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LITA PÉREZ CÁCERES

  CUENTOS CRUELES – ANTOLOGÍA, 2012 - Narrativa de LITA PÉREZ CÁCERES


CUENTOS CRUELES – ANTOLOGÍA, 2012 - Narrativa de LITA PÉREZ CÁCERES

CUENTOS CRUELES – ANTOLOGÍA

Narrativa de LITA PÉREZ CÁCERES

Editorial de la UNIVERSIDAD DEL NORTE

Diseño de portada: ANÍBAL CABALLERO

Diagramación: RODOLFO GARAY

Asunción – Paraguay

2012 (179 páginas)



Lita Pérez Cáceres nació en Asunción, Paraguay, el 27 de octubre de 1940. En febrero de 1947 se radica con su familia en Buenos Aires y vive allí hasta 1965, cuando regresa al Paraguay.

Se inicia en la tarea literaria participando en un concurso de cuentos organizado por la firma Ramírez Díaz de Espada para Champagne Veuve Clicquot. Gana 4 veces durante los 5 años consecutivos en que se realiza el certamen, siempre con jurados diferentes, y finalmente obtiene el Premio Challenger, en 1990, por su cuento El Dios del olvido. Además, en 2010 obtuvo el Premio Roque Gaona, otorgado por la Sociedad de Escritores del Paraguay, por su libro Cartas de amor y otros cuentos.

Ejerció el periodismo en diversos medios, como los diarios ABC Color y Noticias. Fue productora de TV en Canal 9 y condujo programas de radio con otros periodistas, como Ni diosas ni panteras, en Radio Uno, con Maricruz Najle; Famas y cronopios, en Chaco (Boreal?), y Tangos y algo más, en Radio Uno. Desde 2009 es comentarista del área cultural en el programa Debate ciudadano, en Radio Chaco Boreal, conducido por Juan Manuel Marcos y Carlos Jorge Biedermann.

Actualmente, es asesora en Intercontinental Editora; colaboradora de la revista Arte y Cultura, dirigida por Victorio Suárez, y docente de periodismo en la Universidad del Norte. Fue elegida presidenta de Escritoras Paraguayas Asociadas (EPA) y es miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP).

Obras publicadas:

María-Magdalena-María (cuentos), 1997.

Editorial Intercontinental.

Encaje secreto (novela), 2002. Editorial Intercontinental.

Amalia al amanecer (novela, con Mario Halley Mora), 2004. Editorial El Lector.

Rebelión en el jardín (cuentos y poemas para niños), 2004. Editorial Servilibro.

Cherea: la niñera y las luciérnagas (Cuento para niños) 2005. Editorial Criterio.

Mi vida con Herminio Giménez (biografía), 2005. Editorial Servilibro.

La Pasión (cuentos), 2006. Marvent Editora.

Cuentos del 47 y de la dictadura (cuentos), 2008. Criterio Ediciones.

Luis Bordón: Vida y obra (Biografía), 2008. Criterio Ediciones.

“El arpa soy yo" (Biografía de Nicolasito Caballero), 2009. Editorial Salemma.

“Cantando voy como la cigarra...” (Biografía de Wilma Ferreira). 2010. Editorial Salemma.

Cartas de amor y otros cuentos (Cuentos), 2010. Fausto Ediciones.

Circo Desolación (novela), 2012. Editorial Servilibro.

Sus cuentos figuran en antologías como Narrativa paraguaya, de Guido Rodríguez Alcalá; Narradoras paraguayas, de José Vicente Peiró y Guido Rodríguez Alcalá;

First Ligth, de Susan Smith-Nash; Narrativa paraguaya de ayer y de hoy, de Teresa Méndez-Faith; El cuento hispanoamericano actual, de Reni Marchevska, y Penélope sale de ítaca, antología seleccionada y editada por Eva Lofquist, del departamento de Español de la Escuela de Humanidades de la Universidad de la Vaxjo University, de Suecia.



INDICE

Prólogo

1 - Gardel y yo

2 - El Dios del Olvido

3 - Cárcel de arena

4 - Hotel Piscis

5 - María Magdalena María

6 - Los poderes del amor

7-NN

8 - El tren de las Luisas

9 - El castillo de Enrique Tudori

10 - Adiós Pedro

11 - Feliz viaje

12 - Lejos del paraíso

13 — El secreto de Sara Quinlan

14 - Feliz cumpleaños

15 - El bocado rebelde

16 - El malacara

17 - Más allá del arco iris

18 – Fraternidad

19 - Encontrar mi lugar

20 - El cuarto de la pasión

21 - Por la salud de mamá




LITA PÉREZ CÁCERES, MAESTRA DEL CUENTO PARAGUAYO

Juan Manuel Marcos

Universidad del Norte

Hace poco tiempo, tuve el placer de sumergirme en la prosa narrativa de Lita Pérez Cáceres con el objeto de preparar una ponencia para un simposio internacional de nuestra universidad. En esa ocasión esbocé la idea de que el relato de Lita Pérez Cáceres puede ser comprendido, interpretado y disfrutado con mucha más amplitud y hondura mediante el enfoque fenomenológico que nos ofrece la estética de la recepción. Su novela Encaje Secreto (2002) parece tener la insólita peculiaridad de ser una novela sin trama, es decir, una antinovela [Lita Pérez Cáceres, Encaje Secreto (Asunción: Criterio Ediciones, 2009), p.14. Las demás referencias a esta edición se anotarán entre paréntesis en el texto con una E], El lector desprevenido puede echar de menos ese tejido tradicional e imprescindible de toda novela, por más experimental que sea, y sin el cual el libro se convierte más bien en una colección desestructurada. La obra de Lita es, en efecto, una saga familiar que anuda semblanzas y evocaciones ambientadas principalmente en Asunción y Buenos Aires, que tienen en común el protagonismo de personajes femeninos y cómo ellos tejen “el encaje secreto de la vida”, como afirma elocuentemente la autora en el prólogo. La trama que subyace sutilmente en esta novela es, precisamente, un “encaje secreto” que debe ser descubierto por el lector. Sumergirse así en esta obra, rica, emocionante y llena de sorpresas, se transforma en una fuente de delicado placer. El lector debe convertirse en mujer, por decirlo así, para bordar desde una perspectiva feminista la recepción de una estética revolucionaria que Lita Pérez Cáceres le propone en esta novela.

De 1965 a 1980, aproximadamente, se desarrolló en la universidad alemana de Constanza un círculo de eruditos que elaboraron un conjunto de teorías enfocadas en el papel del receptor en el proceso de creación. Ante el fracaso del estructuralismo, la glosemática y el generativismo, Hans Robert Jauss, Wolfgang Iser, Reiner Warning y otros superaron la idea del receptor como mera circunstancia sociológica, se inspiraron en la teoría del fenomenólogo polaco Román Ingarden, discípulo de Edmund Husserl, quien había advertido que una obra de arte es siempre un objeto intencional cuyos significado solo puede ser completado por el receptor, y en la negación por parte de Martin Heidegger, también discípulo de Husserl, de cualquier forma de objetividad, a favor de una noción de Dasein, o “estar-ahí” del hombre cuya conciencia siempre está ligada al mundo y a su propia existencia, y finalmente se adhirieron al sistema de análisis literario creado por Hans Georg Gadamer, para quien la literatura carece de un significado acabado, y del que Jauss extraerá su fundamental concepto de “horizonte de expectativas”. Las contribuciones de estos teóricos, así como la de Stanley Fisch en Estados Unidos y Umberto Eco en Italia, entre otros, crearon las condiciones para que la interpretación literaria se liberara definitivamente de los modelos paralizadores que se subordinaban a la hipótesis de un supuesto sentido único, que el crítico debía descubrir mediante métodos fríos y acartonados [La compilación estética de la recepción (Madrid: Visor, 1989) de Reiner Warning ofrece un excelente panorama de este movimiento, con una selección de artículos de muchos de sus más importantes exponentes].

Encaje secreto es una invitación al lector de practicar un papel activo en la interpretación, no meramente del sentido de la obra, sino de toda su estructura. Las historias de Francisca y sus hijas Lorenza, Pastorita, Lucrecia y otras, entre ellas, Elvira, abuela de la narradora, se enlazan libremente en el texto, del que Lita Pérez Cáceres ha hecho desaparecer el centro. Dentro del boom, la saga familiar al estilo de la dinastía de los Buendía, en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, tejía una compleja genealogía de magnitud bíblica sacudida por toda clase de fantasías e hipérboles. Dentro del postboom, la saga de la familia Trueba, en La casa de los espíritus, de Isabel Allende, sirve de telón de fondo para la recuperación comprometida de la realidad social y política del continente. Al desestructurar el centro narrativo, Lita utiliza la saga como “encaje”, mediante una especie de democratización del tejido novelístico, que transforma al lector en mujer, pues solo así podrá disfrutar, como lo hace la bordadora Elvira con el “viajante” Luis Regules, quien alterna sus cuidados amorosos entre ella y su propia mujer, que vive en Buenos Aires:

“Elvira se las arreglaba para alimentar a su prole y para avivar la pasión del viajante que la abandonaba todos los meses y regresaba siempre, sin poder desatar los hilos de una relación que mi abuela manejaba diestramente en el bastidor de sus entrañas” (E p. 67).

Solo a las mujeres, dice la narradora, les corresponde realizar el milagro de dar vida, y así anudar destinos mediante el hilo indestructible de los lazos de familia (E p. 145). Novela sin centro, como Pedro Páramo, propone al lector un juego de infinitos hallazgos. Ese encaje de Lita Pérez Cáceres no es una mera metáfora de las habilidades femeninas, y del fundamental papel de la mujer en la sociedad. Como en la obra de otras autoras del postboom, como Ángeles Mastretta, Laura Esquivel y la propia Allende, desfilan por Encaje secreto las tradicionales habilidades culinarias de la mujer. Coser, bordar y tejer no son, pues, sino otras manifestaciones de esas destrezas caseras. Pero dar vida es un don superior. Al feminizarse, el receptor alcanzará el placer reservado solamente a los lectores más atentos y creativos: dar vida al sentido mismo de la novela.

