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FRANCISCO (PANCHO) ODDONE (+)

  CRÓNICA DE UN IMPOSTOR, 2006 - Crónicas de PANCHO ODDONE


CRÓNICA DE UN IMPOSTOR, 2006 - Crónicas de PANCHO ODDONE

CRÓNICA DE UN IMPOSTOR

Crónicas de PANCHO ODDONE 

Arandurã Editorial,

Asunción-Paraguay, 2006

 

Esta Crónica es parte de una vida agitada y a la vez divertida. Los hechos y circunstancias no son el resultado de un ordenamiento de biógrafo, sometido a la implacable rigidez de fichas ordenadas, porque no he incorporado el orden como una de mis virtudes.

Me defino como impostor porque jamás pude creer en las bases en que supuestamente se funda la sociedad en la cual nací y con toda sencillez rechazo el anonimato para relatar hechos, circunstancias y conductas de personajes que integran el folclore local. Confieso que aproveché, y superé como un intruso, los parámetros impuestos por la hipocresía y el disimulo, en medio de la confusión de valores supuestamente vigentes y fundamentalmente ignorados, perimidos o al menos discutidos de una comunidad que parece malversar su destino, si alguna vez la tuvo. Cuestiono no precisamente como un filósofo, estoy muy lejos de serlo, sino como un simple aventurero, los valores que se recitan a la vez que se ignoran en la vida cotidiana. Tampoco pretendo ser un reformador.

Me limito a relatar historias reales, vividas intensamente, con la esperanza de que la conclusión surja del ocasional lector que quiera entretenerse y divertirse. Una vez me preguntaron qué eran “Los Principios”. Respondí que se trataba de un diario que se edita en la ciudad de Córdoba, en Argentina. Este parece ser mi mayor pecado, el sentido del humor, que entre risas y melancolías me ayudó a vivir en un duro, a la vez que pleno, ejercicio de la libertad. Para mucha gente esto puede ser difícil de entender.

 

 

“Los males que sufre la humanidad pueden resumirse en un único y mismo orden: los hombres están enfermos de no saber vivir en libertad y de no conocer las delicias de la autonomía, la autosuficiencia y el pleno gobierno de uno mismo. Los síntomas son evidentes: el gusto por lo frívolo, la liviandad, el dinero, el poder, los honores, la mezquindad, la estrechez de proyectos, el conformismo y la sujeción a ideales seculares y alienantes como el trabajo, la familia o la patria”.

Diógenes de Sinope

Siglo IV, a. J.C.


 

UNO

No había comenzado el otoño, por eso nos acosaban dudas desconcertantes sobre las extrañas características del clima que soportábamos. Se había anticipado el invierno. El otoño, reducido a una cifra en el almanaque, desconocía las expectativas del año que comenzaba. Penetrantes ráfagas de viento frío del sur hacían girar las hojas prematuramente secas en esporádicos remolinos, que incrementaban la sensación de frío, insoportable cuando se filtraba por las ventanillas del auto del viejo escribano vecino de nuestra casa. El escribano, sólo así y de ninguna otra manera lo llamaban en el barrio y en la ciudad que envejecía sin gracia en la pampa saturada de sol, pasto y vacas. El escribano tenía un nombre, ilustre para la mediocre vanidad provinciana, era soltero, muy rico y supuestamente deshonesto, según los murmullos imprecisos de sus adversarios políticos. Insistió en prestarle el auto a mi padre para esta ocasión memorable, así considerada porque yo me incorporaba al Liceo Militar General San Martín, instalado en un suburbio de la capital, donde antes había estado el Colegio Militar de la Nación.

Nuestro viejo Hudson, que alguna vez había sido el orgullo de la familia, estaba en el taller sometido a una terapia terminal de la cual jamás lograría recuperarse completamente, no obstante las promesas inevitablemente mentirosas del mecánico, que no había visto un Hudson en toda su vida. Se enfrentaba además a la hipótesis de no volver a verlo nunca, porque se acercaba inexorablemente a los ochenta y cuatro años y la vista, para introducir la expresión exagerada con que mezclábamos maldad con diversión no le alcanzaba para diferenciar un auto de una bicicleta. En cualquier caso era el mecánico de confianza de mi padre, no por los méritos alcanzados a lo largo de su dedicación a esta oscura, misteriosa e imprecisa actividad, sino porque era su amigo y eso bastaba. Fue la única razón por la cual puso en sus manos el vehículo de la familia, que nunca conoció un taller, hasta que decidió terminar con unas trepidaciones inoportunas y una inútil furia impotente, durante las frías mañanas de invierno. De este invierno prematuro, por ejemplo, que le impedían cumplir la misión de alterar el empecinado silencio del motor, iniciar la marcha y conducirnos a la escuela, a nosotros los niños, y a mi madre al mercado, porque papá trabajaba en casa o era transportado por el auto de la compañía, bien cuidado y con un chofer eficiente, muy conversador y sumamente indiscreto. Cualquiera que lo escuchara lamentarse sobre las amarguras de la vida de casado, por estúpido o inocente que fuera, descubría que la hermosa mujer con que justa o injustamente lo había premiado la vida, extendía su generosidad erótica a los amigos del barrio y aun a los que no eran del barrio, ni tampoco amigos, pero en algún momento habían tenido la oportunidad de estar próximos a esta familia tipo constituida por el chofer, la Venus de extramuros y dos hijos pequeños ajenos como era lógico suponer a la amplitud de criterio de la madre y al dolor del padre que imaginábamos fingido. Porque nunca intentó un cambio de rutina. Y si alguna vez lo hizo en la intimidad, recibió como respuesta y comentario una carcajada que se extendió por las calles de tierra del barrio, rebotó en las paredes de adobe y ladrillo y provocó la inexplicable furia de las mujeres de la vecindad y la fingida indiferencia de los hombres.

El viejo escribano no era totalmente ajeno a los avatares sentimentales de la mujer del chofer, ni le preocupaba la falta de exclusividad. Tenía fama de libertino y talento de caudillo, dos condiciones irresistibles para las militantes del partido, que se completaban con una tercera condición, un adorno práctico insustituible para quien pretendía triunfar en la lucha por el poder, en el azaroso campo de combate de la política. El escribano era rico. Muy rico, como repetían los envidiosos con una inevitable cuota de Insidia sugerente.

Había insistido en que mi padre aceptara su automóvil apelando a una indefinida condición de amigo, situación que un padre no aceptaba en su totalidad, pero tampoco rechazaba, dada la ambigüedad y precariedad de las relaciones humanas. En realidad no le importaba mucho. Pensaba, con cierto fatalismo, que nada podía alterar la condición humana a partir del momento en que se produjo el trágico accidente biológico que determinó la aparición del hombre, y también de la mujer, sobre la corteza terrestre. Fue el punto de partida de una asociación coyuntural o permanente entre Dios y el Diablo, por la cual continuarán haciéndose mutuos reproches durante toda la eternidad, si ésta, la eternidad, verdaderamente existe, y no se trata solamente de una amenaza cruel ideada por el dúo que la ilustración infantil representa como símbolos del bien y del mal, tema que sería materia de discusión durante mucho tiempo entre buenos y malos, sin que podamos saber jamás a ciencia cierta o a ciencia incierta, cuáles son unos y cuáles los otros.

El escribano acomodó su peluquín con innecesario énfasis, un tic inevitable, introdujo los pulgares en los bolsillos pequeños del chaleco como si se dispusiera a argumentar frente a un cliente y dijo, para lograr que mi padre aceptara la oferta, que se trataba de un colegio caro y con gente que vivía de la apariencia. Era estúpido e insoportable pero verdadero, y yo, su hijo, bastante inaguantable, dicho sea de paso, tendría que convivir en los próximos cinco años con esa clase de gente, de manera que acercarnos al colegio caminando, quién sabe desde donde, o en un maltrecho colectivo de la provincia, significaba, según la opinión del escribano conocedor de las miserias humanas, además de político activo y sociólogo vocacional, someterse a una capitis diminucio. No lo merecía mi padre, ni yo, a pesar de haber volado su gallinero siguiendo con precisión y eficiencia los pasos del señor Nobel, sin haber logrado, hasta ese momento por lo menos, éxitos crematísticos, aunque sí técnicos. Similares a aquellos que desde entonces le permiten a la humanidad asesinarse de manera moderna, posiblemente sin la limpieza que esperaba el inventor, pero con rapidez y eficiencia, en el caso, ya no hipotético, de que se produjera y vendiera cada día más pólvora, derivación inevitable esta última del hecho anterior, lo cual iniciaría una larga competencia destinada a descubrir y precisar dónde colocarla de manera que pudiera ser más letal para el enemigo.

