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TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ (+)

  LA CASA Y SU SOMBRA - Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1955


LA CASA Y SU SOMBRA - Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 1955

LA CASA Y SU SOMBRA

Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ

Editorial AMÉRICA - SAPUCAI

Formosa, 1955

 

 

EDICIÓN DIGITAL:

 

Autor/a: 

LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ, TERESA

(1887-1976)

 

Título (Enlace a la versión digital): 

LA CASA Y SU SOMBRA
 

 

Edición digital: 

Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2000

 

N. sobre edición original: 

Edición digital a partir de la de Formosa, América-Sapucai, 1955.

 

Portal: 

Literatura paraguaya

 

 

*****

 

Enlace al índice de LA CASA Y SU SOMBRA . Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ. Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES.

 

CUENTOS: Ruinas de la casa vieja// El virrey que se enamoró de la «belleza asunceña»// Junto a la reja// La última salida del Dictador// De aquel viejo dolor// Emociones de la guerra del Chaco// Entre las dos hogueras// Un sueño marcial// Romance del camino// En la línea de fuego// Oyere-bo Chaco-güi// Drama de una soledad// El dolor de mi alegría// El aviso misterioso// Repique de corazones y de campana// Apuro-pe mante.

 

PRESENTACIÓN:

 La doble circunstancia material del lugar y del tiempo atribuye a estos relatos su valor de instructivos documentos y su especial sabor, que resultará exótico para muchos lectores, les traerá un eco remoto de vida remansada y fragante. La otra circunstancia que concurre en ellos -la singular destreza de la autora, encubierta felizmente bajo una naturalidad sin concesiones al alarde literario- contribuye poderosamente a su encanto y lo insinúa suavemente en el ánimo del lector, que cede a su hechizo sin advertirlo apenas y queda envuelto en la peculiar atmósfera que crean estas narraciones, gracias a una comunidad de espíritu y sentido que en ellas se sobrepone a la variedad temática y las convierte en expresión de una cosa única: la palpitación de un trozo de existencia humana dentro de estrictas coordenadas temporales y espaciales. Porque lo que en estas evocaciones e imágenes hay de permanente substancia humana se nos ofrece modelado en el cuño de esa fuerte particularidad por la cual únicamente cobran evidencia y calor los caracteres, los sucesos, los sentimientos y aún las ideas.

     El escenario de estos episodios posee un aguzado relieve geográfico e histórico; muchos de los acontecimientos más dramáticos de la gesta americana -desde la Conquista hasta el presente- se han desarrollado en ese territorio, al que un relativo encierre (por su apartamiento de los litorales) ha permitido una sorprendente concentración de sus esencias genuinas. Una recapitulación entre lírica y épica de esas esencias se halla en el magnífico canto con que celebró el centenario de la independencia un alto poeta del Paraguay, Fariña Núñez. Tuve la suerte de releer ese canto secular hace muchos años, mientras en un viaje recorría parte considerable del país, como en rápida confrontación de un fragmento de esa realidad con las confrontaciones del poeta. Los relatos de la señora de Rodríguez Alcalá me mostraron luego otros aspectos: lo que es entraña simultáneamente histórica y doméstica; la vida ancha del contorno resonando en el grupo familiar y recogida en el recuerdo pintoresco, estremecido y piadoso.

     Tanto en aquellos relatos cuya substancia son recuerdos propiamente familiares como en los que describen casos y tipos de su país, la autora de Tradiciones del hogar demuestra una maestría consumada. La noble sencillez de la prosa, siempre expresiva y ajustada, atestigua por igual las dos condiciones que son indispensables atributos del narrador: el don nativo y la disciplina adquirida; que es como decir: la inteligencia proyectada de suyo hacia la comprensión y expresión, y la voluntad resuelta y consciente de comprender y expresar de la mejor manera posible.

     En asuntos como los que maneja la autora, los riesgos son muchos y todos ellos han sido eludidos con una mezcla de tacto ingénito y de reflexión crítica. El empleo abundante del pintoresquismo, de los rasgos y términos más llamativamente regionales, que tanto refuerza sin duda el colorido y la eficacia de los escritos de esta índole, hubiera exigido, para el lector no coterráneo, explicaciones y claves que acaso destruyeran la inmediatez de la impresión, al imponerle algo así como una traducción continua de lo leído. La propensión al exceso sentimental es otro de los escollos de este género de literatura, en la que sale a luz lo más recóndito y conmovido del alma, el tesoro personal de los recuerdos. Con arte sutil, ambos inconvenientes han sido evitados, manteniéndose el localismo sin exceso y la emoción sin desborde. El resultado ha sido la diafanidad y la intensidad, la impresión de verdad y la legítima vibración cordial, la animación de personas y sucesos; en suma, una presencia efectiva de lo descripto, esa sensación de «realidad interesante», que son logros exclusivos del narrador auténtico, que sabe encontrar naturalmente su camino a igual distancia de los que frecuentan el seco cronista y el narrador de anécdotas, sólo interesantes para él y sus allegados.

     La autora -que goza de sólido y bien merecido prestigio- ha acertado a recuperar, con sus relatos, algunos tramos del pasado que le es inmediato, y nos pone delante de figuras, sentimientos y ambientes, con esa misteriosa evidencia que sólo poseen las transfiguraciones del arte y que no es concedida a las reconstrucciones puramente históricas -salvo cuando el historiador se duplica en artista. Al mismo tiempo conocemos por sus escritos un temperamento y una sensibilidad de consumado escritor, y un sector de vida humana, apasionante por su veracidad y por el aliciente de la lejanía en años y -para muchos lectores- también en kilómetros; espectáculo que nos recrea con el atractivo del arte y ensancha nuestra experiencia de lo humano -esa experiencia en la que nos vamos reencontrando con nosotros mismos, y cuyo núcleo es el constante hallazgo y la comprobación de la variedad riquísima y de la fundamental unidad.

FRANCISCO ROMERO

Martínez (Buenos Aires), noviembre de 1952.        

 

LA CASA Y SU SOMBRA

Cuentos de TERESA LAMAS DE RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

     RUINAS DE LA CASA VIEJA

 

De las sólidas paredes que durante siglos fueron abrigo de la familia a lo largo de las generaciones ya no quedan sino los hondos cimientos y bloques yacentes en tierra. Bloques en los que la consolidación de los ladrillos parece tener la fortaleza espiritual de esos vínculos forjados en todos los vaivenes de un largo vivir y que subsisten a través de todas las ruinas. Puestos un día, en los albores de la ciudad, unos sobre otros por manos del ignorado alarife colonial, esos ladrillos vivieron la vida del hogar, juntos asistieron al mecer de las cunas y al trance de las agonías; juntos vieron prosperar y decaer la familia y, ahora, al desplomarse bajo el peso de los siglos, humillados y tristes en su miseria, se resisten a desintegrarse como temiendo la separación. Y el pico pertinaz ha de clavarse con furia en el cemento que los liga, repitiendo sus golpes y profundizando poco a poco la herida hecha, para llegar a separar uno a uno esos ladrillos que durante siglos estuvieron unidos en la erguidez maciza de los muros.

