FOLLAJE EN LOS OJOS - LOS CONFINADOS DEL ALTO PARANA
Novela de JOSÉ MARÍA RIVAROLA MATTO
Segunda Edición
Tapa: ANDRÉS GUEVARA
EDICIONES COMUNEROS
Impreso en los Talleres Gráficos
de la Escuela Técnica Salesiana,
Asunción-Paraguay, julio de 1974
Versión digital:
BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
Ningún personaje de esta obra es totalmente verídico, pero tampoco hay alguno que sea absolutamente irreal. Que ningún hombre o mujer se vea retratado especialmente, porque todos, rasgo aquí, actitud allá, en más o menos, me han dado el material para forjar mi pequeña historia imaginaria.
Algunos lugares geográficos son reales, pero los ambientes humanos han sido modificados. Y si hay alguien que cree vivir en estas páginas, que observe a aquel que pasa a su lado …
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FOLLAJE EN LOS OJOS : (LOS CONFINADOS DEL ALTO PARANÁ)
CAPÍTULO I - LOS CONFINADOS
CAPÍTULO II - MÚSICA AL ATARDECER
CAPÍTULO III - LOS MACHOS DEL ALTO PARANÁ
CAPÍTULO IV - EL CHOPÍ
CAPÍTULO V - LA HUIDA
CAPÍTULO VI - A LA SELVA
CAPÍTULO VII - EL ANGELITO
CAPÍTULO VIII - LA ISLA
CAPÍTULO IX - «LA FUERZA DEL DESTINO»
CAPÍTULO X - EL CONTRABANDO
GLOSARIO
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JOSÉ MARÍA RIVAROLA MATTO: En 1934 fue movilizado para la Guerra del Chaco, hasta su fin. De regreso prosiguió sus estudios; egresó como abogado en 1944. Ya en esa época había publicado cuentos y el relato de una excursión a remo realizada desde Asunción, por Buenos Aires, Hasta Montevideo, que fue apareciendo por entregas en un diario local.-
En 1945 fue a trabajas al Alto Paraná, que entonces era región bravía. Emigrando a la Argentina con motivo de la Guerra Civil de 1947, escribe en Posadas FOLLAJE EN LOS OJOS en 1950, que se publica en Buenos Aires en 1952. La crítica ha considerado esta novela como uno de los hitos importantes en la narrativa paraguaya, a pesar de los innumerables defectos de su primera edición. Sin embargo quedó agotada hace tiempo creando verdaderas dificultades para conseguirla.-
En 1952 se inicia en el teatro con EL SECTARIO, que trata de la aberración de la fe en el espíritu humano.-
En 1954 se estrena EL FIN DE CHIPÍ GONZÁLEZ, que obtiene el Primer Premio en el Festival del Teatro Paraguayo realizado ese año. La obra fue radioteatralizada por el S.O.D.R.E. de Montevideo y difundida por toda América. Traducida al inglés fue publicada en dos ediciones en los EE.UU. así como también traducida parcialmente al francés.-
En 1965 obtiene el 1er. Premio en el Segundo Concurso Nacional de obras de Teatro organizado por Radio Charitas, con LA CABRA Y LA FLOR.-
En 1972 obtiene de nuevo el 1er Premio en el Tercer Concurso Nacional de obras de Teatro organizado por Radio Charitas, con ENCRUCIJADA DEL ESPÍRITU SANTO, pieza que trata de las Misiones Jesuíticas del Paraguay.-
También en 1972 presenta al Concurso de Cuentos organizado por “La Tribuna” uno largo, o novela corta, titulado DEGRADACIÓN que tiene escrito de años atrás y no se publica por sus dificultades de adecuación editorial; ni puede ser libro tan corto, ni cabe en diario y revistas por largo. Recibe mención.-
Ha incursionado en la poesía, aún cuando no tenga publicada obra en este género. Se ha señalado, como una característica de su obra, el constante aliento poético con que trata sus temas.-
A pesar de que nunca ha ejercido la cátedra, unas notas de aula ordenadas y resumidas por Rivarola Matto en 1956, sobre filosofía actual, fueron durante años texto universitario.-
No ha escrito orgánicamente sobre derecho, pero tiene tratado dramáticamente el aspecto sociológico en que se desenvuelve la actividad judicial, en una obra de teatro titulada: SU SEÑORIA TIENE MIEDO, hasta hoy inédita.-
Rivarola Matto es de los pocos escritores paraguayos que realiza su obra sin emigrar del país.
CAPÍTULO I
LOS CONFINADOS
Éste es un pueblo viejo, dos o más veces centenario, pero sin un rasgo de perennidad, una sola piedra en que fundar la tradición, el recuerdo. Viejo porque viejo; mas sin haber salido nunca de la interinidad que inicia toda obra humana. Sus habitantes han venido de todas las regiones del país, y aun de lejanas comarcas extranjeras: poquísimas personas mayores son oriundas de aquí. Todos vinieron arrastrados, perseguidos por la vida, a buscar el olvido en este oculto trozo de campiña que se han permitido las bravías selvas del Alto Paraná.