Pero, más allá del valor de esta y otras contribuciones de nuestra autora, Lita Pérez Cáceres es, sobre todo, una cuentista magistral. Hoy, la gran maestra del cuento paraguayo. Textos como los de Cartas de amor son de tal perfección estilística, profundidad psicológica y madurez en la elaboración de los personajes y la trama, que no cabe duda de que pueden representar a la literatura paraguaya en la mejor selección de la cuentística latinoamericana actual.

La gama temática de Lita Pérez Cáceres parece inagotable. La exaltación épica de nuestros recuerdos heroicos, el sublime sobrevivir de lo cotidiano, la intransferible mirada femenina sobre un universo cada día más violento y degradado, y la sabia experimentación de los subgéneros, como el de terror, en Gardel y yo, iluminan una obra narrativa personalísima y fascinante, donde finalmente triunfan el amor, el heroísmo, el patriotismo, la tolerancia y la intransigencia ante la abyección, valores que hoy necesitamos más que nunca.

La narrativa paraguaya del postboom comparte la estética de una nueva novelística continental que, desde hace algo más de dos décadas, viene alejándose de modelos anteriores y que, sin intenciones parricidas, está decidida a recuperar el referente social, romper con el narcisismo estilístico, hacer valer nuestra propia imaginación y explorar las claves de la liberación latinoamericana sin buscar normas en los clichés y usos comunes del extranjero.

Una de las mayores hispanoamericanistas del mundo, la profesora de Harvard Doris Sommer, fundadora con el padre Alonso y Roa Bastos de la Facultad de Postgrado de la Universidad del Norte, comparte en su monumental estudio sobre las grandes novelas latinoamericanas anteriores al boom, de María de Isaacs a Doña Bárbara de Gallegos, los presupuestos de este ensayo. Con la claridad y rigor que caracteriza toda su obra crítica, Sommer denuncia que los autores del boom “insistieron, categórica y repetidamente, en el poco valor que tenía la narrativa latinoamericana anterior. . : todo un canon de grandes novelas fue descartado de forma solapada por quienes proclamaban ser huérfanos literarios y, por lo tanto, libres para ser aprendices en el extranjero” [Doris Sommer, Ficciones fundacionales, las novelas nacionales de América Latina (Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2004), p. 17]. Autores como Lita Pérez Cáceres tienen un proyecto muy diferente que negar a sus padres. En él y ellas viven los caminos trazados por Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti y Manuel Puig, los precursores del postboom.

Para la Editorial de la Universidad del Norte es un verdadero honor publicar esta antología de cuentos de Lita Pérez Cáceres, una verdadera joya de una literatura como la del Paraguay actual, que gana cada día en diversidad, dominio técnico, originalidad y belleza.



EL DIOS DEL OLVIDO

Por fin... Ahí está la casa, la calle, tranquila como siempre, me recibe con un concierto de trinos. El imponente ybyra-pytã dominando sobre los arbustos y lleno de calandrias y chopi.

Siento la arena tibia entre mis dedos y al llegar al sendero de pasto la frescura traspasa mi piel ¡Tanto deseé volver! No se cuento tiempo pasó, no me importa... lo único valedero es que estoy nuevamente aquí.

Es mi casa, nuestra casa.

Hay algunas malezas osadas que han crecido más de la cuenta, pero pronto recibirán su merecido. Las persianas están abiertas y rotos los vidrios de la puerta interior. Nada de eso me molesta, es cuestión de pisar con cuidado para no lastimarme.

¿Por qué estoy tan andrajosa y descalza?

La sala triste, silenciosa y desierta. En la mesa, mis amigas las arañas han tejido un delicado sudario que cubre las tazas caídas.

Ante todo esto, no siento el olor a encierro, ni me molestan los jarrones rotos. Mi figura parece multiplicarse ante el espejo quebrado.

Tengo que abrir los ventanales y todas las puertas, la luz canta un himno al despejar las tinieblas. Debo ponerme a trabajar enseguida. Ellos volverán cansados y hambrientos.

Este lugar es mi reino. No es necesario tener muchos ingredientes para preparar una rica comida, solo es imprescindible el amor... así solía decir mi madre. Qué curioso, de pronto descubro que no se nada de ella. Algunas ideas locas quieren perturbar esa hora de bonanza...

Recuerdo unos versos que traen una tristeza pertinaz como la hiedra...


El mes sin dioses ha llegado.

Furiosos vientos atormentan

mi corazón desprevenido.

No hay incienso, ni mirra,

ni valioso sacrificio

que puedan impedir

que lo envuelva la tristeza.


Pero no volveré a permitir que me suceda algo parecido. La escoba me espera en su lugar, voy a comenzar de una vez.

¿Habrán hecho lo mismo las residentas cuando volvieron a sus hogares destrozados y encontraron sus jardines con inmensos pozos cavados por manso avariciosas? Pero... ¿Por qué estoy pensando en eso? Yo no soy iguala ellas, no he perdido a nadie ... ni nada.

La noche se hace eterna, mi esposo ha fumado su último cigarrillo hace tiempo y sus suspiros y toses son los pocos sonidos conocidos que me acompañan en la vigilia tensa. Mis hijos han cerrado las puertas y tapado las aberturas, pero el fragor de los disparos, de los vuelos rasantes y de los cañonazos atraviesa las paredes y nos inmoviliza de miedo.

Mi compañero de toda la vida quiere tranquilizarme y trata de hilvanar unas ingenuas mentiras. Finjo creerlas. Realmente no tenemos culpa de nada. No hicimos daño a nadie. Él no tiene actuación política y su cargo es técnico... pero siento que somos odiados. A veces, cuando salimos en el vehículo pintado ostentosamente de rojo, mis vecinos, los que viven en los ranchos, clavan en nosotros sus miradas hambrientas y heladas.

Si supiera rezar inventaría una oración y también un nuevo Dios. Sería el Dios del olvido. Le pediría que borre de la memoria de toda esa gente -que ahora grita y festeja- la injusticia y los despojos que han sufrido durante tan largo tiempo. Me pasaría horas implorando para que todo su poder evite que recuerden nuestra indiferencia, nuestra felicidad egoísta. Quizás este Dios, de imagen dorada y cubierto de piedras preciosas, sea el indicado para aplacar la furia y la venganza de los desheredados de siempre. De todas formas encenderé una vela en el cuarto de mis hijos.

Pero ya no hay tiempo, están llegando, sus pasos llenan el jardín y la galería. Golpean impacientes y rompen los vidrios con las culatas de sus armas.

Que pronto oscureció. La noche es cálida y el perfume de los jazmines se hace por momentos enervante. Ya está todo limpio y el fuego sagrado del hogar está encendido. Esperaré, tengo tiempo... mucho tiempo. Las llamas que contemplo distraída, de pronto me traen recuerdos de algo. Si, ya se, tenía que encender una vela para que se consuma delante de ... ¿delante de quien?



CARCEL DE ARENA

El salón de la Defensoría del Pueblo, recientemente establecida, estaba lleno de gente, de niños que corrían para sacarse el aburrimiento que arrastraban desde la mañanita, cuando llegaron con sus madres. Había una mayoría de viejos achacosos y algunos olían mal, a miseria, a sufrimiento, por eso la secretaria tomaba el frasco de desodorante y lo hacía funcionar sin importarle el daño a la capa de ozono.

Ella lucía una minifalda y se preguntaba para qué se esmeraba tanto si en esa sala ningún personaje importante la miraba, ningún po guazú del gobierno llegaba hasta allí. Tampoco acudía todos los días a su despacho el propio defensor y la gente se apiñaba, día tras día, esperando el milagro de una indemnización, algún dinerito que les permitiera seguir estirando el hilo de sus vidas. Ninguno de esos campesinos hubiera imaginado, durante sus años de lucha que una institución los defendería y reconocería sus derechos, ellos habían sido combatientes en una guerra particular, oculta, contra un dictador. Habían sobrevivido y ahora esperaban ser auxiliados.

Las compensaciones en metálico eran mezquinas y solo los casos más conocidos accedían a ellas. 3 meses de cárcel y torturas no alcanzaban, por lo menos debían haber sufrido un año, tampoco valían los años si el nombre no figuraba como preso en los papeles o en los archivos de las cárceles, los antiguos luchadores eran ahora ilustres desconocidos y la ley se mostraba inflexible con ellos.

A la secretaria le llamaron la atención las tres mujeres que llegaron con sus hijos, eran jóvenes aún y una tenía huellas de golpes en la cara y en los brazos, hablaban en guaraní y se reían de vez en cuando. Decidió hacerles la ficha a ellas primero y las llamó.

-¿Ustedes se van a presentar juntas?

- Si, juntas - respondió la que parecía ser la jefa del grupo.

- Necesito el nombre de cada una y el motivo que las trae hasta aquí.

-Mi nombre es Dalmacia López.

- Dora Caballero.

- Trinidad Acosta de Vera - dijo la más joven, la que tenía el ojo morado.

- ¿Ustedes estuvieron presas? ¿En qué cárcel? ¿Cuándo?

Se miran y no responden, hacen gestos de no entender, la más decidida dice: -No, no estuvimos presas en una cárcel, lo que nos pasó fue hace mucho, más de 30 años.

-¿Más de 30 años? -dice la secretaria con un gesto de incredulidad Entonces ustedes habrán sido muy jóvenes. ¿Para qué vienen?

- Porque nos dijeron que nos tenían que dar plata por lo que nos hicieron los soldados.

- ¿Qué les hicieron?

- Hace mucho ya, cuando destruyeron la colonia del Jejuí. Nosotras eramos mitakuñaí todavía. Ellos le mataron a casi todos los hombres, a mi papá y al papá de Dora, después quemaron nuestros ranchos, quemaron la escuelita, nos pegaron mucho y nos llevaron hasta la costa del río. Allí nos hicieron cavar dos pozos grandes, en la arena y nos dejaron en el fondo de uno.

