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LUIS MARÍA MARTÍNEZ (+)

  EL LIBRO DE LAS LETANÍAS 1973-1995 (Poesías de LUIS MARÍA MARTÍNEZ)


EL LIBRO DE LAS LETANÍAS 1973-1995 (Poesías de LUIS MARÍA MARTÍNEZ)

EL LIBRO DE LAS LETANÍAS (1973-1995)

Poesías de LUIS MARÍA MARTÍNEZ

 

Edición digital: 

EL LIBRO DE LAS LETANÍAS (1973-1995)

Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002

 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay)],

Editorial Arandurã, [1996].

 

 

«... La verdad, de por sí inofensiva, se convierte en agresiva y revolucionaria para el mundo de mentiras, de injusticias, de hipocresías. Esto es lo que está pasando. Decir la verdad es revolucionario, subversivo contra los amigos y los usufructuarios de la mentira egoísta».

 

 

 

Comunicado del Arzobispado de Asunción, julio de 1986).

 

 

 

 

A mi pueblo aprisionado,

   
 

herido y flagelado, que

   
 

forcejea y marcha hacia

   
 

adelante, a pesar de la fuerza

   
 

bruta que trata de someterlo

   
 

por el miedo y las

   
 

humillaciones.

   
 

 

 

Por todos los apaleados, por las cabezas rotas, los desheredados, los simples, los oprimidos...

Por los que escupen sangrientos pedazos de dientes en silencio en las salas...

Por los que ostentan cicatrices, los que cojean, por aquellos cuyas tumbas anónimas se cavan en el patio de la cárcel y se les nivela la tierra antes de amanecer y se les echa cal.

Por los asesinos de una sola vez...

Por los que logran escapar milagrosamente al destierro y a la vida errante, lejos, por los que viven en cuartuchos de ciudades extranjeras y recuerdan todavía la patria...

 

LETANÍA de Stephen Vincent BENET  (1898-1943), poeta norteamericano

 

 

 

A RICARDO ROBLEDO PÉREZ,

ejemplo de calidez humana, rectitud y patriotismo.



 

 

TODOS LOS DÍAS EL PUEBLO

 

 

¿Que todo esto es viejo?

   
 

Ya lo sé.

   
 

... Y por viejo y habitual que esto sea,

   
 

no deja de ser intolerable.

MÁXIMO GORKI

   
 

 

 

 

 

               



 

 

 

 

ROGATIVAS

 

(Del pueblo a la historia)

 

 

1

 

 

-Haz que me den pan todas las casas,

   
 

haz que me den albergue en los caminos,

   
 

haz que me pongan agua en los vergeles:

   
 

-que ya no me persigan los gendarmes,

   
 

que cese ya el país de las serpientes.

 

 
 

-Haz que me torne en pueblo con sentido...

   
 

para entender de cosas capitales.

   
 
 

 

 

2

 

 

-Que ya no existan feas catacumbas,

   
 

listas de prisioneros maldecidos,

   
 

cuescos de policías por la noche,

 

 
 

alaridos feroces en los cepos...

   
 
 

 

 

3

 

 

-Haz que no existan más los calabozos.

   
 

-Haz que mueran por siempre los vampiros.

   
 
 
 

 

 

EL MURO DE LOS LAMENTOS

 

 

Y llegan ante el muro de los lamentos:

     
 

hombres llagados, perseguidos, yertos,

     
 

obreros, campesinos y troperos,

     
 

escritores, poetas...

     
 

¡el pueblo en fin, que mueve este país,

     
 

con sus manos, su verbo o su pasión!

     
 

1. Comemos pan de cárcel,

     
 

probamos sal de ultrajes,

     
 

bebemos nuestras heces...

     
 

2. Verdugos por todas partes

     
 

como en una cárcel inmunda,

     
 

con ratas por los corredores,

     
 

con sótanos para los cautivos...

     
 

3. Grandes defecaciones: bayonetas;

     
 

ayes feroces: catacumbas;

     
 

país-pocilga: moriremos...

     
 

4. Un puto servilismo que hace casos

     
 

de maldad, de burdel y calabozo.

     
 

5. Bribones y meretrices,

     
 

casa del criminal,

     
 

país -atroz- delito...

     
 

6. Tumor es la abyección,

     
 

ruindad del cesarismo.

     
 

Hay un patíbulo cada día,

     
 

una degradación cada minuto,

     
 

el aire huele a cadáveres...

     
 

7. El prisionero es un rehén,

     
 

cada vez más toca el osario;

     
     
 

mañana mismo morirá el héroe

     
 

rodeado de ratas y ramplones.

     
 

8. Patria llena de testaferros,

     
 

de policías y bellacos.

     
 

El exterminio está en su hora,

     
 

el ultraje pare esperpentos...

     
 

9. Ya debe de amanecer pese al vergajo,

 

   
 

ya debe de residir el pueblo en todo,

     
 

resucitar todos los despreciados,

     
 

despertar todos los envilecidos...

     
 

 

EN EL TIEMPO ESTE PUEBLO

 

 

En el tiempo este pueblo

     
 

fue muy próspero y hondo

     
 

que lo echaron de bruces,

     
 

que le dieron de muertes,

     
 

que los valles hedían de muertos,

 

   
 

que los cerros penaban de muertos,

     
 

que los ríos corrían con muertos,

     
 

que los pueblos olían a muertos,

     
 

que las calles...

     
 

Lo pialaron muy fuerte.

 

   
 

Le quitaron la casa.

     
 

Y la casa, su pan y su risa.

     
 

Empezaron a ararle

     
 

con historias que eran bien otras,

     
 

le inventaron de cosas...

 

   
 

que otro nombre era el nombre del pueblo,

     
 

que otros héroes eran los héroes del pueblo,

     
 

que otra lengua era la lengua más buena,

     
 

pues la suya era tosca y grosera,

     
 

tan grosera que hería en los labios,

 

   
 

que debía olvidarla,

     
 

que debía no hablarla,

     
 

y tirarla de nuevo a los bosques...

     
 

Que su música cierta era otra.

     
 

Que su voz de labriego era otra.

 

   
 

Que sus cantos.

     
 

Parcelaron su mapa (cada vez más pequeño lo
dejan)

     
     
 

Se instalaron los feudos

     
 

con capangas y cepos y hambres,

     
 

se vinieron los antes.

 

   
 

Se detuvo la historia.

     
 

Le cortaron las alas.

     
 

Le pusieron de hinojos.

     
 

Y en el aire vibró la nostalgia.

     
 

De un pasado pasado a leyenda,

 

   
 

de una lucha feroz por ser libre:

     
 

«si hace falta morir moriremos,

     
 

si no hay armas, sin armas caeremos,

     
 

lucharemos con todo,

     
 

y hasta el fin marcharemos...».

 

   
 

Y siguieron silencios fatales.

     
 

Un paréntesis grave.

     
 

De gran pueblo a pueblo caído.

     
 

De vidente a cegado.

     
 

De hablador a callado.

 

   
 

De saciado a hambriento.

     
 

Se inició un musitar de tristezas:

     
 

que oprimido, trabado y sin nada,

     
 

se arrugó de tan triste,

     
 

se vistió de gran luto,

 

   
 

e inició el novenario bien pronto,

     
 

a rezar lo que tiene

     
 

en feroces dolores que sangran,

     
 

por su cuerpo de pueblo atrapado,

     
     
 

por sus aires de pueblo sin aires:

 

   
 

¡el de un pueblo sin nombre y sin nada!

     
 

Desbordó su mortal letanía...

     
 


 

 

 

 

ECOS

 

 

Intuye no ser nada. ¡Nada!

   
 

Y buscará la aurora. ¿Ahora?

   
 

Empujará la historia con su pecho. ¡Hecho!

   
 

¿Ya no serán la calma y el desierto? ¡Cierto!

   
 

¿La paz como en la alcándara del alba?

 

 
 

¡Salve! ¡Salve!

   
 

¿Precisará la paz ya siendo otro? ¡Otro!

   
 

¿Y de la calma y el desierto? ¡Nada!

   
 

¿Y empujará la historia con su pecho? ¡Ahora!

   
 

¿Y buscará la aurora por si acaso? ¡Hecho!

 

 
 

 

 

¿Y otro será en la alcándara del alba?

   
 

¡Salve! ¡Salve!

   
 

¡Otro!

   
 

¡Nada!

   
 

¡Ahora!

 

 
 

¡Hecho!

   
 

¡Cierto!

   
 

¡Salve! ¡Salve!

   
 
 

 

 

EL YERMO. EL GHETTO. EL YUGO.

 

 

Las garras sobre el yermo. Esputa el polizonte.

     
 

Aquí no hay epinicios que cantar bajo el cielo.

     
 

Misántropos magantos se visten de desdenes.

     
 

Callando los desprecios detectan los burdeles.

     
 

Un yermo averno casi de yerto calabozo.

 

   
 

Un ghetto lastimoso de esputo y de sarcasmos.

     
 

Reír aquí es posible con voz de catacumbas.

     
 

Bajo caución se pasa rodando hacia el hospicio.

     
 

Y del hospicio en mucho siguiendo hacia el osario.

     
 

Mirándose en espejo se muere el basilisco.

 

   
 

De tanto ver el yugo se huele el mingitorio.

     
 

Eyecta sus gargajos el pueblo por su boca.

     
 

Y por jergón creyendo se acuesta en una celda.

     
 

(Redacta con cecógrafo sus penas seculares).

     
 

El yermo, el ghetto, el yugo, muy malamente lleva...

 

   
 

 

 

 

PÁJAROS. MURCIÉLAGOS. BASURAS.

 

 

¿Destellan por si acaso los destinos?

     
 

Pájaros, sí, de nombres solamente.

     
 

Ausentes están, extrañamente ajados.

     
 

Carentes ya de aleros y de alas.

     
 

Pájaros, sí, de entrañas consumidas.

 

   
 

Mugen los bueyes, marcha la jauría.

     
 

Hay un silencio azul que predomina.

     
 

Vuelan muchos murciélagos cubriendo

     
 

casas y fundamentos y prisiones.

     
 

Es el país prisión con villanías.

 

   
 

Mustio casino, pena y valladares.

     
 

País con sus raíces por las vías.

     
 

Bueyes que mugen, campos que se agostan.

     
 

Perros que acosan, perros que jadean.

     
 

Casa ya muy oscura y miserable.

 

   
 

Murciélagos de fiesta y ministerios.

     
 

Ministros de anteojeras y despachos

     
 

Administrando un régimen difunto.

     
 

Villanos, sí, bandidos y basuras,

     
 

asolando el país con sus desplantes.

 

   
 

¡País que gimotea en la espesura

     
 

de un muladar inmenso y miserable!

     
 

 

 

LAMENTOS. INFIERNO. PENA.

 

 

Hay más lamentos casi que arroyuelos.

     
 

Arroyuelos con lágrimas de presos.

     
 

Presos con más desgracias en el averno.

     
 

Infierno del ramplón y del bellaco,

     
 

con forma y fondos propios del rastrero.

 

   
 

Rastrero que ejercita el calabozo.

     
 

Calabozo-país ya con su pena.

     
 

Vida que vive soportando garras.

     
 

Pena que pena exequias y exacciones.

     
 

Sumidero sumido en los lamentos.

 

   
 

País puesto en el lecho del infierno.

     
 

 

 

LAS MENTIRAS

 

 

Miasmas son, con aires de serpientes.

   
 

Serpientes con las formas de la guerra.

   
 

Amenazas de antiguas lobregueces:

   
 

manteniendo injusticias por justicias,

   
 

la opresión por la libre investidura,

 

 
 

la patria esclava por la patria ardiente,

   
 

el verbo yerto por la voz más libre,

   
 

la abyecta represión por la más bella

   
 

libertad de la patria y de su pueblo.

   
 

Un pueblo que soporta la basura,

 

 
 

el mingitorio, el sapo, los cadalsos,

   
 

la bota embetunada del verdugo,

   
 

con su pistola en trance de amenazas,

   
 

y cuando se susciten las respuestas,

   
 

serán como el final de la caída...

 

 
 

desbandada final, decir: ¡la huida!

   
 
 

 

 

COMBATIR

 

 

Debemos de lidiar contra lo extraño,

     
 

contra lo quede afuera viene y no conviene.

     
 

Y combatir y odiar los vicios raros,

     
 

de no amar o acoger las estridencias,

     
 

de no amar o acuñar lo que es malsano.

 

   
 

Debemos de luchar por lo que es nuestro

     
 

y promover sus aires y sus raíces.

     
 

¡Debemos de ser patria, patria y patria!

     
 



 

PAÍS DE LAS LETANÍAS


«... no hay otra cosa en el aire:

se oye el ruido cercano de la cólera...».

JOSÉ MARTÍ


 

 

PAÍS ROBADO EN TODO

 

 

Le han robado de todo.

   
 

De todo le han robado

   
 

a este país oscuro y miserable.

   
 

(Los ladrones son muchos, innumerables, ciertos:

   
 

políticos, burócratas,

 

 
 

militares de a pie como de equinos,

   
 

vendedores de penas e influencias,

   
 

extranjeros de garras,

   
 

timadores muy finos,

   
 

rateros y rameras insistentes).

 

 
 

 

 

Le han robado el pan de su alacena, el hierro de su

   
 

arado carcomido.

   
 

La tierra de su casa y su capuera. El cielo de sus

   
 

pájaros manchados;

   
 

el bosque con sus múltiples abejas,

 

 
 

las flores de sus orquídeas y florestas.

   
 

 

 

Le han robado el santo de su casa,

   
 

la silla y el baúl,

   
 

el feo apero oscuro y desgastado,

   
 

la pata de su cama con sus colchas,

 

 
 

sus mesas derrengadas.

   
 

Le han robado

   
 

el cántaro con agua en una esquina,

   
 

las piedras de sus verdes serranías,

   
 

el lagarto, el jaguar,

 

 
 

las plumas de sus pájaros heridos,

   
 

el ganado del campo con su esperma.

   
 
     

 

 

Le han robado sus hijos por dos pesos

   
 

y al vecino de al lado que no come.

   
 

Le han robado sus ríos con sus peces,

 

 
 

las islas que al desierto le dan nombre,

   
 

al pescador de escasos nutrimentos.

   
 

 

 

Le han robado

   
 

las cuerdas de sus máximas guitarras,

   
 

las notas de sus polcas numerosas,

 

 
 

el arpa del arpero con sus cosas.

   
 

 

 

Le han robado

   
 

el libro de madera que tenía,

   
 

el cuento del indígena en el valle

   
 

narrando las historias más antiguas.

 

 
 

Le han robado la hierba de sus campos,

   
 

el laurel del sendero y la madera,

   
 

las cataratas de unas aguas rubias,

   
 

el dinero guardado en muchos cofres.

   
 

Le han robado

 

 
 

el tesoro ganado en tantas cosas:

   
 

el maíz, la carne y el aceite,

   
 

en el blanco algodón que es más que nieve,

   
 

en la soja, el naranjo y sus esencias.

   
 

 

 

Le han robado al Estado, digo al pueblo,

 

 
 

hurtándole el impuesto recaudado,

   
 

la tasa y el sellado,

   
 

sellado con las coimas malhabidas.

   
 

 

 

Han vendido

   
   
 

la casa de un obrero malcomido;

 

 
 

la leña de un humilde campesino,

   
 

la puerta de mal cuerpo de un ropero.

   
 

 

 

Lo han vendido

   
 

a un niño que jugaba

   
 

sin saber su destino inesperado.

 

 
 

 

 

Han matado a un humilde campesino

   
 

por sacarle la tierra que tenía.

   
 

Han robado el reloj de aquella iglesia,

   
 

la imagen de madera de María.

   
 

Han hurtado la historia de la patria

 

 
 

supliendo con mentiras su odisea.

   
 

 

 

Le han robado a la patria lo imposible:

   
 

su pasado, de hazañas y heroísmos,

   
 

su presente, vendido a las finanzas

   
 

que privatiza el aire que aspiramos,

 

 
 

su futuro, de cálculos y esperas.

   
 

 

 

(Lo han dejado más pobre que a una rata.