Caídas las anchas paredes, desplomados los techos, arrancadas las labradas puertas y ventanas y las rejas artísticas, primores de talla, he ahí delineadas por los cimientos las salas y las alcobas donde nacieron y murieron tantas generaciones de mi linaje. Viejo caserón de mis abuelos -¡qué ardiente melancolía enciende en mi alma el cuadro de tus ruinas! Por todos tus rincones veo pasar sombras que enternecen mi espíritu y me hacen revivir las horas de tu vida muertas para siempre.

Las voces ancestrales se reaniman con ecos fabulosos, como si clamasen su dolor por la decadencia de la casona en cuyos ámbitos ellas resonaron, siglo tras siglo, en todos los tonos de la ternura y de la pasión; ya junto a las cunas de los advenimientos venturosos, ya a la vera de los lechos mortuorios; ora acogiendo a los bienvenidos que llegaban a la morada, ora despidiendo a los que marchaban a cumplir deberes de guerra o de civismo; por momentos en gozosos diálogos de amor o en graves pláticas sobre negocios del hogar o de la ciudad. Muy lejos parece asomar doña Úrsula de Irala, cuya fragante doncellez quinceañera fue consagrada a la pacificación de «la tierra» al darla su padre, el conquistador Domingo Martínez de Irala, por esposa al arrogante capitán Alonso Riquelme de Guzmán. Y después, arrancando de este tronco legendario, nueve generaciones de límpido abolengo cada una de ellas, con sus bravos soldados y sus frailes de temple evangélicos y sus monjas piadosas y, sobre todo, con sus esposas y madres paradígmicas. Y llego así, en la décima generación, a los días en que mi madre juntaba bajo estos techos sus lágrimas de huérfana a las lágrimas de viuda de la autora de sus días cuyo esposo quedara en el campo de Estero Bellaco calcinado por el fuego de la guerra grande.

Portal abierto sobre la vieja calle de la Ribera. Lo veo en las horas del alba, dar paso a las abuelas que salían con diligente apuro, envueltas en negras vestiduras, para asistir a la primera misa cuyo anuncio les llegara a la alcoba en el claro son de la campana. Sombra la retorcida calle, sombras vosotras, os veo al leve fulgor de los luceros descender el empinado umbral, hundir la prunela de las botinas en la calzada acojinada de arena, bajar hacia la Plaza y torcer luego para encaminaros a la Catedral, uniendoos en el camino a las amigas que iban a vuestro mismo piadoso menester. Y os veo regresar con el ánimo serenado por la dulzura de la comunión, y deteneros junto al portal entreabierto para epilogar con las vecinas la plática ingenua emprendida en el camino, mientras los primeros rayos del sol aclaran alegremente la calle.

Jazmín mango que, junto al portal, parecía anticipar la cordialidad de la casona. Cuántas veces, imagino, lejanas abuelas hicieron en su mocedad ofrenda de sus flores a rendidos y apuestos galanes, y éstos se alejaron de las furtivas y fugaces entrevistas aspirando su perfume y volviendo la cabeza para posar la mirada en la figura gentil que en la media sombra de la tarde emergía tímidamente del balcón...

En el corredor, sostenidos por sólidos pilares, parecen resonar los pasos de muchas generaciones que a su sombra se acogieron en largas horas de tertulia y de labor. Allí veo el sitio de la abuelita centenaria que yo llegué a conocer, venerable figura cargada de años. Allí se instalaba ella, con el rosario en la mano, y allí recibía en la alta frente labrada de arrugas el beso de los que salían de la casa y la demanda de bendición con que hijos y nietos rendíanla reverencia. Las cuentas del rosario pasaban y repasaban sin cesar entre los dedos de la anciana, cuyos labios apenas se movían, como si su rezo fuese un íntimo gozar de las perspectivas de bienaventura presentidas por su fe en aquel dulce crepúsculo de su vida. En torno de la abuela, las jóvenes aplicaban su habilidad industriosa a las labores del encaje, del tejido o del bordado, mientras los pequeños de todas las edades discurrían de aquí para allá jugando incansablemente. Y no faltaba nunca en la tertulia, la vecina, la comadre o la ahijada que acudían llevando, con los materiales para su labor, la última noticia del pequeño mundo social que era Asunción: un noviazgo, la ordenación de un sacerdote, la enfermedad de persona amiga o el próximo sermón del Padre Frasquerí. Ligeras en el bienestar humilde de la tranquila tertulia, las horas pasaban rápidamente.

La brisa vespertina trae ahora y difunde por el ancho corredor el toque de Ángelus que suena místicamente en la campana de la Matriz y tras del cual una honda beatitud invade la casona. La abuela pónese de pie, venciendo sus achaques, y despaciosamente se santigua, une luego con unción las manos temblorosas y reza en voz alta la salutación ritual. Todas las mujeres han imitado su ejemplo, y los hombres que en ese momento llegan como a una cita, oran también en la misma actitud; que en aquellos tiempos dichosos, las prácticas cristianas eran a la vez gala de hombres y de mujeres bien nacidos. Acabado el rezo, la abuela da su bendición, apóyase en alguna de las hijas y se retira a su aposento para recogerse. En vano la ruina ha echado abajo el viejo corredor, porque mis ojos lo reconstruyen en su animación de los días idos para siempre, y un tropel de voces oídas en las evocaciones del pasado secular sale a mi encuentro y me repite los temas de las virtuosas asambleas familiares...

Y reconstruyo, también, el destruido salón. Es la hora que sigue a la cena y todavía vaga por la casona el eco de la oración elevada a Dios en acción de gracias por el pan de ese día. La madre y las hijas se han reunido en el salón porque aguardan visita de cumplido y no es el patio cubierto de florecidas enredaderas, ni el corredor sombrío, donde pueden recibirla. El padre ha salido para asistir a una grave reunión de cabildantes. Llaman quedamente a la puerta y una esclava acude. Entra alguien y la voz de la doméstica anuncia un nombre. Oigo en la reconstrucción imaginativa de la escena, la voz de la madre -¡lejana abuelita!- que invita a pasar adelante. El recién llegado pone en manos de la negra una airosa capa y la chistera refulgente y avanza luego hacia el estrado donde la señora mayor le acoge afable aunque ceremoniosamente. Y veo también, en la total evocación que reanima ecos y figuras, a la joven damita a quien la visita ha conmovido y en cuyos ojos azorados se clava el mirar escrutador y malicioso de hermanas y primas. Saludos afectuosos, aunque no exentos de cierto estiramiento. La conversación se inicia y se mantiene entre el visitante y la señora mayor. Aquél es el novio de Lolita, pero entre los prometidos, sólo hay furtivos cambios de mirada, después del apretón de manos con que se comunicaron la efusión de sus almas. Y pasan los años. En aquella Lolita del lejano romance, veo a la madre que repite en el viejo salón la misma escena, y a la vuelta de más años, aquélla es ya la abuela agobiada bajo el peso de un largo vivir y que al toque de Ángelus se pone en pie, se santigua y reza alabando a Dios y pidiendo su bendición para el hogar del que muy pronto va a partir...