Panambí era su primitivo nombre aborigen. Hay treinta o cuarenta casitas de paja, tablas o adobes ubicadas con aparente desorden, pero que en realidad encajan en la concepción de un desconocido urbanista utópico que se distrajo haciendo trazados, mientras soñaba hacer ver vivir su voluntad por siglos. Algunas parecen coquetas con sus paredes claras y tonos más obscuros en los frisos, más aun, hay dos que tienen una segunda planta, y hasta balcones. Alrededor, en patios, calles y una extensión equilibrada, césped bajo, limpio; aquí y allá, algunas matas de yerba o majestuosos árboles que columpian su follaje lejos de la agobiante protección del bosque.
Después, todo el horizonte cerrado por la irregular avanzada verdinegra de un encrespado mar vivo, de vigorosos movimientos retardados hasta lo imperceptible, pero no por eso menos potentes. Otro tempo un largo inimaginado, solemne, poderoso, ya inaudible, cuyos símbolos no han podido ser concebidos. ¡Es la selva eterna, donde impera el frenesí de la vida y de la muerte!
Los que moran a su vera no escapan a su ley; todas las formas de la agonía florecen en estas soledades, y allá van quienes han visto sin imagen la ilusión, la esperanza yerta.
Los habitantes de este villorrio no tienen nexo anterior entre sí; forman un conglomerado solidario únicamente por el hecho de la convivencia, y el asombro de lo extraordinario premiará de inmediato el examen que hagamos de algunos de ellos. Un ex mayor del ejército es jefe de correos; un ex periodista tiene un pequeño almacén; hay un médico leproso que vive en las afueras, ya en el mato, pero que viene semanalmente a hacer su provisión; una hermosa mujer que llevó su deshonra a la soledad quizá para agigantar la fuerza de sus motivos íntimos, es activa comerciante para solventar la instrucción y acaso la vanidad de sus hijos en la ciudad, hijos de diversos padres; un empingorotado señorito de antaño que se arrastró en una tragedia matrimonial, luce con la mañana sus maneras pulidas y a la tarde babea su desengaño o remordimiento, sucio, fofo, vahando alcohol; aventureros en busca de la fortuna, que han visto morir sus ensueños y los quieren llorar solamente a solas, lejos de testigos y tal vez víctimas de un optimismo eufórico que les hizo ver como seguro el éxito tras cuya búsqueda comprometieron honor y hacienda; otros perseguidos políticos que se sustentan paladeando anticipado el desquite; prófugos de la justicia o de la sinrazón, en fin, cien almas, o mejor, cien vidas que han renunciado a luchar en la luz y que piden únicamente olvido.
¿De qué viven? Una raquítica agricultura, algunas plantas de yerba natural, que están en tierras del estado, pocas cabezas de hacienda vacuna y, fundamentalmente, el negocio de bolicheo con los peones que salen de los obrajes y yerbales.
Allí vive Eusebio Rivas. Un buen día apareció en la aldea, solicitó un lote municipal, se construyó un rancho y fundó un boliche más. Nadie le preguntó de donde venía, pero él mismo entre copa y copa fue descubriendo fracciones de su historia. Había estudiado en la universidad, con sacrificios: era pobre. Fue empleado de una importante casa de comercio; nunca dijo por qué salió, ni por qué vino; ni que hubo una mujer en su vida. Y después, ¡la selva!
Su cuerpo, alto, delgado, musculoso y ágil inclinaba a la simpatía, su rostro de facciones finas, aunque no bellas. Pero había en él, en su mirada y en su gesto, una indefinible actitud de reserva que frustraba toda posible intimidad. La frente abovedada y amplia exhibía una poderosa capacidad de pensamiento pero sus ojos no miraban con firmeza, siempre como un oculto temor, un imponderable deseo de no definirse le daban vaguedad, así como un matiz de lejanía, como si al mirar una cosa registrara también un horizonte.
No tendría más de treinta años, pero su rostro se marchitaba con la celeridad del gajo cercano al fuego, y el alcohol, ese antifaz de la miseria, disolvía sus horas como un ácido.
-¿Qué tal anda usted de grasa? -se presentó gritando el mayor. Sus cabellos completamente blancos, los ojos azules y rasgos firmemente acusados daban dignidad a su continente, a pesar de la barba de varios días.
También a éste era difícil hacerle hablar de su pasado, pero había habido épocas mejores; la juventud en la escuela militar de Saint Cyr, en Francia, los viajes por Europa, de donde había vuelto casado.
-Hasta que llegue la «Marfisa» no tendremos novedad. Pero siéntese Mayor, siempre algo habrá para usted mientras quede alguna cosa en mi cocina. ¿Ha escuchado usted la radio? ¿No hablaron de la salida de la lancha?
-Nada, nada. Sabemos que salieron el «Don Emilio» y el «Don Augusto», pero de esto ya hace catorce días; es muy probable que no lleguen. Habrán terminado la venta por el camino y se volvieron.
-Venga, vamos a apretar el mate. En realidad, tienen razón, no hay combustible y con el río bajo, las correderas están muy fuertes. En el viaje anterior, el «Cruz de Malta» estuvo tres horas tratando de alcanzar el puerto. Barco viejo. Lo único que falta es que también éste se haga una avería.
-Sírvase. Tengo un limón, ¿quiere?... Ahí va. ¿Siempre recibe cartas con el «Cruz de Malta»?
