignorado, pues nadie habla de él ni se lo ve citado en ninguna parte. De todos modos, es mejor desconocer ese drama.

En dos ocasiones, 1913 y 1920, el poeta visitó a Asunción. En ambas, intelectuales, políticos y estudiantes estuvieron particularmente activos en agasajarlo y escucharle. Impecables tenidas, de buen corte y telas, rivalizaron con los ditirambos y las palmas en su honor. Si en la primera ocasión —fresca aún la vasta emoción del Canto Secular- Crónica no halló mejor galicismo dariano llamarlo “incógnito cisne”, en la segunda Pablo Max Insfrán tu invocó con adusta gravedad como “joven maestro”. En las dos Fariña Núñez se comportó como lo que era: afectuoso, culto, comedido. Y atento, servicial y hasta muy gentil con las damas, a quienes requebró con finura elogiando su capacidad de amor, de “idealismo”, y de entrega. En la postrera llegó al punto de ofrecer una conferencia sobre “Del amor y de la dicha”, en el Belvedere, “tema tan universal y tan humano —según juzgaba galantemente El Diario del 16 de enero de 1920— [. . .] en homenaje a nuestro mundo elegante”. Pero independientemente de esas urbanidades (entre las que también debe incluirse su participación como ejecutante en un concierto del Ateneo), el poeta leyó en la noche del martes 13 un texto capital: “La civilización venidera”(10).

Las emociones, intensamente gratificantes, que el poeta debió en experimentar en su tierra, le reafirmarían en su orgullo nacional y en la intensa fe que ponía en el futuro de su patria. Es probable acabadas las dos semanas transcurridas en Asunción, retomase Buenos Aires con el alma menos sombría por el descalabro Mural de la primera postguerra europea. Es probable, pero nada mu asegura que confiase enteramente en sus esperanzas. Algo en el ánimo se le había estragado y hasta su muerte anduvo a tumbas yendo del escepticismo -y aun la cólera- a un ansia de fe demasiado difusa como para afirmarse sólidamente en un objeto estrictamente definido. No alcanzaba aún cuarenta años, y su apariencia física parecía vieja. Tras las gafas, los negros ojos miopes miraban con displicencia, profundamente cansados. Por alguna razón, creía que el tiempo de su mundo, si no había acabado, estaba extinguiéndose. Pero se negaba a aceptar que estuviese por nacer un mundo nuevo. “Ha de permitírseme que no abrigue tal ilusión, pues no deseo experimentar otro desencanto”, dijo (11). Pese a ello, luchaba por crearse una esperanza, pues no podía consentir en que todo lo amado, creído y proclamado tendría que morir completamente. “[.. ,]A nuestra generación le tocó vivir la postrimería de un siglo turbulento y el principio de una centuria dramática, y cuando el alba va a nacer, pertenecemos ya al pasado. Nosotros vivimos intensamente, analizamos demasiado y envejecimos pronto [ ..], los que vienen detrás de nosotros [...], serán más afortunados, pues verán alzarse, sobre las ruinas de un mundo decrépito, sobre los escombros de una civilización que ha de sepultarse con nosotros, las prometidas auroras [. . .]. Nosotros representamos un ideal de humanidad y de cultura en bancarrota’' (12).

Es comprensible, que, bajo la presión espiritual de este pesimismo, las noticias de la guerra civil de 1922 le devolvieran a su amargor primigenio. Entonces vuelve el poeta a su oficio: patria y madre se le hacen un solo dolor. Al menos hasta donde sabemos, ésta es la única vez en que los graves, lentos endecasílabos recuperan, del horizonte del alma del poeta, a la “rubia doncella misionera”. El contenido, el parco, el mesurado Fariña Núñez quiebra su serenidad y la emoción se le viene desbordada: “Me estremece de espanto todavía/ el hondo drama de la voz materna! [...]/ Era tu voluntad potente espada,/ no obstante tu figura tan pequeña. [...]/ Eres lirio y lapacho florecidos,/ y a la par amazona y azucena./ Exhalas el perfume de la rosa/ y tienes el vigor de la tormenta. [...]/ Eres mitad jaguar, mitad paloma,/ ríes mitad timbó, mitad diamela. [.. .]/ ¿Dónde están las valientes espartanas?/ ¿Dónde están las mujeres más excelsas?”.  Desconcertado, alucinado por la nueva sangre que se vierte en MI patria, nuevamente incomprensible para él, pronuncia la escueta maldición: “Malvados sean los malvados hijos!”.

Con el rebatir de la primera muerte paraguaya en el Chaco y los aprestos de la nueva guerra, muere en Buenos Aires. Los diarios asuncenos, concentrados en el grave problema internacional con Bolivia, acusaron el impacto del deceso, con parquedad.
Atareados en otras urgencias y sometidos a una intensa preocupación, publicación noticia con sólo breves comentarios. Lo significativo nosotros no son éstos, sino lo que recuerdan todos del poeta. Helo aquí, sintetizado por “El Diario: “Su Canto Secular, esfuerzo poderoso como ninguno para llegar hasta la remota lejanía de nuestro pasado autóctono” (13).

 

2. LA OBRA "... CAUTIVO DE UNA ESTRELLA”.

Lo que antecede nos proporciona los dos criterios indispensables para valorar su obra. En éste, como en cualquier otro caso, toda estimación estética que prescinda de la recepción, uso y permanencia colectivos como impertinente o exterior al arte es, cuando menos, cándida, y cuando más, sólo expediente táctico de escuela. La vieja y desairada pretensión del crítico de alzarse a juez de la obra, es una simple malacrianza de la vanidad, del error o de sigo peor, que acaba siempre donde comenzó: en la nada. (El hecho que transmigre a una papeleta de algún erudito posterior a la raza de antecedentes, no cambia en nada la sustancia del repetido fin).

Siempre asombra, a pesar de ser tan usual, lo certero que es el juicio público en la elección de su obra estética representativa. Como se logra y cuaja este juicio es difícil de establecer. En realidad, en lo único que suele coincidirse a su respecto, es en que tal juicio no existe. Suena así de absurdo, pero es lo habitual. Las grandes obras son grandes por el tamaño de su audiencia y lo dilatado de su permanencia— tienen por característica esta propiedad incanjeable son. Cualquier otro atributo es secundario. Pueden tener la forma y tratar el tema que se les ocurra: nada de ello es indispensable Aquiles y Martín Fierro, Don Quijote y Hamlet, nada tienen de común, ni en la materia ni en la escritura. Tampoco la tienen con los innumerables huéspedes de la literatura, amorosa y fracasadamente gestados por sus autores. Lo extraño es que tampoco la tienen para nada con sus padres, que de naturales acaban putativos. La obra sencillamente se desprende, crece y es ella, y solamente ella. Recuérdese que está hecha de palabras, es decir, de mundos sucesivos y simultáneos, íntegros para cada cual según el nivel de su experiencia. Su hablar es polivalente. No es siempre la misma, pero tampoco es otra. Generalmente se nos concede la libertad para pensar de ella lo que se nos venga en ganas. Este municipal baldío de la opinión es engañoso: descubrimos después que toda nuestra originalidad consistió en llegar a la casa por otro camino. A mí me aconteció con una de ellas que creí descubrir la real intención del autor sobre cierta cosa. Concluí aterrado que no importaba para nada lo que el autor quiso decir, sino lo que la obra dice. Y lo que dice, es lo que comúnmente se escucha decir que dice. Y absolutamente nada más. El resto es pedantería, o ilusión diabólica que nos persuade que la gran obra de arte se goza a solas. Lo cierto es lo contrario.

Acontece este fenómeno con el Canto Secular. Consiento en cuantas virtudes y defectos puedan encontrársele. Escoliastas y diaskevastas alejandrinos también expurgaron a Homero y nada nos impide seguir expurgándolo. Es innegable que El ingenioso hidalgo... carga con sus peros. Cosas todas que no destruyen lo que son. Análogamente podríamos dejar al Canto bastante más breve de lo que es, pero con que le queden diez versos conforme a nuestro particular gusto y criterio, los versos desplazados volverán a convocarse espontáneamente, para nuestro azoramiento y confusión.

