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TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ (+)

  ROMANCE DEL CAMINO - Relato de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 2005


ROMANCE DEL CAMINO - Relato de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 2005

ROMANCE DEL CAMINO

 

Relato de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

 

 

La capuera queda sobre el camino mismo, a siete leguas del pueblo, en un paraje delicioso, de esos que a cada paso en nuestro país parecen invitar al transeúnte a quedarse en ellos para siempre. Una suave lomada, toda verde de cultivos, oliente a fragancias silvestres, rumorosa de follaje y enjoyada con la cinta reluciente del arroyo que baja de lo alto, surgido de un ykua (manantial), modulando quedamente su eterno y siempre nuevo canturreo. Allá arriba, el rancho todo blanco y como empinado para otear el panorama del valle. Naranjos que en la estación respectiva se engalanan con la albura de los azahares, o con el oro de las pomas, rodean la casita humilde y amparan con la sombra infaltable de sus combas geométricas el juego de los niños y el coloquio de los enamorados.

 

Un primor, la plantación. En las horas de labor, que son casi todas las del día desde el primer destello del alba, hombres y mujeres ponen en las vastas sementeras el ahínco esperanzoso de su faena, transformado, con el curso de los días y por la fertilidad bendita de la tierra, en la cosecha opulenta. El mandiocal y el maizal próvidos, pegados al rancho, aseguran los diarios manjares con que la madre hacendosa regalará a la familia durante el año. Más allá, el tabacal cultivado con esmero representa, en la esperanza de los labriegos, el día jubiloso en que irán al pueblo con las carretas cargadas, a trocar el producto por los millares de pesos con que proveerán de ropas y de lujos modestos al hogar.

 

Fue por ese camino, que pasa junto al rancho, por donde un día marcharon Bernabé y Pantaleón, mozos bizarros los dos. La capuera podía dar fe de su bizarría. El amanecer de cada día desde que ellos eran niños, les viera bajar la loma, con el machete o la azada al hombro, tocados con amplio pirí y envueltos en la camisa de lienzo de faldas flotantes, para ir a trabajar, juntamente con su padre, hasta la hora en que el sol calcinador imponía la tregua del mediodía.

 

Marcharon a la guerra. La familia toda salió al camino a despedirlos. El padre y los menores viéronles partir después de la muda despedida, y quedaron al pie de la casa siguiéndolos con la mirada ensombrecida hasta que se sumergieron en la lejanía. La madre marchó con ellos. En una canasta que sostenía sobre la cabeza, llevaba los últimos mimos de sus manos para el paladar de los hijos: sabrosos chipa avati (Chipa de maíz y carne), suculenta ryguasu ka’ẽ (Gallina asada).

 

¡Cuántas veces había recorrido aquella mujer ese largo camino de tierra roja, que parecía a lo lejos una huella de sangre en la plena luz solar! Sus pies ágiles sabían transitarlo con ligereza alada, bajo el peso de los bultos que daban erguidez donairosa a su figura para mantener el equilibrio. Iba y venía, entre su casa y el pueblo, en tiempo brevísimo, llevando las pequeñas cosas de la capuera para mercarlas y trayendo las que eran menester a la familia. Pero aquel ir dando escolta a sus mocetones hízosele cruel y fatigoso y parecía entorpecerle los resortes de su habitual agilidad.

 

No era ella, no, esa mañana, la misma que casi a diario andaba prisa por esa ruta de su trajinar constante, como si apenas rozase el suelo con los pies. Estos se le hundían ahora en la tierra mullida y un peso que no era el de la carga, la aplastaba y obligaba a una lentitud desconocida. Y así anduvieron, madre e hijos, las siete leguas que había hasta el pueblo. Y allí, al caer la tarde con su tristeza de sombras, llorando silenciosamente apretados los labios por la angustia, despidió ella a los dos mocetones que la patria se llevaba a la guerra.

 

¡El dolor de aquel regreso!

 

El contingente en que marchaban los dos hermanos habíase perdido ya de vista -hacía tiempo que se desvaneciera el eco del último hurra-y la madre estaba allí, con el rostro apoyado en una mano y los ojos clavados en un vago horizonte interior formado de largos caminos desconocidos, misteriosos y trágicos. Un pueblo, otro pueblo, y la ciudad, y luego el río nunca visto y el Chaco. ¡El Chaco! Nombres que resonaban en su alma como ecos de combate. ¡Lo ignorado, lo pavorosamente misterioso!

 

Y al fin se decidió a volver a casa. ¡Sola! ¡Qué vuelta acongojada la suya, en el silencio de la noche! Los pies ya no se le hundían en la tierra, como a la ida; se le atornillaban en las huellas dejadas por sus hijos, corno sintiendo en ellas el calor de las plantas amadas... ¿Volverían aquellos pies que ahora marchaban hacia lejanos destinos de peligro, a posarse en la tierra de ese camino doméstico, por el que tanto anduvieran en empresas y correrías infantiles y en faenas y aventuras de mocedad?

 

Caminó, caminó, bajo la luz de luna que proyectaba largamente su sombra. Llegó al rancho. Entró silenciosamente y pasó por ante las cujas donde dormían los ausentes, vacías ahora. Esta ausencia se extendió en la visión de su espíritu por la casa, por la capuera, por el valle, y todo lo envolvió como en una sombra. El primer canto de los gallos al amanecer la sorprendió sentada en una de las cujas, con los ojos abiertos y el alma tendida en un vuelo de angustia hacia una lontananza ignorada. ¡El Chaco!