- ¿No podían salir?

- No sé, pero había uno armado que nos controlaba. Yo tenía 15 años, Dora 16 y Trinidad 14. Lloramos mucho y nos sentamos a esperar. Escuchábamos los gritos de mi mamá y de otras señoras, lloraban los niños y nosotras no podíamos salir de ese corá donde nos dejaron. El sol nos quemaba y quedamos como dormidas, mareadas.

Uno de los niños llega corriendo y estirando la falda de Trinidad pide plata para comprar una chipa. Ella mete la mano en un bolso viejo y saca un pañuelo que desata para liberar un billete.

-Cómprale para tu hermanito también - le dice al niño.

La secretaria pregunta - ¿Las llevaron presas después?

- No, nos tuvieron varios días allí, después se fueron y nos dejaron solas.

- ¿Fueron torturadas?

Ellas se miran como preguntándose si las torturaron o no. Y no se deciden a responder.

- ¿Cuánto tiempo estuvieron en los pozos?

- 3 días - responde Trinidad.

- Pero eso es muy poco para esperar una indemnización.

- ¡Nos jugaron! - grita Dalmacia llorando - Nos jugaron, entre todos, los 3 días con sus noches. .

Dora se acerca a Dalmacia y la abraza para calmarla. Le habla como una madre y cuando logra que la mujer deje de quejarse como un animal, la conduce hasta un banco donde la ayuda a sentarse. Luego vuelve hasta el escritorio de la secretaria.

- La primera noche vinieron entre 10 y se llevaron primero a Dalmacia, era la más linda. La golpearon y le jugaron a su antojo, la trajeron sangrando por adelante y por atrás. Después sacaron a Trinidad, después a mí. Así durante 3 días y 3 noches, se pulsearon por nosotras. Cuando todo estuvo destruido se fueron y nos quedamos solas, heridas, hambrientas y a punto de morir. Seguramente que algún ángel de la guarda nos cuidó porque salimos del pozo y fuimos hasta el río, nos quedamos en la orilla a la sombra de un sauce. Pasamos esa mañana lavándonos, hasta que llegaron las pirañas atraídas por la sangre de nuestras heridas.

- El agua allí es morotĩ sakã y corre rápido, por eso las vimos llegar - dice Dora- como viendo de nuevo el agua, como sintiendo la frescura del bosque.

- ¿Y después?

- Esperamos hasta estar un poco fuertes, ni agua nos habían dado en esos días que estuvimos encerradas en los pozos de arena. Cuando nos sacamos la sed caminamos hasta donde había estado la colonia. Ya nada quedaba, solo troncos quemados, cenizas que fueron ropas, carbones, la colonia había terminado. Buscamos algo para comer y encontramos un cacho de bananas que no estaba muy a la vista, con esas frutas verdes nos conformamos y salimos buscando ayuda. Habremos caminado unos 2 días, por la costa del río, hasta que llegamos a un pueblo. Dalmacia estaba muy mal, tenía fiebre y desvariaba.

¿Las ayudaron en el pueblo? - insiste la secretaria que solo desea catalogar y anotar cifras.

- Si, un viejito nos llevó hasta la casa de una médica y le atendió a Dalmacia, le ponía yuyos machacados allí abajo hasta que le bajó la fiebre y se curó, pero no se quedó bien. Ella se aconcubinó con Fidel pero nunca pudo tener hijos, esos que trajo hoy son hijos que tuvo Fidel con otras. A Dalmacia le hace mal recordarse de cuando nos jugaron todo mal, se vuelve loca.

- ¿Y a Trinidad? ¿Quién le pegó?

- Ahh.., ella no quiere saber nada de los hombres, dice que le dan asco, su marido le pega porque no sabe darle satisfacción en la cama, él se queja de que ella se queda quieta y deja que él se desahogue y nada más. Es como si se acostara con una muerta. Por eso le pega, pero es su marido, tiene derecho.

- ¿Y a vos...te gustan los hombres?

- Ni un poco, me dan miedo, tuve 4 hijos porque mi marido no me dejaba en paz, ahora por suerte se fue con otra y yo descanso, pero necesito esa plata que nos dijeron que iban a darnos.

- Pero no se les va a dar nada, apenas 3 días estuvieron presas, ni siquiera presas en una cárcel o en una comisaría. No es nada eso que les pasó y nada les van a dar.



N.N.

El campesino adopta una expresión de ignorancia, baja la mirada y evita que los ojos de la mujer se encuentren con los suyos. Pero ella insiste, primero habla con amabilidad, Isidoro hace de intérprete y repite las palabras de la mujer que con gestos desesperados demuestra su desolación. Pero Ignacio no cede, debe proteger a su familia, los muertos tienen que descansar en paz.

Dentro del rancho ya se despertaron sus dos hijitas, Angelina, la mayor se acercó lentamente y escucha lo que dice Isidoro, se abraza a la pierna izquierda de Ignacio y mira con curiosidad y pena a la mujer que permanece en el sol de las 9 de la mañana, con ropa caliente y una cartera negra que se mueve al compás de sus manos. Carmencita, la más chica, está sentada en una sillita baja y no pierde una palabra ni de la mujer ni de Isidoro.

Ese año la sequía fue más larga y en el patio, frente al rancho no hay un árbol que pueda mitigar el calor, la tierra apisonada que su mujer barría todas las mañanas para que luciera lisa y limpia ahora está con basuras y algunas matas secas de yuyos. Desde que ella murió Ignacio no encuentra tiempo para limpiar bien la casa y sus alrededores, salvo cocinar algo de mandioca y un trozo de carne, cuando consigue, pasa el tiempo mirando al cielo como preguntándose ¿porqué a él?

- Le ruego, le suplico por lo más sagrado, dígame donde está mi hijo. Usted era el sepulturero del pueblo, no tiene la culpa de lo que pasó. Entiéndame, usted no tiene la culpa de nada y no deseo vengarme de nadie ¡Solo quiero encontrar el cuerpo de mi hijo! para darle una sepultura cristiana, para llorar frente a su tumba, para decirle que nunca lo abandoné.

- Si, Ignacio entiende lo que la mujer pide, él también siente lo mismo, rezar con María y hablarle a su cruz, cuidar el túmulo, son consuelos que todos necesitan...pero él no puede decirle nada, si lo hace hasta puede perder a sus hijas. El comisario Gamarra es muy ñaró y juró lo iba a mandar a la cárcel hasta que se pudra e Ignacio sabe que puede hacerlo. Para Ignacio esa noche del entierro fue muy especial. Hace 3 años, esa noche, su esposa María enfermó y murió pocos meses después.

-¿Usted tiene a su madre viva? - pregunta Isidoro repitiendo la pregunta de la mujer y haciendo la mímica, con los gestos de ella, como si la persona de la mujer se hubiera apoderado del intérprete. Lo poco que entiende Ignacio del kara’í ñe 'e se bloquea.

Carmencita comienza a llorar y pide leche, algo de comer - Tengo hambre papá- lloriquea.

Ignacio reacciona y le dice a Isidoro que haga entrar a la señora -Haku etereí, peiké katú.

Los tres adultos y las dos niñas permanecen en silencio, los visitantes tomaron agua del cántaro y las hijas de Ignacio comieron mandió chirĩrĩ con huevos. Ahora están satisfechas y miran con ternura a la mujer, que es más vieja que la madre muerta pero tiene los ojos llenos de lágrimas, lágrimas que van cayendo lentamente, recorriendo sin apuro la cara, pura imagen del dolor.

- Mire, si usted no medice nada, yo me voy a ir otra vez a mi casa sin saber dónde está enterrado mi hijo y voy a morir sin ese consuelo. Usted parece un buen hombre, se ocupa de sus hijas... ¿Murió la mamá?

Ignacio asiente antes de que Isidoro traduzca.

- ¿Y usted cuida la tumba de su mujer?

- Ignacio sabe a donde  quiere llegar ella y sabe que terminará por contarle lo que ella le pide. Pero, en un último intento de resistencia, se resiste. Después de unos minutos pregunta a Isidoro si la señora está alojada en el pueblo, en alguna casa conocida.

- No, llegué hoy, en micro y con su dirección en la mano pregunté hasta que llegué a

Isidoro, sobrino de una comadre. Nadie sabe que estoy acá ni para qué.

Ignacio cree lo que ella dice, pero sabe que los que vienen de afuera no sienten los miles de ojos que espían detrás de las celosías de la calle principal, desconocen la astucia de los lugareños, su amabilidad fingida y las ganas de quedar bien con las autoridades del pueblo. A estas horas Gamarra ya estará enterado de que una extraña vino a hablar con Ignacio, el sepulturero del pueblo.

De pronto Ignacio se levanta y dice: Vamos, a he chukata chupé.

Se levantan todos y van saliendo al sol rajante, hasta las dos niñas que, de la mano del padre, como comprendiendo la misión, van en silencio, temerosas de que algo surja de repente y se lo lleve también a él.

El camino de tierra pasa delante otros ranchos donde mujeres que muelen maíz o carne, los miran atentas. Poco a poco desaparecen las viviendas y se ve al fondo algo así como un claro, el camposanto está en una elevación del terreno. Todo parece estar en calma y solitario, hay panteones modestos y cruces cubiertas con paños deshilachados, Ignacio se acerca al portón de entrada y hace señas a los otros para que se detengan. Entra el sólo, camina hasta un árbol frondoso debajo del cual hay un baúl. Lo abre y saca una pala. Se acerca a los que aguardan y comienza a cavar fuera del cementerio, a un costado, debajo de la sombra de un chivato florido. Hace unos años, en ese mismo lugar, a las 3 de la mañana cavó la tumba de un guerrillero. El propio comisario lo fue a buscar para que hiciera el trabajo, el muerto estaba envuelto en una bolsa y no le vio la cara. Hoy ya no deben quedar más que huesos, si algo queda. Ignacio cava y cava, en tanto lo hace, decide llevar a sus hijas a la casa de su hermana, ella las va a cuidar como si fueran sus hijas, mejor que él que no sabe qué hacer con su vida. No soporta la ausencia de María, prefiere reunirse con ella.