   
 

Le han dejado un mendrugo con gusanos.

   
 

Una camisa rota.

   
 

Una casa en silencio.

 

 
 

Una cama con niños mal nutridos).

   
 

 

 

Le han robado a la patria todo, todo,

   
 

que ya la patria misma es «piel de zapa»,

   
 

cada vez más pequeña y consumida

   
 

por los cuervos que nútrense de ella...

 

 
 
 



 

 

CLAMOR INDÍGENA

 

 

Venimos de parajes muy diversos.

   
 

Salimos de los bosques que habitamos.

   
 

¡Somos los habitantes más antiguos!

   
 

A pie hemos venido, después que nuestros pies

   
 

azotaran con sangre legua y legua.

5

 
 

Cruzamos ríos y cerros.

   
 

Picadas, valles, esteros,

   
 

montes con animales y alimañas.

   
 

Comimos poco. Bebimos algo.

   
 

 

 

Somos sanapaná, angaité, totobiegosode,

 

 
 

mbyá, pai-tavyterá, cainguá, toba, chamacoco,

   
 

payaguá, aché-guayakí, ává-chiripá, guaná, nivadé,

   
 

chulupí, majuí, chiriguano, guarayo, tapaieté,

   
 

lengua, maká, choroti...

   
 

 

 

Pedimos nuestras tierras:

 

 
 

¡tan nuestras como el tiempo!

   
 

En ellas hemos vivido miles de años

   
 

cantando, arando, danzando

   
 

como los más felices.

   
 

¿Papeles para demostrar qué?

 

 
 

Pedimos

   
 

que nuestras lenguas y nuestras danzas sean cuidadas,

   
 

y respetadas como es debido.

   
 

Pedimos

   
 

que nadie exija que nos mudemos.

 

 
 

Que echemos pronto la paja de nuestras chozas.

   
   
 

Que se respeten los manantiales, los bosques densos,

   
 

los ríos hermosos de nuestras tierras.

   
 

Pedimos todos

   
 

que sean cuidados nuestros derechos.

 

 
 

Que nuestros lares tengan defensa,

   
 

frente a la angurria

   
 

de los que tienen ya latifundios.

   
 

Pedimos todos

   
 

paz como escuelas para los hijos.

 

 
 

Pedimos siempre

   
 

casa y sembrados, fogata y canto

   
 

en nuestros valles,

   
 

ritmos de asombros en los tambores.

   
 

Que nadie venga a darnos balas, látigos y palos.

 

 
 

Pedimos siempre

   
 

aire y respeto a nuestras cosas,

   
 

nuestras costumbres.

   
 

Pedimos poco:

   
 

danza y fogata,

 

 
 

bosque y comida, agua y un arco.

   
 

¡Pedimos vida!

   
 
 




 

 

CLAMOR NACIONAL

 

 

Parece que el país ha concurrido

   
 

para expresar sus claros sentimientos

   
 

y a reclamar la vida y la esperanza.

   
 

 

 

Vinieron los obreros con sus cosas,

   
 

los campesinos como los troperos,

 

 
 

los empleados con su vida oscura.

   
 

Domésticas de manos consumidas,

   
 

marinos, vendedores y artesanos.

   
 

Trabajadores que trabajan siempre,

   
 

en esto o en aquello, que es posible.

 

 
 

¡El país está aquí con sus quebrantos,

   
 

para exigir por orden de la vida!

   
 

 

 

Pedimos buen salario.

   
 

Y pan y educación para los hijos.

   
 

Pedimos que nos den alguna tierra.

 

 
 

Y herramientas y abonos y semillas.

   
 

Pedimos buenos precios

   
 

por lo sembrado con sudor, que es justo.

   
 

Pedimos más escuelas que cuarteles.

   
 

Y paz para la vida y el trabajo.

 

 
 

Pedimos los caminos merecidos.

   
 

Pedimos que el progresa inunde el campo.

   
 

Y llegue con la luz el cine bueno.

   
 

El teatro.

   
 

La salud con el agua y con el libro.

 

 
 

Pedimos el respeto sin rodeos.

   
   
 

La vigencia irrestricta del derecho.

   
 

Pedimos libertad.

   
 

Pedimos vida.

   
 

Pedimos que el amor sea infinito

 

 
 

y se respete a la mujer y al niño.

   
 

Pedimos un ejército patriota.

   
 

¡Un patriotismo que lo sea en hechos,

   
 

no en palabras, que es un hecho artero!

   
 

Pedimos generales verdaderos, no generales torpes
y venales

 

 
 

capaces de venderse por dos pesos

   
 

al producirse el canto de aquel gallo,

   
 

de asesinar sin más a sus hermanos.

   
 

Pedimos una honrada policía,

   
 

que dé seguridad al pueblo entero,

 

 
 

no malhechores de palabras y hechos.

   
 

Pedimos más respeto a los obreros.

   
 

Pedimos un gobierno muy patriota,

   
 

que diga la verdad y sea honrado,

   
 

que tenga relación con todo el mundo,

 

 
 

y sea independiente en sus gestiones.

   
 

Pedimos un Presidente verdadero,

   
 

no un mandamás oscuro y tenebroso,

   
 

ni un pelele de abyectas charreteras.

   
 

Pedimos un país como es debido,

 

 
 

no un siniestro cuartel ni un calabozo,

   
 

jamás de burocracia corrompida.

   
 

Pedimos el fervor de una gran Patria,

   
   
 

un huerto, un gran sendero, un astillero,

   
 

¡una Universidad con sus antorchas!

 

 
 

Pedimos

   
 

institutos de ciencias y ateneos.

   
 

Pedimos que la nave del Estado

   
 

navegue por los ríos de la historia

   
 

de vida y de progreso requeridos.

 

 
 
 




 

 

CLAMOR POÉTICO

 

 

 

«... escribir las diez líneas que serían buenas».

RILKE

   
 

 

 

               

 

 

 

1

 

 

¡Poesía!: con resplandores cálidos y humanos,

   
 

con virtudes de gredas y arroyuelos,

   
 

con el furor de truenos increíbles.

   
 

Semejante al rumor de unos millones,

 

 
 

a pasos que se dan en multitudes,

   
 

a la guitarra agraria del labriego.

   
 

 

 

Parecida al verdor de la gramilla,

   
 

al vuelo de una tórtola celeste,

   
 

al color y al fervor de la fogata.

 

 
 

 

 

Con la ansiedad de un pueblo que musita

   
 

su vida entre infinitos forcejeos

   
 

y da a la palabra voz de argento.

   
 
 

 

 

2

 

 

Queremos y aspiramos que el poeta

   
 

diga, exprese o enuncie lo debido:

 

 
 

la historia con sus sombras y verdades.

   
 

No un poeta que diga: soy muy bueno,

   
 

y luego lo encontramos conviviendo

   
 

con la canalla que acapara el oro,

   
 

que ensucia con su ejemplo el pensamiento.

 

 
 
     

 

 

Poeta, sí, con sesgos de gran río,

   
 

cual desafío insólito a la escarcha,

   
 

con la pasión o el viento de su patria.

   
 

 

 

Con la alondra en la mano y el acero en el pecho,

   
 

con la espada en el verbo y el valor en su vida,

 

 
 

con la rosa en los labios y en los pies con la arcilla.

   
 
 
 



 

 

 

 

EL GRAN ABRAZO

 

 

La historia aún espera:

   
 

el gran abrazo

   
 

entre un obrero y otro,

   
 

entre un millón de pobres campesinos,

   
 

entre artesanos de variadas artes,

 

 
 

entre marinos hábiles y hacheros,

   
 

entre mujeres de una casa y otra.

   
 

Entre camioneros como entre granjeros,

   
 

entre soldados, jefes y oficiales.

   
 

 

 

El gran abrazo como rosa y rosa,

 

 
 

como amistad, amor, con alma y todo.

   
 

 

 

Entre gentes que penan y que trabajan,

   
 

entre seres de mustias ilusiones,

   
 

entre troperos de una estancia y otra.

   
 

Entre técnicos firmes y aprendices.

 

 
 

Entre estudiantes que no tienen casas

   
 

y entre caseros que no dicen: robo.

   
 

 

 

Entre los vendedores de las calles.

   
 

Entre revendedoras y empleados.

   
 

Entre jóvenes y jóvenes del campo,

 

 
 

entre la juventud de los poblados.

   
 

Un gran abrazo de patriota y patria,

   
 

llevado por lo justo y necesario:

   
 

por el común destino que se tiene,

   
 

no por el despreciable trapo mustio,

 

 
   
 

por el color que impone la mentira.

   
 

 

 

Un gran abrazo

   
 

entre trabajadores de la patria,

   
 

entre los aradores de su vida.

   
 

Un gran abrazo histórico: ¡esperado!

 

 
 

de obreros con obreros,

   
 

de mujeres y mujeres,

   
 

de campesinos con los campesinos,

   
 

de juventud que estudia y que trabaja.

   
 

Un abrazo: ¡capaz de soportar un siglo entero!

 

 
 
 




 

 

 

 

MUJER, MUJER: MUJERES

 

Es el germen. La primera maestra. La que nos cubre el rostro finalmente.

 

 

1

 

Sin la mujer el hombre es igual a un calvero.

     
 

Un rumor sin motivo, un árbol sin madera.

     
 

 

 

2

 

La mujer es el agua, el fuego, la bandera.

     
 

El tiempo, el tiempo, que a todo lo sustenta.

     
 

El hombre es hombre solo completo con la estrella.

 

   
 

La estrella es la matrona del hogar, es el pecho.

     
 

¡Completa al hombre como completa el pan al vino!

     
 

 

 

4

 

Mujer, mujer: mujeres.

     
 

Vosotras sois la historia que incita el forcejeo.

     
 

Vosotras sois los ríos, los valles, las quebradas.

 

   
 

Vosotras sois la chispa que es lumbre con los hijos.

     
 

Vosotras sois la fuerza que aún no se insinúa.

     
 

Sin mujeres la historia sería incertidumbre.

     
 

Posiblemente y luego mujeres las que asombren.

     
 

 

   

 

 

6

 

Sin mujeres los hombres no tienen menesteres.

 

   
 

 

 

7

 

Y si son las mujeres las que orientan, secundan,

     
 

los hombres no podrían tener sus pantalones,

     
 

y el falo acaso fuera bagajo sin objeto,

     
 

¡y el aire es solo aire si rige la campana!

     
 
 

 


 

PIENSO EN LOS MÍOS

 

El grado de ingenio necesario para agradarnos
es la medida exacta del que tenemos nosotros.

HELVECIO

 

 

- 1 -

Pienso en los míos, pienso en los amigos. Pienso en los de antes, pienso en los de ahora. Pienso en los que desde antaño ya me empañaron. Pienso en Jack London como en sus vagabundos, en su socialismo un tanto raro y en su Martin Eden, prototipo del escritor donde predomina el fiero mercantilismo.

Pienso en Alexei Pieskov, es decir, Máximo Gorki. Pienso en sus mujiks, pienso en sus ex hombres tan enternecedores como aquellos de los broches de plata.

Pienso en Demócrito y en el río vital que no se detiene y cuyas aguas siempre se renuevan. Pienso en Epicuro y en aquellas palabras suyas que calaron tan hondamente en mí: «O Dios quiere suprimir el mal de este mundo y no lo puede, o lo puede y no lo quiere, o no lo quiere ni lo puede, y en consecuencia es impotente y perverso».

Pienso en la dialéctica y en su enorme significación para el pensamiento humano. Pienso en Espartaco y en su ejército de esclavos, iniciando la rebelión organizada de los desposeídos, que da visos de no detener jamás.

«Pienso en Rafael Barrett y en su pensamiento, en su maestro Cuadrado y en su dignidad insuperable de luchador. Pienso en Moisés Bertoni y en su botánica y en sus grandes conclusiones sobre la flora, los grandes ríos que corren por sus libros, su mineralogía y su olor a humedad y a selva. Pienso así en el Paraguay; pienso en sus tribus tan despiadadamente perseguidas por la voracidad de los terratenientes y   -116-   por aspirantes a latifundistas. Pienso en las riquezas subyacentes del país; en quienes pese a la corrupción investigan el subsuelo, la flora y las posibilidades del país.

Pienso en los luchadores, pienso en los que fueron o significaron para la humanidad.

Pienso en los creadores del socialismo científico: Marx y Engels, quienes desde el siglo pasado conmovieron la tierra y el cielo, y que seguirán haciéndolo, pese a los agoreros que proclaman la supuesta muerte de las ideologías.

Pienso en sus seguidores, en el genial Vladimiro Ilich Lenin, en su innegable filosofía, en la sencillez de su vida, en su estrategia revolucionaria: ¡El más grande teórico y práctico, acuñado por el siglo XX!

Pienso en los socialistas utópicos, en Babeauf, en Owen, en Fourier... Pienso en Reclus y sus libros con resplandores de generosa geografía y destellos de la Comuna de París.

Pienso en Romain Rolland, en sus músicos; en la gran claridad de su pensamiento, en su antiguerrerismo militante y en la austeridad de su vida.

Pienso en Paul Eluard; en su sencillo pero profundo poema sobre la libertad, y en la adherencia de esa inapagable aspiración humana a su propio nombre, por ser conocido él como Eluard-leliberté.

Pienso en Federico García Lorca, en su Antonio Camborio y en sus arbitrarios guardias civiles. Pienso en Rafael Alberti, en su perra «Niebla» y en aquel verso sobre la guerra civil determinando que «su frente con el frente... son sinónimos». Pienso en Robespierre; el abogado de Arrás, con el verbo inflamado, enseñándonos que «el único amigo, el único sostén de la libertad es el pueblo...».

Pienso en Unamuno y en su curiosa forma de pensar, es decir, en el jugo de su dialéctica, «fuerte máquina espiritual», que dijera de él Ortega y Gasset.

Pienso en Miguel Hernández, el pastor de Orihuela, el poeta del verbo: jocundo y victorioso. Pienso en Hérib Campos Cervera y en su puñado de tierra, tan melancólicamente recordado por él en el exilio. Pienso en Elvio Romero, en el recuerdo que lo mantiene apegado a esta tierra y en la llamarada de libertad que lo alimenta. Pienso en las novelas de Gabriel Casaccia, con la atmósfera apagada y peculiar del espectro social de nuestro país.

Pienso en las novelas de la Gran Guerra Patria. En sus héroes singulares que nos salvaron del fascismo y en los artículos, de Ylía Ehrenburg, tan punzantes como bayonetas.

Pienso en Antonio Machado, en sus Soledades y en su Duero; en su golpe de ataúd en tierra como «algo perfectamente serio».

Pienso en León Tolstoi y en la buena madera de su prosa, y su multitudinaria novela La guerra y la paz, con el fervor ruso de sangre y nieve. Pienso en Dostoievski, el extraordinario Fedor, en el halo de angustia de sus relatos y en su Casa de los muertos, de ambiente tan parecido al de nuestro país. Pienso en Turgueniev y en la impresión de sus novelas de la rústica Rusia antigua. Pienso en Maiakovski, en su clamor de ofensiva y dinamitas, tan significativo como su enorme y amado país, abarcando más de un continente: ¡el país de la más grande revolución de este siglo!

Pienso en Carlos Castro Saavedra, y en su terrígeno verbo mundial y colombiano. Pienso en Gabriel García Márquez, tan fabuloso e imaginativo como los antiguos narradores de cuentos del Oriente.

Pienso en Carlos Dickens y en su tan actual Historia de dos ciudades, hoy que la confrontación entre lo nuevo y lo viejo es tan patente.

Pienso en José de Larra, El Fígaro, y en sus artículos tan llenos de sustantiva crítica e ironía, como aquél de «Vuelva Ud. mañana». Pienso en Puschkin, en la rebelión de Pugachov, sobre la que él escribiera; en su Dama de pique y en su pieza de teatro sobre Mozart y Salieri, que en mi adolescencia me impresionó profundamente.

Pienso en Nazim Hikmet, y en sus ponderables versos desde la mazmorra de la Turquía feudal y miserable, y en su conmovedora confesión respecto a algo nuestro: «Si pudieras saber hasta qué punto me gustan las canciones paraguayas».