Pero no ya suspiros de enamorados tiemblan ahora en el salón. Una gran congoja lo conmueve. Doble fila de cirios lo alumbran lúgubremente. Vélase allí un muerto -¡cuántos, cuántos, Dios mío, en el transcurso de siglos!- y junto a él llora su viudez la esposa o su orfandad el grupo de hijos -que fueron siempre muchos los hijos nacidos en la casona- o su esperanza malograda la madre cuyo niño yace yerto. Viejo salón que ya no existes, pero que yo reedifico y veo en todos los detalles de la vida familiar -¡cuántas mudanzas vistes sucederse, y cuántos ecos contrapuestos, de alegrías y tristezas, de risas y lágrimas, guardaste en tus rincones hasta el día en que tus paredes viniéronse abajo! ¡Cuántas veces, mientras entre tus cortinados se animaba la tertulia con el chisporroteo de algún ánimo ingenioso, por las ventanas llegó el tumulto de la pendencia colonial bullente en la penumbra de la calle! ¡Cuántas veces la conversación fue entre tus muros interrumpida por el ruido de armas de un piquete del Dictador Francia, que pasaba cortando siniestramente el silencio de la noche, en el terror de aquellos días, para cumplir alguna trágica misión! Ruido de armas... Veo a las abuelas acurrucarse miedosamente en los grandes sofás, mientras ponen el oído atento al escalofriante rumor que pasa. ¿Se detienen? ¡Virgen Santa, si vendrán a casa! Se oye en el salón el latir de los corazones. Alguien se arriesga a sacar la cabeza por un balcón para aguaitar recelosamente. El piquete no se ha detenido. Allá va, calle abajo, a golpear quien sabe en qué puerta señalada por el rigor del déspota para dar entrada a su venganza. Vuelve la calma, pero nadie dice una palabra; todos callan, porque el espanto de la época sella los labios, hiela la confianza y se cierne en una angustia de muerte sobre la ciudad y los hogares.

Y de nuestra pasada guerra -la de 1865- ¿qué me dice el viejo salón que mis remembranzas reconstruyen? ¡Ah, cuántos días de dolor, de angustia, de  lágrimas y duelos! Allí, entre esas paredes, el novio que marchó a la pelea hizo su visita postrera y, con anuencia de la madre, puso sobre las mejillas de la prometida el beso que no habría de repetir. Allí se rezaron las novenas por el padre, el esposo, los hijos y hermanos que cayeron en las batallas y que allá lejos yacen para siempre en ignoradas sepulturas. Desde esa ventana las mujeres y los niños que en la casona quedaron, dieron el último adiós de su desesperanza a los que el huracán de la guerra se llevaba. Y un día, el más triste de los días, ese salón se cerró y las damas que en él ejercían el señorío de su gracia salieron de la casa, abandonaron la ciudad y marcharon sin destino, en éxodo fabuloso a través de su infortunio. Salón de la vieja tradición familiar que no existes -¡con cuánta realidad se levantan tus muros caídos y en las ventanas se agitan los cortinados movidos por la brisa de la tarde, y del amplio ruedo de butacas álzase el romántico rumor femenino de tres siglos de tertulias!

¿Y lo que fue comedor de la casona? Humea la sopa en la ventruda sopera y la lámpara pendiente del techo esparce su oscilante luz roja a través de la pantalla. Todos están ya en torno a la mesa. En una y otra cabecera el padre y la madre; junto a ésta los hijos más pequeños. Siéntese en el ambiente el abrigo de un dulce y perfumado calor de familia. Imagino que afuera llueve y hace frío, y que el ver caer la lluvia a través de los cristales acentúa el bienestar hogareño. Antes de empezar la cena, el  padre bendice la comida, después de santiguarse devotamente. ¡Qué encanto el de esas modestas colaciones, hechas en la santa paz de la familia! La madre y las hijas entran cada día en la cocina a practicar sus destrezas y el padre y los hermanos alaban complacidos el sabor de los manjares. Que así fueron las abuelas: tan señoronas en el estrado brillante, como expertas en las obscuras faenas de la casa, a las que ponían mano con acendrado deleite que florecía en la perfección de un plato, en el primor de un tejido o en el esmero de una costura.

¡Caserón de los abuelos! La tradición de la ciudad en cuya página más lejana yérguese tu amplia fábrica, parecía haberse refugiado entre tus paredes, cuando las cosas y las gentes sufrieron las tristes mudanzas de los tiempos. Por sobre tus muros emergía un romántico perfume de leyenda. Un grano de incienso parecía arder y levantar su llama perfumada al pie de la Santa Imagen, en la alcoba penumbrosa de donde volaba el eco de una prez. El paso de las muchas generaciones que en tus aposentos nacieron y vivieron resonaba bajo tu imponente tejado, y en tu acera vagaba un eco del pasar ansioso de los galanes que acechaban en tus rejas voladas la gentil presencia deseada. Yo miro tus ruinas, caserón de mis abuelos, y sólo veo tu vieja estructura intacta y oigo en tu corredor y en tus salas las voces familiares que silenció la muerte...

 

  EL VIRREY QUE SE ENAMORÓ DE LA "BELLEZA ASUNCEÑA"

La imagen de aquella lejana abuela mía quedárame grabada en el espíritu por el misterioso buril de los ensueños que ella misma suscitaba. Soñaba con esa imagen, dormida y despierta, fascinada por cuanto sobre su belleza singular y su noble señorío oía frecuentemente hablar a las viejas señoras de mi familia, en el multisecular caserón solariego de la calle de la Ribera.

Llamábase María Magdalena Iglesias aquella tatarabuela de mi madre, y era hija del capitán don Juan Bautista Iglesias y de doña María Ángela Fernández de Balenzuela, por quien descendía, a través de cinco generaciones nacidas en hogares santificados por Dios, de doña Clara de Guzmán y de su esposo el capitán don Alonso de Rojas Aranda, siendo doña Clara «hija legítima de doña Blanca Riquelme de Guzmán y de su esposo el capitán García de Benegas, hija esta doña Blanca del capitán don Alonso Riquelme de Guzmán, sobrino de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y de su esposa doña  Úrsula de Irala y nieta, por consiguiente, del conquistador Domingo Martínez de Irala».

Complacía mucho a mis sentimientos de familia el clarísimo linaje de esa directa ascendencia mía, con el que entroncaban las casas que ganaron lustre en la conquista del Paraguay y que ocuparon el primer plano en su proceso histórico; pero, he de confesarlo, lo que más me seducía en la lejana abuela era la extraordinaria belleza y el singular señorío digno de su casta que la tradición constante le atribuía.