Con lo que llevo diciendo, no se interprete que atribuyo indistintamente el mismo valor al Canto secular y a los que, para ejemplificar, cité anteriormente. Digo sólo que participan de la misma condición, es decir, que tienen todas una entidad bipartida que recíprocamente se refractan y completan. Esto les constituye en su naturaleza peculiar en cuya virtud son. La gran obra de arte tío tiene pasado, porque ella lo transcurrió. El pasado le agregan adventiciamente los eruditos desocupados, y no el que asume o contempla la obra.

Todo lo que es, actúa. El modo que tiene la gran obra de arte de actuar es conmoviendo, disponiendo de tal modo el espíritu, que lo conforma a su imagen. Se afirma que el signo inequívoco de la gran obra de arte es su universalidad. Dicho como se acostumbra decir, es una impostura ideológica. La universalidad no es una abstracción generalizada, válida para todo espacio y todo tiempo histórico. La universalidad es menos platónica: consiste en una identidad de configuración ideológica propia de una cultura y de un espacio social bien definidos. El Canto Secular, contiene y presa, indudablemente esa universalidad. Ese rasgo se manifiesta en su continuidad en el tiempo, en lo que vengo llamando su prominencia: es obvio que lleva encima sus buenos años de emoción colectiva, de identidad y de identificación nacionales, y que con esa misma emoción se confunde, que es inseparable de ella. Argüir que esto no pertenece a la naturaleza del Canto como obra poética y que es un mero subproducto de él, es un testimonio involuntario de la ignorancia en que se está, o se llegó, respecto de lo que es la auténtica, sencilla y plena experiencia de la poesía. Lo diré de una vez: la experiencia poética no es un estado intelectual de deleite o duermevela; compromete a toda la persona, la alza en vilo, la hace sentirse parte de una totalidad viva y simultanea del tiempo en una comunión con todos los hombres. Importa poco que se denomine luego a esta totalidad la humanidad o el pueblo, que lo mismo da.

Considerando esto, no me suele ser necesario ningún cuadriculado historiográfico para ubicar a Fariña Núñez. Me daría exactamente igual que el autor del Canto fuera otro cualquiera. Sin embargo, no es éste el mismo caso cuando de los otros poemas del poeta se trata.

Voy a explicarme. Si alguno me demostrase y persuadiese alguna vez que el Canto secular, para lograr lo que logró, exigía de modo necesario la clase de verso que tiene, la invocación mítica con que comienza, los temas sucesivos que desarrolla y los que omite, concluiría luego riéndome a carcajadas de mi ingenuidad, porque ninguna de esas cosas puede demostrarse ni justificarse. Explicarse, es posible, fomentarse, también, pero jamás justificarle. Ahora bien, todos los demás poemas y textos en prosa del autor necesitan de esa justificación. Parece una barbaridad lo que afirmo, y puede que lo sea, pero es una desnuda verdad. Es posible un experimento imaginativo para comprobarla: basta con intentar suprimir el Canto secular de la memoria y la literatura paraguayas como si nunca hubiera existido, e intentar ver lo que ocurre.

Lo demás, no sólo puede suprimirse, sino que prácticamente lo está. ¿Quién los recuerda, o quién los lee hoy? Y sin embargo, son bellos poemas algunos, incluso perfectos, brillante herencia de un cultísimo y refinado artesano. Tienen la huella de la mano del poeta mayor, de aquel que sabe decir su palabra. Yo los gozo en la intimidad con mucho deleite, y aprecio su arte, su astucia artesanal, su estrategia expresiva. Estamos en la obligación de conservarlos, porque sirven decorosamente, con digna honradez a nuestra cultura. Algunos de ellos frecuentan materia emotiva incandescente para nosotros: son aquellos que se orientan en la dirección del Canto, que utilizan el mismo verso, que nos solicitan emotivamente, pero que la sabia discreción de éste los excluyó. Yo aprecio, en especial, uno de ellos: la oda a Díaz. Y dos sonetos maestros con tema descriptivo: “Pata de gallo” y ‘‘‘Vuelo de flamencos”.

Para justificar la existencia y la compostura de estos poemas, si me es indispensable ubicar a Fariña Núñez en el tiempo cultural y vienen en razón aquí la discusión sobre sus preferencias estéticas, la exposición de escuelas y todo el utilaje erudito de las humanidades bien sabidas y mejor pensadas. Puedo, si lo deseo, jugar con el método de las generaciones y exponer razones que legitimen mi elección metódica. Puedo recurrir a la estilística neo-idealista, a la conducta de análisis estructural, a la praxis crítica marxista o abandonarme al impresionismo mejor bienintencionado. Todas esas estrategias serán enormemente útiles, pero ninguna, aislada, me proporcionará todo lo que debería saber, clarificar, escrutar, analizar y reunir. Y ninguna de ellas —con sus resultados— pueden utilizarse ahora en estas páginas (14).

Algunos de estos métodos se han esgrimido en artículos, breves ensayos, párrafos encomiásticos, capítulos o secciones en los que la obra del poeta se trata. No los voy a repetir aquí, ni a discutirlos ni a aceptarlos. Cada cual es libre de callarse. ¿O no?.

 

3. NUESTRA EDICIÓN

La presente edición de la obra poética de Eloy Fariña Núñez repite la primera edición de Cármenes. Incluye en anexo el poema 'Mater dolorosa” y excluye “Curupí”. Se le agregan dos textos en prosa, no poéticos, que manifiestan dos momentos representativos de su técnica narrativa y de su exposición ensayística. En realidad son, en varios sentidos importantes, textos de gran valor en el conjunto total de su literatura. También acompaña al texto un grupo de notas que, espero, alivianarán al lector su tarea de comprensión de la lectura. Estas, para no interrumpir la fluidez del texto, van todas al final del libro.

Francisco Pérez—Maricevich

 

NOTAS

1 Véase el anexo 2

2. “El misticismo de Amado Nervo”, Nosotros, año XIII, vol 32, N° 122, jun—jul. 1919, pp. 273—75, Buenos Aires.

3. V, “El Liberal”, 10 de octubre de 1920.

4. “La mujer rehabilitada”, en El jardín del silencio, Asunción, 1925, pp. 94—95. Al final de su vida propondrá una reestructuración utópica del orden social. V. Ibidem, pp. 111—116

5. “Un poema inédito de Eloy Fariña Núñez”, La Tribuna, 6 de Octubre de 1963.

6. Urbieta Rojas, Pastor: Eloy Fariña Núñez, su vida y su obra, Dueños Aires, 1972, p. 14.

7. Benítez, Justo Pastor: La Ruta, Asunción, 1939, p. 107.

8. Urbieta Rojas, Pastor: Idem, p. 20.

9. Cardozo, Efraím: Idem, Ibidem.

10. V el anexo 3.

11. El jardín del silencio, Asunción, 1925, p. 112.

12. Ibidem, 106—107.

13. "El Diario”, 4 de enero de 1929.

14. El lector interesado puede consultar El signo invertido. Semiótica de la cultura en Eloy Fariña Núñez, de edición próxima. Tampoco estaría de más que explorase Disyecta membra, una selección de su ensayo y su ficción a publicarse en el presente año de 1982.

BIBLIOGRAFIA SUMARIA

A. De Eloy Fariña Núñez

Canto Secular. El Monitor, Asunción, 13 de mayo de 1911.

Edición en folleto, Buenos Aires, 1911.

Las vértebras de Pan, Buenos Aires, 1914.

El estanco del tabaco, Buenos Aires, 1918.

Cármenes, Buenos Aires, 1922.

El jardín del silencio, Asunción, 1925.

Conceptos estéticos y Mitos guaraníes, Buenos Aires, 1926. (Con excepción de la primera edición asuncena del Canto Secular, se excluyen los artículos y ensayos publicados en La Nación, La Prensa, El Liberal, El Diario, Nosotros, Caras y Caretas, Letras, etc.)

B. Sobre Fariña Núñez.

AMARAL, Raúl: “Fariña Núñez y el modernismo poético”, en Alcor, Asunción, N° 9, 1960.

IDEM: “Fariña Núñez y la estética post—novecentista”, La Tribuna, Asunción, 15 diciembre 1968.

ANDERSON IMBERT, Enrique: Historia de la literatura hispanoamericana, México, 1961.

BUZO GOMEZ, Sinforiano: Índice de la poesía paraguaya, Asunción, 1959.

CARDOZO, Efraím: Historia cultural del Paraguay, Asunción, 1964.