Esta condición fundamental no se cumplió en el caso del gallinero, porque las gallinas no eran mis enemigas, tampoco el estúpido gallo que cantaba cada madrugada antes de las cuatro, ocurrencia injustificada e insoportable, aunque suficiente para abonar la iniciativa de hacerlo volar literalmente, desestimando a priori la discutible virtud que pudieran proporcionarle sus miserables alas, sin el tamaño, el peso, ni la liviandad necesaria como para elevarlo en un vuelo razonable y natural, diferente al que debió emprender, sin proponérselo, como consecuencia de la explosión que lo proyectó hasta el tejado del escribano. Una suerte de retorno a las fuentes, porque existió, y no lo imagino por pura fantasía, la intención de reunirse con su verdadero y eterno patrón. Y si la intención existió, fue frustrada por el inescrutable destino que lo abandonó en el techo durante varios días, irremediablemente muerto, mientras era contabilizado como desaparecido, misteriosa consigna de los partes de guerra, en los cuales resulta imposible apelar a una correcta solvencia informativa, precisando nombre y grado correspondiente a la persona, o por lo menos a una parte suficiente de ella descubierta entre la metralla. La duda obligaba a la arbitraria identificación del cadáver, o de lo que quedaba de él, una tarea inútil con resultados inciertos. Era más fácil hacer una cruz, poner el nombre del desaparecido y llevar flores cada semana durante el primer año, porque ya para el segundo las cosas han cambiado y basta con el recuerdo, el silencio y el olvido.

No perturbo la proclamada amistad ni alteró la propuesta del escribano el caso del gallo madrugador, a quien le faltó tiempo para convocar a nadie con su último llamado. La explosión, estruendo y la onda expansiva frustraron para siempre su despertar, que no puedo dejar de calificar de amargo, cualesquiera fueran las variaciones de su grito porque nadie puede creer que esos cacareos histéricos constituyeran la estúpida y alegre expresión resultante del descubrimiento del nuevo día. Podían asociarse en todo caso con el amenazador recuerdo del día anterior, durante el cual había escapado, como lo venía haciendo durante el último año, a la vocación gastronómica de mi abuelo que insistía en cocinar un gallo viejo, indispensable para cumplir los condicionamientos de la receta que le había confiado un viejo periodista retirado, con quien jugaba ajedrez desde la firma del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial.

No fue posible encontrar restos aceptables del gallo, que como indica este relato no era de mi padre ni de mi abuelo, ni del amigo periodista, sino del escribano que lo había regalado a mi madre, vaya uno a saber con qué intención, porque era público y notorio que mi madre nunca tuvo vocación por la gastronomía, particularmente si dependía de su actividad personal, actividad inmoral e inaceptable para su formación cultural, sin contar que en ningún caso estaría dispuesta a enfrentarse a la necesidad de transmitir a la cocinera una orden acompañada de las inevitables instrucciones, absolutamente desconocidas para ella, con el mítico propósito de que cocinara el gallo viejo, suficientemente estúpido como para cantar todas las madrugadas, qué digo, mucho antes de la madrugada, cuando en el barrio algunos recién se acostaban y otros comenzaban a conciliar el sueño.

De manera que aunque nadie lo dijo, tal vez por vergüenza, cobardía o por una enfática negativa destinada a rechazar el aliento a una inocente experiencia vinculada a las evaluaciones teóricas y prácticas del programa de química del colegio, el episodio fue intencionada y malignamente confundido con una equívoca experiencia criminal. La hipocresía de los vecinos los inclinó a silenciar desvergonzadamente la alegría que experimentaron al descubrir, a través de voces anónimas, que el estúpido bicho había pasado a mejor vida, lo que abría las puertas a la esperanza de que todos pudiéramos también pasar a mejor vida, porque no nos alterarían los nervios los fantasmas de la noche, convocados por el terrorífico cacareo del gallo ante la inevitable huida de la oscuridad. Cuando apuntaran los dedos rosados de la aurora, como dijera un poeta latino, cuyo nombre nadie tiene obligación de recordar y repitieron centenares de poetas de mal gusto y peor memoria.

La historia del gallo y la explosión fue enterrada en el silencio y en el pasado. Mi padre omitió comentarlo durante el viaje, unos largos y aburridos kilómetros entre la pequeña y pretenciosa ciudad de Mercedes, con Tribunales de Justicia, regimiento y una perezosa aristocracia provinciana de medio pelo, suficientemente cerca de la Capital de la Nación como para no poder desarrollar una vida propia e independiente y tan lejos como para evitar la posibilidad de gozar, aunque fuera marginalmente, los beneficios del suburbio. Había razones suficientes para escapar de la aldea cediendo al impulso irresistible de lanzarme sobre la gran ciudad que emergía en mis recuerdos como una fantasía apenas disimulada en la nebulosa del pasado, colmada de excitantes recuerdos infantiles, la mayor parte de ellos inexistentes, pero absolutamente reales para mi fértil imaginación de doce años. Aunque una realidad contraria hubiera sido puesta ante mis ojos de manera imperiosa, no habría logrado cambiar una minúscula partícula de la atracción irresistible que ejercía Buenos Aires sobre mi espíritu. Los hechos que me sucedieron en la gran ciudad, durante la introducción al inefable período de inmadurez que algunos llaman fisiológicamente pubertad, justificaron mis expectativas sobre el mundo real, porque Mercedes había sido solamente una tímida y aburrida aldea entre el desierto y la esperanza.

La inmensa, heroica e insoportable pampa argentina parecía un mar manso en el cual los colores jugaban un juego aburrido del verde al gris y del gris al marrón y luego nuevamente el verde, más o menos intenso extendido hacia un puñado de árboles en el horizonte. ¿Y qué tengo que ver yo con los árboles en el horizonte, ni en el jardín de mi casa ni en la enorme, feroz, atractiva y salvaje hacienda de mi abuelo, donde los árboles son enormes monstruos sagrados y no antiguas fotografías descoloridas del horizonte inaccesible, donde se esconde la gente para sobrevivir protegida del sol insoportable, despiadado y eterno?

Mi madre dijo que nos detuviéramos en Luján para rezar a la virgen para que mi vida en el Liceo fuera feliz. Pero mi padre no creía mucho en la virgen. En realidad no creía en nada, y para ser sincero yo tampoco, de manera que no hizo ademán de entrar en el pueblo, observé los puentes que cruzan la ruta y tuve la esperanza de que hiciera lo que hizo, esto es, doblar hacia la derecha siguiendo la amplia curva del puente, para tomar la ruta hacia Buenos Aires, de manera que no tuve que fingir nada, ni tuve que intentar rezar, historia de la cual ya me había olvidado, ni pedir por lo que no tenía ninguna intención de pedir, ni condolerme cristianamente por las cosas que me habían defraudado y debía tratar de olvidar. No, olvidar no, recordar con buen humor y alguna incredulidad, a mis dos tías marquesas pontificias, a mi madre, capitana de todas las comunidades católicas de la ciudad, pueblo, aldea, o proyecto urbano o semi-urbano inconcluso en el que hubiéramos recalado transitoriamente como consecuencia de la actividad profesional de mi padre. Asistía a una cotidiana rogatoria por los pecadores, los leprosos, los pobres y los enfermos, y siempre se olvidaba, y yo se lo recordaba, que rezara también por los miserables ricos hijos de puta que nunca tenían cambio para la limosna de la iglesia y miraban para otro lado cuando los chicos de la primaria salíamos a la calle para pedir las contribuciones para los pobres que vivían en los suburbios.

Una vez le conté estas cosas al que mandaba en la iglesia, un obispo según me informó mi madre. Le pregunté por qué los ricos parecían más avaros, egoístas y miserables que los otros, y no le dije hijos de puta porque me impresionó la sotana negra cruzada por la faja color violeta y su rostro espléndido y varonil. Parecía más alto que mi padre, que era muy alto y más alto tal vez que mi abuelo al que veía una vez al año en la estancia, salvo esos días que había venido a reunirse con el Presidente de la República, de quien decía que era un insoportable cabrón. Pero este obispo parecía la imagen del poderoso defensor de la justicia, la ley y la virtud y entonces le pregunté por los ricos y también por su monaguillo, un tipo de unos cuarenta años que cada vez que me veía me llamaba con cualquier pretexto e intentaba tocarme el sexo. ¿Tenés una manchita en el pantalón? La manchita estaba, según el maricón del monaguillo, cerca de la bragueta. Por supuesto se le escapaba la mano. A mí me daba un extraño escozor, no puedo decir que desagradable, y bastante asco. Le sacaba la mano de un golpe y me marchaba. Se lo voy a contar al cura, no te va a creer decía y se lo conté al cura, que en realidad era el obispo, y no supo qué responderme, si es que mi comentario era una pregunta que no había sabido formular. De manera que el cura, obispo, se largó a recitar una estupidez sobre los buenos y los malos y los que eran tentados por el demonio y los que estaban amparados por la gracia de Dios. Lo que nunca quedó claro era quién estaba tentado por el demonio y quién amparado por la gracia de Dios, de manera que llegué a pensar que yo era manipulado por el demonio, por eso creía descubrir el pecado en el gesto inocente de un monaguillo o en la desaprensiva conducta de un rico, discreto y humilde, al que le resultaba más difícil, trascendente e importante entregar el alma atribulada por la amenaza del pecado a la gracia del espíritu santo, un representante indiscutible de Dios, que unas cuantas monedas miserables que no podían ser suficientes para salvar el alma de nadie, en el caso de que el consabido alguien tuviera alma, y fuera indispensable salvársela. Simplemente esto fue  no dicho por el obispo, pero surgió sutilmente de sus vacilaciones. Podría haberme excitado la posibilidad de ser manoseado por el monaguillo, lo que venía a unirse, a través de una curiosa lógica diabólica, a un hecho no opuesto ni siquiera contradictorio, sino integrado sutilmente a misteriosas congruencias indefinibles. Y era que sin ninguna precisión en la errática lógica de la existencia, por el mismo camino del absurdo había llegado a envidiar el desparpajo, la inocencia y la capacidad de desprecio de los ricos por los vulgares valores convencionales superados con sencillez, ya que desde hacía mucho tiempo no temían a Dios, su mandante, porque se habían constituido en sus verdaderos representantes en la tierra.