Pienso en los combatientes de la heroica guerra española de la década del '30 y en su extenuadora resistencia en las afueras de Madrid.

Pienso en Mariano Roque Alonso, un mártir de la resistencia paraguaya a la dictadura; en su cuerpo tan lleno de cardenales y cicatrices, obra de una miserable jauría de polillas, en 1949.

Pienso en Henry Thoreau, filósofo y poeta, gestando su conciencia crítica rodeado de bosques, pájaros y lagos; exponiendo su resistencia pasiva y activa contra el poder opresor del capitalismo.

Pienso en Manuel Ortiz Guerrero y en su profundo amor al pueblo del que salió y se hizo grande. Pienso en su Ulf está listo, como todo lo que en la vida es de urgente resolución. Pienso en José Asunción Flores; el gran músico y luchador irreductible por la libertad, que dio expresión al alma nacional, con su sabor étnico y terrígeno que signan todas sus bellas composiciones musicales y en la sorprendente pequeñez de la tiranía de nuestro país, al no permitirle pasar sus últimos días en la tierra que lo vio nacer.

Pienso en Ángel González, nuestro primer arcángel poético-social, acometiendo contra la ruindad de los opresores del tiempo con su poderosa espada encendida, antes de recibir el aleve disparo en San José de los Arroyos. Pienso en Julio Correa, en su inflamado verbo poético y en su aparentemente humilde pero deslumbrador teatro.

Pienso en Manuel Verón de Astrada, en la excelencia de su poesía y en humanidad de todas horas. Pienso en Arístides Díaz Peña, tan porfiadamente humilde pero de significativa personalidad, y en su gran poema sobre Pangolo (Félix H. Agüero), un mártir bien temprano de la lucha contemporánea de nuestro pueblo.

Pienso en los anarquistas. Admiro en ellos su gran amor a la libertad con exclusión de su antiguo dinamiterismo, esa forma de hacer la revolución en un vaso de agua. Pienso en los augustos pensadores liberales, y en la exuberancia cautivante de sus escritos, hechos como para soportar el aluvión de los siglos.

Pienso en los amigos muertos. Pienso en los que han renunciado a proseguir la lucha firme. Pienso en la endeblez de sus convicciones y en los que renunciaron por adquirir la oscura paz de las nulidades. Pienso en los que se pasaron por miedo a la vereda de enfrente.

Pienso en Pablo Neruda, en su poesía cautivante, en su vigencia real y permanente en su patria avasallada por el fascismo más repugnante. En su poemario España en el corazón y en la pétrea ciudadela de Machu Pichu, con el milenario sonido americano y universal, ascendiendo escalón por escalón.

Pienso en Nicolás Guillén, en su fervor afrocubano, y en la sutileza de su poesía: «Ay, señora, mi vecina, se me murió la gallina, domingo de madrugada...». Pienso en la Cuba de José Martí y la de los guajiros, erguida sobre la América prisionera. En Pablo de la Torriente y en los mártires de la revolución cubana, en su líder Fidel Castro y en los combatientes que le precedieron: Antonio Mella, Blas Roca, Lázaro Peña, etc. Pienso en el «Che» Guevara y en su fervor revolucionario y  bolivariano; en su Diario de guerra y en su inspiradora vida (me llené de emoción cuando una mañana en las calles de Amsterdam, en una manifestación de estudiantes, vi su retrato enmedio de la multitud). Pienso en Jacques Roumain y en su hermosa obra Gobernantes del Rocío, en la riqueza y fulgor de su prosa. En Jacques Alexis, muerto en la tortura y en la oscura Haití que comienza a clarearse tras la caída de los Duvalier y sus «Tonton Macoutes». Pienso en el misterioso Vudú y en el créole y en lo que dijo de él José Martí: «en Haití la civilización entrará en créole o no entrará».

Pienso en los poetas desconocidos de nuestra silenciosa patria; pienso en los campesinos, tan feamente maltratados por la gendarmería genuflexa ante los terratenientes. Pienso en que me siento igual que ellos. Pienso en los héroes de nuestra gran guerra patria, la del siglo pasado, en los soldados, en los oficiales y en los generales, en el Mariscal López que supo sobreponerse a todas las adversidades; en las mujeres y en los niños camino a los últimos reductos de la resistencia. Pienso en el Dr. Francia, en su irreductible disposición de construir una Patria libre; en su conducta singular y en su increíble austeridad tan distinta de la voracidad y rapacidad de los actuales opresores de nuestra Patria. Pienso en los escritores de nuestro país afanándose por levantar al país de su postración tras los crueles años de la hecatombe del 70: O'Leary, Blas Garay, Eloy Fariña Núñez, Manuel Domínguez, Fulgencio R. Moreno, Ignacio A. Pane... En Marcelino Pérez Martínez, Narciso R. Colmán, Héctor y Francisco Barrios, Félix Fernández, Darío Gómez Serrato, Fontao Meza, etc. quienes dieron vigencia y preeminencia al idioma guaraní.

Pienso en los escritos de los mismos: en el perfil marmóreo y en el olor a laurel quemado en todos ellos.

Pienso en el austero y silencioso Manuel Gondra; en Eligio Ayala y en su «fárfaro» libro Las Migraciones. Pienso en El Salvador, el Pulgarcito de América, como lo llamó Gabriela Mistral.

En Roque Dalton, poeta de metáforas combatientes enmedio de la pólvora y el fuego de hoy en día, aventados por el empuje de sus héroes populares. Pienso en su asesinato en 1975. Pienso en la riqueza la narrativa salvadoreña y en la excelencia de sus poetas.

En Mauricio de la Selva, clarificándonos sobre la gravitación de José Carlos Mariátegui en el pensamiento americano. Pienso en la lucha valerosa de sus guerrilleros, enfrentados a los crueles servidores del Imperio. Pienso en los ubicados en la cumbre del volcán Guazapa.

Pienso en el sentimiento profundo de las composiciones musicales de nuestros músicos populares, envueltas en un halo de sencillez y nobleza. Pienso en Herminio Giménez y en sus melodías imponentes: en su canto de la selva y en su increíble extrañamiento por la cerril insensibilidad dictatorial.

Pienso en Jorge Amado y en innumerable cantidad de los personajes populares de sus novelas. Admiro en él la maestría insuperable de recrear el alma nacional del Brasil. Pienso en los muchos y significativos escritores brasileños: Gastón Figueira, Jorge Lima con su Esa negra Fuló, Drummond de Andrade, Vinicius de Moraes, el bohemio formidable o gozador de la vida; Euclides da Cunha de Os sertöes, Lins do Rego, Guimaraes Rosa, Machado de Assis, etc. Recuerdo aquellas novelas que me impresionaron hondamente: Morro do Salgueiro de Lucio Cardoso, Los Garimpeiros de Hernán Lima, La estrella sube de Marqués Rebelo... (Los cito de memoria y no puedo recordarlos a todos). Pienso en la hipnotizadora belleza de Río de Janeiro. En los pocos guaraníes que aún viven cerca de allí, y en la sorpresa de encontrar un nombre familiar en sus afueras: Río Yaguarón...

Pienso en los militares patriotas que aún quedan. En los que languidecen o han muerto en el exilio. Pienso en la increíble diáspora provocada por la insurrección armada de 1947. Creo qué en materia demográfica el éxodo que provocó ha sido tan funesto como la mortandad ocasionada por la guerra terminada en 1870.

Pienso en los que aún mantienen firmes sus convicciones y en los que no se han vendido por el falso honor de una medalla o por un miserable lote de billetes.

Pienso en que todos deben volver.

Pienso en la sorprendente estupidez de la política tradicional, en los que la representan con insulsa verbosidad, y por considerarnos a todos poco menos que como a unos tontos de capirote. Pienso en que representan al pasado y que ya nada tienen para ofrecer a la nación.

Pienso en Miguel Ángel Asturias y en su «Señor Presidente», y en aquel mendigo del portal que le ajustó las cuentas al polizonte (que en su soberbia creyó que nadie alzaría la mano contra él); como expresión de la reacción popular contra la tiranía. Pienso en la invasión yanqui contra el gobierno de Arbenz; incitada por el monopolio bananero de la United Fruit. Pienso en Guillermo Toriello, abrumando con sus verdades al cabrón de Foster Dulles. Pienso en la significativa civilización maya de su suelo. Pienso en los luchadores y en la «Señorita Guatemala» asesinados y en su Ejército de los pobres. (Pienso en la tragicómica muerte de Castillo Armas, el rufianesco coronel de Guatemala, eliminado por un miembro de su propia guardia palaciega).

Pienso en los materialistas del siglo XVIII: Voltaire, Diderot, D'Holbach, tan extraordinariamente elocuentes en la elaboración del pensamiento verdadero. Pienso en Aristóteles y en su iluminadora Poética; en el infalible Tito Lucrecio Caro al afirmar la materialidad del mundo; en la ironía penetrante de Luciano de Samosata; en Empédocles, el justo  exponente de que uno de los elementos fundamentales de la tierra es el fuego, tirándose al volcán del Etna y en su perdida sandalia al borde del cráter.

Pienso en la China milenaria, en sus grandes poetas enormes como el río Yang Tse; en la Larga Marcha de los revolucionarios en este siglo y en la palabra de sus pensadores.

Pienso en Tagore y en la fulguración de su poesía como un metal bengalí; en la magna tarea de Gandhi por acostumbrar al pueblo a la resistencia contra el colonizador inglés, y en el ejemplo de Gautama Buda, maestro, maestro en la contemplación y en el sacrificio.

Pienso en el hai-kai o kaiku del Japón, inimitable fulguración poética de delicadeza suma y en sus pocos conocidos narradores. Pienso en el sacrificio del héroe de las Filipinas, el escritor José Rizal, y en los guerrilleros que aún se mantienen en pie.

Pienso en los hermanos de África, en la porfiada convicción de Nelson Mandela, irreductible y consecuente, luchando contra los últimos racistas nazis del orbe.

Pienso en Vietnam, en sus combatientes heroicos haciéndoles morder el polvo de derrota a los gendarmes del imperialismo norteamericano, con la estrategia del general Giap, y la convicción incoercible del Tío Ho, es decir, Ho Chin Min, pese al napalm, al sangriento genocidio y al mejor ejército armado y artillado del mundo.

Pienso en mis sueños juveniles. En los compañeros de la lucha clandestina. En mi madre que no pudo iluminarme por mucho tiempo y en mi padre tan silencioso y recto como un mástil.

En mi esposa e hijos que me siguen con su tácita y permanente aprobación.

Pienso en la belleza sobrecogedora de Bariloche, en el gran explorador Perito Moreno, incansable estudioso y recorredor de su boscoso territorio y aspirador de sus diademas nevadas. Pienso en Goyanarte y en la epopéyica fuerza de un cuento sobre el deshielo en los alrededores del Lago Argentino. Pienso en los pobres Onas del sur, aprestándose para la caza o la pesca, o acogiéndose a la casi maternal ternura de la fogata o que ya han desaparecido por completo.

Pienso en el Chile minero de Muñoz en «El Carbón»; en Luis Enrique Délano y en sus novelas llenas de vigor combativo. En la pedagogía humana y revolucionaria (antidogmática antes que nada) de Godoy Urrutia y en el recuento literario de Volodia Teitelboim.

Pienso en la prosa brillante de Roa Bastos de sus narraciones, y en su Yo el Supremo arrastrando los ríos de la historia, aparentemente sin dificultad. En las novelas de Reinaldo Martínez (afanándose por la molesta homonimia en llamarse únicamente: Reinaldo Martí) y en sus cuentos acusadores contra los terratenientes. En la poesía y narrativa casi juvenil de Dimas Aranda; en la escueta pero infalible prosa de los cuentos de Carlos Garcete, en su paradigmático teatro La caja de fósforo, reportando un hecho histórico funestísimo para el Paraguay. Pienso en Félix de Guarania y en sus romances revolucionarios y en sus raptos de sangre indígena. Pienso en la austera lucha que en el terreno o especialidad histórica lleva adelante y en silencio el Dr. Francisco A. Montalto, tan buen clínico como nutricionista, por lo demás.

Pienso en Rabelais y en su poderoso Gargantúa. En el sonido a armadura de su relato varias veces centenario.

Pienso en Mariátegui, luchando desde su silla de ruedas, con su editorial Amauta, su esposa e hijos, y en la honda huella que dejara en el Perú y en América pese a su temprana desaparición. Pienso en Aníbal Ponce, una de las mentes más lúcidas del continente americano y uno  de sus grandes sicólogos. En su lúcido humanismo: Pienso en José Ingenieros, el gran trasnochador pero analizador de la mediocridad en sus variadas manifestaciones y de la simulación en la lucha por la vida. Pienso en Héctor P. Agosti, y en lo que dio en análisis y pensamiento a la Argentina, de todos los tiempos. Pienso en el gran Deodoro Roca, roca y granito y luz de sobrecogedora claridad desde su Córdoba trabajadora y colonial, y que amó tanto al Paraguay sin haberlo conocido.

Pienso en Raúl González Tuñón y en sus versos deliberadamente toscos pero profundos.

Pienso en Langton Hughes y en José Portogalo, y en el no sé por qué siempre me han parecido semejantes. Pienso en lo que le dijo a Hughes aquella señora española, creo que a la dueña de la pensión que habitaba, al producirse la derrota de la revolución: que parte del pueblo y sus luchadores destacados se van, pero que la parte gruesa del pueblo se queda para tratar de relatar la historia. Cosa que realmente así sucedió. Pienso en León Felipe y en su formidable poesía humana, capaz de dar vida a alguien perseguido por la muerte, o por los desfallecimientos. Pienso en Walt Whitman y en su olor a hierbas mojadas en todo lo que tiene escrito, asentado en realidad en un solo volumen, de no detenido crecimiento.

Pienso en Michael Gold y en sus Judíos sin dineros, una novela que uno la lee (fenómeno poco común) de una sola sentada.

Pienso en César Vallejos y en su España que se ha levantado y anda; en sus Heraldos Negros y en los terribles golpes que hay en la vida. Pienso en los escritos desparramados el día de su deceso, en el patio de la casa que habitaba en París, cumpliéndose así su preanuncio: «Me moriré en París...».

Pienso en Richard Wright (otro americano que se empacó en París) y en sus substanciosas novelas. Y en una de ellas, que nunca la pude terminar de leer por lo espeluznante del relato (creo que era por una inesperada cremación. Tampoco la puedo olvidar a aquella insólita cocinera que escupía de tanto en tanto en la olla).

Pienso en Hegel y en su dialéctica, y de lo que dijeron de ella algunos materialistas: que hay que ponerla cabeza para abajo para poder usarla, es decir, asentándola de esa manera sobre la tierra. En Erasmo de Rotterdam con su ardiente crítica a la sociedad feudal, a sus defensores y en contra del filisteísmo de los clérigos.

Pienso en Chejov y en la excelencia de sus cuentos, y en especial, en el cuento «La muerte del funcionario», tras un lastimoso estornudo, incentivado en el personaje por creerse huérfano de la proximidad burocrática.

Pienso en los muralistas mejicanos: en Orozco, de «apocalíptica interpretación de la vida mejicana», definida así por Loló de la Torriente; en el deceso del mismo y en la reacción típicamente mejicana de Rivera al anoticiársela del suceso: «¡Ah!, ¡se petateó, José Clemente!», pues el indio muere en su petate. En Rivera y en lo que dijo de él Frida Kahlo; su mujer y artista como él. «Para Diego; pintar es todo, entre 12 y 18 horas al día. Por eso no puede llevar una vida normal», y en lo que dijo de él Alfonso Reyes: «Él muerde, al pintar, la materia misma».

Pienso en David Alfaro Siqueiros; tan gran artista como luchador, y en los murales de todos ellos: tan perennes como el aliento de los siglos. Pienso en Picasso, el genio pictórico y escultórico más completo de este siglo; de inusitada frondosidad como de difícil genio personal. En Van Gogh, pintor torturado por la necesidad, la alienación y la angustia; en sus girasoles, su oreja cortada y sus misivas con su hermano Teo. Pienso en la densa negrura y en las estremecedoras líneas de Coya en los salones de El Prado, reportando Los desastres de la guerra.