La mujer grita cuando asoma un pedazo de bolsa y se ve un hueso. Las nenas se acercan para abrazarse a sus polleras. Ahora el llanto es fuerte, desgarrador, mezclado con palabras cariñosas, como una melopea dirigida a ese ausente que por fin aparece.

Mis hijas prefieren una mujer, ya veo como les falta su madre, mi hermana no tiene hijos ni hijas, está seca. Va a ser una alegría para ella - Ignacio piensa, se aturde pensando- para no ver lo que tiene ahí, abajo, en el hoyo que encierra el cuerpo de un hombre. Ahora sabe que ese hombre tiene una madre, una madre que vino a rescatarlo ¡Ojalá mis hijas también me rescaten!

Cuando el contorno de la osamenta queda libre de tierra la madre da un grito desgarrador, no tiene huesos de los brazos ni de las piernas, está mutilado.

Con un pie sobre la pala, como descansando, Ignacio deja que el dolor contenido por tantos años se despliegue, la mujer tiene derecho a llorar abrazada a los huesos de su hijo. Angelina y Carmencita le acarician el cabello y le dan golpecitos en la espalda para consolarla. Isidoro está blanco, estupefacto, comprende los alcances de su acción, ninguna propina lo salvará de la venganza de Gamarra. Pasan los minutos, el sol trata de colarse por entre las ramas del chivato, curioso por averiguar que pasa ahí, en ese lugar por lo general tan tranquilo.

- Mejor nos vamos -dice Ignacio.

Aparta a la madre y envuelve con los jirones de la camisa los huesos del guerrillero que por fin descansará en paz. Apura al grupo para llegar hasta el pueblo, su hermana está casada con el presidente de la seccional y sus hijas quedarán a salvo. El olor del esqueleto no perturba a ninguno de los miembros de la comitiva que camina como en fila, en primer lugar la madre, que carga en sus brazos a su hijo querido, detrás van las niñas con Isidoro, aún pasmado, cierra la fila Ignacio que se había detenido para oler el aire lleno de humo que venía desde su rancho incendiado.



FELIZ VIAJE

Valparaíso, 27 de enero de 1879

Primer día de tu ausencia.

Querido Martín:

Mírame como si estuvieras a mi lado, mírame con amor, que yo haré todo lo posible por aguardarte con esperanzas, con ansias.

Esta mañana salí a caminar y recorrí los negocios de la recova del puerto ¡Qué aromas! ¡Cuánta gente pululando por ahí!

Entré a un local donde se vendían artículos recogidos de los naufragios. Son trozos de vida que llegan a la playa volviendo de la muerte. Allí compré para ti dos fotografías. En una, ovalada y sepia, se ve a un hombre muy apuesto que mira la cámara con confianza, como tú debes mirar al futuro. Tiene uniforme de oficial de marina. Quizás la foto fue tomada antes de su viaje final. La otra es la fotografía de una dama peinada como hace 30 años. Ella parece ser una mujer muy seria, muy digna y aparenta estar cumpliendo un deber. Ellos deben ser tu padre y tu madre. Invéntales nombres y prosapia y dales también una muerte apropiada, mis padres no deben sospechar nada. Cuando vuelvas, serás rico por tu esfuerzo y tendrás un pasado correcto, yo fingiré no conocerte. No temas, nadie de mi familia recordará, al cabo de 5 años, que eras el mozo que cuidabas las muías en el corralón del mercado. Es más, nadie deberá recordarlo.

Te ruego que me escribas una carta por día, se que el clima en esas tierras donde estarás es inclemente, que hay una selva impenetrable, que las nativas van semidesnudas, que el calor deja postrados a hombres y mujeres, pero escríbeme igual una carta por día y envíalas todas juntas en el vapor que llega acá una vez por mes.

En ese mismo lugar donde compré las fotos, he visto un pequeño cofre cubierto de plata labrada, pensé en comprarlo para guardar en él éste inmenso amor que ya no me cabe en el cuerpo. Lo hubiera puesto allí y hubiese cerrado la tapa sin abrirla hasta tu regreso. Si eso fuera posible, podría seguir con mi vida habitual, con mis ritos hogareños, con la obediencia y la mansedumbre que debe tener una hija soltera de 30 años, añeja y solitaria, como creen mis padres.

Te necesito tanto Martín. Me arrepiento de no haber aceptado tu proposición de marcharnos juntos a comenzar otra vida en otros mundos. Pero mi madre hubiese muerto de la vergüenza y no seríamos felices con esa muerte a cuestas. Mi padre es más práctico, me hubiera desheredado y te aseguro que el dinero es necesario para comprar la felicidad. Yo no sería la misma Berenice apasionada que conoces. No podría suavizar mi piel con la crema de rosa mosqueta, ni aromarla con aquellas esencias francesas que tanto te gustan. La pobreza, mi cielo, degrada el amor, lo reduce a mera relación camal entre dos cuerpos agotados y sucios. No quiero eso para nosotros.

Antes de finalizar, te cuento que me atreví a comer un camarón en salsa picante que ofrecía una mulata. Los había cocinado allí mismo, en un mínimo brasero y exhalaba su paila un olor tan gustoso, tan insoportablemente pecador, que infringí todas las reglas de la buena educación. Los comí allí, parada en la galería, con el calor y las moscas como música de fondo, manchándome los dedos que después chupé, uno a uno. Quedé con la misma plenitud que tengo después de hacer el amor contigo.

Te envío 24 besos profundos, intensos y entra en tu boca mi lengua todavía perfumada a camarones.

Tuya, Berenice.


Segundo día de tu ausencia.

Amado Martín, hoy desperté a la madrugada, asustada, pensando que nos habíamos dormido y que no nos dimos cuenta de la hora. Sobresaltada miré a tu lado de la cama para avisarte que huyas mientras hubiera oscuridad. Pero no estabas a mi lado. Tardé en darme cuenta de que ya no dormiremos juntos por mucho tiempo. Tengo que darme valor Martín para no morirme en el intento de ser una doncella seria y obediente. Mi carne te llama y se me hace cuesta arriba esta castidad forzada luego de haber tenido contigo tantas noches gloriosas. Si no fuese que todavía estás en alta mar te haría volver, me arrojaría a las aguas saladas y violentas hasta alcanzar el bote que me conduciría hasta ti, aguardándome en la nave, ansioso también. ¡Como me duele tu ausencia amor mío!

Ayer por la noche mi madre estuvo muy mal, parece que una peste traída desde el Oriente ha contagiado a mucha gente y ella, no se cómo, la contrajo. El médico no dio muchas esperanzas, solo dijo que debemos apartarla y hervir todo lo que haya estado en contacto con ella. Sulvina, su criada preferida, lloró mucho, dijo que su tía murió en la epidemia de hace cinco años atrás. Yo le ordené que saliera de la habitación de mamá.

Ahora te escribo desde mi recámara. Mi padre ha salido hoy muy temprano por negocios y yo estoy preocupada por el desusado silencio de este día con el alba iluminando por completo los rincones. Mi madre no da órdenes, mi padre no rezonga a los criados. Nadie se mueve aún, los helechos conversan, rama a rama, y dicen que la familia está muy extraña. Si supieran mi secreto ¡que dirían los helechos!

Te extraño en cada centímetro de mi piel, eres como un círculo naranja en mi cerebro que late, late y late. Antes de vestirme las ropas serias y adecuadas he acariciado mis pechos como tu lo hacías, se que podrían marchitarse si no se sienten queridos. Finalmente me vestí y salí a ordenar que la casa se ponga en marcha, todo está muy triste y no presiento anda bueno del hedor que sale del cuarto de mi madre. Te escribo antes de entrar allí, temo a la pesadilla de la realidad que me aguarda.

Trataré de olvidar que nos quisimos, al menos por algunas horas haré el intento.

Tu amada Berenice.


Valparaíso, 5 de febrero de 1879

A miles de horas de tu partida Mi bien amado Martín.

Como verás esta no es mi letra, y yo apenas puedo dictar estas líneas. Quien escribe esta carta es Sulvina, ella aprendió a escribir y calló, no son ciencias adecuadas para una mujer, no son habilidades para que las ostente una criada. Ahora, al verme tan mal, tan desesperada y llamándote en mis delirios, me interrogó y le confié nuestra historia. Ella se ofreció a contarte lo que ha pasado por aquí en tan poco tiempo. Mi madre murió por la peste, mi padre huyó a nuestro fundo, en el sur, porque yo también caí enferma y él tuvo pavor del contagio.

No se cómo he resistido hasta hoy. Los criados y esclavos han robado casi todo, en la casa se golpean las puertas con el viento que entra libremente, los animales también han muerto y mi canario ya no canta más. La ciudad está vacía, los cadáveres apestan en las calles y nadie se ocupa de enterrarlos en el camposanto.

Solo Sulvina me es fiel y me lava, me alimenta con lo poco que puede conseguir y hasta trajo a un mapuche para que me cure con sus hierbas y sus palabras misteriosas. Creo que lo único que me sostiene viva es la esperanza en tu regreso, pero, si muero, le pedí a Sulvina que me arroje al mar. Mi cuerpo, envuelto en un sudario blanco como un traje de novia podría llegar hasta donde estés; podría mirar sin alzar los párpados mojados y salados, el sitio donde vives; podría enviarte un beso último con mi boca mordida por los peces hambrientos. ¡Tantas cosas podría, amor mío!

Hasta siempre, tu amada Berenice.



LEJOS DEL PARAÍSO

En la galería de la casa de madera la joven camina sin parar. Acuna un pedazo de trapo bastante sucio y habla con el bultito que envuelve el trapo “Dormí ya mi bebé, dormí... Arrorró mi niño...arrorró mi sol...”.