Lo cierto es que desde ese día no volví a la iglesia. Muchos años más tarde, un destino insólito puso al obispo nuevamente en mi camino. Ambos habíamos cambiado.


 

DOS

Estacionamos a una cuadra del Liceo Militar. Había autos por todas partes. Algunos sobre las veredas o en doble fila, abandonados, sin nadie al volante. Bajo el sol brillante de marzo parecía una lujosa concentración de autos recién lavados. Una expresión de la burguesía opulenta a la cual no pertenecía. Yo era un infiltrado que había logrado acceder al Liceo por mis calificaciones. Había becados y medio becados según los resultados obtenidos en los exámenes de ingreso. Mi padre me dijo: “Yo no puedo pagar ese colegio. Si te dan media beca, sí. Si es beca completa, mejor”. Yo quería estar en Buenos Aires o cerca de Buenos Aires. Me resistía a quedarme en Mercedes para vivir un secundario aburrido. Obtuve beca completa. Por eso caminaba por el pavimento afirmando los pies con seguridad, como si fuera mi propio territorio. Lo había conquistado pon inteligencia y con suerte, una buena combinación y un mérito que me depararía momentos buenos y malos. A la vez me sentía un intruso.

Los soldados de guardia nos miraron con una extraña mezcla de curiosidad e indiferencia. En el parque y en el patio interior del colegio había decenas de chicos novatos como yo, acompañados por sus familiares. Nos mirábamos sin ninguna intención especial. Éramos extraños, de orígenes diversos, obligados a convivir. Oficiales uniformados paseaban entre la gente sin demostrar ninguna simpatía hacia los que recién nos incorporábamos. Era un estilo que precisaba las distancias desde el primer día, para evitar errores conceptuales. No fuera uno a pensar que los de abajo eran iguales o parecidos a los de arriba, o que pudiéramos tener en común algo tan estúpido o innecesario como la simpatía. Los de abajo éramos nosotros, los cadetes recién ingresados, los de arriba eran los dueños del poder y la autoridad. En silencio observamos el lugar y la gente. Mi padre nunca fue muy comunicativo. Padeció siempre una incurable imposibilidad de revelar sus sentimientos, salvo cuando miraba a mi madre o cuando hablaba con ella. La imagen de autoridad y dureza, la poderosa expresión de su imponente voluntad se transformaba en una delicada y sumisa dependencia sentimental extraña y sorprendentemente notoria. Un toro con una flor en la boca. La amaba como la amaría siempre. Nunca dio particular importancia a sus hijos. Yo era el único varón. Había dos hermanas mayores. Tal vez no fue capaz de demostrar afecto, como tampoco fastidio o una total indiferencia. Una actitud extraña, impenetrable.

El Liceo Militar era un híbrido descubierto en Europa por el general Florit, que lo introdujo en la Argentina. Dicen que el general era un militar inteligente y culto, lo cual constituye sin duda un raro fenómeno. Debo aceptar sin embargo que conocí algunos militares inteligentes a lo largo de mi vida. Mis dos tíos coroneles no estaban entre los militares inteligentes. Eran ignorantes, presuntuosos y soberbios y no superaron el grado de coronel. Les correspondía una reflexión que el general Perón popularizó años más tarde: “Para llegar a general lo único que hay que hacer es levantarse temprano y no hacer ninguna cagada. Es fácil”. Mis tíos las hicieron.

El liceo era un instituto mixto, civil y militar, donde se cumplían los programas del colegio secundario y a la vez una rutina de instrucción militar que culminaba con la obtención del grado de subteniente de la reserva. Esto servía para eximirse del servicio militar obligatorio. Siempre será discutible si el Liceo Militar sirve para algo. A mí me sirvió para adquirir una costumbre que familiares y allegados, con los cuales conviví de manera permanente u ocasional, condenaron sin atenuantes. La costumbre de levantarme temprano. También aprendí a mofarme de los militares. Sin odio ni rencor. Con buen humor. Por su terror al ridículo, aunque no se dan cuenta del ridículo y su pasión por la autoridad sin discrepancias. Todo bastante razonable. El ejército es vertical y la autoridad jerarquizada invariable e indiscutible. Cuando esto cambia es porque se produce golpe militar, manía castrense machaconamente repetida a lo largo de la historia argentina.

En ese primer día de Liceo todo resultaba desconcertante. Una multitud de cadetes recién incorporados, rodeados por sus familiares, se amontonaban en el enorme patio interior que sería durante varios años escenario dramático y bochornoso de hechos heroicos y lamentables. Me incorporaba parcialmente a la vida militar, de manera que esperaba, a través de una indefinible nebulosa, la precisa y misteriosa definición del orden y las jerarquías. Nada de esto parecía existir en ese recreo heterogéneo, ruidoso y multicolor, como una fiesta de fin de curso cuando en realidad se trataba de la iniciación del curso. Todo cambió cuando nos sorprendió el rugido de la sirena y la aparición de cadetes de años superiores, vestidos con uniformes verde oliva. Saludaban correctamente a las familias de los nuevos cadetes y los invitaban a retirarse. Había terminado la fiesta de ingreso, sin protocolo ni discursos a los cuales son tan afectos los militares. Comenzaba el orden cuyas características ominosas descubriríamos durante los días siguientes.

Nos hicieron formar en filas de tres en fondo, de mayor a menor, desde los más altos hasta los más bajos, muchos de los cuales no parecían haber alcanzado los doce años, edad mínima para ingresar al colegio. Los 125 cadetes fuimos divididos en tres secciones de acuerdo a la altura y luego mediante una complicada ecuación que resultaba indescifrable, fuimos incorporados a seis divisiones de estudio. Casi veinte alumnos y medio por aula. Alguien estaría de más en alguna parte.

Los oficiales caminaban frente a la formación, heterogénea y un poco ridícula. Curiosamente, sorprendía la falta de uniformidad. La comparsa de un circo poco serio. Nadie puede pretender que un circo sea serio. Pero no era un circo. Éramos un puñado de tipos desconcertados e inmaduros vestidos según las más diferentes modas civiles. Esto podía ser serio o no serio, cuando se integra sin plena conciencia, casi involuntariamente, una asociación de reclutas, de cualquier país, raza o condición, que acaban de poner el pie en un nuevo sistema sin desprenderse del anterior. Una condición ambigua, desconcertante y finalmente deprimente. Advertimos la diferencia entre la bizarría de los cadetes con uniforme verde oliva y el desordenado amontonamiento de colores, alturas, melenas, gestos frustrados, miedos y tristezas de quienes fuimos invitados, con prudente energía premonitoria de estilos más severos, a agruparnos en líneas relativamente ordenadas. Habíamos sido expulsados del paraíso virtual de la familia y arrojados a la arbitrariedad de un nuevo modelo de conducta fijado por otros, extraños y diferentes. Desconocíamos su naturaleza. Sin embargo se trataba de seres humanos con dos piernas, dos brazos y una cabeza, lo cual no implicaba tampoco necesariamente una definición precisa de la condición humana. Algunos se preocuparon por revelar esta profunda certeza a lo largo del tiempo. Por convicción ideológica, o por imposibilidad de reprimir su desapacible naturaleza, atormentada por problemas que nunca conocimos porque no nos interesaban, y no eran parte de nuestra responsabilidad como futuros oficiales de la reserva.

Los familiares, entre ellos mi padre, abandonaron el gran patio interior. Nos asaltó la desalentadora convicción de que estábamos solos. Para decirlo con más precisión, abandonados. No tengo dudas de que muchos habrán pensado emprender una loca carrera hacia el gran portón de salida del colegio para refugiarse en brazos de madres, padres y hermanos que expresaban la misma tristeza y una inquietante sensación de culpa. Esa fue, a partir de aquel día, parte de nuestra fantasía.

Lo cierto es que cuesta incorporar tanto dramatismo a un episodio tan sencillo como es el de cambiar de mundo, de vida, de orden, de costumbres, de ideas y de respetos, a la vez de poner nuestro destino en manos extrañas, amenazados por miradas oblicuas, desconfiadas y feroces. Parecían decir: “Ahora descubrirán de qué se trata y que Dios los ayude”.