-Sí, mi hija no falla. Cada quince días. ¡Caramba!, hace como cuatro años que no la veo. Dentro de poco terminará sus estudios. Quería venir en vacaciones, pero ¿dónde la meto? y ¿qué hago con la Juana entre tanto? Me envió su retrato. Es una real moza, se me parece a mí, tiene muy poco de su madre... aunque a veces hay un aire, es cuando la miro de reojo, rápidamente. A veces hago la prueba... pongo la fotografía entre papeles en mi mesa, yo mismo trato de distraerme y al levantar lo que tiene encima, ¡hombre!, la veo salir de misa, recogido el velo, y prendida en el pecho la rosa encarnada que yo le había regalado la noche anterior... Tenía los ojos azules color nacimiento del alba... ¡Ay, en ese momento, media vida por un arte! Amigo, qué regalo del destino, ¡tan espléndido que echa a perder todo lo que sigue!... Vuelvo a taparla rápido, y empiezo otra vez. En fin, un jueguito de viejo..., pero tome usted también. Gracias.
-¿No tiene alguna fotografía de ella misma, de su esposa?
-No, nada. Todo se lo llevó el fuego. Una que quedó olvidada, se la comieron las ratas. Usted sabe, cuando más jóvenes tenemos impulsos. Creí que podría olvidar no dejando ningún retrato, y me arrojé yo mismo a este desierto... para olvidar... ¡Ja, ja, ja!, y usted ve, en esta soledad, vivimos rumiando nuestros recuerdos. ¡Imbécil! Para olvidar, hay que meter otra cosa en el meollo, substituir, aplastar un recuerdo con otros, con una montaña de otros, o vivir tenso en una ansiedad. Buscar otro centro y girar en torno, pero hemos venido aquí donde no hay nada, nada más que días vacíos y noches sin fin, y queramos o no, estos días se llenan con los únicos pensamientos que tenemos, aquellos que quisimos olvidar. Éste es un lazo, una trampa del destino, un desquite de la vida que no quiere muertos en pie. O se está sepultado con unos metros de tierra encima, o se está vivo con un fin, con un porqué, para algo... Ahí tiene usted a don Julio, ¡ja, ja, ja!, ese loco también quiere olvidar, ¿y qué ha hecho? Se ha comprado una serie de discos arqueológicos que siguen paso a paso los años de su vida. «Esta música estaba muy de moda en 1920, ¿se acuerda, mayor?, y este vals en 1926, y esta polca y este tango, etc., etc.», y se pone a beber recostando la silla al horcón de su rancho, cierra los ojos y sonríe. ¡A quién engaña este imbécil! Si hiciera eso en una juerga desatada se explicaría su sonrisa, ¡pero nunca en este destierro!, pero, don Eusebio, usted no bebe, ¿me quiere emborrachar para hacerme decir tonterías?
-Mi mayor, usted sabe que a mí me gusta el fuego lento, y cuando usted vino, tenía ya presión. Espérese un momento que voy a encender la lámpara. ¡Aníbal, tráeme la lámpara! Vamos a hacer un poco de humo, ¿no le parece? Es la hora de los mosquitos. Enseguida deben llegar Eugenio y Pulé. Podríamos hacer un truco, ¿qué le parece?
-Está bien Eusebio, pero mande un poco de grasa a mi vieja. Se me había olvidado. La bruja es capaz de dejarme sin cena. Sabe que su caña está exquisita, ¿qué le puso?
-Guaviramí. Le pedí a Cáceres la última vez que vino.
-Gran muchacho ese Cáceres. ¡El Comisario le tiene un hambre! Trató a dos de sus agentes para que le ayudaran a hacer pasar su tropilla al Brasil, les dio unos pesos y les comprometió a que se presentaran en el Pasito para el jueves a la noche. Los dos inocentones se le fueron con el chisme al Comisario, y ya creían los «milicos» que se iban a repartir las cincuenta cabezas; pero Cacerillo que es una luz, con un par de buenos señuelos, en media hora pasó la hacienda por la Península. Al otro lado los brasileños, que no entienden mucho de este negocio, quedaron admirados. Ellos habían venido con muchos hombres y una lancha.
-Sí, me contaron la hazaña, pero ya se consoló el Comisario, Cacerillo le mandó de regalo tres cortes de tusor, creo que ya se los dio a un lanchero para que los vendiera... pero... aquellos de la linterna deben ser Eugenio y Pulé. Puede que Pulé haya escuchado la radio, traerá algunas noticias.
Llegaron los concurrentes. El llamado Pulé era un joven de hasta veinticinco años, tez morena, carirredondo, de boca y ojos hundidos, nariz chata y pelo negro encrespado. Una sonrisa tímida vagaba permanentemente por sus labios. Vestía bombachas, blusa y alpargatas. El otro, de más edad, tenía ralo el cabello, las facciones fofas y manos temblonas, consecuencias de la crápula. Sus maneras, sin embargo, recordaban un anterior buen vivir.
-Buenas, buenas, buenas, ¿qué tal Eusebio y la compañía? -se presentó alegremente-, ¡Ah, está mi mayor! Teniente primero Eugenio Álvarez del glorioso regimiento Corrales se presenta, parte sin novedad, y dispuesto a derrotar a cualquier pareja de truqueros, por el gasto, la firma o la palabra.
-Tome asiento, teniente, pero ¿no es más antiguo el Teniente Pulé? Ah cierto, él es solamente militar en comisión y usted es del glorioso Corrales, ascendido por méritos de guerra. Cruz del Chaco, Cruz del Defensor, Cruz Roja... no, ¡perdone! Nada de sanidad, de guerra, de guerra, la línea, infantería, ¿verdad?, ¡la reina de las armas!