Pienso en Dante, que fue extrañado para siempre de su patria chica Florencia, y en la original e ideal venganza que propinó a sus enemigos: condenándolos al Infierno por toda la eternidad. («Onorate l'altísimo poeta!»).

Pienso en algunos de mis familiares de pensamientos tan dogmáticos y mustios, en compañía de los cuales nunca podría ir a competir en alguna feria de ideas ni en sobresalir en algún torneo polémico.

1988-1991


 

- 2 -

 

 

 

La verdad se llama acertadamente

hija del tiempo, no de la autoridad.

BACON

 

 

Pienso en los protagonistas de la revolución mejicana de uno y otro tiempo: Hidalgo, Morales, Maderos, Juárez, y en sus generales campesinos (cito tan solo a dos): el desigual y cuestionado Pancho Villa, asesinado en Chihuahua; asesino a la vez de gachupines y chinos; en Emiliano Zapata, el de la consigna aún no cumplida Tierra y Libertad. Pienso en los talentosos narradores de la revolución: Azuela, Martín Luis Guzmán, Agustín Vera, Rubén Romero, López y Fuentes, Urquijo, Muñoz Lira, Mauricio Magdaleno, Benítez, Yáñez, etc. En el rarísimo Bruno Traven, el autor de Canasta de cuentos mejicanos, La rosa blanca y muchos otros relatos, del que poco o nada se sabe en materia biográfica. En José Mancisidor, narrador e historiador; en Jesús Silva Herzog, formidable estudioso de la epopeya mejicana; en el general Lázaro Cárdenas, uno de los pocos grandes generales de América, el recuperador del petróleo aquel histórico 18 de julio de 1939; al cancelarse las concesiones y al expropiar los bienes de las compañías petroleras. («Pobre Méjico tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados  Unidos», como dejó dicho el dictador Porfirio Díaz). Pienso en lo que dejó dicho el diputado Mariano Otero, muerto a la edad de Cristo, tras el robo de la mitad del territorio mejicano por Estados Unidos: «La obra fue consumada. Los Estados Unidos cometieron con Méjico el primer gran crimen de su historia, crimen que el mejicano bien nacido jamás debe olvidar ni perdonar». Pienso en lo que dijo Juan Bautista Morales, «El gallo pitagórico», otro mejicano de la época, expresando su parecer sobre los norteamericanos: «Es tal el amor que sienten por el dinero que tienen el corazón y el cerebro de plata...».

Pienso en Gutiérrez Nájera y en uno de sus bien logrados poemas, cuyo título no recuerdo ahora; en Amado Nervo, tan fino y delicado en lo romántico y elegíaco. Pienso en la sabiduría excepcional de Alfonso Reyes, ese Erasmo mejicano, que dijera de él Julio Cortázar, viejo humano, «oh, señor de las letras, tan muerto en su tiempo», critica que recibió la sentenciosa respuesta del escritor contemporáneo Carlos Fuentes: «La obra de Reyes, es una bomba de tiempo». En la prosa sorprendente (¿rocío, espejo, bruma?) de Juan Rulfo, de enorme modestia, por lo demás, al apartarse prontamente de la literatura antes de que el ruido lo abrumara.

Pienso en Cervantes, cuyo heroico romántico caballero aún fatiga los caminos del mundo en compañía de Sancho, el ambicioso de ínsulas y preseas. En el luminoso Calderón; en la dinamita de metáforas: Góngora; el interminable y montuoso Lope de Vega; el satírico Quevedo, de jugosa y aún viviente crítica a aspectos sociales de la realidad; en el claro caballero de rocío que fue Garcilaso, quien se despidió así de los mortales: «Adiós, montañas, adiós, verdes prados;/ adiós, corrientes ríos espumosos;/ vivid sin mí con siglos prolongados». Pienso en el alma rural de José María de Pereda; en la prosa con exactitudes de reloj de Azorín; en el paternal Campoamor, que poetizó con altura lo cotidiano; en la matrona de todos los tiempos doña Emilia Pardo Bazán, quien  apuntó en cierta ocasión contra el vicio muy firme entre nosotros: el afán de confeccionar folletitos que se pierden en los anaqueles (la siria de la folletería). Pienso en el literato-general o general-literato (que no es sino una broma mía) don Ramón del Valle Inclán, por haber inaugurado con Tirano Banderas, el ciclo de la novelística de los dictadores, con sus continuadores: Alejo Carpentier, Roa Bastos, García Márquez; René Avilés Fabila, etc.

Pienso en Pérez Galdós, atusándose el grueso bigote tras darnos sus Episodios Nacionales; en Pío Baroja, medicándonos cada vez un trozo de realismo en sus narraciones; en Ramón y Cajal, obteniendo el Premio Nobel tras sus aportes a la ciencia médica y dándose después un merecido chapuzón en las aguas de sus «Charlas de café»; en la gota de rocío que era y es la poesía de Juan Ramón Jiménez, otro Nobel; en los recuerdos con olor a pólvora y emanaciones de la tierra española de Arturo Barea; en la poesía casi piedra y raíz de Arturo Serrano Plaja, en todos los poemas del Romancero de la guerra española, de sorprendente arrojo y valentía; en el excepcional Gustavo Adolfo Bécquer, lanzando poco después de la treintena sus golondrinas al viento o visitando incansablemente las ruinas de antiguos castillos y monasterios. En Juan Valera; de obra (valga la casi rima) tan valedera... Pienso en el Portugal de riquísimo vino y de nostalgioso fado; en Camoens, que aun con un solo ojo, vio mejor mares, tierras y batallas expedicionarias; en Eça de Queiroz, de tan puritano porte, en las mentiras y trágicas cartas del Primo Basilio, un pisaverde; en la entretenida historia del director del Infierno, en sus imaginarias andanzas por China y en sus cartas desde Inglaterra; en la madera encendida de la prosa de Guerra Junqueiro, cuyo apellido inicial impone desde luego respeto; en el desdichado y trágico Castello Brance, «maestro de la lengua portuguesa»; en la maravilla de playa que es Nazaret y en la revolución de los claveles, derribando parte de la vieja estructura estatal fascista, modosa y paternalista. Pienso en la actual influencia de Fernando Pessoa en la narrativa portuguesa, tras estar completamente olvidado por cincuenta aptos en el cementerio de Prazeres. En los narradores actuales (cito unos pocos): Agustina Bessa Luis con su «costilla de biógrafa», que dijera de ella su colega Saramago, Lobo Antunes, Almeida Faría, y el ya mencionado José Saramago, de quien recojo algo extraordinariamente importante expresado por él para nuestros días: «Que entre los escombros de los regímenes desmoronados o en vías de derrumbarse socialismos pervertidos y capitalismos perversos comienzan a esbozarse, en medio de tantas dudas, nuevas recomposiciones de los viejos materiales... que apuntan hacia un nuevo equilibrio, una redefinición nacional y sensible de los viejos y humanos deberes...».

Pienso en la catarata narrativa que era Balzac; que recreó la iniciación de la hegemonía de la burguesía, y cuyo conjunto (La comedia humana) da la justa impresión que se está frente a un gran fresco de todo cuanto significó aquella época; en la calidad humana y literatura de Jorge Sand, luchando desde su espacio de mujer contra la prejuiciosa sociedad antifeminista, que estima a nuestra cara mitad poco menos que a una cosa; en el ahora poco leído Xavier de Montepin, en la historia de pobres de su La panadera; en Flaubert, con su ya clásica Madame Bovary y en su recomendación de podar lo superfluo; en la poesía y prosa de amplio vuelo de Víctor Hugo; en la viruta adjetivada de su narrativa y en Los Miserables aún existentes, y la arbitrariedad policíaca; en el oceánico y nunca bien valorado Luis Aragón; en la novela de guerra Cruces de madera de Roland Dorgelés, reportando esa guerra de trincheras que fue la de 1914-1918; en la combatividad infinita de Henry Barbusse, su fe en el socialismo y en su grupo Clarté, que dejó honda huella en el espacio cultural de comienzos de este siglo; en la mecha revolucionaria de Luis Blanqui, siempre presto a crear algún «foco»   revolucionario en cualquier lugar del mundo; en el sacrificio de los comuneros de París, ejemplo siempre vivo y lozano para el proletariado mundial, en Paul Lafargue; implacable revelador de las falsedades religiosas y en su importante escrito sobre la «pereza» (de la creadora no la generadora de telarañas); en Montaigne con sus Ensayos, yescas para el pensamiento y activadora de la curiosidad; en Molière, con sus agudezas y sus sátiras.

Pienso en los que ofrendaron sus vidas para crear nuevos destellos en el difícil rumbo del mundo como el decapitado Tomas Munzer; en Juana de Arco, fiel al patriotismo francés y sorpresa de mujer; en Tomás Moro con su inmortal Utopía, por la que seguirán luchando los hombres del mundo pese a todo; en Giordano Bruno y en Galileo Galilei, enfrentados a la estupidez religiosa hasta el sacrificio; en el certificado que expidiera Servet, aseverando que la sangre corre por las venas... En Sócrates soliviantando la modorra oficial y avergonzando a su mentira por los siglos de los siglos con un vaso de cicuta; en los héroes civiles de nuestro país, pugnando por liberarlo de las lacras de la opresión y el atraso: Alberto Primero Candia, muerto en la tortura (formidable pérdida nacional); Derlis Villagra, prototipo del idealista siempre juvenil, Miguel Ángel Soler, increíblemente duro como increíblemente romántico; Antonio Alonso Ramírez, espíritu acerado forjado en los cañaverales del Guaira; en Cuevita, enterrado vivo por la triunfante barbarie en agosto de 1947; en Víctor Hugo Rodríguez, expresión de la juventud que lucha hasta morir, expirando en las inmediaciones del río Salado en 1947 tras disparar su último cartucho en compañía del mayor Quintana Franco (pienso en el dolor que como quemadura llevó a partir de aquel momento hasta el término de su existencia el padre de Víctor Hugo, el aún no bien valorado escritor don Rosendo Rodríguez Gavilán, con su hipótesis sobre el origen de la civilización americana y sus denostaciones contra la barbarie del colonialismo...).

Pienso en el ya universal sacrificio, recordado cada 1.º de mayo, de los obreros ahorcados en Chicago (EE. UU.), por sus peticiones para el bien del proletariado explotado y avasallado; en Sacco y Vanzetti, en Ethel y Julio Rosemberg, sacrificados por los Cresos imperialistas para detener las ideas de progreso y renovación y aterrorizar a los desposeídos y hambrientos del mundo.

(Pienso también en las cosas que me desagradan: en esos libros llenos de llamadas, de prosa tediosa, de argumentos escasos, pero puntuales y puntillosos; en los poemarios henchidos de escarceos, pero ningún señalamiento; en las narraciones que cuentan bien poca cosa, pero que los autores las aumentan con morosidad insufrible como si inflasen un globo, que no será destinado jamás a los afanes de algún cumpleaños infantil. Detesto igualmente los ensayos cuyo reaccionarismo es tal que hiede como basura, a cirios que humean, a moho, a ese no sé qué que tiene la vejez que desalienta o exaspera, que invoca a Dios cada momento como si el libro hubiese sido una hornacina o la sucursal de algún templo).

Pienso en el sacrificio de Atahualpa, Caupolicán, Cuauhtemoc; mártires de la resistencia americana al robo y exacción de las cosas del continente, soportando el martirio no sobre un lecho de rosas, sino asaeteados, destrozados o empalados: Pienso en nuestro inmortal pesquisidor Antequera, que dejó huellas muy profundas en el acontecer americano frente al vacío y el silencio que predomina alrededor de sus verdugos, y en su compañero Mompox. Pienso en el romanticismo e idealismo de Cristo, soportando las flagelaciones y mofas de la soldadesca, de los oportunistas y sádicos que siempre se acoplan en estos casos, en el enfermizo placer de ver sufrir al prójimo.

Pienso en el heroísmo y resistencia de los revolucionarios alemanes de comienzos de siglo; en Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht soportando hasta el final la asquerosa baba de los oficiales blancos (de los junkers) y de los jefes de los Freikorps, quienes creían que con la eliminación de los líderes principales la revolución se apagaría. Me parece escuchar la contundencia verbal de Liebknetcht aún derrotado exclamando: «Hay que resistir. No hemos huido. No estamos vencidos... porque Spartajus significa flama y espíritu». Pienso en Clara Zetkin, quien salvó de la destrucción importantes escritos de Rosa, y en lo que dijo: «Ahora que se ha ido, debemos todos estar más juntos»; en Franz Mehring, el buen biógrafo de Marx, falleciendo también en esos penosos días (29 de enero de 1919) más afectado por la desaparición de sus amigos que por la pulmonía, no sin antes denunciar la barbarie del gobierno de la reacción: «Ningún gobierno había caído tan bajo».

Pienso en el heroísmo del joven escritor checo Julius Fucik llevado al patíbulo por los nazis el 25 de agosto de 1943, quien amaba la vida como un niño y despreciaba la muerte como un hombre y en sus proféticas palabras: «Estoy seguro de que seremos los vencedores. Nosotros morimos, pero otros vendrán a continuar nuestra obra».

Pienso en el sacrificio, parecido a un valiente desafío frente a un enemigo varias veces superior en número del general Leonidas en las Termópilas, respondiendo al estupefacto soldado al indicarle el enorme conjunto de flechas que tapaba el sol: «Mejor, así combatiremos en la sombra». En el del joven poeta de tan solo 20 años Leonel Rugama, intimado a rendirse por los guardias somocistas ya rodeado y sin bala alguna para defenderse, y en su respuesta: «Que se rinda tu madre». Pienso en la resistencia y muerte de Salvador Allende en el incendiado Palacio de la Moneda, acosado por la despreciable jauría militar, imbuida de la rabia imperialista y anticomunista, cuya verdosa secreción ataja la respiración pero que jamás hace retroceder la historia. Pienso en parte de la despedida de Allende: «Trabajadores... Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!», y en que se cumplió su vaticinio.

Pienso en los ideólogos y figuras representativas de la Revolución Francesa: Juan Jacobo Rousseau, tan enemigo de la desigualdad y tan amante de la naturaleza; la educación tan unida a la misma, y en aquella verdad de su definición: «el hombre burgués es la unidad de quebrado, que depende del denominador y cuyo valor está determinado por su relación con la totalidad, es decir, al todo social»; en Denis Diderot, el «pantófilo Diderot, gran sembrador de ideas», abriendo un ancho surco en el cerebro enciclopédico del mundo, y en el satírico texto de su Carta para los ciegos, para uso de los que ven, que le costó varios meses de encarcelamiento en el castillo de Vincennes y en la dialéctica de Lavoisier; que hinca sus dientes en toda la naturaleza sin dilación alguna: «Nada se pierde, todo se transforma»; en la oratoria no del todo confiable de Mirabeau (Croce en 1927 en un ensayo sobre Mirabeau afirma «que no hay que exigir al político las pequeñas virtudes; no hay que medirlo con el rasero que se aplica al mediocre»), pero de histórica respuesta a la guardia realista que venía con intenciones de dispersar a una multitud: «Id, a decir a vuestros amos que estamos aquí por la voluntad del pueblo»; en la respuesta antidogmática del astrónomo Laplace a la observación de Napoleón que no veía la obra de Dios en el sistema planetario que él formulaba: «No había necesidad de tal hipótesis». Pienso en el Revolucionarismo a toda prueba de Saint-Just, muchas de cuyas concepciones mantienen toda su savia y lozanía; en Camilo Desmoulins, sacrificado en el patíbulo por su moderantismo, motivo completamente diferente por lo que se lo llevó al mismo final a Saint-Just; en el valor axiomático para toda revolución que aspire a triunfar de los tres requisitos indispensables de Danton (trestanto): «Audacia, audacia, audacia» (recomendación que hay que acreditarle a Cicerón en realidad). En los dibujos de Delacroix de dicha gesta histórica, en el inmortal acorde de la Marsellesa (es decir, el Himno del Ejército del Rin), en los versos de Rouget de Lisle y en los de André Chenier, poeta chamuscado de insólita manera por las propias llamas de la revolución.