IDEM: “Un poema inédito de Eloy Fariña Núñez”, La Tribuna, Asunción, 6 octubre 1963.

CENTURION, Carlos R.: Historia de la cultura paraguaya, Asunción, 1961.

FARIÑA NUÑEZ, Porfirio: “Eloy Fariña Núñez: vida de mi hermano”, Nosotros, año XXVI, vol. 74, N° 273, pp. 179—186, Buenos Aires, 1932.

PLA, Josefina: Literatura paraguaya del siglo XX, Asunción, 1972.

PEREZ-MARICEVICH, Francisco: La poesía y la narrativa en el Paraguay, Asunción, 1969.

IDEM: Pequeña antología del cuento paraguayo, Asunción, 1969.

RODRIGUEZ-ALCALA, Hugo: Historia de la literatura paraguaya, México, 1970.

SANCHEZ QUELL, H.: Triángulo de la poesía rioplatense, Buenos Aires, 1953.

URBIETA ROJAS, Pastor: Eloy Fariña Núñez. Su vida y su obra. Buenos Aires, 1972.

VELAZQUEZ, Rafael Eladio: Historia de la cultura paraguaya, Asunción, 1968.

WEY, Walter: La poesía paraguaya. Historia de una incógnita, Montevideo, 1951.



CARMENES

Mi estimado Don Juan:

Inscribo su nombre al frente de “Cármenes”, -cuya aparición se debe a un bello gesto del culto caballero uruguayo, Don José Eug. Compiani,— porque quiero asociar la visión de su noble amistad al recuerdo de las horas de emoción en que nacieron estos cantos.

¡Cuán grata, consoladora y clemente nos es la mano amiga tendida sin repliegue en las ásperas jomadas de la prueba, con que la belleza se digna aquilatar la fortaleza de los iniciados! No soportaríamos la vida ni un minuto, si no fuera por las raras horas de amor, de amistad, de arte y de armonía que encontramos a intervalos al margen de nuestro camino, abierto entre dos eternidades.

Días hubo en que solía recordar a menudo aquella aparentemente paradojal salutación de Aristóteles: “ ¡Oh, amigos míos, no existe ningún amigo!” Eran tiempos de escepticismo sistemático, de inteligencia incompleta de los designios secretos de la Naturaleza y de los dioses. Más tarde, bajo la claridad cenital, conocidas las causas de las cosas, dentro de la relatividad del conocimiento accesible a la razón, la sabiduría de los eclécticas se nos aparece como la revelación más cierta de las verdades eternas del mundo y del hombre. Y echamos de ver que el filósofo griego había vislumbrado la verdad, pero no toda la verdad, en su integra y poliédrica plenitud.

¿No haré conocer de la juventud de nuestro país la alta belleza moral de su amistad? ¿Callaré el decoro con que realza el honroso apellido paterno? En estos instantes de decadencia de los a tributos más puros del varón antiguo, séame dado proclamar la nobleza donde quiera que la encuentre, e inclinarme ante la sinceridad cuando la vea florecer en las almas selectas.
Beethoven dijo: “No reconozco otro signo de superioridad que la bondad”. Hago mías las palabras del genio incomparable y las aplico a su buena, grande y delicada amistad.

Su afectísimo, Eloy Fariña Núñez

Buenos Aires, 1922.


CARMEN LATINO(3)

A Don Manuel Gondra


Mecenas, numen del convivio amable,

A beber, noble vino de Campania

En escyfos etruscos nos convida,

Lejos de Roma.


Coronado de rosas, al simposio,

En que se oirá la voz del anagnoste,

Ira el vate de Mantua, el dulce cisne

Caro a las Piérides.


Dejemos los negocios, el estrépito

Del agrio Foro al vulgo. Vele el Cónsul,

Permanezcan armadas las legiones.

César impere.


Nosotros, con Virgilio y con Mecenas,

A los cuidados públicos ajenos,

Dejaremos fluir las horas leves,

Límpidas, doctas.


Huye de la tribuna de los Rostros,

Donde gárrulos claman los plebeyos

Y donde Tacio acusa al probo Tulio.

¡Cínico esclavo!


Huye de los tumultos del Senado,

Donde la voz del orador no logra

Desbaratar el plan de Marco Antonio.

¡Dioses quirinos!


Dirás tal vez: ¿Y la virtud romana?

Esconde tu virtud e imita luego

Al sicofanta que calumnia y viste

Manto de púrpura.


Alfio soborna la conciencia magra

Del proclive pretor; a su pupilo

Roba, y se dice que a censor o cónsul,

Tácito aspira.


Ticio litiga por sus clientes.  Rico

Está el patrono; mas sus clientes, pobres.

Y se queja el malvado de las leyes.

¡Púnicos tiempos!

 


Cátulo medra por indignos modos

Con la complicidad de los tribunos.

Y a la virtud venera, según dice

Públicamente.


El pontífice máximo divulga

Los sagrados misterios de la Diosa . . .

Mas ofender no puedo el casto oído

De las doncellas.


Guardarás tu virtud como el avaro

Oculta diligente su tesoro.

La notoria virtud hiere, sangrienta,

Como una espada.


Evita que te llamen los Quirites

Varón preclaro, Arístides el Justo.

La cicuta de Sócrates espera...

Que hable Melyto.


Cede a la fuerza, si la fuerza impera.

Caiga la toga, si la espada manda.

Y sigue el carro vencedor gritando:

“lo, triumphe”.


Ya todo pasará, como pasaron

Los dardos de los Partos y los Lidios

Sobre las fuertes águilas romanas,
Caras a Jo ve.


La fuerza abandonada a su albedrío

es débil catapulta, vano ariete.

Diespiter reina por la mente sólo,

Desde las nubes.


¿Qué fue del poderío de los Medos?

¿Qué fue de las victorias de Alejandro?

Roma gobierna el orbe por sus sabias

Leyes gentiles.


¡Qué duros son los tiempos

Arde latente la civil discordia.

Conspira Antonio contra el divo

Lépido vela.


Entra en el arce jánico vacío

Y, en nombre de las madres, sacrifica

Víctimas puras a la Paz celeste,

Ceres fecunda.


¡Dioses, mirad por la romana Loba!

¡Dioses, velad por la quietud latina!

¡Dioses, haced que en los sabinos valles

Crezca el olivo!


La juventud, de quiritaria estirpe,

Ha de cumplir las augurales preces

Y ha de alzar en honor del claro Apolo

Cármenes nuevos.


Dejemos, entre tanto, la colina

Del Capitolio. Númenes agrestes

En las umbrías de los sacros lucos

Brindan sus coros.


Pasó la primavera en nuestra selva

Con su lidio acroama fugitivo.

En nuestras manos esplendió la antorcha

Virgen de Venus.


Cruzamos el Egeo proceloso,

El Bosforo irritado, las riberas

Arenosas y ardientes de la Asiría . ..

Fuimos humanos.


Llega el otoño.

Corren más fugaces,

Pero más dulces las serenas horas.

En el parvo jardín, con sones lentos,

Cantan las fuentes.


La sombra va esparciendo sus cabellos

Sobre la verde túnica del arvo.

Tiembla Erycyna en la naciente estrella.

Céfiro duerme.


Recogen su rebaño los pastores.

Se apagan en el ámbito los ecos.

Suena la flauta pánica, distante.

Callan las Dryadas.


Feliz aquel que, en los maduros años,

Busca el dulce refugio de Caliope,

En el abierto templo donde vagan

Cándidas Ninfas.


Beato aquel que, al declinar la tarde,

Desde el paterno lar, entre los mirtos,

Ve la divina danza de las Musas

En los collados.


Afortunado aquel que, en el silencio

De la floresta amiga de los Sátyros,

Oye pío la sacra voz de Eleusis,

Como un murmullo.


¿Cuál de las voces escuchar pretendes:

La sorda de las cívicas disputas

O la serena de los magnos

Dioses En la campiña?


A César en la Roma turbulenta,

Yo antepongo la palma de Polymnia,

La dignidad de Clío, cuyo acento

Suena en los siglos.


¿Qué valen los honores, los triunfos?

Yo prefiero la gloria del filósofo,

A mandar sobre esclavos y libertos

Que aman cadenas.


Sabio es aquel que la pasión modera,

Refrena los deseos como dóciles

Caballos de una olímpica cuadriga,

Y huye del vulgo.