Sin embargo, en ese momento no parecía tan trágico o malo. Lo peor empezó más tarde. Se presentó un señor de guardapolvo blanco, bigotes rojos con las puntas hacia abajo que le daban una cómica apariencia de foca, labios gruesos que parecían estar siempre babeando, ojos coléricos y amenazadores, y una voz aguda que terminaba en una suerte de ronquido espeluznante.

Yo soy su preceptor. Su jefe. Su autoridad. Soy quien va a enseñarles a respetar, obedecer y cumplir con el deber de un buen soldado.

Este personaje que debimos soportar durante años no era militar. Debo aclarar el concepto. Era militar hasta la modula. Había nacido para eso y asumía la responsabilidad de interpretar con su conducta la verdadera naturaleza de lo que se supone que debe ser un militar. Expresaba formalmente la condición exterior, bastante ridícula, como una ópera bufa mediante la cual intentaba demostrar autoridad y violencia. Impuso la violencia sin ganar autoridad. Vivió durante complejos y penosos años, ajeno al descubrimiento de que el orden y la autoridad en la vida militar deben servir a propósitos nobles. Ganar o perder una guerra, preservar la autoridad del gobierno, derribar el gobierno, presionar al presidente, obligarlo a abandonar el cargo, hacer negocios con los proveedores, lucrar con el rancho y la ropa de los soldados, además de muchas otras importantes o intrascendente actividades destinadas a demostrar quién manda.

El sistema no estaba destinado a satisfacer las frustraciones de un pobre hombre nacido para la milicia, a quien un destino cruel lo había castigado apartándolo de su vocación de soldado para convertirlo, sin éxito, en maestro.

He olvidado su nombre. Tal vez quise condenarlo al olvido, propósito que deliberadamente ignoro al escribir esta historia. Una prueba inocente de mi inconsecuencia. De mi incapacidad de generarme odios permanentes. A partir de su marcial presentación, el pequeño grupo que integrábamos los irrespetuosos y sinvergüenzas, según la evaluación caracterológica del maestro, lo bautizamos el Mariscal, apodo que tuvo resultados sorprendentes. Para nosotros el mote lo condenaba al ridículo. Para él, fue una expresión de honrado reconocimiento de sus dotes castrenses ignoradas por los complicados avatares de la vida, o por su absoluta incapacidad de imponer una mediocre personalidad, torturada, deficiente, contradictoria, confundida y esencialmente débil, como descubrimos mucho tiempo más tarde, cuando lloró desconsoladamente por las canalladas que debió soportar de sus imposibles discípulos. Tampoco entonces tuvimos piedad. Desde ese momento fue el Mariscalito Llorón.

No debemos ser condenados por eso. El Mariscal trató de hacernos la vida imposible, y lo logró, aplicando a esa tarea el mismo entusiasmo que pusimos nosotros al servicio del objetivo de destruirlo.

Los nuevos cadetes se agruparon por origen, raza, religión, costumbres, procedencia, clase social, sometimiento, rebeldía y desprecio crítico a un orden que desde el primer día pareció arbitrario, y fundado en principios discutibles. No nos conocíamos. Se produjo un reconocimiento intuitivo. Solidaridad por semejanzas que se asomaban oscuramente como debilidades discriminatorias y, aunque parezca sorprendente, por el color de la piel. Blanquitos de origen alemán, judíos vergonzantes que, más tarde o más temprano, pagarían por su condición, en una sociedad militarista, racista, fascista y cargada de prejuicios. Provincianos del litoral, del norte, del sur o del centro del país. Correntinos y entrerrianos primitivos, cordobeses pretenciosos y soberbios, tucumanos acomplejados, salteños elitistas con reminiscencias de antigua aristocracia, porteños indisciplinados y burlones, sureños que no olvidaron los desiertos fríos que acentuaban la soledad, alentados por una dignidad estoica con la cual defendían la independencia y la amistad basada en decisiones inalterables.

En pocas horas se desarrolló un complejo tejido de solidaridades, adhesiones, simpatías y antipatías. Redes arrojadas al azar destinadas a capturar relaciones necesarias en un mundo novedoso, desconocido e inescrutable. Comenzó la diferenciación entre los que obedecerían con presteza y los que resistirían por sistema. Los lindos, los fuertes, los feos, los débiles, los pusilánimes, los obsecuentes, los buenos alumnos y los que no serían nunca buenos alumnos. Los carismáticos y los imbancables. Los que se mofaban de todo, y los que no comprenderían nunca que además de aprender, disciplinarse, formarse, ganarse el afecto de los jefes y la admiración de los compañeros, objetivos que no eran comunes ni tampoco deseables para los burladores, la convivencia generaba un catálogo de tonterías criticables, cuyo descubrimiento señalaba la sutil diferencia entre la libertad, difícil pero alegre, y el sometimiento a un sistema de valores incomprensible y en muchos casos insoportable.

Formamos una larga fila frente al depósito de las costureras, seres míticos instalados en la penumbra de su salón de trabajo desde un tiempo inmemorial. Gordas, ancianas, bondadosas, comprensivas, posiblemente sentadas en ese lugar y en las mismas sillas, desde antes que el general Florit inventara el Liceo o desde el tiempo en que cursaba el Colegio Militar, instituto que había estado instalado en el mismo predio, en los mismos edificios pintados de amarillo, no se sabe por qué, rodeados de los mismos jardines bien cuidados, entre árboles pintados con cal. Para esto había una explicación. Impedir que las hormigas satisficieran su voluntad de sobrevivir, comiendo las hojas de los árboles, conducta inocente y de ninguna manera reprochable.

Las costureras distribuían la ropa de fajina. Uniforme verde oliva, pantalones amplios y blusas cerradas en el cuello, sueltas en el torso y ajustadas en la cintura. Un diseño inspirado por los institutos prusianos que observó y copió Florit. Un cadete de quinto año, con jinetas de sargento, observaba la operación junto a un oficial que no le dirigía la palabra, salvo cuando algún cadete se quejaba porque la ropa le resultaba chica o grande o incómoda. Las viejas costureras la repartían evaluando proporciones sin utilizar instrumento alguno de medición. Sólo la experiencia acumulada durante tantos años de trabajo silencioso y eficiente, destinado a mantener en buenas condiciones la ropa de los bípedos inplúmenes, definición cariñosa aplicada a los recién llegados por los que habían dejado de serlo el año anterior. Inexorablemente, los bípedos implúmenes pondrían voluntaria o involuntariamente esa ropa en las peores condiciones posibles.

La actitud irresponsable en cuanto al cuidado de la ropa cambió a medida que descubrimos que el deterioro se traducía en días de castigo y prohibición de salir los días feriados.

La rutina formal del orden, la responsabilidad y las obligaciones, constituían la superestructura, aceptada sin protestas especiales, de infinitas variables arbitrarias, ingeniosas, burdas o audaces tendientes a desvirtuarlas. Una provocación al talento y la creatividad de los cadetes. Nos sometíamos, pero no tanto. Nos propusimos demostrar a esos estúpidos autómatas, solemnes y autoritarios, que nos cagábamos en su orden, que más valía ser astuto e imaginativo que un mero robot procesado por la autoridad, sin libertad para cambiar lo que estaba mal proyectado. La condición que asumimos de astutos e imaginativos, nos valió semanas y semanas de castigos que nos impidieron ver, al menos las calles del pueblo de San Martín, donde estaba instalado el Liceo. La ciudad de Buenos Aires se había convertido en una quimera remota.

Los actos que resultaban de nuestro ingenio y audacia integraban un vademécum especial y relativamente secreto que celadores, oficiales y cadetes de años superiores manejaban con bastante soltura. Los imaginativos y audaces que nos precedieron habían acumulado historias, circunstancias y experiencias universales, lógicas y comprensibles, donde la mayor parte de los datos de la realidad, los buenos y los malos, habían sido analizados, estudiados, resueltos y documentados. Descubrimos finalmente que los oficiales y cadetes más antiguos, también habían sido imaginativos y audaces, de manera que no tenían nada que aprender de nosotros, meros bípedos implúmenes. Todo estaba en el vademécum. No evitaban que fuéramos transgresores. Simplemente nos castigaban. El mensaje era claro,

En esa lucha de ingenio desarrollé, meses y años más tarde, una estrategia que me valió triunfos y derrotas, pero profundas satisfacciones, porque finalmente logré penetrar, perforar, deteriorar y cagarme en el sistema, desdeñando sin ignorar la nutrida acumulación de experiencias del vademécum.


 

TRES

-¡Cadete Larroca!

-Sí, mi teniente.

-Cinco días de arresto por estar mal afeitado.

El cadete Larroca mira al teniente con una mezcla de desconsuelo y desesperación. Murmura una explicación que no se escucha, pero tiene que ver con una excusa. Algo así como “Mi teniente, acabo de afeitarme”. El teniente no ha oído.