Un día le pregunté, a una de mis tías, que a pesar de sus muchos años conservaba fresco el romanticismo de un grande y definitivo amor frustrado, a cuyo culto consagrara su vida, según lo narre en una página de Tradiciones del hogar.

 -¿Será verdad que la abuelita María Magdalena fue tan hermosa como ustedes la pintan al recordarla?

Y esa tía mía, doña Antonia Carísimo Jovellanos, me agradeció, no lo dudé, la ocasión que mi pregunta le daba para solazarse en la evocación de su legendaria, bisabuela.

-¿Qué si era tan hermosa y gentil como te la pintamos? Lástima grande es la pérdida de su retrato pintado al óleo, que nos acarreó nuestra dolorosa peregrinación en los días de La Residenta, cuando la guerra del 65, retrato en el que tú habrías admirado la más peregrina figura de mujer. Yo alcancé a oír de labios de viejos antepasados la pintura de la abuela María Magdalena hecha con palabras de las que desborda la admiración. ¿No te he contado acaso el episodio del Virrey que se enamoró de ella?

-Sí; te lo he oído contar, pero deseo que me lo cuentes otra vez.

Mi deseo le proporcionaba un placer, porque aquella santa señora, que ya había sobrepasado los ochenta años, sentíase feliz cuando se sumergía en la dulce atmósfera del ensueño a que la llevaban sus románticos recuerdos.

Y habló así:

-Fue cuando mi bisabuela María Magdalena pasaba en Buenos Aires una temporada junto a deudos que allí tenía y en unión de sus padres. Ya su hermosura se había hecho notar en la capital del Virreinato y solían llamarla «la belleza asunceña». No te hablaré de los muchos galanes que suspiraron allá por ella y a los que ella hubo de desilusionar, pues su viaje a Buenos Aires había respondido liada menos que a prepararse para su próxima boda ya concertada en Asunción. En una suntuosa fiesta que se dio en los salones del Fuerte, que era el palacio virreinal, el Virrey no pudo poner recato a su admiración por «la bella asunceña», y se la hizo presentar o mejor dicho se le presentó él mismo con grave falta a las reglas del protocolo. El padre de la niña comprendió la situación y con tan extrema cortesía como inquebrantable firmeza decidió en el acto retirarse. María Magdalena estaba ya destinada a ser esposa del Alférez de navío de la Real Armada y Regidor de la Asunción don Bernardo de Haedo y Escajadilla, a quien la niña debía, por lo tanto, el respeto de no incurrir ni en la más leve sospecha de coquetear con nadie, respeto del que su padre era severísimo mantenedor.

Hizo la amenísima narradora una de las pausas que habituaba hacer para avivar el interés de sus oyentes por sus relatos; y yo, que conocía esta ingenua gala de su arte de cronista de los viejos tiempos, la complací con la consabida incitación:

-¿Y después, tía Antonia?

 Ella gozaba ya, reproduciendo en su mente la escena que iba a contarme. Y tras de breve pausa prosiguió:

-Ya señalado el día del retorno al Paraguay, un domingo acudió abuelita María Magdalena con sus padres a la Misa Mayor que se celebraba en la Santa Iglesia Catedral y en la que un hermano suyo, sacerdote, había de oficiar como diácono. Por ser el capitán Iglesias cabildante de la Asunción le fueron reservados, a él y a su esposa e hija, asientos especiales en el presbiterio. El templo congregaba a toda la sociedad empingorotada de Buenos Aires y era un fulgor de ricas mantillas con sus peinetones y de joyas y bandas que proclamaban el señorío del concurso. El Señor Obispo aguardaba al pie del altar al Virrey para recibirlo en cuanto éste pusiera los pies en el presbiterio y de la calle llegaban, medio apagados los acordes con que fuera saludada la presencia del delegado del Rey. Un rumor alteró de pronto el silencio del recinto en la profunda religiosidad de los feligreses y todos los presentes pusiéronse de pie. Por el rojo caminero tendido en la nave central el Virrey avanzaba hacia su estrado, rutilante de oros, rasos y condecoraciones. Las miradas estaban fijas, como saetas en su majestuosa y bizarra figura. De pronto, ya en el presbiterio y cuando el obispo avanzaba a saludarlo, el Virrey se detiene apartando los ojos del altar mayor y fijándolos en el grupo de la familia del capitán Iglesias. En seguida se desvía resueltamente de su camino, sin reparar en el estupor que su actitud provoca, se aproxima a dicho grupo, saluda al capitán y a su esposa y enfrentando luego a María Magdalena, le tiende la diestra, toma la mano que la niña le ofrece a su reclamo y se la besa, curvando su figura en una profunda reverencia cortesana...

-¿Y después, tía Antonia?

-Dice la tradición familiar -agregó la dama- que nuestro antepasado el altivo capitán Iglesias se retiró de la Catedral antes que el osado Virrey tuviera tiempo de ocupar su estrado que estaba situado precisamente frontero de los asientos de la familia asunceña, mientras que un murmullo de asombro ahogaba las primeras notas del órgano en el coro.

 Y paladeando su jubiloso orgullo de raza concluyó así mi anciana tía:

-No dudarás ahora de que haya sido extraordinariamente hermosa aquella dama cuya sangre llevamos tú y yo en las venas...

-Y de cuya hermosura tiene usted, tía, rastros que no desdicen su linaje -dije yo diciendo la verdad, pues era bien hermosa esa mi tía Antonia Carísimo Jovellanos cuyos ojos eran todavía, en su muy alto vivir, dos resplandecientes luceros y cuyo donaire traía reminiscencias de los antiguos estrados...


 

JUNTO A LA REJA

 

La temperatura de aquella noche de diciembre era sofocante, y mi tía Antonia Carísimo Jovellanos, apagando la lámpara, abrió la ancha ventana de su cuarto.

 -Nos alumbraremos con la luna -dijo; y asomándose al patio, aspiró con deleite el aire cargado de fragancias.

En el rectángulo de luz dibujado sobre las vetustas baldosas por la luna, destacaban sus arabescos las artísticas rejas de madera primorosamente labradas. Esas rejas maravilla del arte colonial, acaso única en su género, existen aún en la casa de mis abuelos, la vieja casa todavía en pie a través de tres largos siglos, y en la que me parece ver refugiadas, tristes en el olvido a que las condena la ciudad nueva, las románticas memorias de la Asunción de antaño. El desconocido artífice que talló esas joyas dio vida en ellas a un sueño de fantásticas quimeras, infundiendo un espíritu vibrante a la materia.

El amplísimo corredor sobre el cual se abrió la ventana encuadraba el patio, cuyas viejas losas rotas y gastadas hablan hasta hoy de las incontables lluvias y de los largos soles ardientes que las resquebrajaron y patinaron. En la época que me pongo a evocar el caserón no estaba aún ruinoso, como empieza a estar actualmente. Retoños jóvenes de la antigua familia, que confundía los recuerdos de su origen con las crónicas de la fundación de la ciudad, florecían en la casona solariega blasonada de historia e idealizada de leyenda.