Como la vida es breve, nada quiero.

Bástanme frescos higos, aceitunas

Y un ánfora de vino. Baco inspira

Los ditirambos.


¿Anhelaré perfumes aquemenios?

¿Mantos teñidos con purpúreo múrice

¿Suntuosa morada, siervos áticos?

¿Medas alfombras?


Otros codicien tales pompas vacuas.

A mí me basta en la mediocre mesa,

El paterno salero, grato al justo

Hijo de Samos.


¡Oh, casta Euterpe de perenne canto,

Pon en mi mano el bárbito de Lesbos

Y guía el plectro ebúrneo, como guía

Cypris los coros!


Eternamente cantaré, Melpómene,

La merced celestial que me dispensas.

Yo soy tu sacerdote, cuido el santo

Fuego apolíneo.


Consagrado a tu culto desde infante,

Te debo el verde lauro que me ciñe,

Enlazado con mirtos y con hiedras:

Délfico premio.


Mientras arda la llama no apagada

Que guardan en el fano las Vestales,

Mis versos vivirán como las voces

De las Sibilas.


Esta es la palma que alcanzar pudieras,

Si, abandonando los negocios públicos,

Siguieras el camino solitario

de las Esquilias.


Mecenas nos aguarda, perfumado.

Ven con nosotros. Estará Virgilio

Dulcemente esperando con un nuevo

Carmen geórgico.



AL GENERAL DIAZ

Dame, Tupá, la lira no pulsada,

Cúbreme luego con un rojo manto,

Y así, de pie', la frente coronada,—

“Favete linguis!”, —alzaré mi canto.

 


Yo sé, mi general, que no estás muerto:

Tú vives y palpitas todavía

En el ámbito diáfano y desierto

Del magno choque de la gran porfía.


Muertos tampoco están nuestros soldados,

Todos los que cayeron de tu hueste:

¡Resucitaron, general, armados,

En una villa de Humaitá celeste!


Yo he visto en mi niñez, en lontananza,

Dibujarse indecisa tu figura,

En alto un vago resplandor de lanza

Sobre el marcial fulgor de tu apostura.


En el encanto de una tarde quieta,

Sobre el declive de un alcor vecino,

Yo he visto diluirse tu silueta,

Tras la nube de polvo del camino.


Yo escuché cierta noche, cuando infante,

En el sitio inmortal y sus confines,

Redobles de tambor a cada instante,

Entre vibrantes toques de clarines.


Cruzas a veces la nativa tierra,

Como ayer, al fulgor de la metralla,

O bien, sobre un veloz corcel de guerra,

Pasas como corriendo a la batalla.


En claras noches de espectrales rondas,

Cuando el río paterno, manso, late,

Perdida entre los ecos de las frondas,

Se oye tu voz de mando en el combate.


A veces, en el sitio de la lucha,

En las nocturnas horas de sosiego

Fragor de recio batallar se escucha,

Sobre un fondo fantástico de fuego.


Cuando el ocaso tiende sus cendales,

Oyese en el lugar de la refriega

El vuelo de las sombras inmortales,

Como en los versos de una oda griega.


Otras veces, el viento en la arboleda

Narra parlero la local historia,

Y, con su estruendo de huracán, remeda

El distante rumor de la victoria.


A la luz del crepúsculo naciente,

En el espacio azul de la leyenda,

Vése también el casco reluciente

De los “acá—verá” de la contienda.


De vez en cuando, en la penumbra vaga

Del aire o del follaje susurrante,

A modo de visión de luz divaga

El brillo de tu espada fulgurante.


En cada aniversario, la llanura,

Bañada por el sol de primavera,

Al declinar la tarde, se empurpura

Y todo el horizonte reverbera.


Mi general, ¿recuerdas? Como un rayo,

Partiste, amenazante, a la pelea;

Brillaba en tu mirar de paraguayo,

No sé qué rojo resplandor de tea.


Tal como el solitario cocotero

Se yergue gigantesco en la llanura,

Sobre el informe horror del entrevere

Alzábase imponente tu figura.


Mi general, ¿recuerdas? En dos horas

Diste preclaro fin a la jomada:

Tales eran las huestes vencedoras

Y tal el férreo temple de tu espada.

 


¡Y vives todavía! Tú no has muerto,

Tú no puedes morir como el villano

Que, tinto en sangre y de baldón cubierto,

Luchó sin altivez contra el hermano.


Y vivirás, por inmortal manera,

Como los dioses, en el patrio suelo,

Y serás un rumor en la pradera

O blanca claridad en nuestro cielo.


En los momentos trágicos e inciertos,

Cuando tu voz nos llame nuevamente,

Todos acudirán, hasta los muertos,

Para decir: “Mi general, ¡presente!”.



ANTE LAS RUINAS DE HUMAITA(4)

¡Humaitá! Decid el Peán, poetas.

¡Humaitá! Niños, elevad el Canto.

¡Humaitá! Repetid tres veces: ¡Santo!

¡Humaitá! Presentad las bayonetas.


¡Humaitá! Sonad, bélicas cometas.

¡Humaitá! Prorrumpid en triste llanto.

¡Humaitá! Rasgad todos vuestro manto.

¡Humaitá! Tocad fúnebres retretas.


Id como partes de un gran cuerpo herido,

A las ruinas del templo dolorido

Y alzad allí con gloria vuestro acento.


En tanto que en el ámbito sonriente,

El templo se dibuja vagamente

Como un monumental muñón sangriento.





MELOPEAS JONICAS

 

TRIPTICO

I

BEETHOVEN (9)

Allegretto—Sinfonía VII


¿Qué ha pasado de pronto, bajo el cielo,

En el mundo sin fin de la armonía?

Se ha extinguido en la tierra la alegría

Y todo es ansiedad y desconsuelo.


Cual ave herida en descendente vuelo,

Se abate con patética porfía

Sobre la quejumbrosa melodía,

Desesperante “leit-motiv” de duelo.


El trozo se entrecorta murmurante

En hilos de armonía vacilante

Para morir, en un sollozo, adusto.

Y cuando expira la cadencia rota,

La sombra inmensa de Beethoven flota

Sobre un silencio, como el mar, augusto.


II

WAGNER(7)

Escena I. Acto I. Parsifal


Pálido el rostro, la mirada vaga,

cual si penase por la especie entera,

Llega el rey lentamente en su litera,

Roído el pecho por oculta llaga.


En la hierba tendida está la maga,

Mira el rey de soslayo a la hechicera

Y gime de pesar cual si se abriera

Con ímpetu mayor la herida aciaga.

 


¿Quién cerrará la siempre abierta herida?

Sólo otra herida le dará la vida

Cuando llegue el varón predestinado.


Tal canta el rey; y, en el raudal sonoro,

Vibra el acento de un celeste coro,

Entre vislumbres de un fulgor sagrado.



III

GRIEG(8)

Opus 46. Andante doloroso


Asa ha muerto. ¡Qué triste está la casa

Donde se vela su despojo inerte!

¡Que inquietante misterio el de la muerte

Y cómo todo en esta vida pasa!


Hoy es ceniza lo que ayer fue brasa.

Morir tan pronto, ¡qué desdicha fuerte!

¿Para qué protestar contra la suerte

Y alzar el llanto por la muerte de Asa?


Mientras Grieg se lamenta sin consuelo,

Yo escucho absorto el invisible vuelo

Del alma de Asa a luminosa altura.


 

Y abrigo la esperanza bienhechora

De que renacerá como una aurora,

En su primer estado de blancura.



CONVERSACIÓN CON LA ADORADA (99)

Opus 90 

Beethoven


Allá lejos murmura el arroyuelo,

Hay una paz azul bajo los tilos,

El crepúsculo riela sobre el prado

Y en el bosque se elevan vagos trinos.

Sentémonos, amada, sobre el césped

En este suave atardecer de estío

Y hablemos dulcemente, tiernamente...

¡Qué calma se respira en este sitio!

¡Cuánta paz en los términos del prado!

¡Y cómo, en medio del rumor divino

Que difunden las cosas solitarias,

Me es grato disolverme en tu cariño,

Decirte una y mil veces que te quiero

Y oírte murmurar: “¡Tuya, bien mío!”

¿De dónde viene la quietud dichosa

Que nos invade en este verde asilo?