Pienso en la bella ingenuidad campestre de Watteau, en la excelencia pictórica de Rembrandt, Rubens, «que con una sola pincelada hacía llorar o reír la cara de un niño» (John Lubbock), y en los componentes de la escuela flamenca; en un Van Dicky Van Eyck. En los dibujos de Gustavo Doré de la «Divina Comedia» y en los de nuestro compatriota Joel Filártiga, retratando algunos aspectos de la obra de la canalla dictatorial; en los dibujos de nuestro sorprendente Andrés Guevara y en los del retratista proletario Juan Sorazábal, en las caricaturas del novecentista Acevedo, en la cerámica con asomos ancestrales de Julián de la Herrería (Andrés Campos Cervera).

Pienso en Shakespeare, exhalando por cada poro pasiones y pasiones, ríos de vida, amaneciendo y anocheciendo en virtudes y maldades; en John Milton, viendo aún y a pesar de su ceguera, las excelencias del Paraíso Perdido. Pienso en Lord Byron cojeando hacia la eternidad («hablad de mi cojera y en el acto pararé». Soneto LXXXIX), presto para sumarse a las odiseas de los patriotas griegos y echarse al mar cual un hijo de Neptuno, con este canto suyo en los labios: «Oh, libertad, tu bandera desgarrada pero ondeante, continúa avanzando contra el viento; tu sonido de tromba, si bien ahora debilitado y muriente resonará más fuerte después de la tempestad; tu árbol ha perdido sus flores y la corteza, cortada por el hacha, parece tosca y resecada; pero permanece en él la fuerza vital; esperemos: una primavera mejor traerá frutos menos amargos». Pienso en Percy Bysshe Shelley, proclamando con ingenuo fervor «La necesidad del ateísmo» en las narices de los vetustos pajarracos de la Oxford (calificado así por André Maurois), de la que prontamente fue expulsado en compañía de su amigo Hogg. (Hoy de esos pajarracos nada se sabe y Shelley, sin embargo, sigue vivito y coleando por las planicies de la historia... ¡Qué cosa!).

Pienso en los primeros libertadores de nuestra América: Bolívar con sus volcanes de rebeldía sobre un corcel impaciente subiendo y bajando las montañas y arando el mar, poco después; en el general San Martín, oreado por la sangre guaraní en su originario Yapeyú, sacando para la libertad, frutos de los cañones y de las espadas, con la más sorprendente de las humildades; en O'Higgins, oteando desde los Andes; las sublevaciones y sus llamaradas enconadas por todas partes; en Artigas, cruzando las cuchillas para enfrentarse a los godos por la sangre inmortal de sus 33 Orientales y sonando con la libertad para su patria hasta el último instante de su vida en las selváticas entrañas de Curuguaty; en Alberdi, con sus certeras indicaciones de «gobernar es poblar» y la pluma ya lista para redactar las «Bases» entre el humo de la pólvora y el acoso de los mazorqueros; en, Sarmiento, toro en la lucha y águila en la enseñanza y en Juana de Lara, que llega con flores del patrio color de nuestros sueños, en los primeros instantes de nuestra futura patria. Pienso en Mármol que inicia la resistencia intelectual americana a los dictadores, seguido del adelantadísimo Esteban Echeverría, quien extrae de su bolsillo un ejemplar de su Dogma socialista, inicial cerilla para los ojos románticos del «Che», entregado posteriormente a la difícil tarea de crear «el hombre nuevo» (lo veo a Garibaldi con algunos de sus camisas rojas, bateándose en la Laguna de los Patos de Rio Grande do Sul, como para iniciar el incendio revolucionario).

Pienso en Alejandro Humboldt, contemplando extasiado los poderosos ríos de América, oliendo de paso alguna hierba para su clasificación oportuna en su herbario ambulante; en Olmedo mirando desde el Chimborazo y diciendo sus versos con sonoridades de bronces y con llamas de chamuscados laureles; en Heredia, que cree sentir en los rugidos de la Catarata del Niágara, el propio rugido del Continente. (Veo que ya Lincoln decretó el fin de la maldita esclavitud y se consumó la derrota de los plantadores sureños con el aliento de los negros. Veo que el gran leñador ha dado indicaciones a Howard Fast, para que tras denunciar el genocidio de los indígenas en su «Última frontera», dé inicio a la saga sobre la guerra de Secesión, tan rica en matices y enseñanzas).

Pienso en Ralph Emerson, quien acariciándose la barbilla, nos habla de virtudes de la democracia y del buen abono existente en los «hombres simbólicos» (en tanto que el porfiado Franklin, elevando su barrilete trata de atrapar el rayo del progreso con la urgencia vital de que «el tiempo es oro»). Pienso en Poe, triste y torturado por el amor, tocando campanas de la eternidad desde alguna calle de Baltimore, aquel histórico 7 de octubre de 1849, día de su deceso.

Pienso en Stephen Crane exhibiendo la «roja insignia del valor enmedio de la guerra de Secesión; antes de apagársele la llama de su vida entre la enfermedad y el pauperismo; en Melville, hiriendo con el más firme arpón narrativo a la ballena de todas las ballenas: Moby Dick; en Sherwood Anderson, con su camisa de granjero, tomando su vaso de cerveza ante la atónita mirada de Faulkner que aspiró a imitarle desde aquella vez, deteniéndose únicamente el día en que le dieron el Premio Nobel; en Upton Sinclair, exhibiéndonos la ficha de bronce del lenocinio, la que sirve allí para canjear la pequeña rodaja de metal por una mujer, o en el periodismo actual (mero negocio), donde la ficha se canjea plumas y conciencias; en Hemingway, el andariego, yendo de la evolución española a las cumbres del Kilimanjaro, animándolo a tener paciencia al «viejo pescador» para terminar su periplo en Cuba tras la bocanada letal de un rifle. Pienso en la interminable sonrisa de Mark Twain, quien nunca cebó en su afán de soliviantar a la mojigatería burguesa y en O'Henry, con sus millones de sueños antes que de monedas...

Pienso en el ecuatoriano Luis A. Martínez, en que podríamos cambiarnos nuestras hojas de identidad, y decir que «A la costa» es mi obra, y que ambas cosas podrían pasar desapercibidas; en Robert Luis Stevenson, atrapado por la belleza de una isla del Pacífico como Gauguin, no sin antes inquietarnos con sus ficciones de alquimista teratológico.

Pienso en Miguel Ángel y Da Vinci y en la inmensa legión de pintores italianos, inmunes a las tropelías del tiempo y fieles a la increíble belleza de las sugerencias y las formas (en tanto podríamos solazarnos escuchando la enorme galaxia musical de Beethoven o contentarnos con algo menor: con la sutileza andante de Debussy). Pienso en Rodin, ya firme en la meditabundez de su «Pensador» asistido de su secretario Rilke, de quien podríamos leer algunas cosas de sus horas, o entender gracias a sus indicaciones cómo se gesta un poema.

Pienso en Praxíteles, tomándola a Friné por modelo, para darnos las excelencias de la forma de Venus, bajo la lluvia de envidias de la diosa Hebe.

Pienso en Safo, en su viudez y en su trunco amor a Faón, y en el amargor de su ostracismo que lo indujo a arrojarse al mar, no sin antes decirnos: «Venus inmortal, augusta hija de Júpiter, que te complaces en tejer las redes del Amor, te ruego que no hagas desfallecer mi corazón bajo los pesares y los dolores...». Pienso en Delmira Agustini, en el inmenso fuego que era su estro, en la disparidad de su unión conyugal; y en su inesperado final («Yo muero extrañamente», dijo en cierta oportunidad; o este verso que enuncia la entrega total en el amor: «¡Y nada de más grande han de ofrendarte!»); en Juana de Ibarbourou, en su cántaro fresco y en la diafanidad helénica de sus versos; en Alfonsina Storni, en su entero amor a la vida, en su radiante erotismo y en su hacha por sobreponerse al medio ambiente como a su mal físico y en sus inmortales versos: «Tú me quieres blanca,/ tú me quieres alba...».

Pienso en los estupendos cuentos de los hermanos Andersen, en Hoffmann, en los fabulistas Esopo, Iriarte, Samaniego, La Fontaine, que alegraron nuestra existencia con la increíble nebulosidad de la fantasía. Pienso en la excelencia de los cuentos de Mil y una noches, cuya lámpara aún alumbra nuestras vidas; en Bocaccio y en Chauser, tan ágiles e imprevisibles en el siempre rumoroso curso de sus historias. Pienso en los sutiles poetas chinos, en Confucio y Lao-Tse, con los juicios que han dado y que no envejecen; en Mao-Tse-Tung, en la guerra popular y en La Larga Marcha, escamoteando con rigurosa decisión el triunfo a sus enemigos.

Pienso en Manuel González Prado, en su prosa como marejada y en su significativo llamado: Los viejos a la tumba; los jóvenes a la obra; en Ricardo Palma mirando transcurrir la vida desde los corredores coloniales de sus Tradiciones peruanas; en el Mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, tan grande escritor como José María Arguedas, describiendo a los delincuentes y Lumpen en su Sexto carcelario; en la hermosa novela Mamita yunai de Carlos Fallas, tan penetrada de sencillez y grandeza sobre la explotación de los obreros en las enormes plantaciones bananeras; en la magnífica literatura de Heliodoro Valle; en la abrumadora impresión de la novela de Rivera La vorágine; en la prodigiosa Islandia de Laxness; en el poco conocido Canadá, en su contradictoria simbiosis anglo francesa; en la Venezuela de Uslar Pietri, mejor escritor que político; en la Australia del sacrificio y del trabajo, del mar y los desiertos, y la de los raros animales que aún se mantienen en su geografía; en la Dominicana de Caamaño Deno y en Juan Bosch, en pugna por su efectiva liberación; en los narradores y poetas del este europeo, en los de la Escandinavia helada y prodigiosa; en la Dinamarca magnífica y en los habitantes del Báltico con sus abarcas y en sus artesanías en madera; en la verde Erín, con su laberíntico y abstruso Joyce; en la voluntad casi mística de los de Irlanda del Norte de ser independientes; en el sacrificio de Bobby Sand (¡tan joven y tan bello! ¿elegido de los dioses?) muerto de consunción por sus ideas, que no han de morir; en la poesía antillana de Palés Mato, de virtudes y coloridos; en la buena poesía del dominicano Manuel del Cabral, y en su desafiante desprecio a la hipocresía al cantar loas al dios Onan, deidad a la qué nadie dejó de rendirle culto en algún momento, pese a las desacreditadas mentiras en contrario (ya bien lo apuntó Voltaire: «son muy pocos los que nos quieren decir francamente cómo manejan su bestia salvaje»).

Pienso en la rebelión estudiantil y popular de 1968 en Francia, en cuyo interregno cobró insólita fama Danielito «El Rojo», al conmover toda la estructura estatal, tras la enarbolación de consignas neoanarquistas, tal como la muy conocida: «Prohibido prohibir».

Pienso en el insuperable maestro que fue Jesualdo Sosa en el Uruguay rupestre y rural, contagiando a los nietos del encanto de la poesía; en nuestros grandes educadores: el maestro Escalada, en Fermín López, sembrador del abecedario y combatiente hasta la inmolación en 1870; en las hermanas Speratti, en María Felicidad González; en Rosa Petta, en Máximo Arellanos, en Ramón y Cardozo, ilustre fomentador de la Escuela Activa con su seguidor en Itacurubí de la Cordillera Pedro Aguilera, en Delfín Chamorros gramático encumbrado, poeta detenido; en Manuel Riquelme, Juan R. Dahlquist y en tantos otros ilustres maestros de la patria, con escasos salarios y escasas posibilidades de progreso.

Pienso en los grandes poetas árabes y en África que lucha y sufre; en Patricio Lumumba y Agustino Netto, alumbrando con las inmortales antorchas de la libertad los caminos del continente.

Pienso en el Perú tan fértil, riguroso y variado como su clima clasificado CWB, es decir, sabana mesotérmica de verano fresco con estaciones invernales secas, y en el fecundo pero inestable Vargas Llosa (ayer revolucionario y hoy derrengada águila del neoliberalismo), desniveles propios del pequeño burgués que se da el lujo de patear contra el arco de la revolución y mañana quién pudiera saber contra quién, quizás contra lo que hoy sostiene enérgicamente.

Pienso en la buena hornada de escritores que dio la Argentina a comienzos de este siglo, que trazó ponderables rumbos en la literatura y el arte: Gerchunoff con Los gauchos judíos, su jofaina maravillosa; Artl, con sus curiosos personajes y sus juguetes rabiosos; Fray Mocho (J. Álvarez), con sus cuentos realistas; Horacio Quiroga; desde sus ríos y montes; Leónidas Barletta, con sus novelas, su semanario Propósitos y el Teatro del Pueblo; Raúl Larra, con sus bellas biografías de grandes hombres y su admirada Editorial Futuro; Juan José Manauta, desde los ríos y colinas de su bello Entre Ríos, junto con Juan L. Ortiz, el gran poeta desconocido; Álvaro Yunque y Elías Castelnuovo, con la lámpara de sus letras y de lo que él afirmó de Kant y Lenin: «Kant mueve a los profesores de filosofía... a las élites. Lenin mueve a las masas. El primero cría polvo en las bibliotecas, el segundo le saca polvo a toda una civilización»; Córdoba Iturburu, tan bueno y tan grande, con su poesía escueta y sus comentarios de pinturas; Luis Franco, con sus historias y su inapreciable Diccionario de la desobediencia; Oliverio Girondo, Enrique González Tuñón, tempranamente desaparecido; Benito Marianetti, desde su torreón andino oteando la dirección de la historia contemporánea; Juan Manuel Prieto con su poca apreciada pero hermosa novela Hombres sin destino, que la leí dos veces.

Pienso en los escritores más antiguos de la misma Argentina, Lucio V. Mansilla con la historia de los Indios Ranqueles, de la Patagonia  exuberante; en Cuido Spano con su Nenia, increpando a los destructores del Paraguay; en Eduardo Wilde, con sus relatos de viajes, sin enturbiarlos con las aguas no claras de la burocracia.

Pienso en aportes hechos a la ciencia y a la cultura por Hipócrates, Pasteur, Gutenberg, Darwin, develador del no misterioso origen del hombre, en Oparín, sustentando con nuevos aportes el verdadero origen del hombre. Pienso en Einstein, y en lo que dijo al condenar el uso que se había hecho de sus aportes a la ciencia atómica: «si hubiera sabido el uso que se daría a mis descubrimientos científicos me hubiera hecho plomero».

Pienso en Goethe, un hombre pleno y oceánico y en sus aportes a la ciencia y a la literatura, y en lo que dejó dicho: «El fuero interno del hombre abreviada imagen del mundo exterior...» con el que toda pretensión de fecundar un arte por el arte sería irracional odisea; en Heine, en sus lieder, este «Ruiseñor alemán que anidó en la peluca de Voltaire»; en Bertolt Brecht, combatiendo al fascismo desde su dinámico teatro; en Ludwig-Feuerbach, estudiando La esencia del cristianismo e indicando los caminos de la razón.

Pienso en maestros escritores, en los aportes de Josefina Plá a nuestra cultura; en la sorprendente información de Raúl Amaral sobre nuestra historia; en Emilio Armele, que dejó a su muerte una cantidad increíble de variados escritos; en Antonio Bonzi y su admirable afán para ser poeta, en los amigos de trabajo; cordiales o desiguales; en los antiguos amigos de juventud, en el ambiente entre profano, deportivo y de infantil marcialidad scoutística de la escuela del Salesianito; en los escasos libreros que hacen honor a la profesión; en Rudi Torga, en quien la amistad tiene su rostro verdadero.