¡Las historias, leyendas y tradiciones! ¡Cuánto las amaba yo y con qué fuerza sugestionaban ellas mi alma soñadora! Sabía yo que entre esos recios paredones se había amado y sufrido mucho, y que damas y señorones allí nacidos tuvieron algo que hacer en la vida de la ciudad de los viejos tiempos.

Aquella anciana tía, bajo cuya cabellera blanca un rostro de Madonna guardaba las huellas de una notable belleza, tenía una historia guardada en lo más recóndito de su recuerdo: una triste y dulce historia de amor que jamás franqueara sus labios. Anciana por su mucho vivir, pero juvenil por su espíritu triunfante de los quebrantos y azares de la existencia, tía Antonia aromaba de romanticismo el secular caserón y con su sonrisa y con su porte ponía en sí misma una gracia llena de melancolía.

Nunca quisiera ella hablarnos de su historia; impedíaselo el cándido pudor de su recuerdo. Pero esa noche, la penumbra discreta de la luna blanca y el aroma intenso del jazmín mango, que en el centro del patio se erguía empenachado con los magníficos ramilletes salmón-rosa de sus flores, fueron, quién sabe por el sortilegio de qué evocación, cómplices decisivos de mi curiosidad hasta entonces resistida.

Y la historia brotó de los labios que fueran tan inútilmente bellos y que guardaban la tristeza amarga y doliente del beso que no dieron ni recibieron jamás...

Gallardo mozo fuera él. Conociéralo al salir de oír misa en la Catedral, aquel Jueves Santo que fue el último que se celebró con la pompa tradicional antes de estallar la guerra. Apuesto, distinguido, vivo de imaginación, galante en las maneras y en el decir, la niña prendose en seguida del mancebo.

-Sentí -dijo la dama- no alegría, sino un deslumbramiento que fue como un estallar de ilusiones en mi alma, seguido de un misterioso terror ante el misterio que se abría en mi corazón. Lo quise apasionadamente y, correspondida por él, el tiempo perdió para mí su medida, a la vez que la vida cobró un nuevo e inefable sentido a mis ojos. Los días se acortaban en el arrobo de una sonrisa fugitiva, tal como se alargaban en la eternidad sombría de una tarde en que no oyera resonar su paso en mi acera.

En casa de nuestros parientes, los Haedo, estuvimos por primera vez juntos, y la visión de aquel atardecer la tengo en las pupilas, tal como las palabras que me dijo resuenan dulcemente en mis oídos, a pesar de que han pasado tantos años, tantos...  Cuando nos separamos ese día, comprendí que yo le había dado toda, toda mi vida, y que era suya para siempre, irremisiblemente suya. Y lo fui...

Suspiró tía Antonia, sacudida por la evocación de sus recuerdos, guardó un largo silencio y luego continuó:

-Nos veíamos todas las tardes, al pasar él por nuestra calle. Le acechaba yo desde ese balcón que da sobre la calle de la Ribera y cuando Salvador -que así se llamaba él- aparecía a pie o a caballo, sentía en mi alma encenderse todos los fulgores del sol más bello. Me pidió y fuimos novios. Renuévase en mí el temblor con que le vi llegar a hacer su primera visita, con la solemnidad que era de rigor en aquel tiempo. Lo veo avanzar, un poco pálido por la emoción, aunque iluminado su rostro por una sonrisa, ante el estrado donde mi madre le acogió afectuosamente. Toda la familia hacía acto de presencia en el salón, y Salvador se ganó la voluntad de ancianos y jóvenes porque para unos y otros tuvo durante la velada alguna palabra oportuna o amable.

Y empezábamos ya los preparativos para la boda próxima, cuando caí enferma de cierto cuidado. Luché entre la vida y la muerte durante largo tiempo, y devorada por la fiebre me sumergía en el horror de una pertinaz pesadilla. Era un camino a través de sombras y Salvador se marchaba por él, sin volver la cabeza, desoyendo las imploraciones angustiosas conque yo le llamaba a mi lado. Se iba, se iba sin que yo pudiese atajarlo, sorda su crueldad a mis lamentos. Despertaba sollozando en un grito, y sólo podía volverme a la realidad, en la casi inconsciencia de la fiebre, el ver junto a mi lecho a Salvador, que fingiendo sonreír mientras lloraba, me colmaba de cariños y hacía burla de mi pesadilla.

Estigarribia, el médico de casa, y más que médico amigo celosísimo, impuso mi salida al campo para procurarme un pronto restablecimiento. Defendime cuanto pude no queriendo separarme de Salvador, pero hube de resignarme y una mañana vi llegar a casa el carretón de altas ruedas, con cortinillas de terciopelo granate y acojinados asientos dispuestos para servir de cama, que había de llevarme a la lejana estancia misionera, donde con mi hermana mayor, cuyas ternuras fueron de madre para mí, pasarla una temporada imprecisa.

Subiéronme, mas que subí al vehículo, quebradas mis fuerzas por el dolor de la partida. Salvador a caballo, hízome compañía hasta las afueras de la ciudad, y cuando le vi volverse, envuelto en una nube de polvo, no sé qué presentimiento renovó en plena lucidez de mi espíritu la pesadilla febril que tanto me hiciera sufrir en los días de mi enfermedad. Por un camino entre sombras, Salvador se iba, se alejaba, se perdía para mí, insensible a los latidos de mi corazón que le llamaban...

* * *

 Ni la cariñosa acogida que hallé en la estancia donde todas las voluntades pusiéronse sin tasa a mi servicio, ni la belleza del campo, ni las mil distracciones con que todos trataban de alegrarme pudieron sacarme del doloroso abatimiento en que la separación de Salvador me sumergiera. Pasaron quince días, pasó un mes y luego otro y otro más, sin que me llegase una letra de mi novio, y eso que en el transcurso de todo ese tiempo, más de un enviado llegara de la ciudad en busca de noticias mías. Yo sufría y callaba. Por complacer a los míos iba sin oponer resistencia adonde querían llevarme para proporcionarme halagos y distracciones: a las yerras, a las tareas, a las moliendas, a las esquilas, pero a todas partes llevaba, muy escondido, mi orgulloso dolor. Me cortejaron jóvenes y apuestos estancieros que se disputaban mi mano. La frialdad de mi indiferencia les hizo ver muy pronto que nada podían esperar de mi corazón.

Y entretanto, a veces yo me preguntaba: ¿por qué no le escribí para pedirle cuenta de su silencio? ¿por qué sobre la inmensa llamarada que me devoraba el corazón puse la ceniza de mi helado orgullo? De silencios así están hechos muchos trágicos destinos...