¿Del silencio inefable del paisaje?

¿Del seno perfumado de los lirios?

Tal vez de nuestras almas, nuestros sueños...

O más bien de tus ojos pensativos.

Me siento tan dichoso, amada mía

En este instante eterno y fugitivo,

Que anhelaría diluirme en átomos

O ser ese arroyuelo cristalino

Para arrullar el beso de las almas

Que vienen a soñar bajo los tilos.

Pero, ¿qué pasa dentro de tu espíritu?

La sombra de un recuerdo dolorido

Veo cruzar el cielo de tu frente...

¿Qué tienes, adorada mía? ¡Dímelo!

¿Qué leve pensamiento melancólico

Viene a turbar el éxtasis divino

De nuestras almas para siempre unidas

Por el santo dolor del sacrificio?

¡Ah, ya lo sé!... Recuerdas el pasado,

Lo que los dos lloramos y sufrimos

Cuando todo tendía a separamos . . .

¡Qué horrible lucha, qué cruel suplicio!

¿Por qué me evocas la pasada angustia

En estas horas de pasión y olvido

Cuando la paz desciende sobre el mundo

Y nuestro amor remonta al infinito?

Mira: todo es sagrado en el sosiego

De los seres de amor aquí dormidos,

Santo es el bosque, el arroyuelo santo,

Pura la flor e inmaculado el tilo...

Elevémonos, pues, a las alturas

De este sereno atardecer de estío

Y que, al llegar las sombras de la noche,

Surja una estrella de celeste brillo

En el espacio azul de nuestras almas...

Amada mía, el prado está florido,

Suspira mansamente el arroyuelo,

Se extinguen los murmullos y sonidos

Y, en el hondo silencio de la tarde,

Alzase un canto que semeja un himno.

¿De qué fontana de armonía nace?

¿Brota de algún lejano caramillo?

Acaso sea el ruiseñor que trina

En la espesura del boscaje umbrío,

O bien un coro de invisibles elfos

Que vuelan en el ámbito vacío.

Quizá sea también la melodía

De todos nuestros sueños... Mira: un hilo

De humo azulado se remonta lejos

En la diafanidad del cielo límpido...

¿Ves la blanca casita silenciosa

De donde surge el humo?...

En ese nido, Todo vida, dulzura, amor, belleza,

Yo quisiera vivir siempre contigo,

Eternamente juntas nuestras almas,

Cual si fuésemos ambos dos latidos,

Y en medio de nosotros, tu piano,

Para tocar en los momentos íntimos

Una dulce sonata de Beethoven,

Llena de vago ensueño fugitivo,

Donde se escuche, sobre el llanto humano,

Un inefable cántico divino.


PATA DE GALLO (13)

Húmeda, blanda, virginal, luciente,

Está la arena, al despuntar el día,

Y en el ámbito flota todavía

Un sudario de bruma transparente.


De una higuera se lanza de repente

Un gallo de agresiva gallardía,

Y, a poco de correr por la alquería,

Párase y canta con clamor potente.


Y alza luego la pata en derechura

A una polla que, rauda, se apresura

A evitar su contacto masculino,


Y la posa en la arena, muelle raso,

Donde queda la imagen de su paso,


PANTOMIMA (14)

Tal como un jeroglífico divino.

Fue una dulce pantomima

La vivida por los dos.

¿Su desenlace? Un adiós.

¿Y su epílogo? Una rima.


Las palabras pocas fueron.

Fueron más las pausas leves,

Los gestos mudos y breves

Que han pasado y no volvieron.


Fuiste la ideal Colombina:

Cascabeleante y alada,

Tenías antojos de hada

Y ensueños de mandarina.


Pierrot albo y desolado

Fui yo, sin disputa alguna,

Por mi amistad con la luna

Y mi blancor nacarado.


Ya nada o bien poco queda

De aquel cuento encantador,

Truncado y deshecho en flor

Por un corpiño de seda.


Fuimos, pues, en esas, noches

De sonrosados mirajes,

Dos humanos personajes

De un teatro de fantoches.



LA SERPIENTE (15)


Mi corazón es una vasta hoguera:

Arde, crepita, vierte luz, se inflama

Y en torrentes de fuego se derrama,

Como el sol en mitad de su carrera.


Es luz que en los altares reverbera

Y en celestial fulgor se desparrama,

Y es serpentina y corrosiva llama

Que en satánico incendio degenera.

 


Sobre mi corazón, volcán ardiente,

Pon tu manto despacio, suavemente,

Y escucha su furioso golpeteo.


Tal vez, por tus virtudes de elegida,

Quede a tus pies latiendo, retorcida,

La maldita serpiente del Deseo.



LA HERIDA SECRETA (17)


Desde la tarde aquella de agonía

En que, por un decreto del destino,

Se cubrió de dolor nuestro camino,

¡Qué pavorosa soledad la mía!


Marchábamos los dos por una vía.

Escrito estaba, empero, nuestro sino:

Rasgado el velo, el desencanto vino

Y mi existencia se quedó vacía.


Desde la tarde aquella en que partiste,

Todo está triste, inmensamente triste,

Cual si fuera un jardín abandonado. . .


El corazón me sangra, siempre herido. .

Y, anoche, ¿qué visión habré tenido,

Que, al pensar en nosotros, he llorado?



LA PARTIDA (18)

Estábamos los dos, mudos de espanto,

Junto al mar del olvido y la amargura,

Con nuestros corazones sin ventura

Por habernos querido acaso tanto.


Deshecha toda en silencioso llanto,

Me señalaste, en la extensión obscura,

Como una blanca y móvil vestidura. . .

Llegó la nave y me envolví en mi manto.


Frente al mar de los trágicos adioses,

Con la suprema calma de los dioses

Nos despedimos sin melancolía.


Mas, al partir la nave y mi quimera,

Me tendí desolado en la ribera,

Bajo la noche lívida y sombría.



AUTOBIOGRAFIA (19)

En otro mundo he vivido,

Antes de nacer aquí.

¡Oh, cuántas veces morí

Y cuántas he renacido!


Recuerdo que fui budhista,

Que fui en Tebas hierofante,

En Corinto vate errante

Y en Sicar evangelista.


Fui un ardiente pitagórico;

Luego, tibio pirroniano;

Siglos más tarde, cristiano,

Y después, neo-platónico.


Fui arbolillo, mineral,

Hombre, pájaro, cordero

Y en otra centuria espero

De nuevo ser vegetal.


Si me dieran a escoger

La forma de mi existir,

Yo bien querría dormir

O bien roca o planta ser.


Y nadie de ello se asombre,

Pues, conociendo la vida,

Más de mil años vivida,

Cansado estoy de ser hombre.


Hermanas aguas del río,

Hermanas flores del prado,

¡Quien fuera un árbol cargado

De armonía y de rocío!

 

NOTAS

1. Poema en pareados alejandrinos. Su tema es propio de la tradición romántico-simbolista finisecular. El latín del título es diáfano —yo no soy digno—, así como también lo es el que sea un fragmento de la oración previa a la comunión, en la liturgia de la misa católica.

2. El título es versión del Carmen saeeulare, de Quinto Horacio Flacco (65-8 a.C.), el gran poeta latino. El poema consta de 1190 versos libres —por no ser todos del mismo metro endecasílabo— y no blancos, cuya propiedad única es la de no tener rima. Este conjunto de versos -diez de los cuales son heptasílabos, tendiendo por ello a la estrofa que los retóricos llaman silvas-, se distribuye conforme a un plan claro y sencillo. El poeta nos lo indica separando con blancos tipográficos los haces de versos de número variable que lo configuran. Según nos lo confiesa el propio poeta, él quiso encerrar en un canto a su país: esto es, todo lo que de él recordaba y sabía. Tal es, pues, su tema y su propósito, y a concretarlo lo mejor que puede encaminar su trabajo. Como un mero expediente práctico, y para que se le aprecie el sencillo entramado, pondré a continuación el plan, según lo veo.