-¡Cállese! No le he preguntado nada. No me importa si se afeitó o no. Está mal afeitado.

El pobre Larroca es un indio correntino de ojos vivaces, una aguda inteligencia y excepcional talento para las matemáticas. Fue mi compañero de banco en el aula durante cinco años. Siempre fui un absoluto ignorante para las matemáticas. Un burro, para decirlo con menos rebuscamiento, de manera que el Indio, apodo que expresaba afecto y admiración, contrariamente a lo que podía suponerse, me demostraba su amistad esforzándose por desasnarme entre logaritmos y cálculos infinitesimales. No lo consiguió, pero permitió que superara los exámenes escritos y orales con cierta solvencia. No fue la única manera de demostrar su amistad. Años más tarde, cuando llegamos al quinto curso, comandó al grupo de amigos que se juramentó para defenderme de los que querían matarme antes que terminara el año. Recuerdo con orgullo el episodio que tuvo precedentes menores, porque no fue el único. Durante una de las vigilias destinadas a no ser sorprendidos por el enemigo, Larroca me reveló que cuando terminara los cinco años de Liceo ingresaría al Colegio Militar. Fue la primera vez que me sorprendió. Le sonreí aprobando su idea que en realidad no comprendía. Habíamos analizado muchas veces la vida militar. Condenamos el sometimiento, la verticalidad, la carencia de imaginación y la rutinaria exaltación de la superchería. En unos minutos de conversación tuve la convicción de que sería un buen militar, pero por eso, y por muchas otras cosas, no llegaría a coronel. Se lo dije. Lo tengo bien pensado, respondió. Comienza un tiempo complicado. Golpes militares, movimientos populares, el loco de Perón que va a querer ser presidente vitalicio. Pienso llegar a mayor y retirarme. Me voy a vivir al campo de mi viejo en Corrientes. Me llamarán coronel, aunque como supones nunca llegaré a serlo. Seré siempre el coronel, con mi jubilación y mi título. Aunque no necesito ninguna de las dos cosas. Tenés que venir a Corrientes. Vamos a capturar yacarés y nos comeremos la cola asada.

Con voz enérgica insistió.

-Me crece rápido la barba, mi teniente. Me afeito y parece que no estuviera afeitado.

Hubo risas sofocadas en la formación.

-De manera que esto es una fiesta. La sección hará orden cerrado durante la hora de descanso después del almuerzo. El cadete Larroca aprenderá a afeitarse y el resto aprenderá a no reírse cuando yo castigo a alguien.

-¿Entendido?

-Sí mi teniente -fue un rugido.

-No escucho.

-Sí, mi teniente -nuevamente. En voz baja algunas puteadas que el teniente no podía oír.

Ordena romper la formación. Camina como un pato, con la colita parada. Debe ser porque es de caballería. A algunos les crece el culo, como a las amazonas. Vamos a ver si después de unos años en caballería también a vos te crece el culo. ¿Por qué se mete con nosotros si no es jefe de nuestra sección? Porque está de servicio, bobo.

El mariscal nos ordena agruparnos en el patio interior. Las manos a la espalda, los ojos enrojecidos, los bigotes colorados sobre los labios gruesos. Saca pecho, nos mira como si fuéramos subordinados. Somos sus subordinados.

Un tigre furioso, sin ninguna razón. La razón está en su interior, en sus frustraciones y desalientos.

El profesor de matemáticas se queja de ustedes. No estudian, no le hacen caso, se burlan. ¿Eso es cierto? -ruge sin esperar una respuesta-. Claro que es cierto. Ustedes son chicos bien, malcriados que creen que pagando la cuota anual serán aprobados a fin de año. -La mayoría no éramos chicos bien. Apenas hijos de la burguesía que podía pagar la cuota o salvarse de pagarla como yo.

El profesor de matemáticas es un viejo desagradable de aspecto ridículo. Con una vieja corbata de lazo con lunares, un traje arrugado y manchado, el pelo crecido en la nuca y bastante histérico, como deben ser todos los profesores de matemáticas. Entre él y nosotros se había impuesto un duelo de injusticias y arbitrariedades. Él era arbitrario e injusto para calificarnos y nosotros para evaluarlo. Era viudo y tenía una hija única de quince años. Un día fui convocado por Pablo Larsen, dormía en la cama contigua a la mía en la cuadra, a una reunión misteriosa. No me anticipo el tema. “Sencillo, muchacho, sencillo -dijo reprimiendo la risa-, averiguamos dónde vive, nos hacemos amigos de la hija sin decirle que somos del Liceo, la enamoramos y la embarazamos. ¿Qué les parece? Así destruimos al viejo miserable. Después de eso se suicida”.

- ¿Y si es fea? -preguntó alguien.

-Hay que sacrificarse. El objetivo lo justifica.

Empezamos a mirar al viejo con simpatía. Al pobre le iban a embarazar la hija de quince años. Nadie creía que pudiera ocurrir, pero el tema sirvió para divertirnos durante un tiempo. ¿Y el Mariscal no tendrá una hija? Nos miramos estupefactos. No podía ser que ese ser asqueroso tuviera mujer. Mucho menos una hija. Y si a pesar de todo la tenía y era como él, nadie se atrevería siquiera a darle la mano

Hicimos un catálogo por escrito de los profesores que en un momento aciago llegó a manos del rector. El de psicología era un cuarentón con pelo entrecano, bigotito recortado, ojos claros y vestía a la última moda. Trajes azules, grises o azules rayados, camisas de color y corbatas llamativas. Se decía que tenía buenas mujeres, no por buenas sino por lindas. Es posible que hubiera esparcido la especié para ganar nuestra admiración y confianza. ¿Cómo andan los problemas sexuales, muchachos? Pregunta sin respuesta. Unas pocas risas cómplices para festejar la astucia del profesor. “Si van a Estados Unidos hay que tener mucho Ohio con el Connecticut”. Ja, ja, ja. El tipo quería ser canchero. Ejemplo de incoherencia: cuatro por cinco, veinte, chúpame la camiseta. Ocho por cinco cuarenta, te espero en la lechería. Ja, ja, ja. No sé si fue su talento histriónico o la sospecha de que sus insinuaciones fueran ciertas con respecto a sus aventuras eróticas, pero ganó algún respeto y un compasivo silencio. Cuando decía saquen una hoja porque vamos a tomar una pequeña prueba, no oponíamos resistencia y sacábamos una hoja. Esto no le ocurría al pobre viejo de matemáticas, que para lograr ese objetivo tenía que llamar al oficial de guardia.

No le hacíamos caso. Algún miserable interrumpía sus explicaciones y le preguntaba por la hija. ¿Qué sabe usted de mi hija? ¡Mocoso insolente! No se meta en mi vida y estudie porque lo voy a aplazar tantas veces que lo voy a volver loco. Y lo aplazaba. No volvió loco a nadie, pero estuvo a punto. No era mala persona, pero la compasión y el respeto no eran fenómenos corrientes en la composición de nuestra conducta.

El profesor de anatomía y botánica, un médico ginecólogo en su vida profesional, era la versión seria y simpática del profesor de sicología. También nos hablaba de sexo. Todos querían hablarnos de sexo, como si eso fuera la cosa más importante de nuestras vidas. Y tenían razón, era la cosa más importante de nuestras vidas. El profesor identificaba la anatomía con la botánica. Con absoluta seriedad decía que todas las especies animales y vegetales se asocian en una fiesta erótica, alegre, apasionada y loca, guiada por un orden sutil, profundo, racional, inmutable y eterno a partir de la imperiosa necesidad de preservar la vida y generar nueva vida cumpliendo un mensaje irresistible y necesario. Creced y multiplicaos. No se masturben demasiado. Hay que hacerlo con prudencia. ¿Hay que hacerlo? Claro. Los órganos que no se usan se atrofian. Una verdad sublime.

Hay profesores degenerados, tronó el Mariscal, cuando un alcahuete le contó los detalles de las clases del profesor a quien respetábamos disimulando su severidad académica. Porque con él había que estudiar. No solamente estudiar. Aprender. Eso era lo más difícil.

El profesor de geografía, materia incomprensible y sin límites, parecía la pantera rosa. Muy alto y delgado, caminaba con un curioso balanceo de proa a popa como un velero oceánico a muchos kilómetros de la costa. Pero el vaivén marinero ocurría en el aula mientras se paseaba incesantemente recitando su materia, sin preguntas ni respuestas, y sin compartir la información. Desde luego que es imposible compartir el Aconcagua, el Himalaya o el océano Índico. Nos arrojaba suavemente sobre nuestras cabezas, como la resaca que arroja restos valiosos que parecen desperdicios sobre una playa abandonada, la idea de que quien no conoce geografía no puede saber nada de este mundo. Más vale ser plomero, electricista o chofer que pretender formarse para la hipótesis de una vida plena si no se sabe de geografía, materia que tiene como objetivo el conocimiento del lugar donde vivimos, este complejo, maravilloso y poco respetado conjunto de materias sólidas, líquidas y gaseosas de las cuales depende la vida humana. Desaparece la geografía y desaparece el hombre. Hasta la próxima clase. Una mirada gris de aburrida indiferencia recorría a ese conjunto de ignorantes, mediocres y salvajes, y con pena no disimulada, se marchaba del aula sin un comentario. Escribía libros de geografía. Era autor del texto sobre el cual se desarrollaba el programa. Nunca pude entender que alguien pudiera leer un libro de geografía sin dormirse, o que no le cruzara por la cabeza la loca idea de cortarse las venas como consecuencia del tedio.