 

Y pasaron los días. Y las semanas. Y los meses. Ni una carta fue ni tina carta vino, por ser todos en la familia analfabetos. Meses y meses. Un año. Más de un año. Dos veces se celebró la fiesta patronal estando ausentes los mozos. Y la madre pensaba en la tristeza de sus hijos al estar lejos en los días de la festividad lugareña, sin poder bailar las polcas que llenaban el valle con una vibración apasionada, dolorosa y dulce a la vez, fragante de claveles y resedá y chispeante de donaire juvenil.

 

De cuando en cuando llegaba hasta el rancho la noticia del regreso del Chaco de alguno del valle, herido o enfermo, y al oírla corría la madre, andando largas distancias, para pedir al recién venido informes de sus hijos. Unas veces era infructuosa la indagación. Los hermanos estaban en Toledo y el licenciado venía de otro sector. Otras veces, más afortunada, conseguían saber que los muchachos estaban bien y que mandaban memorias:

 

-Memoriaite he’iuka ndeve (Le envía recuerdos)

 

Nada más. Nada más, pero ¡qué enorme vacío llenaban las pocas palabras oídas de labios del llegado del Chaco! Estaban bien los muchachos. Y la noticia le daba fuerzas para seguir esperando, para seguir confiando, para seguir viviendo. Era un rayo de luz en la sombría tristeza de la casa, de la capuera, del valle, de la vida.

 

Promediaba la mañana.

 

El valle se bañaba en la onda solar, pura y tibia, que bruñía las altas hojas de los maizales dándoles reflejos metálicos.

 

El camino tendía su cinta roja entre los verdes festones de la vegetación aledaña, suscitando en el paisaje la poesía melancólica de los andares que llevan lejos, muy lejos, a destinos desconocidos, y de los regresos que el amor ansía y acecha, y que tardan en llegar o no llegan nunca. El soldado que se fue a defender a la patria y que, allá lejos, sueña con retornar por ese camino al dulce encuentro del hogar. Ojos de madre que evocan la niñez dichosa del hijo y puestos sobre la perspectiva del camino, esperan, esperan; ojos de novia que soñando con el día de la venturosa promesa, interrogan horas tras hora a la lontananza del camino por el caminante que ha de venir a mirarse a ellos...

 

Una carreta. Chirrían las ruedas. El carretero, un anciano, azuza los bueyes con la voz. El picador, un niño, o una mujer, guía la yunta cansina.

 

Un jinete saluda y pasa. Mujeres a pie, cuyos mantos blancos flotan al viento en la marcha presurosa. El cuadro de todos los días.

 

Y he aquí que la madre baja la loma y se asoma al camino y espera, espera, como todos los días. ¡Espera!

 

¿Qué? Ella no lo sabe, pero espera y acecha, alzando la cabeza para dominar mejor la extensión del camino. En la capuera el padre trabaja, doblado, envuelto en lienzos, hecho todo él un punto blanco bajo el aludo pirí (sombrero tejido de hojas de palma) que le defiende del sol.

 

Un grito turba la quietud circundante y, partido en mil ecos sonoros, llena la casa, la capuera, el valle. La madre echa a correr como si un súbito anhelo le diera alas. Allá vienen dos hombres, cuyo traje militar -verde olivo- resalta bajo el sol. ¡Son ellos, son ellos! No se los distingue, pues los separa larga distancia, pero son ellos, sí, son ellos. Una voz secreta se lo dice a la madre y ésta corre a su encuentro, como una criatura o como una loca, en alto los brazos, radiantes los ojos, triunfales los labios estremecidos en el arrebato del doble llamamiento: ¡Bernabé! ¡Pantaleón!

 

Y fue así como esa mañana llegaron por el camino los dos mocetones que año y medio atrás marcharan a la guerra. Llegaron en el silencio que rodea a las vidas humildes y desvalidas, sin avisar, sin que nadie los esperase fuera de la madre que había soñado con ellos la noche antes y que en su sueòo muy quedamente, sintiera resonar el encanto de sus pasos en la lejanía del camino, hasta entonces huraño y triste, y esa maana jovial y alegre bajo la luz del presentimiento...

 

(De: La casa y su sombra

(Buenos Aires: EditorialAmérica-Sapucdi, 1955))

 

 

 

OPINIONES SOBRE LA AUTORA

En el prólogo de TRADICIONES DEL HOGAR (Prensa Económica, 1997), FRANCISCO ROMERO dice: "La doble circunstancia material del lugar y del tiempo atribuye a estos relatos su valor de instructivos documentos y su especial sabor, que resultará exótico para muchos lectores, les traerá un eco remoto de vida remansada y fragante. La otra circunstancia que concurre en ellos -la singular destreza de la autora, encubierta felizmente bajo una naturalidad sin concesiones al alarde literario- contribuye poderosamente a su encanto y lo insinúa suavemente en el ánimo del lector, que cede a su hechizo sin advertirlo apenas...".

Más adelante, agrega el comentarista: "Tanto en aquellos relatos cuya substancia son recuerdos propiamente familiares como en los que describen casos y tipos de su país, la autora de TRADICIONES DEL HOGAR demuestra una maestría consumada. La noble sencillez de la prosa, siempre expresiva y ajustada, atestigua por igual las dos condiciones que son indispensables atributos del narrador: el don nativo y la disciplina adquirida; que es como decir: la inteligencia proyectada de suyo hacia la comprensión y expresión, y la voluntad resuelta y consciente de comprender y expresar de la mejor manera posible".

 

 

 

Fuente: 25 NOMBRES CAPITALES DE LA LITERATURA PARAGUAYA

Compilación y selección: SUSY DELGADO

Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay, 2005 (389 páginas)

Dirección editorial: Vidalia Sánchez






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