Ella canta con voz cascada pero con mucho sentimiento, su ropa está hecha jirones y el cabello largo y sucio le cae desordenado sobre la espalda. El sol todavía alumbra la escena, hay otra joven, casi una niña, con el mismo aspecto harapiento de la que canta, que la mira con ternura y, más abajo, casi en el límite del terreno limpio y el inicio del monte, se encuentra un indio de edad indefinida que aguarda parado, mirando él también lo que sucede.

- Vamos ya Hortensia, vamos, es tarde- ruega la más joven a la que sostiene el bulto, trata de sacárselo, pero la otra se resiste y lo mece.

- No, Josué tiene que tomar tití y después va a dormir muy bien - dice la otra, al tiempo de sacar uno sus senos para tratar de introducir el pezón en un muñeco de palo que sostiene en brazos.

- Ya tomó la leche, tenemos que irnos ya Hortensia, antes de que llegue Laureano. Povyvy nos va ayudar a salir, vamos - la joven se aproxima a la que sostiene el muñeco y tomándola suavemente del brazo, la obliga a bajar dos escalones y a caminar en línea recta hacia la selva.

- Si Rosario, vamos antes de que llegue Laureano. Él no quiere a mi bebé, por eso lo llevo para que no llore cuando está él, vamos a apuramos ¡Pronto! ¡Pronto!

El indio camina delante de las dos chicas y cuando llega a la línea de arbustos, lianas y árboles que ocultan la luz del sol, aparta con el machete una ramas, pero sin cortarlas, para que cuando terminen de pasar los tres no se note que por allí escaparon.

Hortensia se detiene y no quiere avanzar “Por qué me traés aquí Rosario? No me gusta la selva Rosario, hay víboras”.

- Pero Povyvy las va a matar con su machete, él nos va a cuidar.

- ¿Y si llegan las montoneras?

- Acá no entran las montoneras, además ya se murieron todos.

- ¿Papá y mamá también se murieron? ¿Dónde están ellos Rosario?

- Ellos nos están esperando, ahora vamos a ir a verlos, pero tenemos que caminar rápido para que no nos encuentre Laureano, y calladitas porque si nos escucha nos va a atrapar otra vez.

- Si, si calladita voy a caminar... - Herminia susurra cosas al muñeco y canta bajito una nana que hace años le cantaba su madre a ella - La loba, la loba le compró al lobito...

Los tres caminan con dificultad en medio de espinas y ramas que los lastiman, Rosario trata de no escuchar los ruidos que los acompañan, el sonido de insectos asombrados, de serpientes deslizándose en las ramas, de zorritos ocultándose. Quizás también haya venados y tigres que los observan, pero lo mejor es no pensar, no pensar. Ella trata de no ver las arañas gigantes y otros habitantes que se sienten invadidos por estos tres humanos que hollan sus dominios. Llevan ya casi una hora de marcha y el sol apenas traspasa el follaje que los cubre, el calor es sofocante, la humedad sube de la tierra, las hojas gigantes transpiran y la lluvia se anuncia con truenos ruidosos y relámpagos que hieren la quietud y la semi oscuridad por donde tratan de caminar las jóvenes y el indio que las conduce. La naturaleza les avisa que la travesía será difícil.

El ruido de la lluvia cayendo es un alivio para el bochorno pero las gotas tardan en caer sobre ellos, no hay viento, el agua los empapa y van aplastando con los pies una masa de hojas y barro que se ha ido formando en mucho tiempo. Es el detritus de la selva, así se purifican los árboles, los reyes del lugar.

De pronto se escucha el gemido del guaimingüé. Ese grito, idéntico al llanto de una mujer, expresa un dolor interminable. Herminia queda galvanizada, se ha detenido y no da un paso más, mueve la cabeza como buscando el origen del sonido y ella también comienza a proferir un llanto profundo, con gritos iguales a los del pájaro, son lamentos de tristeza infinita.

- Ah..ja..ha..ha, mi bebé, mi bebé, se murió, mi bebé...

Rosario la abraza y recoge el bulto que Herminia arrojó al piso, sabe que volverá a pedirlo cuando olvide lo sucedido, como lo hace todos los días desde la muerte de Josué. El indígena ha vuelto sobre sus pasos y mira Rosario con ansiedad, ella le indica por señas que venga a abrazar a su hermana. Así, formando un nudo de cariño logran que Herminia deje de llorar y se calme.

Vuelven a caminar, es una marcha lenta y difícil, van horadando un túnel invisible cuyo mapa solo existe en la mente del Povyvy. El mira las estrellas y sabe por donde ir. En un lugar donde hay un claro y donde la luna ilumina como si fuera amiga, los tres fugitivos se detienen y se sientan, cansados.

- Tengo frío Rosario, mucho frío - se lamenta Hortensia y se acurruca en la falda de su hermana menor.

- Ya se Hortensia, pero ahora vamos a dormir y se nos va a pasar el frío y vamos a soñar con papá, con mamá y con nuestras hermanas- la jovencita, escuálida, desamparada, adquiere la estatura de una madre protectora y acaricia a su hermana con suaves palmadas en la espalda. La otra, poco a poco va calmándose.

El indio, de expresión inescrutable, se acerca a las dos mujeres y saca de una especie de morral una manta que tiende a Rosario. Ella cobija bajo la tela artesanal a su hermana que se encuentra a punto de dormir.

- No, no quiero, tiene olor a humo, hay incendio Rosario, hay un incendio - gritando, Herminia dice- ¡Queman nuestra casa Rosario! ¡Están quemando El Paraíso!

El olor a humo y la visión de las llamas que llegaban a una altura que sobrepasaba la de los árboles del monte donde se ocultaban las hermanas Reinoso las sumieron en una angustia tan grande que no podían gritar ni moverse. Ellas sabían que sus padres estaban siendo torturados, los gritos desesperados de la madre, los disparos que acabaron con las protestas del padre no dejaban lugar a dudas: la familia estaba siendo exterminada y la casa, la hermosa casona, orgullo de la familia, se estaba quemando hasta sus cimientos. Las hermanas habían atinado a ocultarse cuando escucharon el ladrido de los perros y vieron el polvo que levantaban los jinetes. Días antes los peones habían hecho comentarios de que un malón de hombres recorría el departamento de Caazapá matando a sus contrarios políticos, robando e incendiando las propiedades de los enemigos. Pascuala y Andrés, los padres de familia no pudieron ocultar la angustia y cuando esa tarde fatídica las adolescentes vieron que se aproximaban los asesinos fueron corriendo detrás de la propiedad hasta alcanzar la isla de árboles y selva que allí se erguía.

No recordaron las leyendas de aparecidos que se contaban en los alrededores que atribuían a ese lugar ser refugio de fantasmas. Allí se ocultaron para salvarse de la horda de salvajes que llegaba desde el pueblo. Era tiempo de revolución, de muertes, de saqueos y, salvo esconderse para no ser violadas y muertas también, nada podían hacer.

Esa noche, en otra selva, el olor de la manta india trae el recuerdo de la tarde en la que terminaron los días de felicidad de las hermanas Reinoso. Rosario, con la madurez y la sabiduría de mil años, acuna nuevamente a su hermana mayor y, con Povyvy, que aprendió a abrazarla él también, acallan los gritos de la joven y esperan el amanecer entre miedos e incertidumbre.

La selva, tan oscura por la noche, tan olorosa. Es como si todas las hojas, las flores y hasta las espinas exhalaran sus aromas sensuales para llamar a los insectos, a los pájaros y a otros habitantes de ese mundo vegetal para que pasaran con ella una noche de pasión interminable. Esa misma jungla, apenas clareaba se llenaba de color. Los tucanes, las cotorras, las mariposas gigantes, los caracoles, los monitos ... todo estalla en una policromía admirable. Las hermanas se consuelan con tanta belleza.

Cuando sale el sol y pueden entibiar los brazos y las piernas entumecidos, reinician la marcha. Povyvy va más seguro, él es la llave para la huida hacia la libertad, él las está ayudando a huir de la crueldad de Laureano Ocampos.

Es dura la jomada, los pies se hinchan y se lastiman y el miedo de las dos jóvenes está agazapado pero listo para estallar en un ataque de histeria en cualquier momento. Ellas saben que detrás de los helechos gigantes puede ocultarse un animal salvaje presto para atacarlas, pero siguen caminando. El premio es la libertad, salir de las garras de Laureano Ocampos, dueño del obraje, dueño de los indios, dueño de todo en ese sitio olvidado de Dios.

A media mañana el hambre aparece y Herminia cree escuchar gritos lejanos llamándolas a ella y a Rosario. Pálida, se detiene y pregunta, temblorosa -¿Es Laureano? ¿Nos va a cazar con los perros?

- No Herminia, los perros no están más - la tranquiliza Rosario que había participado en la matanza la noche antes de la huida. Los perros de caza de Laureano no molestarían nunca más. Decidida a matar todo lo que pudiera impedir la huida. Rosario tuvo que envenenarlos y Povyvy la ayudó, así como ella lo había ayudado a él curándole las heridas que le había producido el látigo de Laureano.

La vida en El Paraíso era como un sueño lejano, como si nunca hubiera existido, un sueño que la ayudaba a mantenerse lúcida y alerta cuando todo parecía perdido. Rosario recordaba, cada noche, antes de dormirse, los momentos felices de su infancia y adolescencia, cuando sus padres las cuidaban, cuando se sentían como princesitas con derecho a toda la felicidad del mundo. Esos días le servían para olvidar la realidad, la crueldad de la vida que encontraron al salir de aquella fronda de Guyrá Kejhá, le dieron fuerzas para enfrentarse al mundo real, después del fin de aquel mundo mágico donde habían vivido.

Sentados al borde de un arroyo, resguardados del calor del mediodía, los tres están sumidos en sus pensamientos. El calor es terrible y habían decidido descansar en esas horas calcinantes de la siesta pese a que los rayos quemantes no llegaban con tanta intensidad al bosque. Todo parecía dormir alrededor, hasta las sanguijuelas que Povyvy arrancaba con mucha suavidad de la espalda de Rosario con la ayuda del calor de un cigarro. El, como un ángel tutelar, había pescado y asado unos peces sabrosos y chiquitos y luego de comerlos, los fugitivos descansan y recobran fuerzas.