-Así es, amigo Eusebio, así es y propongo que la partida se realice entre el equipo militar, mi mayor y yo, y el equipo civil comerciante, Pulé y usted.
-¡Aceptado sobre tablas! -gritó Pulé con su voz fina- ¡venga la baraja!
-¡Vengan los naipes!, y un litro de caña para empezar, esa con guaviramí, y entre tanto que se eche guaviramí en el barril para que tome gusto el resto. La partida dura hasta, que quede seco. El equipo militar está dispuesto a destruir definitivamente a este enemigo. ¿No es así mi mayor? Así es, y así ha de ser.
Mientras se tendía la manta sobre la mesa, se traían los tantos y se acomodaban los jugadores, Eusebio, siguiendo el mismo estilo artificial de la charla, trajo a cuenta el tema que todos tenían presente.
-¿Ha escuchado la radio el compañero Pulé? ¿Hay novedades que nos interesen? Me refiero a las lanchas, naturalmente, no a los terremotos ni a las guerras, ni a las revoluciones. ¿Salió la «Marfisa» de Encarnación?
-Ni una palabra. Yo creo que ya habrá salido y nosotros no escuchamos. No puede ser que esté más de quince días sin venir, a no ser que haya sufrido averías. Llegó a Encarnación el cuatro, y hoy estamos a veinte. La verdad es que si esto sigue nos quedamos sin provisión.
-No preocuparse señores. Tenemos oro verde: yerba y madera. Tenemos mulas en las carrerías. ¿Quién les dice que alguna vaca de fuerte instinto maternal no quiera sacrificarse por nosotros? Tenemos mujeres y caña. ¿No es esto el paraíso? ¿Doy, señores, a tres, diez y ocho? ¿...cuánto vale la falta?
Así empezó la partida. Poco a poco fueron llegando más concurrentes de toda calidad y condición. El ruedo se empinaba sobre la mesa festejando con grandes carcajadas y gritos las ocurrencias de los jugadores. Otros de pie, a horcajadas sobre los cajones, el sombrero puesto, hacían sus comentarios y apuestas.
-¡Pago cinco por la mano de mi mayor!
-¡Pago la contra!
-¡Don Álvarez es mi gallo, voy un cuarto!
-¡Yo agarro!
Vasijas de lata y abollados jarros se cruzaban en todas direcciones con generosa dosis de aguardiente. Algunos antes de beber, mudando de carrillo el naco, escupían contra la pared, y después, con un estrepitoso resollar, hacían significativo comentario de la fuerza quemante del alcohol.
Parpadeaba la lámpara, abrumada de sombras y su tímida luz abríase paso por entre grupos de cuerpos Aníbal, el chico, agregaba estiércol de vaca al fuego, para producir humo que alejase a los mosquitos y con una rama verde lo batía de tarde en cuando para impedir que levantase llama.
A lo lejos la selva rugía con el yaguareté y los alarmados perros hacían sus ruidosos comentarios. Del hombre, sólo el vicio...
Eusebio cerró las puertas de su «boliche», y con un suspiro se dispuso a pasar una noche más. Odiaba estas noches tan largas. El alcohol lo estimulaba mientras estuviese en pie con otros, pero después, al posar la cabeza en la almohada y cerrar los ojos, una fuerza expelente le marcaba una rara, desagradable sensación en el cerebro. Para evitarla, trataba de no ir a la cama hasta que le pasase un tanto el mareo, y permanecía sentado, o cuando menos con luz, con los ojos abiertos. Esa lucha por no abandonarse al sueño, siempre le resultaba penosa, porque debía pensar, rememorar, y una vez en poder de estas remembranzas, ya podía desaparecer el efecto del alcohol. Pero quedaban ellas poseyéndolo firmemente, torturadoras.
Se defendía tratando de revivir episodios de su infancia. Los veía tales cuales habían ocurrido, aunque ahora tenían los hechos un significado distinto: era la tristeza de la rama enferma que siente retozar el aura entre sus brazos duros.
Había sido pobre, tuvo que trabajar desde temprano, pero había tenido compensaciones. Su madre, girando en torno. La veía inclinada sobre la máquina de coser horas y horas, pero como esto había sido siempre, desde que tuviera memoria, no amargaba en aquella época sus días. Además, ellos solos, podían con la vida. Hasta había tenido tiempo de estudiar y de jugar, claro está. Su madre nunca exigió mucho de sus tiernos años.
Pasaban presurosos ante sus ojos emocionantes jugadas de fútbol, triunfos, infortunadas derrotas; pero, entonces, las sensaciones eran simples, sin perceptibles principios de contradicción, dichoso o más o menos desdichado, pero siempre por sencillas causas que le permitían pasar de uno a otro estado en una sucesión fácil, sorpresiva y rápida, como las geométricas figuras de un calidoscopio. Después, en el colegio contaban con él para los grandes encuentros, y hasta ahora el orgullo le cosquilleaba en el pecho.
Su madre seguía cosiendo; cada vez sus ojos se hundían más y el dolor de la espalda era más agudo. Pero gozaba también con sus triunfos y casi lo alentaba, sin atreverse quizá a hacerlo directamente por temor a que el entusiasmo del juego fuera a costa de su trabajo o sus estudios. En la casa de inquilinato tenían una pieza, diríase privilegiada, sobre la calle. Detrás, un gran patio con árboles donde venía Óscar a jugar con él. ¡Qué gran muchacho este Óscar! El sí tenía familia, padres, una casa grande, y ¡qué bien había conservado la amistad a través de los años! Su última carta, ¿para qué recordarla? Quería permanecer siempre en su primera infancia sin avanzar más allá.