(I) Invocación y exordio (vv. 1-26/ 27-32), separados por un blanco. (II) Introduce sus dos temas conexos — “ ¡Paraguay, Asunción!”- e inicia el primer gran cuadro general del país (w. 33—62) y el de Asunción —fragmento famosísimo en nuestra literatura— (w. 63-80), en el que define el contenido histórico-o significación— de la ciudad. (III) Identificación —subsunción— de ambos temas: ubica geográficamente al país nombrando sólo a los dos grandes ríos Paraguay y Paraná, señala el origen histórico de la nación mencionando los nombres o las condiciones de los protagonistas fundadores y diseña con breves rasgos impresionistas el vasto cuadro natural del paisaje (w. 81-124). (IV) Comienza la descripción de motivos paisajísticos individuales, y lo hace con el sol. Del mismo modo que en los motivos posteriores, el elemento central funciona como foco irradiante en virtud del cual estructura -sugiriendo un contexto totalizador- el fragmento de mundo histórico-natural que evoca y describe. Pásese tomarse a este motivo como el punto de partida de la segunda parte del poema, que es como un panóptico (w. 125-154). (V) Motivo it fca* (w. 155-184). (VI) Motivo del lucero (w. 185-212). (VII) Abandona el cielo y "desciende” a lo terrestre: motivo de la selva (w. 213-284). (VII) ( Tiranía y “humanización del paisaje: motivo de los naranjales (w. 285- 126). (IX) Motivo de la yerba mate (w. 327—342). La inserción de este motivo entre el antecedente y el posterior, sugiere la función simbólica que le atribuye, tanto al naranjo como a la yerba, respecto al Paraguay. (X) Motivo del limonero (w. 343-354). (XI) Motivo del cocotero (w. 355-376). Obsérvese un detalle de realización estilística en éste, y en el anterior motivo del sol a propósito de la cigarra y los “diálogos de Platón el Ático”, la enérgica violencia rítmico—plástica del segundo verso de este motivo, en contraste con el 1o y el 3o, y recuérdese lo afirmado por Pedro Salinas acerca de las Coplas, de Manrique: “La poesía hace lo que dice”. (XII) Motivo del banano (w. 377—398). (XIII) Motivo del tabaco (w. 399—418). (XIV) Motivo de la mandioca (w. 419-438). (XV) Motivo del timbó (vv. 439-456). (XVI) Motivo del samuhú (w. 457-472). Es pertinente señalar que estos dos motivos de árboles no son de los “representativos” del país. Su recuerdo le escamoteó al lapacho —al que lo dejó perdido en el motivo de la selva-, así como le hurtó el maíz, olvido que le hizo incurrir, en el motivo de la mandioca, en un evidente error respecto de la materia prima con la que se elabora el chipá-guasú, que no es el almidón de mandioca sino el tierno choclo. Pero éstas son minucias “realistas” que poco tienen que ver con la visión del poeta, el cual, como Homero, también tiene derecho a dormitar. Con este motivo abandona provisoriamente el mundo vegetal e introduce en los cuatro motivos subsiguientes a insectos de tradicional renombre poético. (XVII) Motivo de la cigarra (w. 473— 490). (XVIII) Motivo del grillo (vv. 491-504). (XIX) Motivo de la abeja (vv. 505-522). (XX) Motivo del cocuyo (w. 523-538). Cumplida esta variación, retorna al paisaje, con el espléndido (XXI) motivo del valle (vv, 539—576), lleno de color, en el que destaca —o realza— la placidez del cuadro eglógico, la figura del toro. (XXII) Motivo del jardín y de los patios (w. 577-608). Con este motivo se inicia la presentación de los signos estéticos de la vida popular. (XXIII) Motivo de la música y la danza (w 609-682). (XXIV) Motivo de la serenata (w. 683-702). (XXV) Motivo del ñandutí (w. 703-720). (XXVI) Motivo de la cerámica (w. 721 734).

Concluye aquí el panóptico descriptivo del contexto histórico-natural y cultural del país, e inicia la tercera parte del poema -Paulo majora cammus: cantemos mayor cántico— con el loor y exhortación a la nación en sus dimensiones estructurales, socioculturales y morales. (XXVII) Sub— tema de los valores (w. 735-766). (XXVIII) Sub-tema del “carácter nacional" (vv. 767-798). (XXIX) Sub-tema de la lengua guaraní (vv. 799-826) (XXX) Sub-tema de la sociedad, dividido en tres motivos: (XXXa) motivo de la mujer (w. 827-878); (XXXb) motivo de los niños (vv 879-894) (XXXc) motivo de los jóvenes (w. 895-940). (XXXI)

Sub-tema de la guerra y de la paz —execración de la primera y alabanza de la segunda- (w. 941-984). Brevísimamente evoca aquí la gran guerra pasada del 65-70. (XXXII) Sub-tema de la justicia (w. 985-1014) (XXXIII) Sub-tema de la libertad (w. 1015-1044). (XXXIV) Sub trina del Estado (w. 1045-1076). (XXXV) Sub-tema del himno y la bandera (los símbolos) (w. 1077-1158). Concluye con el himno, como comenzó el poema, pero se le une ahora la bandera desplegada. El poema llega a su fin y a sí mismo retorna el poeta para entonar sus “votos augurales” asumiendo la voz de su pueblo. La poderosa emoción, contenida en la mesura expresiva de los endecasílabos heroicos, caldea el magno ritmo de la grave letanía anafórica con la que el poeta concluye su Canto (vv. 1159-1190).

La lengua del poema es culta y límpida. Acoge latinismos bien formados y guaranismos cuidadosamente escogidos que manifiestan oído y vista entrenados al matiz revelador. No desdeña ni la expresión popular ni el juego semántico, como en el caso de la resemantización de la frase hecha española “sale el sol por Antequera” (la ciudad de) y en el uso arcaico y eficaz de la voz “teta”, puesta con picaresca gracia en el lugar que la sitúa con su contraluz contextual. Digamos cosa análoga del uso de la popular “cacho”, tan de puerto y huerto bananeros, que son como descansaderos inesperados del grave andar de la oda.

La ideología liberal del poeta y su familiaridad con la cultura grecolatina son tan obvias —menos quizás aquí que en el Carmen latino, que le sigue— que no es indispensable detenernos en ellas. Pero acaso sea útil destacar dos notas de su concepción evolucionista: (1) su aprehensión del guaraní como lengua “primitiva”, con los atributos estructurales inherentes a esa condición, propia del positivismo evolucionista de la antropología y la lingüística “de gabinete” del siglo pasado (hoy por completo abandonada), y (2) su interpretación biologista del proceso histórico que incluye, naturalmente, ciclos de vida en las culturas y las naciones hasta su extinción, tal como puede verse al final del poema (interpretación asimismo hoy día desechada).

En la interpretación formal del poema, podría acudirse, como a rica vega, a los nombres y maneras de Píndaro, Virgilio, Horacio, Beethoven y Wagner. Estos proporcionan buenos indicios respecto del tono, el estilo, la disposición, la andadura y la forma del Canto, mucho más que el inmediato y casi vecino Leopoldo Lugones, convocado con demasiada facilidad a su respecto. A propósito de éste, Fariña Núñez, sin nombrarlo, alude a su extraña y extremosa teoría sobre la imprescindibilidad de la rima en la poesía, que lo desilusionó, pues tan penetrado estaba de experiencias contrarias: ¡nada menos que toda la poesía grecolatina!

La edición en Cármenes del Canto Secular substituye estos versos de la versión primigenia de El Monitor (1911): “Serenamente conmemore la oda/ Celebradora de las libertades/ Antiguas, el augusto centenario/ De la autarquía de una democracia”.

Es posible ubicar el Canto en el contexto de una tradición hispanoamericana. Sin agotar la lista, podrían ser citados estos textos: Rusticatio mexicana, del jesuíta guatemalteco Rafael Landívar (1731—1793); Silva a la agricultura de la zona tórrida, del venezolano Andrés Bello (1781 — 1865); Oda al cultivo del maíz en Antioquia, del colombiano Gregorio Gutiérrez González (1826-1872); Canto a las glorias de Chile y Canto a la Argentina, del nicaragüense Rubén Darío (1867-1916); Odas seculares (en especial la Oda a los ganados y las mieses), del argentino Leopoldo Lugones (1874-1938) y, en el mismo ámbito, la. Silva criolla, del venezolano Francisco Lazo Martí (1864-1909), hasta confluir en el Canto general, del chileno Pablo Neruda, ya en nuestros días.