Hasta que, cierto día, uno de mis parientes, Teo, trájome de la ciudad una carta de mi prima María Antonia Egusquiza. La abrí con el pavoroso temblor de un presentimiento triste. Después de darme minuciosos informes sobre mis hermanos y diversas circunstancias de la vida de mi familia,  María Antonia me ponía este párrafo: «aquí es voz corriente que te casas con un estanciero, joven y apuesto, por lo que te felicito».

Fue aquello como si el mundo se desplomase a mis pies. Hízose la luz en mi entendimiento y lo comprendí todo. Sí, comprendí que mi ilusión había naufragado; vi mi sueño desvanecerse entre las sombras de un camino por el que Salvador se alejaba irremediablemente de mí.

Nadie me vio llorar. Nadie oyó una queja salida de mis labios. Pasaba las noches atormentada en el infierno del insomnio, retorciéndome, llorando a mares, anhelando la muerte; pero al salir de mi cuarto aparecía serena y sonriente por un esfuerzo de mi orgullosa voluntad. En este estado de ánimo recibí, poco después, la noticia terrible: Salvador acababa de casarse con una de mis primas, Dolores.

Mi hermana mayor, una solterona cándida, adivinó en mi tristeza el drama que llevaba en el alma y procuró consolarme. Corazón, el suyo, que jamás fuera agitado por las pasiones, apacible como la inocencia misma, no podía comprender mi dolor. ¿Que un novio se marchaba? Pues puedes elegir el que más te guste entre los muchos festejantes que te rodean, me decía con la más cariñosa convicción, sin adivinar que mi duelo era definitivo. Y agregaba, tiernamente: ¿no eres hermosa y buena como pocas?

     Pero yo, herida sin remedio, cerré orgullosamente mi alma como un cofre, y allá en el fondo  de ella, donde nadie podía verlo ni presentirlo, siguió ardiendo inextinguible el fanal de mi cariño. Me había dado totalmente a ese amor, en un voto que era un juramento inviolable, y en el naufragio de mis ilusiones volví a jurar que sólo para su recuerdo viviría los años todos de mi vida...

Volví a la ciudad, ya restablecida del todo. Una vaga sombra de tristeza que velaba mis ojos, ahogó la alborozada alegría con que me acogieron en casa. Como si nada hubiera ocurrido, nadie me habló de Salvador, ni yo jamás le aludí en mis conversaciones. ¡Pero cuánta lágrima amarga regó la vieja reja confidente, esta misma reja tras la cual estamos ahora y que tanto poder de evocación tiene para mí!

Calló un momento tía Antonia, con los párpados entornados, como si a través de la reja contemplase las imágenes revividas de su relato. Yo la saqué de su silencio preguntándole:

-¿Y no volvió usted a verlo?

-Sí, dos veces volví a verlo. Se daba en el Club Nacional, el gran club de mi tiempo que, como has oído referir en las frecuentes remembranzas de familia, estaba instalado en la casa grande que ocupa hoy el Tribunal, en la calle Palma. Ni me pasó por la cabeza el ir en los primeros días de cundir la noticia de la fiesta, pero mis hermanas me convencieron de que no debía faltar. Por primera vez me hablaron de Salvador: «Debes ir, Antonia, por no darle el gusto de mostrarte quebrantada». Poderosa razón fue ésta para mi fiero  orgullo, y dejé que me preparasen el vestido con que había de asistir al sarao. María Antonia, tan buena siempre, lo eligió.

-Irás de manola -decidió-; ¡ya dirán los comentos que fuiste la reina de la fiesta!

Y fue un febril vaciar de los viejos arcones en busca de encajes, de sedas, de chales, de toda laya de adornos adecuados. De raso color oro era el traje y de terciopelo negro el justillo que cubría los hombros y los brazos. Tú has leído en «El Semanario» la crónica de aquel baile, en la que se dice que ésta tu tía, convertida por los años en sombra de lo que fue, mereció ser declarada reina de la fiesta...

-Sí, tía -le contesté-. «El Semanario» elogia mucho tu belleza en la crónica de la fiesta, la que suelo leer cuando tú andas con tu arcón revolviendo cosas de aquel tiempo, entre las que guardas el amarillento ejemplar del periódico.

-Es que puse en mi tocado una coquetería que hasta entonces nunca exaltara mi deseo de aparecer hermosa: coquetería de mujer burlada que anhela vengarse embelleciéndose a los ojos de quien no será ya su dueño. El fuego de mi orgullosa altivez encendíame las mejillas y ponía relámpagos en mis ojos. Fui una manola bizarra, arrogante y deslumbradora. Los que así me veían, ¡qué lejos estaban de imaginar el drama de mi corazón!

De pronto le vi venir hacia mí. Temblé toda, pero en seguida me sobrepuse a la emoción del encuentro. Me saludó cortésmente y me pidió una pieza. Vacilé, pero fue un segundo: el orgullo acudió en mi auxilio. Venciendo sollozos que me ahogaban, le tomé el brazo y salí a bailar.

¿Qué me dijo? No lo comprendí bien del todo, pero sí resonó claramente en mi alma un áspero reproche suyo.

-Parientes y amigos suyos me dijeron, Antonia, que usted se casaba en las Misiones...

-¿Yo?

Lo miré largamente, con miradas que debieron parecerle puñaladas, y sólo atiné a repetir:

-¿Yo?

Demudósele el rostro a él, me miró largamente con un aire de infinita sorpresa, y se estremeció todo. Y con voz trémula:

 -¿Fue obra de una intriga entonces, de una infame intriga?... -me dijo con los ojos nublados de lágrimas.

Sentí una loca alegría; alegría, sí, de que su desvío no hubiese sido olvido con que estafara mi cariño. Sentí reparado mi orgullo de mujer apasionada. Y cuando iban a flaquearme las fuerzas ante su dolor, con riesgo de enajenar mi secreto, el orgullo volvió a prestármelas para escapar de él, como escapé, sin que él comprendiese que aquella manola que se le apartaba ceremoniosa y fría, llevaba el corazón traspasado, aunque triunfante.

Horas después, cuando estuve en mi cuarto a solas con el tumulto de sentimientos e impresiones que se agitaba en mi pecho, lloré, lloré a raudales, pero algo de consolador tenía ese llanto. «¡No me olvidó, no me olvidó!», me gritaba el eco de su palabra temblorosa.

Y renové, entre sollozos, el juramento de seguir siendo idealmente suya... Y mi desesperación trocose en una suave melancolía, y el turbión desgarrante de mi llanto volviose un dulce llorar, embellecido por la ilusión intacta. Sin ir a un convento, enclaustré mi vida. Yo dejé el mundo a los veinte años floridos, porque mi corazón no sabía darse sino una vez y al darse definitivamente en su lealtad, como se diera, ya no podía recogerse jamás...

-¿Y no volvió a verlo más, tía Antonia?

Sacudió la blanca cabeza, que lo parecía más por el reflejo lunar que la empolvaba de plata, y los ojos maravillosos, que conservan a los setenta años toda la luz juvenil, nubláronse de lágrimas.