Una noche se llevaron a su madre a un hospital. Él iba a visitarla, acompañado de una vecina y le llevaba ataditos con frutas.
Cierta vez fue solo, y la religiosa que lo recibió quedó un momento aturdida, sin saber qué decirle.
-Espera un momento, hijo mío, ya vuelvo enseguida.
Fue, presurosa, al encuentro de otra hermana de más edad, con sus pasitos menudos y el acompasado aletear de la toca. Después, vinieron las dos hablando animadamente.
-Yo no me atrevo, ma soeur, ¡es tan niño! -decía una en voz baja, mientras le miraba apesadumbrada.
-Sí, sor Cecilia, ¡pero algo hay que hacer!... ¡ah, si estuviese el padre Olmedo! -Se frotaba nerviosamente las manos bajo las bocamangas del hábito.
-Dime, hijo mío, ¿quién es la señora que venía contigo?
-Doña Emilia, hermana.
-¿Es tu pariente?
-No, es nuestra vecina.
-¿No tienes... algún pariente?
-No.
Las dos se miraron interrogándose, desconcertadas. Por fin, ma soeur pareció encontrar un atajo.
-Mi hijo, vete a llamar a doña Emilia; le dices que yo quiero hablarle con urgencia.
-¿Ahora mismo?
-¿No voy a ver ahora a mamá?
-Oh, hijo mío, haz primero lo que te digo... a ver -sacó del bolsillo de la falda un libro de oraciones y buscó entre las hojas-. Esta estampita es para ti... ¿ves? es el Niño Jesús. Toma... ahora vete, ligerito, ligerito -agregó- empujándolo suavemente por la espalda.
Se encaminó hacia la puerta, pero de pronto recordó que traía en la mano algunas naranjas para la enferma. Volvió deprisa:
-Hermana... había traído esto para mamá.
-Oh, mi hijito -vaciló un momento-, tráelas aquí, yo te las guardaré, agregó al fin, volviéndose con presteza.
Cuando salió le pareció que una de ellas decía: «¡Pobre chico!», pero en aquel entonces, la compasión no tenía significado para él.
Doña Emilia le quedó mirando largo rato. Luego, sin decir palabra, se echó un manto a la cabeza y cogiéndole de la mano, se lo llevó de vuelta al hospital.
Lo dejaron aparte y la vecina cuchicheaba con las religiosas. De cuando en cuando volvíanse a mirarlo. Después, todas juntas, como en una comisión solemne, se dirigieron a donde estaba él, apretado en su camisita de lienzo, con los brazos colgando, el cuello estirado y un gesto asustado por verlas venir.
-Mirá, Eusebio -dijo doña Emilia-, acariciándole la cabeza, vos sabés que las personas que siempre han sido buenas, después se van al cielo, donde está Dios y la Virgencita y el niño Jesús... allí siempre son felices, están contentas porque están con Nuestro Señor, ¿verdad?
Asintió, encogido, tragándose el asombro. Bueno, Eusebio... tu mamita ahora está contenta en el cielo..., se le quedó mirando un rato, y de pronto lo dejó estudiar, fue más.
Le fue difícil comprender al principio la importancia de su soledad. Quedó bajo la custodia de un padrino que fue bueno con él, que se hacía servir por él, y que siempre estuvo persuadido de que su caridad llegaba a límites extremos. Lo dejó trabajar para sí, fue mucho; lo dejó estudiar, fue más.
Se metió bajo el mosquitero, sin apagar la luz. Un secreto deseo de no estar solo hacía esperase al bebedor contumaz que, tambaleando, volviese por una última copa. Pero no quería visitas de pegajosos ebrios que ensuciaban sus confidencias con vergonzosa crápula; prefería el peón embravecido que consume con coraje suicida el anticipo último; ese que al beber el trago final, aún se dobla hacia atrás para gritar: «¡Yo soy un macho!», aunque después caiga tendido. La bravura estimula cuando menos el desprecio de una sonrisa y, aún así, siempre es solemne ver a estos hombres marchar a la selva a comerse la vida, sin una queja, mirando impávidos con sus ojos negros, el negro destino.
-¡Don Eusebio, don Eusebio! -llamaron golpeando la puerta.
¿Quién podría ser? No reconocía la voz.
-¿Quién es? -preguntó cauto, empuñando el revolver. Es peligroso abrir a cualquiera en la noche. Al franquear una puerta puede entrar la traición.
-Le hace decir don Flaminio que acaba de llegar con la «Marfisa», que va a dormir esta noche en el puerto, y que a las ocho sigue viaje.
-¡Cómo! ¿llegó la «Marfisa»?
-Sí, hace una hora. Yo vine a avisar porque están apurados... dice que vayan si pueden esta noche, o mañana a primera hora.
-¿Y le avisaste a doña Rosenda, Pulé y los otros? -dijo, abriendo la puerta.
-Sí.
-¿No sabés si Pulé irá enseguida?
-Dijo que le preguntara a usted si iría, porque también él quiere ir.
-Bueno, espérame un rato que ya me visto. ¿No querés un traguito? -Se puso los zapatones, se ajustó el arma, tomó la linterna y un sombrero viejo.
-Vamos.