- ¿Falta mucho para llegar, Povyvy? - pregunta Rosario, que no quería revelar ante su hermana el temor de que Laureano las volviera a atrapar.

- Mañana Oviedo, dos lunas Villarrica.

- Bueno, dos lunas entonces -

Rosario prefiere ir a Villarrica antes que a Oviedo, allí vivían unos tíos que podrían ayudarlas. Será más largo el camino pero es preferible cualquier sacrificio antes que volver a caer en las garras del verdugo de su hermana.

Rosario y Herminia habían salido del monte luego de la masacre de la familia, cuando ya el olor de los cuerpos quemados se había instalado en sus fosas nasales para siempre. Exhaustas y hambrientas fueron ubicadas apresuradamente en un vagón de carga rumbo a la capital. Las hermanas Reinoso no tuvieron fuerzas para protestar, ni siquiera para preguntar qué sería de ellas. Los vecinos piadosos pero prudentes, no hablaron ni explicaron, consideraron que ayudarlas a desaparecer del pueblo era toda la ayuda que podían prestarles, no eran tiempos de solidaridades ni de sacrificios y ellas estaban consideradas leprosas, leprosas políticas es cierto, pero más letales que la enfermedad misma.

El arroyo que corre paralelo al sendero invisible que siguen los tres huidos del todopoderoso Laureano Ocampos rumorea mansamente. Es un curso de agua muy fría porque los árboles que le sirven de techo impiden que el calor del sol entibie el líquido transparente que corre entre piedras. También es un camino peligroso, Povyvy está atento a los ruidos, él sabe que los animales tienen que beber y si puede acercarse a esas aguas un tatú mulita o un aguará, también puede venir un yaguareté, o un tigre que los devoraría sin dudar. El indio conoce los peligros y es astuto como un zorro, como un aguará, el animal entre todos su preferido, pero sabe también que está viejo, enfermo y que hace años no atraviesa el inmenso bosque de Caaguazú.

Ahora, sentado en el borde una barranca baja, mete sus pies en el agua. Herminia y Rosario lo imitan por poco tiempo, ambas tienen frío. No hubo atardecer, la oscuridad cayó sin avisar sobre los caminantes que sienten sus entrañas vacías con ruidos de hambre, mucha hambre. De pronto Povyvy se pone a gatas y se lanza de un salto hacia adelante. Solo su vista acostumbrada a ver en la semipenumbra, pudo percibir un movimiento sigiloso debajo de un arbusto y cuando puede ponerse de pie lo hace sosteniendo una serpiente que se retuerce, buscando un apoyo para enroscarse al cuerpo de quien la atrapó. Hasta que cesa de moverse y él la deja caer, laxa a sus pies.

Herminia, más pálida que la luna apenas asomada en el cielo azul intenso, no dice nada. Tan grande es el pavor que siente, sus manos heladas se aferran al cuerpo de Rosario que le tapa los ojos y se pone a rezar, de rodillas. La oración tranquiliza a Herminia, deja de temblar y se arrodilla también pero no sale una palabra de sus labios.

Rosario indica a Povyvy, por señas, que lleve la boa muerta lejos y él la obedece. Esa noche ninguna de las hermanas puede dormir tan profundamente como lo desean. Ante cualquier ruido se sientan alteradas y vuelven a recostarse con los ojos muy abiertos. Solo les resta esperar la ayuda de la Divina Providencia para llegar salvas a Villarrica.

En la vieja estación del ferrocarril bajaron todos los pasajeros provenientes desde las lejanas compañías y pueblos del interior. Herminia y Rosario también descendieron y comenzaron a caminar por el largo andén. Una chipera ofrecía su mercadería fragante y Herminia se paró frente a ella, mirando las chipas, tan iguales a las que hacía su madre, allá en El Paraíso. Rosario trataba de moverla, la animaba a caminar, ella sabía del hambre de su hermana pero no tenían un céntimo para comprar alimentos. La marchante, tan pobre como las hermanas, se apiadó y le tendió una chipa a cada una. El sabor del almidón, mixturado con la harina de maíz, huevos y queso casero, mareó de placer a las Reinoso.

- Muchas gracias señora- dijo Rosario.

- ¿De donde son ustedes?

- Somos de Caazapá - respondió Rosario.

- Mi papá y mi mamá se murieron, los quemaron, ahora no tenemos más casa ni nada - agregó Herminia.

- ¡Es posible! ¿Fueron los revolú o los colo'ó?

- Fueron los montoneros, quemaron nuestra casa y ahora no tenemos nada.

- ¿No tienen parientes por acá? - preguntó un hombre gordo y rubio que había escuchado la conversación.

- No sabemos, nuestros padres nunca nos contaron si tenemos parientes en Asunción.

- Yo les puedo ayudar, me llamo Laureano Ocampos y tengo un aserradero en Caaguazú. Si quieren puedo llevarlas hasta allá.

Las hermanas quedaron en silencio, no sabían qué hacer. No conocían la ciudad, ni a alguna persona de allí, ni pariente ni extraño. Tenían hambre y necesitaban el abrigo de un techo, el calor de una familia.

- Ustedes pueden ayudarme ¿Saben cocinar? - insiste el hombre. Allá es un desierto y yo tengo que controlar a los hacheros, a veces ni vuelvo por varios días. Ustedes se van a quedar en la casa y van a lavar la ropa y cocinar. Por lo menos de comer no les va a faltar.

- Jhae tema, peteí desierto co upepe (Es cierto aquello es un desierto*) - aclara la chipera.

Vengan a comer conmigo, acá nomás en el copetín de la estación, así piensan bien sobre mi propuesta y me responden si quieren venir o no.

Con mucha confianza el hombre toma del brazo a Hortensia y la conduce hasta salir del andén. Las hermanas no se separan; Rosario los sigue caminando y pensando en la oferta. Ella había oído la palabra desierto en su casa, cuando los troperos hablaban con su padre y sabía que pese a ese nombre se trataba de una selva impenetrable, temía ir a un lugar así.

El hombre compró una pantalla y un typoi para cada una y, luego del almuerzo las condujo hasta la parada de los ómnibus, donde tomaron uno que los llevaría destino. La aceptación fue tácita, él no se molestó en preguntar, decidió por ellas.

El viaje duró horas y más horas y arribaron cubiertas de tierra roja que, sedimentada sobre la piel y las ropas, les daba el aspecto de unos seres muy extraños. Desde la ruta donde bajaron debieron caminar a una especie de posada donde alquilaron cabalgaduras, al amanecer del día siguiente seguirían camino. Faltaba la parte más difícil del trayecto.

Ya en plena selva, las hermanas Reinoso iban temerosas sobre una yegua mansa que Laureano conducía desde su caballo. Iban en silencio atravesando el sendero angosto y casi borrado, los árboles eran los amos gigantes que las recibían callados en sus dominios.

El atardecer no existe en el monte, la noche se abate con furia sobre los fugitivos que deciden hacer un alto en un lugar menos tupido y limpio. Rosario nota que Povyvy camina con dificultad y se acerca a él.

-¿Qué te pasó?-.

-Mboi (víbora)- responde el indio.

- Mostrame, quiero ver - pide Rosario.

La pierna del guía aparece hinchada y de un color oscuro, no da esperanzas de curación.

- ¿Te duele?

El indio rasga la pernera del pantalón para que no le moleste al caminar. Después se tiende, agotado, sin ganas de hablar. Hace menos de una hora que sintió la punzada y creyendo que era una espina clavada se agachó a tiempo para ver una víbora pequeña que se escondía en la maraña de vegetación baja. Ahora tiene la sensación de que arrastra una bolsa muy pesada, no le responde el pie y el dolor es intenso.

Han pasado varias horas, Rosario está sentada con la cabeza entre las manos. Hortensia repite, como en un canto: tengo hambre, tengo hambre...

- Basta Hortensia, callate, por favor.

- Dame comida, dame mi bebé, mi Josué, quiero Josué.

Rosario le pasa el bulto y queda quieta. Ahora Herminia está cantando un arrorró. Es preferible eso a sus gritos, esos gritos como aquellos que lanzaba cuando fue violada por Laureano, o esos otros gritos cuando él arrojó al niño al piso, matándolo, porque lloraba y no lo dejaba dormir.

Rosario sabe que en el reparto de la vida le tocó ser la fuerte, pero son muchas desgracias en una vida muy corta. Se fija en su entorno y su atención se centra en un sonido que hace tiempo percibe pero al que no le había prestado suficiente atención. Es como un chasquear de dedos, monótono, que se repite varis veces, parece venir de la vegetación cercana al arroyo. Ella trata de ver pero no distingue nada.

A pocos metros está Povyvy muy quieto. Se acerca a él para preguntarle, pero el indio ya no puede responderle. Es mejor, él le hubiera dicho que son las orejas de un tigre que las hace sonar cuando está impaciente.

¿Tendrá sentido rezar para que puedan salvarse? Povyvy era la única esperanza de libertad que les quedaba. Hortensia pregunta ¿Ya es de noche Rosario?

- Si Hortensia, ya es de noche y ésta será una noche infinita.

(Cartas de amor y otros cuentos)



FELIZ CUMPLEAÑOS

Lunes 20 de octubre

Hoy es lunes, comienza otra semana, espero que no sea tan monótona porque me alegra pensar que dentro de 7 días cumpliré cuarenta años. Dicen que esa edad es muy importante en la vida de las mujeres. Ayer, cuando me quedé sola, me sentí rara; quise leer y no pude concentrarme. Encendí el televisor y sólo encontré programas de guerra o partidos de fútbol, programas violentos para hombres que quedan en sus casas los domingos. Mis hombres no estaban, habían ido de cacería.

Subí a mi cuarto y me contemplé en el gran espejo. Iba a llegar a los temidos 40 años y mi cuerpo estaba igual a cuando me casé, conservaba el cutis terso como el de una joven. El tiempo me había evitado. Todo, siempre, sucedió y afectó a otros. Yo estuve detrás del balcón.