Reconozco que soy arbitrario. Lo mismo me ocurría con las matemáticas, a pesar de las críticas acerbas del indio Larroca.

Hoy el mundo parece funcionar sobre esos conocimientos. Sobre todo a partir de que se sabe que aquellos datos que incorporábamos como verdaderos son falsos, que la aritmética ya no es la aritmética, que la física que estudiábamos entonces constituye una reliquia arqueológica evocada por nostálgicos. Como todo el conocimiento de las ciencias exactas es virtual, las ciencias exactas son tan precisas como los términos de una obra de ficción aunque sin argumento, sin desenlace y con menos encanto.

El profesor de Física era simpático. A través de complicadas relaciones filosóficas e históricas explicaba la materia como si fuera una aventura. Me decía: “Vení vos. Tenemos algo en común. No nos gusta la física”. Entonces hablábamos de literatura. Años más tarde fui compañero de su hijo en la redacción de un diario. El profesor me traía libros de literatura francesa que yo leía durante la noche, en la media luz azul del baño, después que tocaba la trompeta ordenando silencio. Esperaba que el oficial de servicio revisara la cuadra, me sentaba en el inodoro y me entregaba a las Flores del Mal o sufría con Madame Bovary. Leía hasta las dos de la mañana. Tocaba diana a las seis, de manera que no dormía más de cuatro horas, malsana costumbre que conservo hasta hoy. También me arruiné la vista con la pálida luz azul del baño. Le debo a mi profesor de física el amor por la literatura. ¿De física? Nada. Igual que matemáticas. A veces se interrumpía la rutina de mis lecturas nocturnas porque aparecía el oficial de servicio que creía escuchar algún ruido raro y ordenaba encender las luces. Debíamos ponernos en posición de firmes delante de las camas. Si había un rumor de protesta la cosa se complicaba. Ordenaba enrollar los colchones y ponerlos sobre los hombros. La orden siguiente era salir al patio. Hacíamos salto de rana durante media hora por lo menos. Entrábamos en calor, porque en invierno afuera hacía menos de cuatro grados bajo cero y apenas uno o dos grados más adentro de la cuadra. Cuando el oficial creía advertir alguna indefinible expresión de fastidio, odio, resentimiento o cansancio, la víctima elegida debía continuar sometido a esta abominable vejación durante otra media hora. El cansancio era desesperante y el sabor de la arbitrariedad y la injusticia insoportable. Fue la primera vez que me pasó por la cabeza la idea de matar. Comprendí a Remarque. En “Sin novedad en el frente” se asombra de la cantidad de oficiales que morían en la Primera Guerra Mundial baleados por la espalda.

Más allá de los horrorosos comentarios y proyectos nunca realizados, estimulados por esas expresiones de poder sádico, comunes en todos los ejércitos, adquirimos resistencia y musculatura. Estábamos orgullosos. Indignados pero orgullosos.

Una noche de ¡cuerpo a tierra!, ¡carrera mar! con cinco grados bajo cero, un chico de la tercera sección, de los más frágiles por su tamaño, peso y relativas condiciones físicas, terminó con neumonía en el Hospital Militar. Los padres fueron informados que se habían hecho ejercicios de rutina. Cuando lo dieron de alta un mes más tarde, los padres supieron que la rutina era con el camisón de dormir, el colchón al hombro y descalzo, en una acogedora noche de plenilunio con cinco grados bajo cero.

El chico no volvió al Liceo. Un oficial comentó: “La vida militar no es para los espíritus frágiles”.


 

CUATRO

Mi vida en el Liceo no era buena ni mala. Era azarosa. Vivía una extraña relación entre la rutina que se repetiría al día siguiente y la convicción de que nada sería igual. Esto produjo en los primeros años una cierta angustia que se refería a hipótesis concretas y posibles, sino a una sensación de soledad. Aunque parezca un poco ridículo me asaltó la convicción de que era uno, y no podía ser de otra manera y esa convicción de ser uno, me impedía establecer una relación fluida con el medio porque sería enajenar parte de mi personalidad, que no consideraba ni peor, sino distinta a lo que me rodeaba.

Tenía camaradas con los que compartía el programa de trabajo militar y de estudio ordenado por el colegio. La relación se limitaba a la tarea común, no se prolongaba en la comunicación que deriva en la amistad. Con algunos establecí una relación de simpatía mayor que con otros, como ocurre en las etapas de la vida. Es difícil este tema de la amistad que generalmente sobrevive en cuanto no la ponemos a prueba. Supongo que a ellos les ocurría lo mismo. La diferencia era que yo no compartía las crónicas familiares, ni los imaginativos relatos sobre las expectativas futuras de cada uno. Durante esos atisbos de relacionamiento más profundo desfilaba una gama bastante convencional de vocaciones y certezas. Cada uno se sentía definido por su naturaleza y por un destino que se cumpliría inexorablemente.

Yo el único que no tenía certezas, ni vocación y dudaba seriamente de las inciertas previsiones del destino. Si había algún destino, claro que debía haber, no lo conocía y carecía de lucidez necesaria para imaginarlo. Sabía lo que no quería ser. No quería ser militar ni sacerdote. Tampoco médico, la sangre me impresionaba y cuando el profesor de anatomía mostraba fotos realistas sobre el interior del cuerpo humano me daban ganas de vomitar. No digo que toda la gente por afuera me pareciera mejor. Pero conocía a ciertas muchachas que con seguridad carecían de hígado, de páncreas, de estómago y de tubo digestivo, y si lo tenían, por suerte no se les notaba. Sólo la parte exterior era valiosa y admirable. Las exhibiciones de mal gusto del profesor de anatomía no lograrían destruir la imagen que amé con entusiasmo durante mi adolescencia y mucho después, cuando la irresponsabilidad de la adolescencia se había convertido en un recuerdo excitante evocado amorosamente. La profesión de ingeniero me estaba vedada. Nunca aprendí matemáticas, los logaritmos fueron siempre un jeroglífico indescifrable, mucho más complicado que el griego, idioma que tuve que estudiar años más tarde. La física me resultaba aburrida, la geografía me permitía pensar en otras cosas y leer libros que ponía debajo de mi escritorio, mientras el profesor, el tipo alto de ojos acuosos, pelado y con la figura de la pantera rosa, paseaba por el aula. Impregnado de geografía miraba el techo como a las altas cumbres, hablaba incansablemente con Dios con voz monótona, y condenaba la conducta de los hombres civilizados que se habían propuesto destruir su amado planeta. Luego saludaba cortésmente y se marchaba. La geografía tampoco era para mí.

Con el bondadoso Raúl Birabent, mi profesor de física y química, hablaba de literatura. Compartía mi desprecio por las materias que enseñaba. Sin embargo su actitud me determinó a interesarme por la física, no por la química, que me pareció demasiado complicada para mi cerebro. “Usted aprenderá solamente lo que le interesa. Parece que la literatura le interesa. No está mal. Yo descubrí un poco tarde que hubiera sido un buen profesor de humanidades”. Nos unían esas recíprocas confesiones, que me permitieron obtener buenas notas en ambas materias. También en matemáticas merced a la colaboración del Indio, y geografía, porque como tenía que continuar gozando de los beneficios de la beca, tuve que estudiar para conservarla.

Lo cierto es que me gustaba leer y leía todas las noches, porque durante el día nuestra actividad estaba completamente programada.


 

CINCO

Ese primer año en el Liceo transcurrió como una historia ajena. Me sentí un explorador extraviado en un mundo que no esperaba. No podía obtener de la experiencia alguna consecuencia gratificante. Se supone que a esa edad es fácil hacer amigos. Sin embargo, en un medio hostil que debería, por esa misma razón, tornar más fácil la amistad, metodología de solidaridad frente al enemigo innominado, se producía una reacción contraria. La agresividad del medio parecía incrementar la desconfianza entre nosotros. La más insignificante relación entre un alumno profesor que pusiera en evidencia una simpatía particular, diferente a las relaciones relativamente normales que teníamos con los profesores, inclinaba a pensar que ese miserable traidor lograba la simpatía del profesor a costa de la comunidad.

Fui muchas veces el miserable traidor. Con respecto a otros carecí de la objetividad necesaria para interpretar que esa relación diferente entre profesor y alumno, podía no ser la consecuencia de una conducta pérfida, sino el descubrimiento de cierta afinidad intelectual. No me interesaba aceptar como un hecho natural la interdependencia afectiva, que ocasionalmente se encuentra a lo largo de la vida entre profesores y alumnos que conviven en el mismo medio.