-Ambos emprendieron el camino hacia la casa de Pulé pasando por la calle principal del poblado, completamente a obscuras. En las casas, el gajo grueso que conserva el fuego arropado en cenizas, y solamente el activo ladrar de los perros. Interrumpiendo el paso, acostados vacunos que en la proximidad inmediata resoplaban con fuerza al preparar y retardar el salto. La noche sosegada y quieta con su luciente multitud de mundos que cortejan la soledad. El ambiente, saturado de nocturnos perfumes vegetales escapados con el relente; en las afueras sospechosas alarmas de teros, y en el bosque sin fondo, inubicables coros de carayás.
Un silbido advirtió a Pulé que ya llegaban, y se les unió inmediatamente. Al pasar frente a una de las últimas casitas, se abrió una ventana y una voz gritó:
-Don Eusebio, ¿va usted a la lancha?
-Sí.
-Le ruego por favor que diga a don Flaminio que me reserve doce frascos de esencia «Perfume de Oriente». ¡Pistolas! ¿para qué quiere tantas don Julio?
-Es un encargo, don Eusebio, es un encargo, me lo pidió un brasilero.
-Está bien, don Julio -dijo Eusebio sonriendo.
Don Julio cuando cruzaba al Brasil iba bien provisto de este perfume barato y era el obsequio preferido a sus amistades femeninas en aquella banda. Viejo reblandecido y romanticón, pero ¡tan inofensivo! Todos lo conocían y las muchachas se dejaban agasajar con una compasiva sonrisa en los labios. Para él era suficiente escuchar alguna música que le recordara épocas lejanas.
Caminaban por la «picada» alumbrándose con las linternas. La niebla que todas las noches prueba a levantarse a favor de la humedad, protegida del viento por el tupido follaje, mantenía suspendidas a poca altura sus sábanas blancas, y sólo llenaba los bajos. La senda, ascendente, descendente, barrosa o seca según el curso del terreno, hacía fatigosa la marcha. Muchas veces, los haces de luz quedaban suspendidos en el vapor, formando iris espectrales. Sombras sin la explicación de cuerpos, gajos sin el sostén de troncos, lianas verticales que parecen no colgar y simulan ser boas gigantescas; la sorpresa del verde vivo, acaso el rojo, perviviendo tras el sello de la noche. Arriba, todo cubierto, un negro indistinto, que no permite la fantasía de una sola estrella. Sólo el yo, y el fantasma de las cosas; la visión de un reino de brujas trasplantado al trópico.
Caminaban callados. La agitación de la marcha y la humedad les despejaban el cerebro alcoholizado. Y ellos y la selva, sintiéndose atentos. El imperio del acecho, la sorpresa, haciendo regir su ley.
Cuando llegaron a la ribera, en una hora de camino, el cauce del río estaba completamente cubierto de niebla espesa. Se acercaron a la barranca y el marinero empezó a bajar. Detrás, con gran tiento, fueron los dos, alumbrando cuidadosamente las piedras y carriles del empinado ribazo, que, mojado por la bruma hacía sumamente fácil un resbalón, en cuyo caso la mejor probabilidad era una zambullida después de rodar sesenta o setenta metros.
Al ir llegando, apareció entre las cenefas uno de la lancha con un farol.
-¿Quiénes son ustedes?
-Aquí vienen don Eusebio y don Pulé -informó el marinero-. ¿Ya durmió el patrón?
-Sí, se acostó hace un rato, pero le voy a avisar.
-¿Qué hay Ramón?
-Aquí vienen del pueblo, patrón. Don Eusebio y don Pulé.
-Sujetales la planchada que el remanso nos está haciendo virar.
Subieron a la pequeña embarcación. Estaba atestada de bolsas, cajones, envases de bebidas y toneles. Pasando encima de bultos, y orillando otros, llegaron hasta donde Flaminio les invitó a sentarse sobre unas cajas.
-¿Cómo les va, don Prudencio y don Eusebio? ¿Cómo andan por aquí?, ¿no hay alguna novedad? Les traigo a los dos casi todo lo que han pedido. Lo único que falta es la grasa y la harina, pero algo hay y la vamos a repartir como buenos amigos.
-Justamente lo que más necesitamos. Suerte es que hayamos venido los primeros. Cuando menos cinco bolsas de harina para cada uno, ¿verdad?
-¡Qué bárbaro! Si apenas tengo doce, ¿qué van a decir los demás?
Comerciante avezado, Flaminio tenía a ración a sus clientes para que le sobrase una mayor parte que luego pasaría al Brasil, donde el precio triplicaba. Eso lo sabían todos y no podía menos que molestarles, pero nadie podía impedir el espléndido negocio del astuto lanchero.
Pulé no dejaba de mirar inquisitivamente la carga, y a pesar de la poca luz, llamó su atención una gruesa pila de bolsas cubiertas con un encerado. Con la confianza de los conocidos viejos, sin pedir licencia, levantó la lona.
-¡Pero si aquí hay un cargamento de harina! -exclamó apagando la voz.
-No, hombre, eso viene a flete para Puerto Palma.
-¿También hace flete?
-De cuando en cuando.
-¿A los puertos de la noche?
-No sea malicioso, hombre, este es un favor especial.
-¿Para don Flaminio?