En las penumbras de la siesta saqué mi traje de novia del fondo del placard, me lo puse y volví a mirarme sin emoción. Sí, estoy igual a como era a mis 20 años, no tengo arrugas alrededor de los ojos pero mi mirada es opaca y mis cabellos negros, sin canas, le otorgan un aire siniestro a mi cara. Un rayo de sol atravesó las persianas y noté que el vestido estaba ajado, amarillento, con innumerables y pequeñas arruguitas, como si hubiera sido usado muchas veces. Al sacármelo tuve la impresión de que podía desvanecerse en las tinieblas de la habitación y que podría quedarse flotando, partido en mil pequeñas partículas mezcladas del polvo que el viento norte hace entrar y que bailan, nítidas ante mis ojos.

Bajé hasta la sala buscando algo en qué entretenerme, suelo pasar mucho tiempo sola, pero nunca tan ociosa como ayer. Me dediqué a mirar el jardín a través del ventanal. Mi esposo había elegido unos vidrios polarizados que impedían entrar al sol, con su carga de calor y de luz. Afuera todo parecía estar prolijo y sepia. Los gladiolos sepias, sepias las rosas, el pasto sepia y la hiedra del muro, sepia el agua de la piscina, la fuente y el lapacho sepia.

Bebí mucho, sin saber de dónde venía tanta sed. Desde la pared de los trofeos los pobres venados me miraban fijamente y me decían: hermana. Sus cornamentas comenzaron a convertirse en polvo y caían lágrimas de aquellos ojos grandes de mirada detenida, acusadora. Pudo haber sido el efecto del whisky

Decidí comenzar hoy este diario y anotar aquí todas las cosas raras que me ocurren. Lo de los venados me estremeció. Debe ser cierto aquello de los 40 años.


Jueves 23 de octubre

Ayer, durante el almuerzo, Fabio me preguntó si ya había decidido algo sobre la fiesta de mi cumpleaños.

- No.

- Mejor, decidí hacer un asado al mediodía, ya contraté a un parrillero, tenés que ocuparte del alquiler de las sillas y las mesas, esos detalles que ya sabés.

- Pero a mí me hubiera gustado...

- Va a ser un día hábil y tendré que volver a la estancia enseguida.

- Sería mejor no festejar y que yo te acompañara, hace tiempo que no viajo para allá.

- ¡Qué disparate! ¿Y nuestras relaciones? ¿Qué van a decir? Cuando se ocupa una posición social como la nuestra se deben cumplir ciertas obligaciones.

- ¡Pero es mi cumpleaños! Mi padre siempre me dejó hacer lo que yo quería para mi cumpleaños!

- Ahora tu padre no cuenta, yo soy tu único dueño.

Después de decir eso se volvió hacia nuestro hijo Felipe y continuó hablando con él. Yo no sentí dolor, cuando la sangre manchó el mantel y mi vestido, noté que había quebrado la copa de cristal. La apreté con tanto odio.

Al buscar vendas en el cajón del tocador encontré una fotografía vieja donde aparecíamos mi bebé y yo, sentados al lado de la fuente del jardín. Aún recuerdo que esa tarde el cielo era limpio y celeste. Yo me había esforzado por sonreír mientras que Felipe trataba denodadamente de mamar. Me dolían los pechos cargados de leche pero Fabio lo había prohibido porque consideraba que mamar era antihigiénico y porque los varones que mamaban se criaban muy apegados a la madre. Mi hijo se alimentó con mamaderas bien desinfectadas y fue un niño saludable e indiferente.

Me perdí en mis recuerdos. No supe en qué momento el cielo de la fotografía comenzó a ennegrecerse. Aparecieron rayos y nubes cargadas de tormenta que cruzaban la cartulina de lado a lado. Arrojé la fotografía al cajón antes de que se largara a llover, no quise ver la tempestad. Por la noche, cuando todos dormían, salí a pasear desnuda por el jardín.


Domingo 26 de octubre

Hoy estuve muy ocupada, ordené los armarios y no me entretuve ni con los encajes ni con las flores secas que se desmayaban en los cajones. La casa resplandece; las mucamas pulieron los bronces y las campanillas de plata. Parecía que todo había vuelto a la normalidad.

Fabio llamó para avisar que él y Felipe no regresarían hasta mañana.

Me senté cerca de la pileta, el agua oscura se mantenía quieta y lisa, igual que el líquido de mi vaso. Cerré los ojos y cuando los abrí vi arder el macizo de las hortensias. No me importó. Esas flores nunca me gustaron. El fuego terminó pronto sin dejar humo ni olor. Así fueron ardiendo el cocotero, con llamas alargadas que lamían su tronco y tragaban sus hojas, el lapacho blanco con pequeñas lenguas calientes y rojas en forma de serpentina, el laurel, que volvía a incendiarse cada vez que el fuego se consumía. Eran antorchas silenciosas y aisladas que crecían y morían en diferentes lugares del jardín.

Finalmente entré y ahora estoy escribiendo desde mi cuarto. Por fin aparecieron las esperadas arrugas, las vi en el espejo del botiquín, dejé de ser una bella máscara. Ellas están surcando mi rostro, ellas marcan en la piel mis sufrimientos, ella demuestran que tengo sentimientos.

No se qué pasará mañana.

No se si cruzaré la barrera de los 40. Oigo gritos al otro lado de la puerta. No quiero abrir.. .quiero descansar. La obediencia fatiga.

El calor es insoportable, hasta el whisky está hirviendo. Tal vez mañana esté más fresco y no haya cenizas. Tal vez amanezca con los cabellos totalmente blancos.

Presiento que el mío será un cumpleaños inolvidable.



EL MALAC ARA

Le decían el Malacara porque el vitíligo le dejó la cara más blanca que el yeso ...

El anciano hablaba para todos y para nadie, sentado en la semipenumbra del boliche de mi abuelo.

Cuando él comenzó a venir y a contar sus cosas, pocos le prestaban atención, pero tiempo después se sentaban y permanecían en silencio, respetando las pausas y el aire detenido entre cada palabra.

Era un indio viejo, la piel de la cara como un cuero tirante, sin arrugas, un poncho raído y una fusta con mango de plata labrada, era todo lo que tenía. Mi abuelo no le cobró nunca la ginebra que lo entonaba y lo inspiraba. Nadie supo si lo que contaba era verdad, si los hechos habían sucedido o no, pero todos se encadenaban a la cadencia de sus historias.

- Algunos letrados habían explicado que esa enfermedad te decolora, te va sacando el alma de la piel, tus soles acumulados y el frío que talló tus arrugas, te deja la piel lisita y blanca, decían los dotares que era de los nervios. Y habrá sido, porque el Malacara se quedó como loco luego del casamiento de la gurisa.

Un sorbo de ginebra que mi abuelo le ponía en la mesa sin preguntarle nada, daba el suspenso, paladeaba cada trago, como despidiéndose de la bebida que le calentaba las tripas y le alumbraba las ideas.

- A ella la llamaban Morena, porque había heredado de su madre el color tostado, parejito en todo el cuerpo, también tenía los ojos chicos, picaros, que ven mucho más que los ojos aguachentos de los gringos que vinieron a robamos todo. La Morena era hermosa con imaginación, uno debía hablar con ella y verla sonreír, para tener idea de lo hermosa que era la niña. Por suerte, del padre no heredó nada.

Yo estaba absorto, nunca había escuchado hablar de la Morena, es seguro que vivió en el centro del pueblo allá donde nosotros casi no vamos, el pueblo es de los rubios, hasta ahora. ¿Cuándo habrá vivido esa niña tan linda?

Mi abuelo miraba fijo al contador de historias, pero tenía lo que yo llamo la vista al pasado, él estaba en otro mundo, mucho más feliz.

- El padre había sido soldado, de esos que vinieron con Fontana para matarnos y robar nuestras tierras, después de la masacre algunos de esos habían traído sus familias y así se fue formando el pueblo que ahora es ciudad. Era un pueblo de aluvión, los pobladores caían como las piedras de las cumbres, como el barro del deshielo, venían de todas partes, del norte, como el correntino que tiene una casa de putas para que se diviertan los mineros, del oeste como los chilenos, pobres y mestizos que hacen cualquier cosa para vivir. Del sur no ha venido nadie, nosotros hemos estado siempre y estaremos hasta que se acabe el mundo.

- El soldado crió a su hija como pudo, nunca nadie vio a la madre, pero nunca nadie dudó que era una de las nuestras. La chiquilina creció libre, como esas venadas que corretean a veces en las afueras de esta calle, cuando nadie las ve. La Morena andaba descalza por allí, comiendo grosellas que robaba de los cercados de los gringos. Apenas el padre se dio cuenta de que había cumplido los 14, un hacendado vino a pedirla en matrimonio.

- Le voy a dar una educación de señorita, voy a titular mi tierras y las voy a poner a nombre de ella que será mi esposa, si usted quiere venir con nosotros a la hacienda, puede hacerlo, voy a mantenerlo hasta que muera.

- Creo que esta historia es verídica, porque hasta ahora las cosas se hacen así en estas tierras salvajes, las mujeres tienen que agradecer si se casan, o si no, mueren secas, como bichos cuando llega el invierno. ¡Me hubiera gustado conocer a la Morena!

- Lo que el padre no sabía es que hacía mucho había un entendimiento entre la Morena y el Malacara. Eran dos chiquillos libres que se juntaban a cualquier hora, para jugar y para quererse, se habían elegido. Corrían, cantaban, cazaban pajaritos con hondas que él mismo hacía, se tiraban al lago en verano o entraban al abrigo de alguna cueva en las sierras, en invierno. Hasta el más ciego del pueblo sabía que no podían vivir sin verse. Mi gente, que se escondía muy cerca del Tronador, los veía muy seguido. Mi mujer solía decir que era la venganza de la raza, tantos mató el soldado y ahora su hija renovaría nuestra sangre, porque el Malacara era mapuche puro. Su nombre verdadero era Nahuel.