Pienso en los grandes luchadores populares de nuestro país, en quienes murieron en el exilio y en quienes no regresan o no piensan regresar,  que constituye a la vez uno de los tantos crímenes del régimen que nos oprime y que nos lastima, al vaciar el país de sus hijos. En la oratoria caldeada de Obdulio Barthe, encabezando la frustrada revolución popular en Encarnación a comienzos del 30, luchando hasta el final en 1947, secuestrado en Argentina y encerrado durante varios años en la antigua Cárcel Pública; en la irrealizada trayectoria de Óscar Creydt, que no logró consagrarse como intelectual ni como político (la labor intelectual, labor contemplativa y la acción su polo opuesto: improvisación y rapidez guiadas por la racionalidad), y en lo que dijo con justa razón al respecto Ortega y Gasset: «Hay hombres que es preciso no ocupar en nada, y estos son los intelectuales. Es su gloria y tal vez su superioridad». Pienso en Joaquín Penina, catalán y modesto albañil, afanándose; por traer a todos sus familiares de España a la Argentina, vendedor de libros en sus horas libres porque su pasión «era distribuir cultura libertaria, para hacer conciencia en las mentes poco preparadas», con cuyo asesinato el 11 de setiembre de 1930 por esbirros de Uriburu, a orillas del Saladillo (Rosario, República Argentina), se inicia la era de las desapariciones y ejecuciones sumarias, consagrada, década después en América en todo un sistema y en las palabras del periodista Alberto S. Bianchi calificadoras del golpe militar: «Las bayonetas sirven para derribar pero a la larga no sirven para sostener». (Hay la calle principal de la aldea natal del mártir Penina, Gironella (España) lleva su nombre). Pienso en Salomón Sirota Argui (1906-1936) quien con su asesinato se constituyó en la primera cuenta del rosario de asesinatos y desapariciones en el Paraguay por las dictaduras. (Su deceso se produjo en el Hospital de Clínicas el 5 de enero de 1936 como consecuencia de las torturas policíacas).

Pienso en la cuestionadora afirmación de San Agustín: «Dime, ¿no es Dios el autor del mal? puesto que creemos a Dios principio de todos los seres, y sin embargo, no es autor del pecado, nos cuesta trabajo comprender cómo es posible que, cometiendo el alma pecados, y creadas las almas por Dios, no se atribuyan a Él esos pecados como principio de ellos». Pienso en lo que dijo Vanini, pensador italiano del siglo XVII que por su pensamiento crítico La Inquisición le cercenó la lengua y lo hizo quemar. «Si Dios quiere el mal, lo hace, porque está escrito: ha hecho cuanto ha querido. Si no lo quiere, como de todos modos se verifica, hay que decir que Dios es imprevisor, o impotente, o cruel, puesto que no sabe o no puede realizar su voluntad o no se ocupa en hacerlo. El mundo es como Dios lo desea, y que si lo deseare mejor, mejor sería».

Pienso en los diálogos de Platón, sentado en la cabecera de la mesa del Banquete; en Séneca y Epicteto, con su estoicismo fatalista; en Pascal, punzando por el cilicio para tratar de ser mejor; en Kant, que sin abandonar jamás su amada Königsberg pensaba en las posibilidades de la razón pura y en la paz perpetua universal; en John Locke y su tabla rasa, donde se van escribiendo todos los pensamientos; en el desigual Herbert Spencer, a veces superficial, a veces profundo que en la adolescencia me alegró muchas horas de mi existencia; en Descartes, con su duda como sistema analítico del pensamiento y en su libro sobre las pasiones; en Francis Bacon señalándonos que la experiencia es la fuente de la sabiduría y el pensamiento.

Pienso en Plejanov, hablando sobre el papel de los héroes y la dialéctica, enmedio de la inhospitalaria y atrasada Rusia; en Sverdlov, afrontando el increíble fuego de la revolución; en Lunacharky, escribiendo sobre el arte y la revolución, combatiendo contra el árido fanatismo de los del Proletkul; en Dzerjinsky, combatiendo contra el hambre y la revolución; en Vera Zazulich; llevando en su mano la antorcha de la rebelión a la Alemania de 1914-1918; en Bujarín y los demás revolucionarios rebelándose contra las mentiras del stalinismo y contra su atrabiliaria rigurosidad revolucionaria que perjudicó enormemente; en la hermosa novela de Serafinovich El torrente de hierro, relatando la porfiada lucha contra la revolución y contra la intervención extranjera que pretendía ahogar en su nacimiento la revolución rusa y en lo que dijo del capitalismo: «De él surgen todas las calamidades sociales...»; en Chapaiev, listo para sacar su sable cosaco y sorprender al enemigo en el medio de la noche; en Nicolás Ostrovsky, luchando contra su invalidez, no sin antes darnos la formidable lección de no amilanarse uno ante las dificultades con su clásico Así se forjó el acero; en Sholojov en su novelario sobre el Don, del curso de la revolución en las aldeas y en el campo; Fadeev y su Joven guardia, relatando la heroica acción de un grupo de jóvenes contra la ocupación hitleriana; en Wanda Walileska, desparecidos matices en sus relatos; en Evtushenko, en su lírico y épico empeño para hablarnos del socialismo y sus defectos; Eugenio Tarlé, relatándonos al igual que Tolstoi; la resistencia de toda Rusia contra la invasión napoleónica; en Gogol, en sus cuentos de Dikanka, sus ironías en El inspector, en sus sorprendentes historias «Capote» y «La nariz». Pienso en los pintores de América: Cándido Portinario, en Spilimbergo, en Figari, en Berni, Castagnino, Quinquela Martín, Xul, Seoane, Cambartes; Guayasamín, Lamb y en tantos otros. Pienso en nuestros pintores luchando contra la aridez del ambiente y el silencio, y en algunos que estiman equivocadamente que la forma lo es todo, ignorando que ya el gran Leonardo había establecido que «La técnica ha sido y es el soldado y no el capitán...».

Pienso en Homero relatando su historia enmedio de curiosos e incrédulos, sacando de su lira fuego o lumbre; en Virgilio, aspirando el olor de las hierbas y las flores; en Gabriel y Galán, con el fuego de su poesía en su descampado; en Rimbaud y Verlaine, precipitando la belleza desde algún boulevard o tomando algún bar como baluarte lírico con un vaso de ajenjo al lado; en Enrique Gómez Carrillo, recorriendo el mundo para luego quedarse en París, en reemplazo de su lejana Guatemala; en Stefan Zweig, describiéndonos la vida y las obras de los más diversos creadores del arte y el pensamiento, en su trágica decepción del rumbo del mundo ante el asalto nazi en la Europa Central.

Pienso en Fray Luis de León pulsando su lira lejos de las estridencias del mundo; en sor Juana Inés de la Cruz, la Décima Musa, con un millón de endecasílabos en los labios mirando los volcanes de su nativa Ameca; en Aleixandre, con su espada como labios y en el agua pura de su estro.

Pienso en la combatividad de Zola, increpando la falacia del militarismo costoso y arruinador; en Anatole France, encerrado por su mujer en su gabinete para que trabajase sin entretenerse, por darnos las sutilezas de su jardín de Epicuro y su utopía de la Isla de los Pingüinos; en Beecher Stowe, lidiando por la libertad de los negros, con el marco de las depuradas melodías de Ari Barroso y Chico Buarque.

Pienso en Oscar Wilde y en esa oscura hoguera que le azotaba el cuerpo escandalizando a la mojigatería victoriana; el gran Tintoretto, con el negro y la tibieza de sus trazos; en el pianísismo Franz Liszt, combatiendo por su amada Hungría, herida en tantas ocasiones; en el temblor sentimental y fino de Marta de Isaacs; en el calabrés Corrado Álvaro, con sus relatos con restos de tierra y humo; en el inapagable antiguerrismo de Remarque, tan válido hasta hoy día en los grandes narradores judíos Sholem Aleijem y Leo Peretz; en Guy de Maupassant, de gran versatilidad en su historia de eternidad ganada; Vasco Pratolini, a quien se lo comparó más de una vez con Gorki, pero que a César Tiempo le cupo poner las cosas en su lugar; «A quien más se le parece Vasco Pratolini es a Vasco Pratolini»; en José Pedroni, con el trigal enhiesto de su poesía en pleno campo; pienso, en la prodigiosa exaltación lírica de Lugones con exclusión de su idolatría militarista y en la campestre severidad de la novela de Rómulo Gallegos Dona Bárbara; en los disparos insulares de Maceo, sembrando la fe y el  heroísmo revolucionario, en Haití en la singular epopeya de los ascendientes de África (el contrabando de negros que enriqueció a los traficantes ingleses y portugueses), derrotando primeramente a los ejércitos de España, echando a los ingleses al mar y finalmente a los franceses, y en sus líderes negros: Toussaint Louverture, Dessalines, Henry Christophe, Alexandre Sabes Petión, y en la arenga de Dessalines, a sus compatriotas: «¡cobrad valor! Y veréis que cuando el número de los franceses se haya reducido, no podrán vigilar el país. Ellos se verán forzados a desistir». En Morazán sedando con la Centroamérica unida, para progresar y resistir a los extractos.

Pienso en los pensadores rusos del pasado, que sufrieron los rigores de la famosa cárcel de los pueblos: Rusia; en Lomonosov que «por sí solo era una Universidad», como lo dijera Puschkin, que sin embargo murió, preso del desaliento (la atmósfera del zarismo era desde luego asfixiante); en Herzen con sus despertadores periódicos El Contemporáneo y La Campana; en A. N. Radichev, sembrando ideas al igual que Dobroliúvov; en el gran Bielinsky, quien decía que «La verdad anda por todas partes. La realidad es la afirmación de la vida»; en el profundo Chernichesky y en su intranquilizadora pregunta para los escritores de élite, de carácter didáctico: «¿Qué ventajas podría reportarle su obra a la clase trabajadora?»; en Pisarev, tan poco conocido; en Alejandro Kuprin, con su novela El estiércol, la cruel vida de las mujeres en el lenocinio.

Pienso en John Reed, relatando aquellos caldeados y formidables diez días que cambiaron el mundo en la Rusia del 17; en el curioso genio poético de Esenin; en Chaplin, deleitando con su ingenio a media humanidad, desde los iniciales y silenciosos días del cine mudo; en Martín Fierro, repartiendo sabiduría y vivencias populares a manos llenas.

Pienso en Agustín Barrios, huyendo de las escasas posibilidades y oportunidades de nuestro país hacia otros lares, terminando sus fecundadores días en las ardientes y revolucionarias tierras de El Salvador, acunado por el fervor rebelde y eterno de Farabundo Martí; en Emiliano R. Fernández, poetizando en cualquier lugar y aumentándose cada vez más su increíble arboleda rítmica, con el halo de las vivencias populares; en Víctor Montórfano, oficiando de chófer en un transporte público, mientras ganaba terreno su Tetaguá Sapucai, enmedio de su martirizado pueblo; en Teodoro S. Mongelós, soportando el duro pan del exilio, con la esperanza del retorno inminente, mientras apretaba en la mano un rojo puñado de tierra del Paraguay; en las bellas composiciones musicales de Mauricio Cardozo Ocampo, en las melodías de Juan Max Boettner; en la austeridad casi monacal del maestro Luis Cañete, y en los que murieron lejos de la patria: Severo Rodas, Francisco Alvarenga, Larramendia, Carlos Lara Bareiro, Epifanio Méndez, Emilio Bigi y tantos otros.

Pienso en ese curioso grupo de escritores (ya antes lo tuvimos a Holderlin, Kleist y Nerval), que significó muchísimo en toda América: Macedonio Fernández, tan sorprendente y peculiar en su manera de expresarse; Filiberto Hernández, con seis curiosísimos relatos en ambas orillas del Plata; Porfirio Barba Jacob, o Miguel Ángel Osorio, colombiano de existencia desorden con los mismos vicios de Oscar Wilde, agente de publicidad, secretario de un gobernador, autor de monografías y hasta de poemas mercenarios («para ganar el pan y; nada más», acostumbraba a decir el poeta), admirado por Raúl Roa, el futuro canciller del gobierno de la revolución cubana: «Sus versos maravillosos cuelgan de los barrotes como las flores», según afirmara el nombrado; en Claudio de Alas o Jorge Escobar Uribe, también colombiano, quien dijo de su compatriota Vargas Vila «Henos aquí ante el rebelde formidable» y de Rubén Darío «En el nombre del padre... pulsas la Lira Madre...», quien a los 32 años, ganado por la decepción y el pesimismo («Basta cárcel ruidosa me legó la existencia», había expresado cierta vez) luego de decir «Llegó la hora», se suicidó en Buenos Aires; en Pedro Garfias, poeta español, que vivió exiliado en México pobremente del juego del dominó en que era experto, a golpes con el hambre, miembro durante la Revolución Española del 5.º regimiento, cuyo comandante el famoso Enrique Líster, dijo de él que era «de una emocionante honestidad», murió en 1967 no sin antes recordar: «Ay, mi tierra, mi pueblo, España mía...».

Pienso en los escritores bolivianos Jesús Lara y Augusto Céspedes, con sus hermosos relatos de excepcionales realismos de la Guerra del Chaco y de Céspedes: su magistral relato sobre aquel inacabable pozo, que siempre me provoca una dolorosa angustia al volver a leerlo; en nuestros compatriotas Clitofonte Lepreti lanzándose contra la inútil guerra entre Bolivia y Paraguay: «Detestamos el chauvinismo y consideramos un deber de la juventud paraguayo-boliviana, producir un acercamiento espiritual», como bien lo dijera. Pienso en la novela Raza de Bronce del nunca bien ponderado Alcides Arguedas, pluma americana y andina. Pienso en los grandes representantes del antiimperialismo americano: Rodó que con su Ariel inició la resistencia contra el invasor; Vargas Vilo, quien bautizó a EE. UU. con el nombre de Cerdolia, Alfredo L, Palacios con sus bigotazos como manubrios y su enorme sombrero; Juan B. Justo, valorado aún escasamente; Gregorio Selser, Carlos Pereira, Manuel Ugarte, Gregorio Seldes y tantos otros; en Rubén Darío que nos dejó dicho: «¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?», pues sostenía que «los bandidos están en posesión de bancos y de los almacenes», por lo que temía la perniciosa vecindad de los norteamericanos: «Esos búfalos de dientes de plata», como sostuvo alguna vez el gran poeta.

Pienso en el Ecuador de Jorge Icaza, en su extraordinaria novela Huasipungo, y en el indígena que muere tras comer la carne podrida de un buey. Pienso en todas las rebeliones indígenas de América y especialmente en las del Paraguay, que las hubo en cantidad; en Cecilia Túpac Amaru, en la esclavitud y en el robo de que eran objeto los indígenas: «Hasta la lana del cuero en que duermo se la llevó el Corregidor» dijo Cecilia; en el interrogatorio de los invasores a Atahualpa para justificar sus tropelías y en las inteligentes respuestas de Atahualpa:

-El Papa ha dado al potentísimo Rey de España la conquista y conservación de estas tierras.

-Nunca obedeceré al Papa que da lo ajeno y cede a quienes nunca vio el reino de mi padre.

-Viene Pizarro en nombre del Rey a que seáis sus tributarios

-¡Tributar siendo libres!

-Jesucristo, siendo Dios verdadero, bajó del cielo a morir por los hombres.

-Muy bueno es mi religión pues Cristo murió y el Sol y la Luna nunca morían.

Pienso en Juan Montalvo, en el ígneo fuego que despedía su pluma contra el dictador García Moreno, y la continuación de su aventura con el Quijote.

Pienso en la ensangrentada Guatemala con sus 45 mil desaparecidos y asesinados de los 90 mil de toda América, y en los 440 poblados arrasados por el dictador Ríos Mont; en Luis Augusto Turcios, en Yon  Sosa, en Óscar Turcios, y en el hijo de Miguel Ángel Asturias, que ha empuñado antes que la pluma el fusil en los montes y serranías de los antiguos mayas, por ser un elemento más convincente para cambiar la historia.