3. Este poema es una acerba crítica a la conducta política paraguaya di- ni tiempo y es, al mismo tiempo, buena prueba tanto de su compromiso con la realidad de su país como del uso -y exposición- que hacía, cuando lo deseaba, de sus saberes clásicos. Dedicado a Manuel Gondra, intelectual ilustre y político infortunado -en dos ocasiones le despojaron, por la fuerza, de la presidencia de la República—, debió parecer extraordinariamente críptico a quien no fuese, como Gondra, avisado frecuentador de latines áureos. Bajo la bimilenaria sombra de Horacio, los esbeltos versos adónicos (o sáficos) invitan al humanista a abandonar la arena civil y a ocuparse en los más levantados ejercicios del espíritu (que el silencioso varón tenía abandonados en los confines juveniles). Lleno de mitas y disimuladas -voluntarias- reminiscencias de textos horacianos y de alusiones mitológicas, su intencionado arcaísmo estilístico vela hechos contemporáneos y los desvela al enterado, como enfatizándole el injustificado desdén de su oficio. El glosario que va al final de estas notas proporciona algunas vislumbres sobre esas reminiscencias y alusiones.

4. Publicado en El Diario (16-1-1913, p. 1). El primer verso del soneto tiene ahí esta variante: “ ¡Humaitá! Decid: ‘lo, Peán’, poetas”.

5. Escrito con ocasión de la visita a Asunción, en mayo de 1913, de una promocionada “peregrinación” patriótica uruguaya a la tumba del prócer Artigas.

6-10 Bajo el título de “Melopeas jónicas”, segunda sección de Cármenes, agrupa el poeta temas subjetivos, en contraposición a los anteriores “Cantos dóricos”, graves y colectivos. En los tres sonetos de Tríptico y en tus subsecuentes poemas, Fariña Núñez acomete la técnica de la "transposition d’art” de los simbolistas franceses. Sensible conocedor como fue de la música interpretaba con finura el armonio y el piano-, ejercita su fistos poemas transmitirnos (y describirnos, con sugerencias melódicas) las impresiones que le provocan la audición de momentos famosos de iihi«6 musicales. Sobre Beethoven y Wagner -e Igor Stravisnki- escribió en prosa varias veces (Vide: El Jardín del silencio, Conceptos estíticos, y otros ensayos no recogidos en volumen).

11—14—15—16—17—18 Siete poemas sometidos a la visión y manera erótico—decadentes del poeta francés Albert Samain, furiosamente imitado en el Río de la Plata por Julio Herrera y Reissig y Leopoldo Lugones (Los parques abandonados; Los crepúsculos del jardín) a fines y principios de siglo, con posterior resonante disputa. Los ejercicios de Fariña Núñez son incomparablemente menos encrespados de imágenes y metáforas lúbricas que las de los dos grandes líricos versátiles. Deben considerárselos tributos de época y acaso como algo más, pero no alcanzo a verlo con certidumbre.

12—13 Dos sonetos perfectos. Puede apreciarse el dominio de la técnica, junto con su don de lo plástico y lo rítmico. Repárese, además, en su destreza en el uso de la aliteración para evocar el golpeteo de las grandes alas en vuelo y para presentamos porte y cantar del gallo. El tiempo de nascencia y vida de estos sonetos tiene muy poco que ver con su presente lozanía estética, pese a tratar motivos tan minúsculos. Las antologías tuvieron, sin duda, justificada razón para acogerlos, y prosiguen emigrando de una en otra, aún bien rozagantes y alígeros.

19. Elegante, ligera, leve redondilla. Fariña Núñez las escribía bien, como José Martí. Sólo que las de éste son incomparables y aún viven. Las del humaiteño aportan escasamente el repetido recurso modernista a Pierrot y Colombina -viejas máscaras de la Commedia dell’Arte italiana— y el no menos socorrido tema autobiográfico (o autodefinición poética, como acostumbraban).

Todos estos poemas de Cármenes fueron escritos y publicados en revistas y diarios mucho tiempo antes de que apareciesen en volumen. Contienen al poeta Fariña Núñez entre los veinte y los treinta años de su edad, juvenil pero seguro y diestro en su oficio y arte.

20. Publicado por S. Buzó Gómez en su Índice... Es posible que sea su penúltimo poema, si consideramos que entre éste y Curupí, no hubiese otro u otros. Se conocen, sin embargo, algunos poemas en prosa del poeta, pero de difícil datación. Además están todos inéditos (y los que conozco, malos).

21. Publicado en Nosotros, Buenos Aires, Año XIII, N° 127, diciembre 1919, pp. 480-494- Puede interesar el hecho de que el autor disimula a su padre bajo el nombre de Juan Canteros y bajo el de Guillermo, podemos vislumbrarle a él. No es éste su único texto sobre cosas de Itatí. Dos veces en Las vértebras de Pan -el primero que lleva el mismo título (pp. 11-19) y en La bruja de Itatí (pp. 89-100, y antes, en El Diario, (I—III— 1913, p. 1)- y, luego, en varios otros escritos o pasajes en que alude amitos autóctonos (Cfr. Conceptos estéticos..., El pombero, en El Diario, 24-V-1913, p. 1, Teatro sobrehumano, en Nosotros, Año VII, vol. 12, N°55, pp. 156 -166, noviembre 1913).

22. Publicado en El Diario, 14—1—1920, pp. 1—4. Texto clave de la última etapa del poeta. Contiene una irritada desilusión respecto de los valores y la civilización occidentales. Condensa ideas y actitudes antecedentes que le fueron gradualmente llenando el alma. En 1918 había escrito, por ejemplo: “Habituados a contemplar con sistemática admiración las instituciones foráneas, desdeñamos a menudo lo propio. Mas no todo lo nuestro, por el hecho de ser tal, es desdeñable” (El estanco del tabaco, p. 5). Es necesario destacar que suficientes elementos de esta actitud “mundonovista” hallarán intensidad y volumen en el tratamiento ideológico que Natalicio González propondrá vigorosamente en poema, ensayo y ficción a partir de 1922.

 

 

A continuación sigue un brevísimo y elemental glosario de términos hoy poco usuales o encontradizos y cuyo conocimiento puede allanar al lector la comprensión más fácil y rápida de algunas misteriosidades de la escritura de Fariña Núñez. O acaso sólo demorarle o incitarle a la consulta de la enciclopedia.

Acroama: Voz griega que significa lo que se oye con placer (música, canto, el son del viento en la casuarina...).

Anagnoste: Lector esclavo, generalmente griego, en el simposio (banquete, convivio).

Apolo. Dios griego al que los romanos llamaban Febo. Dios del sol, hijo de Zeus, cuya imagen inmortalizaron los escultores, poseía un famoso templo en Delfos, célebre por los oráculos de las Sibilas, siendo uno de los más famosos el universall gnosi teauton, que los latinos tradujeron por nosce te ipsum, es decir: conócete a tí mismo.

Aquemenios: “perfumes aquemenios”. Versión directa de achaemenium costum, de la Oda I, Libro III, de Horacio. Alusión a la riqueza de los reyes persas de la dinastía Aqueménides, creadores del gran imperio oriental en el que surgió el genio religioso de Zoroastro (circa s. VIII a.C.).

Ariel: Personaje dramático de Shakespeare en La tempestad. Símbolo del Espíritu, la Sabiduría, la Belleza, etc. al que da fiera lucha su enemigo Calibán, el insaciable. José Enrique Rodó lo hizo aún más famoso en Hispanoamérica, convirtiéndolo en una suerte de imagen tutelar de una doctrina espiritualista, estetizante y terriblemente vaga que todo hispanoamericano de comienzos de siglo que se respetara decía, de labios para fuera, asumir y la predicaba con patético entusiasmo -a veces algo contenidamente, sin embargo- por cuanto papel consintiese ser llenado por esos sermones monótonos. Al contenido de estas predicaciones “laicas” se llamó arielismo. Nuestro poeta no se hizo de rogar para ingresar en su culto y doctrina.

Asiría: Ver más abajo Bosforo y Asiría.