- Prepare sus cosas, mañana vamos para la estancia de don Gregory. Usted se va a casar con él.

- ¿Con ese viejo? ¡No! Yo no me caso - le dio la espalada como para salir corriendo, pero el soldado la tomó del pelo y la fajó como nunca antes lo había hecho, la ató a su cama y al amanecer se la llevó así, lastimada y llorosa sobre una yegua que ella solía usar. El soldado regaló todo lo que había en el rancho a una vecina, más pobre que los más pobres y ella hizo la valija, valija liviana de la Morena. Después se quedó lo más oronda en esa pieza, como si juera una reina con un tesoro.

Al día siguiente cayó por allí el Malacara, extrañado por la ausencia de su mitad. La vieja le contó todo, con gusto, gozando la pena ajena que el muchacho no podía ocultar.

Por semanas no se lo vio más, anduvo con las águilas, en las cumbres, anduvo llorando en las nieves. Vaya a saber qué gritaba a los ecos profundos, tal vez llamaba a su Morena. Cuando el hambre lo obligó, volvió. Si no hubiese sido por la ropa y por otros detalles nadie lo hubiera conocido con esa cara de fantasma, como pintada con el yeso del olvido. Después desapareció para siempre.

El silencio duraba más que de costumbre, no era solamente una pausa ¿Había terminado la historia de Morena?

Después ya no pude aguantarme y con la excusa de limpiar la otra mesa, al lado de la del viejo, me acerqué y le pregunté - ¿Eso es todo?

El alzó la mirada, sus ojitos se abrieron entre miles de arrugas profundas que solo en ese momento aparecieron, suspiró y continuó.

- Los mapuches vivimos muchos años y yo pude ver el final de la historia. La Morena quedó viuda muy pronto y años después, tal vez después de quince, regresó al pueblo, para bautizar a su hija. Yo estaba cerca y las ayudé a bajar del carruaje, tomé la mano tostada de la Morena y la más pequeña de su hija, jovencita delgada y flexible, también del mismo color de la madre. La niña lleva un sombrerito negro y la cara tapada por un velo, pero el viento le jugó una mala pasada, ustedes saben cómo es de ladino el viento de la Patagonia, se lo hizo volar y pude verle la cara: Igualita de blanca, igualita a la del Malacara.



MÁS ALLA DEL ARCO DEL ARCO IRIS

Vio algo con el rabillo del ojo, pero no le dio importancia y siguió preparando la mayonesa de huevos sintéticos. Nuevamente percibió un movimiento y color en la ventana pero pensó que era el ocaso automático de las tres de la tarde. Cuando cerró la heladera el reflejo de algo rojo y redondo le llamó la atención. Decidió salir al calor abrasador porque tenía que saber qué era, y lo encontró saltando lánguidamente.

Era un globo. Común, inflado con aire, de color anaranjado oscuro y con adornos celestes. Vaya a saber qué ignotos espacio había cruzado para llegar hasta allí, donde no había ningún otro, ningún cumpleaños, ninguna ronda.

Solveig se quemó los dedos al recoger el cordel y entró sofocada a la casa. El calor era inaguantable. Cerró la puerta de la cocina y al influjo del fresco del aire acondicionado, el globo se puso un poco más duro. Lo contempló con asombro y con placer. Adoraba el color y la textura y no podía esconderlo. Abrió una de las alacenas vacías y lo encerró ahí.

Luego, mecánicamente, preparó la mesa. El mantel blanco y las sillas grises de aluminio y plástico. Platos y cubiertos de material desechable. Los vasos muy transparentes y en el medio una jarra de agua. Mientras cubría toda la comida con la salsa incolora, pensaba que era superfluo, pues la carne y la verdura apenas tenían color, pero ese era el deseo de su marido Nada tiene que sobresalir, todo debe ser de igual tonicidad repetía constantemente. Por eso toda la casa era así, de un monótono color plomo y los alimentos también. Los muebles de la cocina eran claros, los azulejos cruelmente blancos y los artefactos de acero inoxidable.

Se ella hubiese tenido que describir a su marido con tres palabras, hubiera dicho: Aburrido, gris y pulcro.

Mientras se bañaba y se desinfectada, por primera vez pensó en sí misma, se describió como una mujer delgada, cansada, ajada. Había nacido hacía treinta años y podía recordar que sus padres fueron más afables que su esposo, a quien había conocido por medio de una computadora. Según parecía, era conveniente un matrimonio entre ambos porque tenían afinidades importantes. Los dos eran huérfanos, ambos gustaban de una vida metódica, no querían tener más de dos hijos y adoraban la limpieza. El último fue el factor que decidió a Asperg.

Solveig incineró su ropa interior -como todos los días- y descubrió, con asombro, que estaba cantando ¡Qué raro! Nunca lo había hecho antes... y hasta sonreía.

Se abrió la puerta de entrada, llegaron su hija, su hijo y Asperg.

- Buenas noches madre.

- Buenas noches Solveig.

Eso fue todo. Luego pasaron a asearse. Mientras estuvo sola corrió a su secreto, vio al globo saltando juguetón contra el techo, queriendo salir de su prisión.

- ¿Qué pasa? - sonó el vozarrón áspero de Asperg.

Ella perdió el suave rubor de su rostro y sirvió la cena.

- ¿Cambiaste las cortinas? ¿Sacudiste las sábanas? ¿Pasaste la aspiradora a los techos? -

Solveig respondió a todo que sí. Y era verdad. Hacía todos los días lo mismo pero su esposo necesitaba esos sí, desesperadamente, dependía de ellos.

Los hijos nunca hablaban, se limitaban a mirarse a escondidas y a intercambiar sonrisas cómplices. A ella le gustaba que fueran así. Aunque los sabía indiferentes, también se daba cuenta de que tenían vida propia, vida palpitante y ardiente como los animales que habitaban más allá de los canales.

- Te espero en el dormitorio - se despidió Asperg.

- Hasta mañana madre - dijeron Roe y Elvie.

Apenas se fueron abrazó al globo. Se hundió en esa onda naranja y cálida. Se vio a si misma en otra cocina, con sillas de roble oscuro y asientos de paja. La única luz venía del fuego de la chimenea que calentaba el caldero y hacía brotar chispitas en los platos con flores pintadas y en las copas color ámbar. Casi pudo sentir en sus mejillas el roce de los crisantemos dorados que alegraban la mesa desde un florero.

- Solveig - llamó su esposo. Todo se acabó, lo escondió y contestando. Ya, comenzó con la

Rutina. Tiró las sobras en el triturador de la pileta, puso los platos y las servilletas de papel en el incinerador, así como los cubiertos. Ya con los guantes esterilizados puestos recogió los vasos del secador. Luego apagó la luz y se encaminó al dormitorio, dejando ese ambiente helado y voraz, como una boca acerada, ansiosa de engullir basura, palabras, sentimientos.

Antes de acostarse chupó una pastilla de Orgadiz para el orgasmo feliz. Desde la primera noche su marido le recitó sus mandamientos: Todo lo que se acumula es basura, la basura es nociva, y yo, como jefe de limpieza de la ciudad satélite, no puedo tolerar ni una partícula de suciedad en mi vida. Tendremos relaciones sexuales todas las noches, así no se acumularán deseos ni tensiones, eliminaremos deshechos y dormiremos tranquilos y limpios.

A veces Solveig pensaba que era un tubo donde entraban los alimentos y nada más. Las sensaciones, las ilusiones, las desdichas no dejaban huellas ni recuerdos en ella.

Cuando despertó, por la mañana, recordó que había soñado en colores brillantes. El ruido de los cohetes que despegaban de la base cercana era ensordecedor. Se vistió y preparó el desayuno inquieta y nerviosa. Su mente estaba puesta en la alacena.

Su marido protestó por el color subido de la mermelada y ella prometió no usarla más, mientras sus hijos ocultaban sonrisas tras las servilletas.

Cuando partieron, corrió a sacarlo y se puso a jugar como una niña. Saltaba con saltos leves y gráciles. Después lo guardó y limpió la casa tan alegremente que, por momentos, reía sin motivo. No almorzó porque estuvo sumergida en el mar de olas celestes de su globo. Al mirar de cerca, ella que nunca lo había visto antes, sintió en sus labios gotas salobres, un viento frío estremeció sus carnes que se habían vuelto bronceadas, se mojó los pies y corrió por la arena tibia. El mar tenía todos los colores del universo, menos el gris.

Sonó la chicharra del ocaso de las cuatro y salió de su ensueño. Lo guardó. Hizo sus tareas como de costumbre y, cuando quiso despedirse de él, lo encontró achatado y delgado, solo era una mancha en la blancura del estante. Comprendió que nunca más jugaría con él, se sintió irremediablemente sola.

Entonces, después de tirar todo el frasco de Orgadiz al piso, derramó los desinfectantes que había en la casa, echó un puñado de polvo en cada cama y decoró amorosamente los cuatro platos con hilos rojos que fue recortando del globo. A media que lo hacía sus lágrimas caían vibrantes de furia, de tristeza.

Luego se bañó, acariciándose y sintió, por primera vez un placer natural. No aprisionó sus largos y sedosos cabellos con una cofia como solía hacerlo. Anduvo caminando desnuda en su cuarto, tan frió, tan impersonal.

Recordó que Roe había traído algo que recogió de una de esas naves desconocidas que solían llegar. Encontró el paquete tirado en el fondo del placard. Lo abrió y sacó una túnica de seda que se adhirió a su piel y centelleaba con todos los matices del arco iris. Desprendía una fragancia muy particular muy penetrante y excitante.

Bajó la escalera descalza y se miró en la puerta metálica. Estaba hermosa, extraña ¡Colorida!

Al partir, decidida, levantó la vista hacia el espacio infinito. La vida la esperaba en cualquiera de esos mundos ovales luminosos.

Y caminó hacia los canales lejanos.



 

 

 

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