Pienso en Fonseca Amador, el líder de la revolución nicaragüense, encabezando la rebelión contra Somoza, una verdadera dinastía (y el primero que era «Ese hijo de puta, pero un hijo de puta nuestro», como habían dicho de él los yanquis). En el único sobreviviente de los antiguos líderes revolucionarios Tomás Borge, combatiente y escritor y en su peculiar definición de la cultura: «Cultura es el pueblo; el pueblo cuando canta, cuando trabaja, cuando habla y hasta cuando sonríe»; en los hermanos Ortega y en Sergio Ramírez, en su hermoso cuento sobre Charles Atlas; en la catarata poética de Ernesto Cardenal, proclamando desde su aislamiento en Solentiname que «Comunismo o Reino de Dios en la tierra, es lo mismo». En el general César Augusto Sandino, aguantando el aluvión de plomo yanqui en que «el abrazo es un saludo de todos nosotros»; según decía él.

Pienso en Antonio (Torio) Gramsci, pensador de completa vigencia, aventando sus ideas desde el Grido del Popolo, L'Ordine nuovo, Avanti, y otras tantas publicaciones, en su ensayo sobre los intelectuales, en su Quaderni del cancere, escrito durante su encierro por causa del fascismo, en el heroísmo de su mujer Julia, sus hijos y su madre Peppina Marcias, en el pavor del fascismo al pensamiento de Gramsci, traducido por el fiscal que lo acusaba: «Hemos de impedir por veinte años que este cerebro funcione» (a pesar de todo Gramsci produjo muchísimo hasta su deceso el 27 de abril de 1937, 6 días después de expirar su injusta condena, cuando contaba con tan sólo 47 años). Pienso en Jorge Dimitrov, luchador y proletario antifascista, y en sus proféticas palabras en el tribunal nazi de Leipzig, proceso montado para inculparle calumniosamente del incendio del Reichstag, en pleno auge del fascismo (el 16 de diciembre de 1933) «¡eppur si muove! La rueda de la historia gira, marcha hacia adelante... Y nadie conseguirá detener a esta rueda empujada por el proletariado... Ni mediante medidas de exterminio, ni con sentencias de trabajo forzado, ni con penas de muerte. ¡La rueda gira, seguirá girando hasta el triunfo definitivo del comunismo!».

Pienso en José Antonia Vázquez, y en sus excelentes trabajos sobre nuestra historia; en los guerrilleros del 14 de mayo y del FULNA, muertos en los bosques y llanuras de nuestra geografía abrazando la idea de la libertad y la democracia; pienso en el doloroso calvario en Charará de las enfermeras de un grupo de guerrilleros, objetos de las sevicias más increíbles: Julia Solalinde, Juana Peralta, Antonia Perruccino; en los campesinos asesinados en las más diferentes comarcas de nuestro país, y en que a pesar de todo quedarán en la memoria histórica de nuestro país tales aguerridos combatientes, en tanto que de sus homicidas no quedará ni el polvo de las obsecuencias... Pienso en el asesinato por encargo de Martin Luther King, que cual El Cid sigue aún combatiendo por los caminos del mundo contra la intolerancia y la discriminación racial, y en sus orientadoras palabras: «Una y otra vez debemos elevarnos a las majestuosas alturas para poder poner a la fuerza bruta, la fuerza del alma».

Febrero-marzo de 1995.





 

 

APUNTES FINALES

 

«El favor prodigado a los libros malos es tan contrario al progreso como la inquina contra los buenos». 

GOETHE

 

 

 

Concluyo el río de recuerdo en este apartado. Es lógico que haya olvidado a muchas gentes importantes, a muchos escritores y pensadores de valía. Es imposible, desde luego, hacer un recuento puntual de todos ellos. Es posible que escribiendo algo parecido de aquí a cierto tiempo, me recuerde de muchas otras cosas más. Es que este recuento se había prolongado más de lo esperado...

Tampoco he tratado de fungir de erudito; nada de eso. Siempre he deseado informarme de lo que me interesa y nada más. He tratado de saber de esto y de aquello, de acopiar el mayor número de verdades y razones, de esclarecer mis dudas. Se trata de un esfuerzo que nunca acabará: de acumular más y más conocimientos, hasta donde se pueda y en tanto se pueda. Cada hombre íntima e ingenuamente cree, por lo demás, que la muerte le olvidará, que pasará a su lado sin tocarlo. Sin embargo, hace ya miles de años un filósofo griego dijo con justa razón: «Sabemos que moriremos, pero no creemos en esto». Es así. El hilo se va acortando cada vez más. En tanto hay que seguir. Y en realidad, como bien lo dejó dicho el poeta Yeats: «El hombre creó la muerte».

(Precisamente cuando estaba escribiendo este pasaje, interrumpo mi labor del 13 de febrero de 1995; al ver en el diario el anuncio del deceso de doña Juanita Toledo de Zenteno, cara persona ligada a la infancia y a la adolescencia, y, madre de amigos, para asistir a su sepelio. Es en el cementerio de Lambaré. Llega el ataúd casi al filo del mediodía. Lo destapan. Me acerco y la veo por última vez a doña  Juanita, con su toga de franciscana y un cíngulo blanco. Campea la austeridad. Los asistentes son pocos. Y luego ya es el hoyo y las paladas de tierra que caen sobre el féretro. Y mi memoria se aviene en recordar a doña Juanita con sus tallarines y sus ñoquis de los domingos. No creo que sea necesidad o profanación recordarla por su cocina, puesto que en la cocina es donde se gesta la energía del mundo y las cocineras según dijera Lenin dirigirán alguna vez los destinos de la humanidad. Por lo demás, no he querido que doña Juanita pasase así nomás, anónimamente como pasan tantas otras personas honorabilísimas. Perdónenme esta inesperada digresión).

Creo que no es secreto para nadie: hay que disfrutar de la vida. De la vida sana, ciertamente. Tener casa, mujer, hijos. Una mujer que a uno lo ame y le satisfaga. «La esposa debe ser muchas esposas», según dijera Jack London. Es una gran ayuda, importantísima ayuda para cualquier momento de la vida. Disfrutar del trabajo y del descanso. Viajar. Supremo placer viajar, cambiar de aire, cambiar de ritmo, cambiar de rumbo. Comer convenientemente, beber moderadamente, sin importunarle a nadie. (Coincido en este sentido con Chesterton o casi ya el padre Brown, en que es preferible tomar un buen copón de cerveza, a la que era aficionado este gran hombre, que estarse quieto y aburrido en un gabinete. Es decir, escuchar el rumor de la vida y ver cómo pasa el tiempo). Tener monetariamente lo necesario para desenvolverse. Recuerdo que estando en Río de Janeiro (quién podría creer: en una ciudad hecha para el turismo) recibí del Dr. Vicente F. Espínola (cuñado del amigo Nils) una inolvidable lección respecto a los bienes: «Acumularlos, me decía este señor, hasta cierto estadio de la vida para luego utilizarlos de acuerdo a la necesidad...».

Oh, «el divino dinero, que apuntó Marx, que confunde y trastorna todas las cualidades: la capacidad alienada de la humanidad. El dinero convierte... cada una de las potencias individuales en la que no es: es decir las convierte en su contrario... Soy feo, pero puedo comprar para mí las más hermosas mujeres. La fealdad se anula con el dinero... Soy cojo, pero mi dinero me dota de 24 pies... Soy estúpido, pero el dinero es la verdadera inteligencia... Además puedo comprar gente talentosa para mí, y el que tiene poder sobre la gente de talento ¿no es más talentoso que el talentoso?».

Es cierto, hay gente cuyo afán es acumular bienes, como quien colecciona zapatos, vestidos o libros. Se agotan trabajando, nunca descansan. Pelean, se irritan. ¿Todo para qué? Para ver solamente que allí está el montón. Y luego las úlceras, las palpitaciones, los estrés, los bruscos desniveles de la presión arterial, todo por nada. Nunca se van a estirar las piernas con despreocupación, a charlas con los amigos, a ver buenas películas, a viajar, a escuchar cómo pasa el rumor de la vida. Como que siempre desconfían que alguien pueda venir a hurtarle algo, se mantienen aislados. La soledad es casi siempre la situación del rico. Después ya en la ancianidad hacen un balance y constatan que de positivo poco hicieron. Luego sobrevienen las disputas entre los hijos. La separación o el éxodo. Y que entre hermanos no hay armonía. Esta misma experiencia de aquí a algunas décadas volverá a revivirla cada uno de los hijos. (El siglo XX, es llamado el siglo de la Usura).

Lo bueno es tener lo indispensable. No tanto, porque los bienes constituyen con el tiempo un lastre. Le restan a uno libertad y tiempo. Es como aquel que piensa marcharse al campo y no sabe qué va a hacer del gato de la casa, del perro, del canario, y si tiene aficiones de granjero, de las gallinas. (Lo dijo Napoleón en cierta oportunidad con rudeza militar: «Los hombres son cerdos que se alimentan con oro»).

Al final uno aprende que lo mejor es disfrutar de la vida con el mayor número posible de personas. De familiares, amigos, de amigos de verdad.

En el capítulo de los amigos va pasando algo curioso: los amigos al paso de los años son cada vez menos. Al no haber nexos económicos, intereses sociales o de trabajo, los amigos disminuyen. Así uno se percata que muchos de ellos no fueron sino hojarascas. Y retorna nuevamente uno a quedarse solo.

Creo que una de las mejores cosas que uno puede tener ya en la edad madura, es una buena biblioteca. Los libros suplen con más bondad y rendimiento la ausencia de los amigos. Se dialoga con las gentes de ayer y de hoy. De paso uno se instruye, se emociona y se apena, en un lapso menor del que requiere la vida. Se hace una pasantía vertiginosa. De una alegría escasa a otra más grande. De una visión de vida a otras visiones. Por lo demás uno puede ponerse en la posición del pájaro más libre: es decir, saltar de un rincón a otro, de un tema a otro, de una historia a otra, de una ideología a otra.

Recuerdo que el antidogmático Max Nordau (uno a quien he olvidado en el recuento) decía sobre el papel de la muchedumbre, pero que yo lo aplico a lo que caracteriza a una biblioteca que es como un silo donde está depositado «el fruto de todo el desarrollo anterior de la humanidad», dónde se escucha, dice: «Los gritos de una Asamblea popular», que los componen «las voces de los grandes pensadores que hablan desde su tumba con frecuencia diez veces secular».

Me fijo en ocasiones que hay tantísimas gentes que miran como ciegas y hablan sin objeto. Pierden el tiempo. Viven la mediocre circunstancia del momento, con mecánica constancia. Yo digo que todo esto es producto del ambiente social. Pues, los que están arriba, por ejemplo, ¡están muchas veces no por méritos propios, sino por otros muy diferentes! Por impulso de una agrupación política; por parentesco, por pilares sostenidos por varios amigos, por el poderío económico o por otros imponderables poco esenciales: «no (recurro nuevamente a Max Nordau) como resultado del penoso y austero trabajo intelectual». Y los que están abajo, están abajo precisamente porque no tienen nada. Ser culto es toda una inversión. Poder entrar en escuelas y colegios buenos. Penetrar en la Universidad, contar con buenos instructores, libros en cantidad, etc., etc., es todo un proceso que exige antes que nada: recursos.

Después están los defectos de nuestra propia enseñanza, de nuestro sistema educativo: una escasa siembra de conocimientos, de conocimientos adocenados casi siempre, provenientes de esquemáticos dictadillos. El profesorado mismo sangra por la herida de la ignorancia. No por culpa propia, sino ganar tan poco; y entonces qué puede invertir en metas de largo alcance. Y luego la filosofía de esta sociedad que tiene por meta preparar especialistas incoloros. Todo lo demás le es ajeno. Prefiere invertir los bienes de la nación en cuarteles, comisarías y cárceles que en escuelas. Todo eso hubiese sido innecesario si se tuviesen dos cosas: trabajo y educación. La delincuencia no tendría pasto para comer, lecho donde dormir.

Por el recuento hecho, muchos creerán que soy enemigo de la religión. En absoluto. Repruebo la religión que trata de hacer del individuo el mono del circo o el fanático alienado. A la que han transformado en una retahíla de frases, o en meros nombres. Cristo, Cristo, Pedro, Pedro. Es más, voy a decepcionarles: el cura Balmes (otro de los que no cité anteriormente) fue quien me llenó al camino de la filosofía. Y él fue quien me anotició de los materialistas griegos y los demás. Y con el empujón de Juan Vicente Ramírez, nuestro Juan Vicente Ramírez, se me generó más interés por la filosofía. Después Séneca, me enseñó algo de estoicismo. Pascal me atrapó durante mucho tiempo, con su inaudito afán de perfección y su lucha contra los naturales llamados de la sangre. San Francisco de Asís, con su renunciamiento a las más mínimas comodidades y su enorme resistencia a los sufrimientos; San Luis, prematuramente muerto por ayudar a la gente durante una epidemia; Don Bosco, de bella humanidad (muchos de cuyos rasgos positivos ha hecho reaparecer la cinematografía italiana en el cura don Camilo). El padre Ragucci, de quién soy lector de un buen número de sus obras, me enseñó los caminos y escondidos senderos que tiene el castellano. El cura Camilo Torres con todo lo que hizo en vida, es para mí la expresión del verdadero cristiano, en verbo y en acción. Guardo también gran admiración y respeto a la personalidad combativa y austera de Luis Alfonso Resk. (Él quedará para siempre en nuestra historia y los verdugos, aquellos que le ofendieron y castigaron, se irán hacia el olvido, a enriquecer para beneficio de la flora -que es lo único que pueden hacer con su estulta materia- alguna porción de tierra de los contornos).

Por lo demás, yo creo que lo que los cristianos pretenden es que las cosas se resuelvan en el cielo, en tanto que los revolucionarios aspiran a que dicho cielo se instale en la tierra. Lo que los separa es la capacidad de espera o expectativa: en unos lo fuerte es la pausa o la paciencia; en otros, es el apresuramiento, y a veces, traducido en el afán de madurar las condiciones históricas con la acción.

Tampoco soy un fanático de la revolución. Entiendo que el proceso histórico es algo natural, inevitable, necesario, regido por leyes propias. La historia es movimiento; es una contante renovación. Todo cambia o va cambiando. El reposo es algo transitorio: Un alto en el proceso, pues nada queda paralizado mucho tiempo. Dentro de lo estático se acumulan los cambios. Como en la matriz de la mujer el nuevo ser va tomando cada vez más sus formas propias y sus atributos. Devenir, es verbo que está siempre en vigencia. Alguna dilación o traspié, alguna demora, son etapas del mismo proceso hacia adelante.

Hay, desde luego, revolucionarios triunfalistas. Quieren que las cosas se desarrollen siempre a tambor batiente, de manera rectilínea. (Ante el primer revés se desaniman y se desesperan). ¡Ilusos!, creen que los acontecimientos se mueven por impulsos subjetivos. En los reveses emergen precisamente los verdaderos revolucionarios. Tal como acontece hoy día con algunos países que encabezan la revolución en el orbe. Enmedio de las dificultades, de las escaseces, de la marchita gloria de los héroes recientes, de la deserción de los amigos y de los adherentes de la primera hora, de la bulla que arma el enemigo para desarticular la firmeza, entonces es cuando se puede constatar quiénes son los auténticos revolucionarios. Es decir, quiénes no han sido motivados por el éxito o el triunfo. No se necesita decir quiénes están aquí, y quiénes están allá. Porque pese a todo se tendrá que avanzar bajo el fuego graneado del enemigo y de la avalancha de las decepciones.

El capitalismo es un enfermo crónico, archiconocido. Anda bien de salud cierto tiempo y mal mucho más. Su modo de vida habitual es así: sano, enfermo, convaleciente, repitiéndose el mismo proceso cada cierto tiempo. Y luego, la inseguridad, el desempleo; el hambre, la muchedumbre de miserables y la corrupción como agua del mismo manantial. Y frente a este enorme trozo de lastimosa humanidad hace poner buenos ejércitos y numerosa policía y propagandistas que desanime a ese mundo de parias a que no se rebele. Impedir que haga algo. El capitalismo apresta siempre el rudo talón de hierro para aplastar de un solo pisotón cualquier rebelión.