-¡Oh, sí, volví a verle una trágica tarde, la víspera de ser fusilado! Fue condenado a morir en aquellos horrorosos días de la guerra y él, al ser conducido al lugar del suplicio pidió que le hicieran pasar por casa. Le estoy viendo aparecer por esa calle de la Ribera, por donde tantas veces pasara bajo mi balcón su apostura y su rendimiento. Venía en cuerda de presos, poblado de barba el rostro, doblado el continente, vencido el mirar de su pupila. Lo adiviné, más que lo reconocí, porque sus ojos se clavaron en el balcón de los dulces recuerdos. Sentí su despedida como si la recibiera entre sus brazos y no salí a gritarle entre sollozos mi adiós supremo porque recordé que, aún cuando yo era suya, él no era mío...

 

LA ÚLTIMA SALIDA DEL DICTADOR

 

¿Imaginó alguien, aquella tarde, que la ciudad de Asunción presenciaba la última salida del Dictador del Paraguay, don Gaspar Rodríguez Francia? Era hermosa esa tarde del 24 de agosto de 1840. Templada por un tibio sol que anticipaba jubilosamente la primavera, clara y vibrante de reflejos de cristal, el Supremo decidió aprovecharla para dar el acostumbrado paseo del que durante varias semanas le privara el recrudecimiento de sus achaques.

Poco después de la siesta, los vecinos vieron pasar por la calle del 14 de mayo el caballo moro del Dictador, cuidadosamente conducido del ronzal por un milico que montaba un tordillo en pelo y con un tiento embocado a guisa de rienda. Al paso de la famosa cabalgadura, la gente comentaba en público el suceso, con expresiones convencionales:

-Loado sea Dios por haber tornado la salud a Su Excelencia, según se echa de ver...

Como queda dicho, hacía varias semanas que Su Excelencia permanecía recluido e invisible en su morada. La prolongada reclusión y la coincidente frecuencia con que le visitaba el médico Estigarribia, eran los únicos indicios reveladores de su enfermedad, sobre la cual sus allegados guardaban misterioso silencio. Con no menos misterio trataba el médico Estigarribia de recatar sus pasos cuando se dirigía a ver al Dictador, pues no mediando prevención de urgencia, alargaba el camino con cautelosos rodeos para despistar a los curiosos y aun elegía horas en que las sombras embozasen sus idas y venidas.

Por eso, cuando se vio aparecer el conocido caballo del Supremo, los vecinos dieron en suponer que Francia hubiese sanado. La novedad se transmitió en seguida, de calle a calle y de barrio a barrio:

-Su Excelencia va a salir...

Y la gente se puso en acecho.

Un sargento de la Escolta, armado de sable y carabina y provisto de un largo teyuruguái, apareció minutos antes de las cuatro en la esquina inmediata a la casa del Dictador, donde se situó para vigilar la calle, a la vez, que para anunciar, con su sola presencia, que el Supremo se disponía a salir. Ya se sabía lo que era necesario hacer ante este anuncio.

Las puertas y ventanas de las casas del trayecto habitual del Dictador cerráronse con silenciosa presteza. Los transeúntes desaparecieron. Dos batidores con tercerola, pistola y sable, avanzan ahora y llenan la calle desierta con la medrosa sensación de la inminente presencia del todopoderoso señor de vidas y haciendas. Si alguna puerta o ventana ha quedado sin cerrar hasta ese momento, el asomo de los batidores acucia a los descuidados a corregir su retardo, así como también mueve a algún desprevenido que anda por allí a desaparecer como mejor pueda y con la mayor rapidez. Cierto rapaz inconsciente que ansioso de observar se aplasta en la calzada contra las altas aceras, no demora en escurrirse como una lagartija cuando, en la soledad, resuena el grito anunciado de aquél cuyo paso lleva el miedo por heraldo:

-¡Chaque, el Caraí!

Aparece el Dictador, montado en el moro cuyos cascos se hunden en el mullido arenal de la calle. En vano trata aquel de erguir el busto, como lo irguiera soberbiosamente hasta no hacía mucho, sintiéndose dueño de cuanto le rodeaba y dueño también de sí mismo. Lo primero éralo todavía, por imperio del terror; pero dueño de sí mismo bien se echaba de ver que una grave dolencia no le dejaba serlo...

A través de agujeros e intersticios, los vecinos le veían pasar, desde sus escondites tras de puertas, ventanas y muralla. Aquella tarde el Supremo parecía muy avejentado y abatido. La cabeza doblábasele sobre el pecho arqueado. En sus miradas asomaba una inquietud pavorosa y obstinada. No había, no, en las pupilas del jinete aquella fiereza relampagueante que pareciera un haz de rayos fulminadores; habíala reemplazado una vaguedad como de fiebre, una ansiedad pavorida como de presentimiento.

Esgrimía Su Excelencia en la diestra el látigo inglés tan característico de su equipo de montar, pero no lo blandía, y el moro, acostumbrado a que su jinete se lo hiciera sentir con leves golpes en el pescuezo, volvía una y otra vez la cabeza como para inquirir el inusitado ocio de la fusta. El frac de galoneadas bocamangas y el pantalón de color de almendra que revestían su figura, denotaban, con su holgura excesiva, la fuga de las carnes devoradas por el mal. Aquella tarde completaba la indumentaria del paseante una prenda nueva: una capa colorada, que el médico le aconsejara echarse sobre los hombros en previsión del relente.

Desde los escondrijos y bajo el asombro de los ojos, los labios de los que espiaban musitaban comentarios al paso de la comitiva:

-Su Excelencia está muy decaído... Grave parece ser su dolencia...

De pronto, el Supremo exhala un grito que paraliza, detrás de muros y puertas, el corazón de los que espían su paso. Los soldados de la escolta detienen bruscamente la marcha, pero reaccionan en seguida, temerosos de irritar al amo con su sobresalto, y reanudan el impasible andar. Hace [41] días que desde los corredores de la Casa de Gobierno ellos oyen gritar a solas a Su Excelencia, como en transportes repentinos de desvarío.

-¿Oyes? -cuchichea en los agazapos una voz- ¿Oyes? Habla a solas. Y mira en torno como un alucinado...

Calle de la Ribera abajo. A medida que corro la noticia de que Su Excelencia ha salido, se espesa más y más, en la soledad, una atmósfera de miedo; y el silencio, en pleno día y bajo un sol luminoso, parece vibrar de angustia. El sargento que hace de avanzada y a quien se ha confiado la ruta, dobla por la calle de la Encarnación arriba, y en pos suyo hacen lo mismo sucesivamente los batidores, el Dictador y la pequeña escolta.

Un recuerdo parece excitar a Francia al penetrar en la calle de la Encarnación, pues sofrena la cabalgadura, revuelve hoscamente la mirada y alza el incoherente monólogo de su voz. ¿Se le representa, acaso, la escena aquella del Santísimo? El suceso le ocurriera poco antes de caer enfermo. ¿Lo recuerda con terror?