Se sirvió una vuelta de caña y empezó el regateo de las mercaderías de la lancha traficante. Un chico cebaba mate para alternar con la bebida y mantener despierta la cabeza. Se caminaba de un lado a otro entre bultos y gente dormida. A otros se hacía levantar de sobre fardos para exhibir algún artículo. Todo esto, entre comentarios, risas, discusiones, palabrotas y los chismes de todo el litoral, que se transportan e intercambian por medio de las lanchas mercachifles.
Al fin se hicieron las listas definitivas, sumas y pagos. Cada uno de los comerciantes sacaba papeles y papeles de los bolsillos. Algunos giros de firmas acreditadas eran aceptados sin discusión. Otras libranzas eran escrupulosamente examinadas por Flaminio y algunas se objetaban, rechazaban o descontaban. Después, apareció la moneda brasileña, argentina y paraguaya. En el Alto Paraná circulan corrientemente las monedas de los países ribereños, y todo el mundo es hábil en cambios y cálculos de lo que se da o recibe, aceptando cualquier clase de valor.
Así que hubo acabado la negociación, el lanchero regaló una botella de caña a cada uno, y les invitó a quedar a dormir el resto de la noche.
-Imposible, don Flaminio, vamos a traer el carro; usted, se va enseguida y desde la madrugada empezarán a caer los otros.
-Bueno, amigo, entonces dentro de un rato empezaremos a descargar.
-Para las cinco y media estamos de vuelta.
Subieron penosamente el barranco y a largos pasos llegaron al pueblo. Luego de enganchar el carro volvieron en busca de las cosas. Adelante marchaba la jardinera de doña Rosenda y poco después les alcanzó el camión de don Segundo, el comerciante más fuerte del lugar.
-¡Adiós! ¿no quieren que les encargue algo?
-No, gracias, nosotros ya encargamos para usted.
-Se agradece -respondió- socarrón.
-Después de recibir el cargamento y de hacerlo subir en una zorra tirada por un malacate, volvió a bajar Eusebio a mezclarse en el bullicio del almacén flotante para entregar una carta y formular su lista de pedidos que quería le trajesen en el próximo viaje.
-Flaminio tomó nota del encargo, y luego, apartándose un tanto con él, le entregó un paquetito.
-Le ruego, don Eusebio, que entregue de mi parte esto a Clarita. Que no se enteren otros, naturalmente -agregó, guiñando un ojo.
* * *
Ya de vuelta, iba pensando en que este sujeto era un pícaro. Obsequiando baratijas se ganaba la voluntad de las mozas de la ribera y era famoso por sus aventuras, amén, de dos o tres raptos que había consumado con la ayuda de su lancha. Era un conocido juerguista. De haber llegado más temprano seguro que organizaba un baile, con una guitarra, un organillo o una radio. El fonógrafo de don Julio también solía servirle.
«Clara -pensó-, linda chica, tan ingenua, fresca, tan voluntariosa para hacer cualquier servicio». Recordó su carita ovalada de rasgos infantiles; pero fijándose bien, se le ocurrió que eran casi perfectos. Sus grandes ojos negros, cándidos, sin ninguna coquetería, y en las tersas mejillas, un solo hoyuelo. Los cabellos obscuros y lacios que nunca habían sido retorcidos en un rizo artificial. El cuerpo, una vaga promesa. Los pies descalzos, pequeños, sin deformación alguna. Siempre le habían admirado los pies. Solo catorce años, quizá. Hasta ahora la había considerado una niña, imposible de ver en ella a una mujer& pero hete aquí que el sátiro más avisado, ya le había echado el ojo. Sonrió, pero una secreta voz le estaba diciendo que haría mal en cumplir su comisión. Inmediatamente acudieron a su mente argumentos morales: la chica sola, huérfana. A su madre, no le duraban los concubinos, en la agonía de su juventud roída por la miseria.
Le irritaba ser el ejecutante de uno de los artificios que se estaban disponiendo a su alrededor para engatusarla. En este caso, las artimañas le parecieron extraordinariamente cobardes, y sin embargo, él mismo se sentía estupefacto ante esta inacostumbrada pudicia que nunca fuera, una arista conocida de su carácter. Sin detenerse en ello, se justificó mirando lo porvenir: unos meses de maridaje, luego el hijo, el abandono, a otro hombre que acepte restos, y de esta suerte, cada vez más hondo en el infortunio, hasta la selva, donde cada mensú, con ferocidad de desesperado, busca en la mujer solamente al sexo que le confirme que aún es hombre.
Pulé boleaba de cuando en cuando el látigo o agitaba las riendas para azuzar las mulas que caminaban deprisa con sus pasos prietos y tiesos, bamboleando sus orejas largas y resoplando de tarde en tarde, para expulsar los insectos que les cubrían los hocicos. Sus gritos monótonos se animaban al subir las cuestas o al pasar barriales, pero la noche en blanco oscurecía su fantasía; no se le ocurría hablar, dejaba a su compañero correr libre tras sus íntimos temas.
No era así aquella otra... ¡pero no!. «¡No volver a eso!», se ordenó a sí mismo Eusebio, con todo el imperio de que era capaz. ¡Esa idea fija! Por temporadas lo acosaba hasta enfermarlo, entonces recurría al alcohol, pero a grandes dosis; corría de casa en casa en busca de sociedad, hasta que sentía un completo aniquilamiento físico y moral. Al tocar fondo, llegaba la onda de paz y casi era un hombre como los otros.