Nunca hubo un claro proceso de integración, y en cambio establecía diferencias. Nos alejábamos o nos acercábamos mediante un proceso meramente intuitivo, y no como consecuencia de un análisis objetivo de la conducta de los otros. Decía: éste me resulta simpático aunque sea un atorrante, o tal vez por eso mismo, y aquél desagradable porque tiene un rostro despreciable lleno de granos. Pura arbitrariedad. Había también diferencias raciales. Los blanquitos, de origen alemán o judíos, formaron su propia comunidad. Eran voluntariamente excluyentes, separados por una firme relación de antipatía hacia nosotros los nativos, con o sin pigmentación (finalmente todos somos hijos o nietos de gringos), pero con una obvia cultura vernácula que nos diferenciaba. La diferenciación no era tan precisa si nos ateníamos solamente al color de la piel. El hecho es que los blanquitos no mostraban interés por vincularse con nadie afuera de su círculo exclusivo. Muchas veces tuve la impresión de que nos temían, como si fuéramos animales exóticos de los cuales podía esperarse cualquier actitud desconcertante, o irremediablemente negativa. Esa conducta sectaria nos estimulaba a llevar a cabo diversas maldades contra los blanquitos. Pensábamos que eran nazis. Aún los judíos, que nunca aceptaron que lo eran, por temor a ser segregados, no por nosotros, sino por los otros alemanes. Las maldades proyectadas que no se ejecutaban, se reservaban para el futuro. Lo cierto es que los alemanes constituyeron un estímulo. Eran buenos alumnos, estudiosos y disciplinados, lo cual introdujo una nueva diferenciación antipática e insoportable que exhibían con cierto aire de superioridad. Por otra parte, contaban con la solidaridad y simpatía de los oficiales del ejército que nos gobernaban.

La mayoría de estos descendientes de los héroes de la independencia simpatizaban con los nazis. La guerra no había terminado y Alemania ocupaba casi toda Europa. Los oficiales asociaban su admiración por el irresistible avance de los tanques de Von Guderian sobre Francia, con los chicos que ellos suponían hijos del tercer Reich, aunque estos de aquí no tuvieran nada que ver con los de allá. Con el correr de los años la admiración de los militares por Alemania sería reemplazada por el sometimiento intelectual e ideológico a los Estados Unidos, país que emergió triunfante de la contienda. Lo cierto es que la prudencia de los militares los inclina a no tener afectos perdurables y prefieren alejarse de los perdedores. Admiran a los que triunfan. Este sentimiento, explicable y espontáneo, dada la condición de la naturaleza humana en general y de los militares en particular, los introduce frecuentemente en el error. Tienen la manía de equivocarse. Divorciados de los ideales, abrazan con pragmatismo a los vencedores, según los resultados transitorios de la lucha por el poder. Esta inclinación funcional y rutinaria puede conducirlos, sin sorpresa, a convertirse en disciplinados admiradores de la República Popular China. La disciplina fundada en el sometimiento a la autoridad que ocasionalmente ejerce el poder, constituye el fundamento de la estructura militar. De manera específica cuando ese poder está fuera de las fronteras nacionales. El sistema autoritario que los militares proyectan a la política, no contempla generalmente el respeto a los gobernantes elegidos por el pueblo, un monstruo indescifrable de mil cabezas.

De manera que en el conflicto doméstico con los blanquitos combatimos nuestra propia guerra contra los alemanes. Ganamos. Obtuvimos mejores notas sin apelar a ninguna trampa. Con esto no logramos que los jefes militares cambiaran la orientación de su simpatía, pero definimos ante los alemanes que sus prejuicios relativos a los nativos eran una fantasía. En el territorio del Liceo combatimos por ideologías. Lo curioso es que muchos de mis compañeros, como el Indio, odiaba a los alemanes y participaron de la conspiración contra ellos, pero tenían simpatía por los nazis y se congratulaban de los éxitos de Alemania sobre franceses e ingleses.

Se trataba de enfrentamientos artificiales, sin justificación. Las diferencias y rivalidades raciales eran inventos necesarios para descargar la potencial agresión de la adolescencia. En el Liceo, igual que en el país, todos éramos descendientes de gringos, por eso los enfrentamientos no eran raciales, expresaban una cualidad que tenía que ver con la educación familiar. Los alemanes como los ingleses, conservan en la familia la más severa tradición, aunque sus hijos y nietos nunca hubieran estado ni como turistas en el país de sus ancestros. Una suerte de tilinguearía histórica y cultural de la que no participábamos los descendientes de otras razas o nacionalidades. Nuestro entrenador de rugby, con apellido y nombre ingleses, vestido como un auténtico londinense, hablaba español con un fuerte acento inglés. Imaginábamos que era un inglés típico. Nacido en Buenos Aires, nunca había estado en Inglaterra. Lo supe años después cuando lo encontré por casualidad en la confitería Richmond, donde se encontraba todas las tardes para el whisky con otros ingleses. Se levantó de la mesa y me saludó con la afectuosa discreción de un gentleman. Le comenté que la semana siguiente viajaba a Europa y estaría un mes en Londres. Se mostró conmovido y emocionado. Me dijo que nunca había estado en Inglaterra y vivía ese hecho como una gran frustración. No me pareció ridículo. Pensé que era la razón por la cual Inglaterra, después de haber perdido casi todas las guerras durante los últimos cien años, continuaba ofreciendo la imagen de un imperio. El imperio estaba en cada inglés o descendiente de inglés instalado en cualquier lugar del mundo. Igual ocurría con los judíos. Había argentinos judíos, rusos judíos, italianos judíos o norteamericanos judíos. La diáspora no les había quitado su condición de judíos. En cambio los nietos de italianos, españoles, franceses o rusos, éramos sólo argentinos. Sin aditamentos, ni religión que implicara una unión especial por su aceptación o negación, real o formal.

Al promediar el año, un miembro de la comunidad alemana se separó del grupo y se incorporó al nuestro. Le parecía más divertido. Era un atleta. Enorme, fuerte, inocente, inteligente, bondadoso y honrado. Hizo una buena relación conmigo y participó en mi defensa durante la batalla con la cual terminó el último curso.

Los jefes de secciones, cadetes del segundo curso, se llamaban dragoneantes. Haber estado un año en el Liceo les hacía creer que habían conquistado la autoridad, la experiencia y el derecho de castigar impunemente y torturar a los bípedos implúmenes de primero. En realidad, ellos y nosotros éramos casi iguales. Diferentes por la estructura jerárquica que constituía el sistema de orden de la institución. El respeto o el desprecio, la aceptación de la jerarquía o el agresivo desconocimiento de la autoridad, eran consecuencia de valores personales, independientes de la ley gallinero. Según el viejo refrán la gallina de arriba caga sobre la que está abajo. En este caso se trataba de pollos, era lo mismo. Para definirlo sencillamente. Si el cadete de segundo curso no era estúpido, y mostraba una actitud inteligente, podía contar con nuestro respeto y obediencia. Cuando era arbitrario, autoritario y tiránico, urdíamos toda suerte de tramas justas o injustas, tendientes a revelar sus pecados frente a los oficiales y los cadetes de cursos superiores. Muchas veces los supuestos pecados eran obra de nuestra fantasía, pero nos sentíamos liberados de cualquier sentimiento de culpa si el enemigo era derrotado. No siempre ocurría así. Algunas veces perdíamos la partida y el miserable de turno nos hacía pagar caro el intento de perderlo.

Nos esforzábamos por ganar espacio afirmando nuestra personalidad, ante iguales o superiores. No importaba salir lastimado, lo importante era continuar entero.

Durante el segundo año, los fines de semana no viajaba a Mercedes y vivía en la casa de un pariente en un elegante petit hotel en la avenida Figueroa Alcorta. Era un primo político de mi madre. Un típico representante de la aristocracia vernácula que entre sus numerosas virtudes contaba la de tener una hija de mi edad, bella y simpática. Mis fines de semana en libertad se enriquecieron con un romance inocente, que me permitió atisbar el sorprendente mundo de los sentimientos, más allá de las fantasías que había generado Josefina, la hija de mi pariente político. No se parecía a Marita ni a Lola, viejas amigas que se preocuparon por despertar mi sexualidad durante la infancia. Parece imposible imaginar que cuando tuvieron lugar aquellos momentos tormentosos y excitantes, no había ingresado todavía al inconsistente período de la adolescencia. Estimulado por la melancólica soledad del deseo, y mediante un esfuerzo de la voluntad recordaba en un imaginario retorno al pasado, los episodios que tuvieron lugar en el asiento trasero del auto de la abuela de Marita. La buena señora fue ajena a la responsabilidad de haber aportado el escenario en el cual se desarrollaría el drama, o la comedia, de mi introducción al sexo. Aprendí cosas inolvidables durante delicadas lecciones que abarcaban los recovecos más interesantes de la teoría y la práctica de la relación erótica. Mis dos amigas se complementaban, sumaban pericia y entusiasmo, y se exaltaban en un final a toda orquesta. Viví instantes inolvidables que siempre agradeceré a la amistad de esas muchachas compañeras de la escuela primaria. Sin embargo tuve siempre la extraña sensación de cumplir un rol secundario, frente a las actrices principales protagonistas del delirio. Muchos años más tarde, con más experiencia de la vida, y en circunstancias no iguales, pero relativamente parecidas, pude entender lo que había pasado con nosotros en aquellas apasionadas siestas pueblerinas.