Al declinar la tarde de cierto día, por el alto veredón de esa calle, el padre Favio conducía el Viático con el debido séquito de monaguillos y creyentes cuyo rezo se elevaba entre los metálicos plañidos de la campanilla ritual. Un moribundo, cerca de allí, esperaba la Divina Visita para confortarse con ella en el tránsito supremo. El son de la campanilla, las luces de los velones y el coro doliente de las plegarias en el desmayado crepúsculo, asustaron al caballo del Supremo que acababa de doblar la esquina. Un bote de la bestia, que casi da en tierra con el jinete; una iracunda imprecación sacrílega, que hiela de espanto a cuantos la oyen; unos soldados que se arremolinan en la calzada, sin saber qué hacer entre el furor del amo y el respeto que el Santísimo les inspira...

Callan los rezos y calla la esquila. De las manos temblorosas caen los velones. El padre Favio y los de su séquito vuélvense sorprendidos y ven que el jinete es el Dictador. Huyen los fieles y los monaguillos. El sacerdote, no menos aterrorizado, alza en silencio el copón que atesora la Sagrada Forma... Francia sigue blasfemando y, en el arrebato de su ira, blande el látigo sobre el espanto del clérigo y la majestad del Santísimo...

El Supremo parece evocar aquella escena al pasar esa tarde por el sitio donde ella acaeciera. Y tiembla, sí, tiembla... ¿Conturba su ánimo el recuerdo de su sacrilegio, ahora que le invade y acobarda la premonición de la muerte próxima?

Calle arriba, por entre tapias y a la traviesa de huecos en los que la espesura de los matorrales aguza la vigilancia de la custodia. Y, a poco andar ya, el Dictador llega al Cuartel del Hospital, meta invariable de su paseo.

* * *

Viéronle los vecinos del trayecto regresar con desusada premura. En el cuartel debió de llamar la atención la cortedad de su permanencia. Ni se preocupó allí de los mil detalles que en cada una de sus visitas hacían minuciosa y severa su inquisición, ni trepó a la azotea, como solía hacerlo siempre para solazarse en la contemplación del panorama de la ciudad ceñida por su río, vigilada por sus cerros, decorada por la fronda de sus naranjales y, en medio de tan serena belleza, rendida medrosamente a su albedrío. Apenas reposó unos momentos, sin hablar y sin oír al capitán Pereira, Jefe del Cuartel, que pretendía temblorosamente darle su parte reglamentario.

Volvió a subir con dificultad a caballo, sin que nadie osase ofrecerle ayuda por temor a que tal solicitud le irritase. Sólo la paciente mansedumbre del moro evitó que el cuitado se deslizase hasta dar con su cuerpo en tierra. Los oficiales le vieron partir sin cambiar palabra entre ellos, y esquivándose los unos a los otros las miradas, por no ser sorprendidos en la revelación de lo que pensaban...

De vuelta pasó más deprimido que momentos antes. A pesar de la tibieza de la atmósfera, parecía aterido. Los soldados de la escolta le miraban de soslayo, poseídos de miedo porque le oían de continuo hablar a solas y dar frecuentes gritos entre ademanes convulsos. Otra vez las puertas y ventanas se cerraron; otra vez un silencio y una soledad de muerte se adensaron en la calle. Cada eco que dejaba en pos de sí el Supremo, parecía repercutir en su propia alma como una despedida. ¿Presentía Francia que esa salida sería su última aparición en la ciudad abismada por su mano en un marasmo de terror en el que hasta las dulces guitarras callaron?

A medida que la comitiva desfilaba, las puertas y ventanas se reabrían, una tras otras, sin ruido, cautelosamente; y los vecinos se asomaban, como a hurtadillas, y la vida recobraba su mísero aliento amordazado. En la intimidad familiar, todos comentaban el decaído estado en que acababa de mostrarse el Dictador; pero de unas casas a otras, a lo largo de las aceras o a través de las calzadas, el miedo desataba congratulaciones hipócritas «por haber Dios devuelto la salud a Su Excelencia».

De regreso en su morada, Francia echó pie a tierra junto a la gradería que daba acceso al ancho y alto corredor de la casa. Examinó atentamente su caballo favorito, acariciándolo con una palmada, y luego se encaminó con paso moroso a la galería del frente norte del edificio. Una vez allí pareció entablar un diálogo entre su intimidad atormentada y cada una de las cosas que le rodeaban. A pocos pasos alzábase el naranjo de la tenebrosa tradición, en torno del cual parecían vagar los espectros imprecadores de los que a su sombra fueran inmolados por el implacable rigor del Dictador.

¿Remordimientos?

¿Lo estremecía el misterio del más allá, a cuya sombra se sentía marchar, y ante el cual de nada le serviría su omnipotencia en la tierra?

Dio voces, encarándose con el naranjo, cuya comba ceñían ya las primeras sombras del crepúsculo. ¿A qué voces contestaban las que salían de sus labios temblorosos?

Luego, marchó a su habitación y se encerró en ella. Y esa misma noche empezó a quemar papeles, con un afán obstinado y prolijo. Leía cada manuscrito antes de darlo a las llamas, y a veces quedábase como sumergido en los recuerdos que su contenido le traía. Una noche la fiebre superó su energía y el fuego de un papel caído de sus manos, en un minuto de letargia, se transmitió a unas telas y produjo un incendio en la alcoba.

* * *

El médico fiel no se movía ya de junto al poderoso señor a quien la muerte cortejaba. Un día, Estigarribia salió del aposento donde se consumía su amo, en puntas de pie, agarrándose la cabeza, sobrecogido y misterioso... Sólo un vago ademán suyo sirvió de respuesta a quien, ante la rareza de su actitud, osó interrogarlo. Y ese ademán se difundió en aquel ámbito sombrío, revelando a todos lo que acababa de suceder, sin que nadie se atreviese a expresarlo con palabras...

Una tras otra, las mulatas de la casa fuéronse arrimando a la puerta del cuarto de Su Excelencia, y alargaron la cabeza, las que estaban detrás, sobre los hombros de las que estaban delante, para mirar hacia el lecho del amo. Ni una palabra... Ni siquiera la señal de la Cruz...

Sólo el viejo terror, reavivado ahora en superstición alucinante, hablaba en el fondo del corazón  de aquellos seres. ¿Muerto? ¿No volverá a levantarse para descargar su ira sobre ellas, al verlas allí, espiando su yacencia, él que nunca les permitió mirarle cara a cara? ¿Muerto, muerto de verdad?

Una de las mujeres atreviose, al fin, a avanzar, después de larga vacilación. Se acercó y rozó con sus dedos una mano del Supremo que colgaba, exangüe y yerta, al costado de la cama. Sintió al contacto la gelidez de la muerte, y sólo entonces, ya convencida, y asegura de que aquel cuerpo no se incorporaría, dobló las rodillas, gimoteó con fuerza y se santiguó respetuosamente ante la muerte...

Era el 20 de septiembre de 1840

 

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