Sostengo que es un deber ineludible ser antiimperialista consecuente, si se tiene conciencia de que el imperialismo es el promotor de nuestra miseria y de nuestro atraso y jamás nos permitirá progresar o adelantarnos (se sabe muy bien que el imperialismo necesita para desenvolverse de los pueblos de todo el mundo 53 productos que él no los tiene y que los obtiene siempre a un costo irrisorio).

Tengo una enorme fe en que las cosas mejorarán prontamente. En que la evolución o la revolución empezará a sacudirse el polvo de las decepciones  y las derrotas. Sé que esto habrá de producirse con la exacta puntualidad con que corre el sol cada día.

Mas de uno se habrá sentido intrigado si por qué en mi largo recuento cito a pocos escritores de nuestro país. Voy a ser claro a este respecto.

Sucede que nuestra literatura o sus productos carecen de ese no sé qué que despierte interés. Son resultados literarios de los muchos existentes y nada más. No son fuego, mensaje, escozor, esperanza. En las manos de muchos de nuestros escritores la pluma no es antorcha, como pedía Ragucci. (Dirán lo mismo de mis cosas. Está bien. Les asiste todo el derecho a defenderse primero, y a criticar, después).

Prosigo: carecen de llama. De sesgo de futuro. De estupor. Carecen del asombro. Huelen a cosa vieja. Adolecen de anacronismo. ¿Escasez de miras, visión estrecha? Sí, por ahí va la cosa. Levadura ideológica escasa. Muerta curiosidad. Aceptan sin reparo lo existente. ¿Y?

Otros, equiparan lo cultural con lo social. Es decir, son quienes creen que tras dar un estornudo cultural es para estar reunido, hablar de cosas baladíes, cotorrear a lo grande, y nada más. ¿Y la calidad de la obra, su sentido polémico, sus señalamientos, sus aportes, su reguero ígneo? Bien; gracias. Lo único que les importa es salir en una foto, un comentario en los diarios, y ¡santas pascuas! Y no se crea que es algo circunscripto a pocas gentes. No. Es cosa generalizada. Valores primerizos y valores consagradísimos se orean en el mismo sol.

Creo que hay que guerrear bastante para que cambien las cosas. Que hay que tomar con seriedad y responsabilidad lo poco que hacemos, y darle mejores rumbos. Dejarse de ilusiones infantiles. Los ensayistas deberían de comenzar a hacer su verdadero trabajo. Es decir, señalar los aciertos e indicar los defectos. Orientar... Mientras no se trabaje en dicho sentido de una buena vez el polvo se acrecentará y el tedio engrosará en capas sucesivas hasta lo increíble.

Hay que liberarse por otra parte del espíritu de la escalera, que en el modismo francés significa tener reacciones tardías cuando ya pasó el momento. Tal fenómeno es frecuente y casi natural en nuestro medio, pues es el caso de nuestros articulistas al hablarnos de cosas supuestamente novedosas, cuando que ya perdieron completa vigencia en cualquier país importante del mundo. Y esto es observable con referencia a teorías, libros y autores. Es así que en este género de cosas, hay un tardío amanecer y una excesiva oscuridad. Es más la noche que el día.

Agrego algo más antes de olvidarlo. El autor carente de recursos en nuestro país jamás podrá ver editada su obra, pues en puridad no existen editoriales que abrevien tal dificultad. La demanda de libros desde luego es pequeña, como reducido el círculo de lectores. Creo que esto último obedece a la árida disposición espiritual de los habitantes no preparados para que abreven en las más diferentes fuentes culturales, por efecto de la escolaridad escasamente rica en cultivos y abonos. Es como el terreno en donde nada crece. ¡Un páramo!

Es más: los suplementos culturales de los diarios que deberían operar como una especie de avanzada para generar interés por la cultura, no resultan así. Generalmente son productos de un reducido grupo de colaboradores. Por eso son monotemáticos y aburridos. No contagian el benéfico virus del interés, a la masa de lectores. ¿Avaricia o mezquindad?, qué sé yo. Lo cierto es que la mayor parte de los escritores del país, jamás ven algo suyo en los mismos. Tan solo cuando desaparecen de la escena nacional obtienen una hipócrita nota de recordación, y a veces ni eso.

Por imperio de las circunstancias, se gesta así una juventud rancia y carente de entusiasmo, que resulta de esa manera un completo contrasentido de esa bellísima etapa de la vida.

En cuanto a nuestro país: la meta que debe perseguir y la forma en que debe conducirse, estoy con lo que expresó ya en el siglo pasado el gran revolucionario y crítico literario Bielinsky: «Sólo viviendo su vida independiente puede cada nación aportar su tributo a la felicidad general. Entonces, ¿en qué consiste la independencia de una nación? En su modo particular de pensar, en sus distintas maneras de percibir los fenómenos, en la religión, en el idioma, y sobre todo, en sus tradiciones».

Al escribir todas estas cosas, estoy solo o en soledad en mi ex domicilio; ahora vacío. Tiro a veces un trozo de leña para avivar el fuego en mi improvisada cocina. Pienso en los que han sostenido que el fuego es el principio de muchas cosas. Creo que tienen mucha razón. El fuego desde luego ocupa todos los espacios del Universo. Crea astros nuevos y aniquila mundos viejos. Es una fuerza formidable y tenaz. Pulveriza y da vida. Da vida a toda la naturaleza...

Me mira atentamente una gata que ha venido a refugiarse en la casa. Ha tenido tres gatitos en estos días. Sin casa y sin nada, admiro su fe y entusiasmo por la vida. Lucha por ella. Con la increíble valentía de la que nada posee, con el rudo optimismo que tienen los desamparados. Aprecio sin retaceo alguno su compañía.

Enarbolo, antes de despedirme, lo que Goethe puso en boca de un personaje de una de sus historias: «Sumergíos tan solo en plena vida humana».

Febrero-marzo de 1995.

 

 

 UN EJÉRCITO

 

... si los gastos continuaban llegaría un momento en que los franceses no serían más que un pueblo de mendigos, ante una hilera de cuarteles. GAMBETTA

 

 

               

 

 

 

Un ejército estéril

     
 

que dilapida el arca del Estado,

     
 

que desmerita el sueño del soldado,

     
 

que no cuida los hitos de la patria,

     
 

que no acude al llamado de la historia,

 

   
 

que no sacude el polvo del atraso.

     
 

Un Ejército incierto,

     
 

que no está con el pueblo,

     
 

que no cuida al labriego,

     
 

que declama: «Soy parte de la patria»,

 

   
 

y sin embargo, es valla, es un vallado,

     
 

a los progresos ciertos de la patria.

     
 

Un Ejército extraño

     
 

de patriotismo vano,

     
 

de arbitrario poder enemistoso,

 

   
 

que desconoce el orden de las leyes,

     
 

de formalismo insano:

     
 

de rigor y tambor y formaciones,

     
 

de clarín y disparos sin objetos.

     
 

Un Ejército yerto

 

   
 

que no cuida o vigila cada día:

     
 

los bosques que depreda el negociante,

     
 

los ríos que circundan sus costados,

     
     
 

los campos donde abunda la canalla...

     
 

Un Ejército estéril

 

   
 

que gasta de la patria su dinero,

     
 

el pan de su alacena mal nutrida,

     
 

la tela del color de su arboleda,

     
 

la bala y el fusil de su armería.

     
 

(El pueblo fue el soldado en las dos guerras).

 

   
 

ENVÍO:

     
 

El pueblo ya requiere o necesita:

     
 

¡un Ejército enérgico y patriota!

     
 

¡Que cuide de la patria,

     
 

como cuida el buen hijo de la madre!

 

   
 

30 de marzo de 1995.

 

 

 

SIN EL PUEBLO

 

 

Sin el pueblo

   
 

no hay líder que lidere,

   
 

no hay jefe que disponga,

   
 

no hay caudillo que ordene,

   
 

no hay general que venza,

   
 

no hay mariscal que imponga

   
 

el sacrificio de morir y punto.

   
 

 

 

Sin el pueblo

   
 

el líder no es un líder,

   
 

el jefe no es un jefe,

 

 
 

el caudillo no es nada,

   
 

el general es mera charretera,

   
 

el mariscal es mito y es mentira.

   
 
 

Sin el pueblo

     
 

el líder no prospera,

 

   
 

el jefe no prosigue,

     
 

el caudillo no avanza,

     
 

el general no ordena,

     
 

el mariscal no muere resistiendo.

     
 

¡Sin el pueblo los líderes no andan!

 

   
 

¡El pueblo, es en verdad, el que es el líder!

     
 

 

 

FINALMENTE ¡YO ACUSO!

 

 

¡Acuso a este Poder!

   
 

De consagrar ha tiempo en esta patria:

   
 

la opulencia increíble de unos pocos

   
 

y la miseria horrible de millones.

   
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

 

 
 

De ser bueno, accesible:

   
 

con el corrupto que ambiciona el oro;

   
 

de ser rígido y fiero

   
 

con el hambriento que no tiene nada.

   
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

 

 
 

De tener un sustrato de injusticias:

   
 

todo para el avaro que sustrae,

   
 

nada para el que es pobre y miserable.

   
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

   
 

De consagrar el feudo, el latifundio,

 

 
 

de establecer el cepo y el cadalso.

   
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

   
 

De tener por el señor al gran ratero,

   
 

y por bandido al pobre, que no es nada.

   
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

 

 
 

De tener en su seno:

   
 

ladrones que saquean al Estado,

   
 

políticos-palabras, políticos-mentiras,

   
   
 

de inciertos ideales,

   
 

generales de genios tenebrosos.

 

 
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

   
 

De saquear al pueblo,

   
 

de avasallar sus bienes

   
 

desde hace un siglo y más,

   
 

¡y que prosigue!

 

 
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

   
 

De proteger a empresas que disponen

   
 

de cosas del país, como sus bienes.

   
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

   
 

De no tomar en serio ese trabajo

 

 
 

de promover la educación y el libro,

   
 

el alfabeto, que es la aurora, el día.

   
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

   
 

De haber sido el causante

   
 

de la diáspora inmensa de este pueblo,

 

 
 

o de la emigración: ¡un río interminable!

   
 

 

 

¡Acuso a este Poder!

   
 

De ser en nuestra historia la mentira,

   
 

el Estado falaz y corrompido.

   
 

 

 

¡Acuso a este poder

 

 
 

de no haber sido jamás PODER del PUEBLO!

   
 
 

 

 

PROCLAMO PROCLAMO

 

 

PROCLAMO

   
 

El derecho del pueblo a ser más bien libre,

   
 

a disponer de casa o de sembrado,

   
 

y a cosechar lo ansiado y lo esperado.

   
 

 

 

PROCLAMO

 

 
 

El derecho del pueblo

   
 

a recibir o tener buenos ingresos,

   
 

y así tener el pan y la comida.

   
 

 

 

PROCLAMO

   
 

El derecho del pueblo a la enseñanza

 

 
 

pródiga en luces, libros y apetencias.

   
 

 

 

PROCLAMO

   
 

El derecho del pueblo a la Justicia,

   
 

a la vigencia plena del Derecho.

   
 

 

 

PROCLAMO

 

 
 

El derecho del pueblo

   

 

 

a la seguridad, la paz, la calma plena,

   

 

 

sin calabozos, cárceles y penas.

   

 

 

 

 

PROCLAMO

   
 

El derecho del pueblo

 

 
 

a cancelar el poder o el ejercicio

   
 

de mandatarios que incumplieren mucho.

   
 
     

 

 

PROCLAMO

   
 

El derecho del pueblo

   
 

a la marcha y protesta

 

 
 

contra los que promueven casos de injusticias.

   
 

 

 

PROCLAMO

   
 

El derecho del pueblo al alzamiento,

   
 

si avasallan

   
 

su vida y menesteres.

   
 

 

 

PROCLAMO

   
 

El derecho del pueblo

   
 

a construir real y tenazmente

   
 

un Estado mejor, su propio Estado.

   
 

 

 

PROCLAMO

 

 
 

El derecho del pueblo

   
 

a tener el Poder que se merece:

   
 

¡Poder que sea pueblo en sus esencias,

   
 

urgencias y deseos!

   
 
 

3 de abril de 1995.



 

 

 

SE DEBEN DE ACABAR TODOS LOS MALES

 

 

Se deben de acabar todos los males:

   
 

el robo cuando es robo a todo el pueblo,

   
 

el latifundio, ¡súmmum del atraso!,

   
 

la corrupción, que es pus en todas partes.

   
 

Se deben de acabar todos los males:

 

 
 

el Poder si es rigor y es atropello,

   
 

el cuartel si no es casa al patriotismo,

   
 

el militar vicioso y miserable,

   
 

el policía, abyecto y despreciable.

   
 

 

 

Se deben de acabar todos los males:

 

 
 

la política vil, la del tunante,

   
 

el cuartelazo que es puñal y bala,

   
 

y bandido y bandido y maleante.

   
 

 

 

Se deben de acabar todos los males:

   
 

la miseria que agota y que degrada,

 

 
 

la enfermedad que causa la pobreza,

   
 

la ignorancia que es más que la ceguera.

   
 

 

 

¡Se deben de acabar todos los males!

   
 

Se debe de instaurar la Patria Nueva.

   
 

¡Se debe de anunciarla!

 

 
 
 

 

EL LIBRO DE LAS LETANÍAS (1973-1995) (ENLACES EXTERNOS A LA BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES)

TODOS LOS DÍAS EL PUEBLO

ROGATIVAS (DEL PUEBLO A LA HISTORIA)

EL MURO DE LOS LAMENTOS/ EN EL TIEMPO ESTE PUEBLO/ ECOS/ EL YERMO. EL GHETTO. EL YUGO./ PÁJAROS. MURCIÉLAGOS. BASURAS/ LAMENTOS. INFIERNO. PENA/ LAS MENTIRAS/ DOLORES. PENAS. SOLLOZOS/ EL PUEBLO ES INMORTAL/ LA ALEGRÍA/ TODAS LAS BANDERAS CAÍDAS/ RATEROS Y RATONES/ VÁNDALOS Y BRIBONES/ EL QUE.../ NO OBSTANTE/ CAMINO/ EL CAMPO. EL BUEY. LA TIRANÍA/ LA NORIA/ LA SOLEDAD/ HEDOR/ LA CANCIÓN/ EL ARRABAL/ CANTO/ CANTOS CAUTIVOS, CÁNTAROS DE PENAS/ EN LA CIUDAD/ AQUÍ NO HAY MÁS PAÍS/ ESTE ES UN PUEBLO/ LAS CATACUMBAS/ LA CASA/ NO MUERTO/ EN ESTE PAÍS ES PRECISO QUE SE ACABE/ EL NUEVO ORDEN/ TODOS LOS DÍAS EL PUEBLO/ EL TRINO/ HABRÁ QUE CONSTRUIR/ PEQUEÑA LETANÍA EN MEMORIA DE JOSÉ ASUNCIÓN FLORES/ EL ÉXODO

LA REPÚBLICA

ÉXODO/ VUELVAN/ EL RÍO LLEVA CÁNTAROS DE PENAS/ LA POBREZA

VOCES

NI LUZ NI ASOMBRO/ EL PUEBLO ES UN GIGANTE/ EL HIMNO/ NO TODO ESTÁ PERDIDO/ LA LIBERTAD AÚN NO LLEGA/ LA TIERRA ES EL REPOSO DE LAS FLORES/ REPÚBLICA

PAÍS DE LAS LETANÍAS

PAÍS ROBADO EN TODO/ CLAMOR INDÍGENA/ CLAMOR NACIONAL/ CLAMOR POÉTICO/ EL GRAN ABRAZO/ MUJER, MUJER: MUJERES

ES EL GERMEN. LA PRIMERA MAESTRA. LA QUE NOS CUBRE EL ROSTRO FINALMENTE.

PIENSO EN LOS MÍOS/ APUNTES FINALES/ EL VERBO PERMANECE/ CUIDAR/ COMBATIR/ UN EJÉRCITO/ SIN EL PUEBLO/ FINALMENTE ¡YO ACUSO!/ PROCLAMO PROCLAMO/ SE DEBEN DE ACABAR TODOS LOS MALES

 


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