Josefina era de otro mundo, o así lo imaginaba. No fue un error de mi parte. La experiencia exige desilusión. De otra manera la vida carecería de sentido. No tengo derecho a condenarla por no haber advertido que yo era el gran amor de su vida. No fue la primera ni la última vez que padecí esa curiosa enfermedad sustentada por la desorientación y la soberbia. No es que Josefina hubiera respondido sin entusiasmo a mis sentimientos, propuestas o sugerencias. En realidad no respondió a nada de ninguna manera. Tampoco dio la oportunidad de que hubiera propuestas, o sugerencias. Nunca se dio cuenta de mi existencia. Tenía mi edad, y a los catorce años se piensa en hombres un poco más viejos. Josefina cumplió una función esencial en aquellos primeros años de mi vida en el Liceo. Robé una fotografía de un álbum enorme encuadernado con cuero de Rusia que adornaba el escritorio de su padre y la puse en

mi armario del Liceo. Me ayudó a vivir. Me ayudó a soportar injusticias y castigos. Fue la compañera silenciosa de mi soledad, entre los mil cadetes que integraban el alucinante territorio a través del cual debíamos acceder a la madurez. Josefina nunca lo supo. Luego de varias semanas de encierro por diversos castigos fui a pasar el fin de semana en su casa. Me miró sorprendida, como si mi existencia fuera una curiosidad inesperada. Me presentó un tipo alto, desagradablemente bien parecido e insoportablemente simpático que para colmo fue muy gentil y me pregunto con verdadero interés sobre mi vida en el Liceo. Relate un montón de fantasías inverosímiles para impresionarlo. A él y a ella. Josefina observaba al tipo con ojos brillantes de admiración. Creo que no escuchó el relato de mis fantasías heroicas. Salí de la casa ese mismo sábado a la tarde y regresé al Liceo. Mi vida carecía de esperanzas.

Durante ese segundo año acosamos a los cadetes recién ingresados con las mismas villanías de las que habíamos sido víctimas. Observábamos a los familiares los días de visita para descubrir primas, hermanas o amigas atractivas de los bípedos implúmenes a los cuales sometíamos a diversos vejámenes, hasta que lográbamos ser presentados. En caso contrario aplicábamos sanciones destinadas a castigar transgresiones imaginarias que no eran discutidas. Así es la vida militar. Había que aguantar injusticias, por lo demás, sabrosas y divertidas. El éxito de la operación de sometimiento redundaba en invitaciones para el fin de semana y un inequívoco y generoso desprecio hacia quienes se habían sometido blanda y especulativamente a la presión. En mi caso las invitaciones venían acompañadas de frustración, porque casi todos los fines de semana era castigado con diversos fundamentos originados en mi carácter, el cual me generó muchos problemas, buenos y malos, a lo largo de la vida.

Durante ese segundo año nos dividieron por especialidades. Infantería, caballería y artillería. Yo recalé en el escuadrón de caballería por azar y por vocación. Durante mi infancia viví en el campo de mi abuelo en el norte de Córdoba. Luego nos trasladamos a diferentes destinos como consecuencia de la profesión de mi padre. Era ingeniero y dirigía la construcción de puentes y caminos. Las empresas cumplían con los planes de desarrollo e integración geográfica que proyectaban los gobiernos. A pesar de las discrepancias históricas e ideológicas, radicales y conservadores coincidían, por diferentes razones, en una firme vocación por apuntalar el crecimiento de las regiones más apartadas del país, y por supuesto, las que rodean la Capital. La familia acompañaba al jefe en sus mudanzas. El hecho es que vivimos en la estancia o en el interior del país, alejados de los centros urbanos. Aprendí a andar a caballo y a cazar, casi antes de aprender a caminar. La experiencia me sirvió para entrar pisando fuerte en la caballería. Montaba como un jinete consumado, condición contra la cual se estrellaba el odio que logré generar en la mayor parte de los oficiales, menos en uno, un salteño inteligente, que tomaba mis insolencias con buen humor. En realidad esas insolencias, que muchas veces consistían solamente en una mirada intencionada, eran dirigidas contra los otros, porque no hubiera sido tan tonto como para hacer objeto de mis ironías al único aliado posible. Me distinguió permitiéndome que montara uno de sus caballos cuando marchábamos al campo de instrucción, detrás del Liceo, donde existía un viejo polígono de tiro que ya no cumplía esa función.

Este capitán intervino a mi favor cuando se descubrió un pequeño e inocente escándalo protagonizado con la sobrina de una de las costureras. El escándalo, si así puede calificarse un episodio natural hasta en una escuela primaria, fue iniciado por la envidia de uno de los blanquitos, que después recibió lo que se merecía. Una paliza fenomenal aplicada sin ninguna moderación por mis leales, encabezados por el Indio y el alemán, que se había incorporado a nuestro grupo, señalado como traidor por los otros alemanes, y particularmente por el pérfido delator después de las trompadas. Encontré a la muchacha en el cuarto de costura, donde había llevado una camisa para que me cosieran dos botones. Era obligación nuestra llevar a cabo esas reparaciones menores, pero había logrado que las gordas simpatizaran conmigo y me proporcionaban una ayuda, verdaderamente intrascendente, a espaldas de los reglamentos, y de la severa vigilancia de oficiales, dragoneantes y preceptores. Estaba de visita esta preciosa niña que no ignoró mi presencia, como yo tampoco la suya. Conversamos y nos pusimos de acuerdo para vernos en el mismo lugar el viernes siguiente. Las costureras nos vieron conversar como dos niños educados. No supieron de la cita. Tal vez la imaginaron cuando el viernes siguiente, precisamente cuando la muchacha estaba de visita, aparecí con una camisa correspondiente al uniforme de gala, con una manga rota. Pedí por favor que la repararan. Suponía que al día siguiente, sábado, saldría de franco porque no tenía castigos pendientes. Salí con la camisa reparada y esperé oculto en el jardín que la muchacha abandonara el taller. Pasó a mi lado y la llamé. Le pedí que nos escondiéramos en la cuadra, solitaria a esa hora en que mis compañeros se irían gimnasia. Había pedido permiso para no concurrir a la clase de judo, alegando un dolor en la columna. Tenía una hora, sólo que el destino intervino injustamente malversando una buena hipótesis de deleite y frustró mis mejores propósitos. Apenas habíamos iniciado un coloquio de mayor intimidad alentados por nuestra ingenua inocencia, cuando entraron abruptamente a la cuadra el oficial servicio, un preceptor y un dragoneante de tercer año. Se desencadenó la catástrofe. Preguntaron con incomprensible violencia, matizada con variadas amenazas, cómo había hecho para introducir una señorita en el Liceo. No buscaron explicarse cómo la había introducido en la cuadra. Esa respuesta era más sencilla. La niña lloraba. Los gritos furiosos del oficial me impidieron dar una explicación hasta que el preceptor le informó al oído que se trataba de la sobrina de la costurera. El pecado culminó con la penitencia. No salí ese fin de semana, ni los fines de semana subsiguientes durante dos meses La inocente tía de mi inocente amiga fue sumariada. Una vez más se puso de manifiesto la arbitrariedad de la justicia militar. La buena mujer no había tenido nada que ver con el episodio. Se le prohibió que invitara a nadie al lugar de trabajo. El oficial me acusó de acoso sexual. Como se suponía que en el Liceo no podía haber mujeres, salvo las costureras, denunciar la presencia de una intrusa ponía en crisis todo el sistema. Olvidaron a la niña y dieron marcha atrás en la acusación de acoso sexual. Si no había objeto del deseo, no podía haber acoso, de manera que fui castigado por un montón de otras cosas reales o imaginarias. El dragoneante de tercer año se divirtió con el episodio, y me señaló al villano delator. Finalmente hicimos justicia.


 

ÍNDICE

UNO

DOS

TRES        

CUATRO

CINCO

SEIS

SIETE

OCHO

NUEVE

DIEZ

ONCE

DOCE

TRECE

CATORCE

QUINCE

DIECISÉIS

DIECISIETE

DIECIOCHO

DIECINUEVE

VEINTE

VEINTIUNO

VEINTIDÓS

VEINTITRÉS

VEINTICUATRO        

VEINTICINCO

VEINTISÉIS

VEINTISIETE

VEINTIOCHO

VEINTINUEVE

TREINTA

TREINTA Y UNO

TREINTA Y DOS       

TREINTA Y TRES

TREINTA Y CUATRO

TREINTA Y CINCO

TREINTA Y SEIS       

TREINTA Y SIETE

 

 

 


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