Baco: Advocación de Dionysos, divinidad de origen tracio, de compleja y gran historia en las religiones o cultos mistéricos. A su mito están asociados los famosos misterios dionisíaco-órficos, de poderosa potencia espiritual hacia el final del mundo antiguo. Fariña Núñez se sentía particularmente atraído por estos misterios, dada su hermética intensidad religioso-natural y filosófico—poética. Al nombre de Dionysos o Baco se unen fiestas populares multitudinarias en toda Grecia, de las que, al parecer, surgió el teatro, y de seguro la poesía ditirámbica. Se le asociaba a la vegetación, al vino, al esplendor de la vida juvenil -su símbolo era un macho cabrío, que los bacantes, mujeres y varones, despedazaban (sparagmós)-, al gozo de la naturaleza en su potencialidad creadora.

Bárbito: Instrumento músico.

Bosforo y Asiría: Reminiscencia de la octava estrofa de la Oda IV, Libro III, de Horacio, donde alude a la “furia insana del Bosforo” y los “urentes arenales de Asiría”. Metáforas de la ambición y el ardor juveniles.

Calíope: Musa de la música.

Carmen geórgico: Alusión a las Geórgicas, de Virgilio, poema sobre tema campestre y agrario.

Céfiro: Viento del Oeste. Los romanos lo llamaban también Favonio.

Ceres: Diosa romana de la agricultura. La Demeter griega, en cierta medida.

Clavileño: Caballo de madera, de vuelo mágico -según los duques-, quienes pretendieron burlar con él a Don Quijote y Sancho. Símbolo de la fantasía, pero lleno de conciencia real. Cervantes lo cuenta con su habitual gracia y profundidad en los cap. XL—XLI de la Segunda Parte del Quijote.

Clío: Musa de la historia.

Cypris. Advocación o epíteto de Venus Afrodita.

Demeter: Diosa griega de la agricultura. En realidad representaba las potencias ctónicas, de la tierra, y su profusión vita. Los famosos misterios eleusinos le estaban dedicados. De gran elevación espiritual, como los órficos, estos cultos atrajeron impetuosamente a espíritus tan puros y tan grandes como Esquilo, Sófocles, Platón, Píndaro, quienes fueron mystai, es decir, iniciados en los ritos y los secretos de la revelación de la doctrina. Su templo se encontraba en Eleusis, 22 Km. al oeste de Atenas.

Diespiter: Júpiter. Es una forma arcaica y sacral, usada por Horacio en la Oda XXXIV del Libro I.

Diosa: Alusión quizá a la Deesa o Isis y sus misterios, llegados a Roma por el tiempo del consulado de Sila (s. I a.C.). En el año 19 d. C. ocurrió y se divulgó un escándalo erótico famoso en el que estuvieron complicados sacerdotes de Isis y hubo gran alboroto en el Senado y el Foro. ¿A esto se refiere el poeta para aludir a hechos contemporáneos de Gondra? Es difícil saberlo, aun cuando hubo denuncias en la prensa respecto de cierto escándalo sacerdotal, por ese tiempo.

Dryndas: Ninfas de las aguas. Las ninfas eran el nombre genérico bajo el que se conocían los númenes o genios de los bosques (hamadríadas) y de las aguas.

Escyfos: Copas para libación.

Esquilias: Jardín de Mecenas en el Monte Esquilmo, célebre por su belleza, esplendor y riqueza. Durante el Imperio este monte abrigó al barrio más opulento y elegante de Roma. Entre otros muchos edificios monumentales, allí se alzaba el templo de Isis.

Erycyna. Advocación de Venus, como lucero de la tarde. Viene de Eryx, un monte de Sicilia donde Venus tenía erigido un templo.

Euterpe: Musa de la poesía bucólica o pastoril.

Fano: fanal. Es voz griega.

Favete linguis: Lit. favoreced las lenguas = guardad silencio, callaos. Frase ritual con que el sacerdote imponía silencio para dar comienzo a la ceremonia religiosa.

Hierofante: Sacerdote de los cultos mistéricos; revelador de la sacra doctrina.

Hidalgo (el): Don Quijote de la Mancha.

Hijo de Samos: Pitágoras (h. 580-h. 496). Su doctrina y su nombre son mencionados con frecuencia por el poeta.

Icaro: Hijo de Apolo. Queriendo volar untó con cera unas plumas y se elevó al espacio. Pujando intrépido y desafiante por llegar hasta el sol, las llamas ardorosas acabaron derritiéndole la cera y se precipitó a tierra, matándose

Io, trioinphe: Exclamación de la apoteosis al héroe vencedor.

Jánico (arce): Alusión a las puertas abiertas del templo de Jano, dios romano de la guerra y de la paz.

Lelian (Pauvre) : Apelativo del poeta simbolista francés Paul Verlaine.

Lucos: Retiro vegetal en forma de gruta, parquecillo.

Mantua (vate de): Virgilio

Melesígenes: Homero.

Melpómene: Musa do la tragedia.

Musarum sacerdos: Sacerdote de las musas. Hemistiquio de Horacio, Oda I, Libro III.

Nefelíbata: del gr. nephéle = nube; bata -de batéo- anda, andante. El que amia (o sube) por las nubes, andanube. Aunque no suene familiar, pese a acrobata, ¿será de Fariña Núñez este neologismo? En Conceptos estéticos.... y muy horacianamente como siempre, él aconsejaba crear discretos neologismos traídos de las lenguas clásicas o renovar voces arcaicas del fondo patrimonial. Si no lo es, merece ser de él, sin duda. Porque no lo usa sólo aquí sino también en prosa, en un ensayo contenido en El jardín del silencio.

Non omnis moriar: No moriré del todo. Hemistiquio de Horacio, Oda XXX, Libro III.

Nous: Mente, inteligencia, sustancia original total. Es un concepto eminentemente pitagórico, muy del sabor y el saber de nuestro poeta.

Octavia: Hermana de Augusto, esposa de Antonio, madre de Marcelo. Tu Marcellus eris exclamó Virgilio en la Eneida, y ante la lectura del famoso fragmento Octavia se desmaya en los brazos de Augusto. Virgilio enmudece y enrolla el .pergamino, cuenta la áurea leyenda, que extiende su rumor entre los siglos. El poeta recoge también en prósa el episodio.

Palas: Atenea, diosa tutelar de Atenas. Los romanos la llamaron Minerva.

Pan: Divinidad griega de los campos y los montes. Tenía, como los sátiros, pies y cuernos de cabra. Sonaba la flauta y la naturaleza se quedaba expectante y arrobada. Provocaba el silencio y el terror pánicos. Nuestro poeta atribuye a este sentimiento o deisedaimonia como lo llama, el ser origen de los mitos y de las religiones (Cfr. Mitos guaraníes].

Pegaso: Caballo mítico nacido de la sangre de Medusa.

Piérides: Las nueve musas, llamadas así por relación al monte Piero, en los confines de Tesalia y Macedonia, que estaba consagrado a ellas.

Plectro: Punzón o clavija para tocar la cítara. Nuestros requintistas lo usan aún.

Polymnia: Musa de la filosofía.

Púnicos (tiempos): Alusión a la perfidia y traición involucrada en la llamada fe púnica de los antiguos.

Quirino: Dios de los quintes, que eran los descendientes de las familias fundadoras de Roma.

Sicofanta: Acusador, calumniador. Literalmente quiere decir en griego: “delator de los contrabandistas de higos”.

Tupa: Según se creía, bajo la influencia de jesuitas y Bolaños más repetidores posteriores, dios de los guaraníes. El conocimiento de la teogonia guaraní que expone Fariña Núñez en varios textos no puede sostenerse ya hoy, luego de los cantos míticos recogidos por Nimuendajú, Samaniego y Cadogan. El saber de Fariña Núñez ha quedado en la dimensión folklórica y su sentido y función deben explorarse ahí y no en la etnología guaraní como tal.




INTRODUCCION, 7

CARMENES

Pórtico, 33

CANTOS DORICOS

“Ego non sum dignus”, 37

Canto secular, 41

Carmen Latino, 83

Oda Heroica, 91

Al General Díaz, 97

Ante las ruinas de Humaitá, 101

Sed bienvenidos, 103

MELOPEAS JONICAS

Tríptico, 109

Conversación con la adorada, 113

Sonata, 117

Ojos glaucos, 119

Vuelo de flamencos, 121

Pata de gallo, 123

Pantomima, 125

La serpiente, 127

Escena griega, 129

La herida secreta, 131

La partida, 133

Autobiografía, 135

ANEXOS

Anexo 1, 139

Anexo 2, 147

Anexo 3, 169

NOTAS AL TEXTO Y GLOSARIO, 187

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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