Bajó su carga. Quiso dormir, pero había promediado la mañana y le era imposible; a cada instante venía gente que quería enterarse de la lista, calidad y precios de las mercaderías recién llegadas.
-Mi querido don Eusebio -se presentó diciendo con suavidad y mesura, la delgada y correcta silueta de don Julio. Vestía impecablemente planchado un pantalón recto de brin azul, zapatos oscuros ensebados, un saquito pijama de seda cruda y sombrero de paja.
-Mi querido don Eusebio, discúlpeme usted, que lo moleste a estas horas, sabiendo, como sé que usted, ha pasado la noche en vela, pero es el caso amigo, que quisiera aclarar con usted, una cosa. No tiene importancia, pero usted sabe, siempre es bueno saber las cosas con claridad. No precisamente para asumir actitudes de ninguna clase. Total, aquí estamos para todo, y es absurdo sublevarse, pero en fin, amigo, yo quisiera saber...
-Por favor, don Julio, no se gaste usted tanto. Yo creo que nos conocemos bastante como para hablar entre nosotros sin rodeos. Diga usted, amigo, ¿qué quiere saber?
-Sí, sí, se lo diré enseguida, pero permítame usted que le explique algunos antecedentes. El caso es que nuestro común amigo Suares, del resguardo brasileño; usted sabe, estuvo a almorzar conmigo días pasados. Pues, sí señor, el señor Suares, que es un perfecto caballero, me informó que tenía ciertos compromisos y...
-Quería regalar unos frascos de esencia «Perfume de Oriente», ¿no es así mi estimado don Julio?
-Exactamente, es exacto. Veo que usted me comprende. Pues bien, este señor, fiándose de mi amistad y aprecio, ha tenido a bien pedirme que le comprara en la primera oportunidad doce frascos del referido perfume. Por tal motivo, y no otro...
-Usted me pidió a mí que le hiciera reservar doce.
-Me asombra su comprensión, don Eusebio. Decididamente no está usted en su lugar.
-¿Cuál es mi lugar?
-Señor mío, donde se brilla...
-¿Dónde se brilla?
-Qué pregunta, don Eusebio, donde se compara.
-¿Aquí no se compara?
-Aquí no, porque no hay quien elija.
-Es cierto, éste que viene, aunque no lo crea, ya verá usted, que no elige. ¿Me permite que lo atienda?
-Sírvase, sírvase, hágame el favor don Eusebio.
El hombre hizo su aprovistada de la semana. Grasa, harina, galletas, arroz, carne conservada, azúcar, leche condensada, sal y, ya que estaba en el boliche, se sirvió de «un trago».
Entre tanto, don Julio esperaba pacientemente. Se sentó y, mirando a lo lejos, su característica sonrisa se posó en sus labios. Decididamente este extraño hombre parecía gozar en la soledad de su interior, o había logrado domar sus nervios y hacerse de un diáfano antifaz. Con unas copas era un agradabilísimo compañero, sano, se volvía pesado. Había enseñado en otros tiempos. Era todo lo que se sabía de su pasado. Él y su fonógrafo tenían intimidades misteriosas, un lenguaje secreto de notas empapadas en poesía.
-Y bien, don Julio, me parece adivinar que Flaminio no le reservó a usted los consabidos frascos.
-Caramba, amigo, esta vez no acertó usted, totalmente. Pero ése es el camino; el caso es que Flaminio sólo me entregó siete frascos, y calcule usted si yo pedí doce, fue porque tenía razones para ello, ¿no es así? Yo le pregunté si había recibido mi encargo transmitido por su intermedio de usted, pero él, con tantas ocupaciones como tenía, no me dio mayores explicaciones.
-Lamentable, don Julio, lamentable, pero hasta ahora no sé que es lo que usted quiere aclarar conmigo.
-Pues bien, para ser breve y concreto, yo quisiera preguntarle si usted escuchó y transmitió con fidelidad mi encargo.
-Pues sí, señor, con toda fidelidad, y nuestro común amigo, don Prudencio, como usted le llama y es su verdadero nombre, o Pulé, como le dicen todos, puede aseverar lo que digo -replicó Eusebio haciendo uso del mismo estilo de frases ampulosas que su interlocutor.
Siguió interminable el untuoso discurso de don Julio para concluir, al fin, que quería que Eusebio le vendiese los seis frascos faltantes.
-Pero para eso no hacía falta tanto preámbulo amigo. Aquí están los seis frascos.
-Sí, sí, sí, le agradezco, amigo don Eusebio, pero el caso es que como yo he recibido el dinero del amigo Suares, sobre la base del precio fijado por las lanchas y por cantidad...
-Para que usted no tenga inconvenientes, le daré al precio que usted desea -dijo Eusebio medio amoscado-, pero si Flaminio le dio siete frascos, no le faltan seis, sino cinco para que usted quede bien con Suares. Le daré, pues, cinco. -Sonrojose don Julio viéndose pillado en su incapacidad de mentir, pues nada le hubiese costado afirmar que solamente había recibido seis. Titubeante, empezó de nuevo:
-El caso es que necesito seis, estimado amigo, en realidad: cinco para completar el pedido que usted sabe, y uno más, que yo personalmente necesito. Cuando hice el pedido, creí que me sobraba uno; pero desgraciadamente estaba equivocado.
-Señor don Julio, yo le puedo dar únicamente cinco en las condiciones que usted quiere, y sería mejor que terminemos este asunto.
-Me fuerza usted a comprometerlo, pero como hombre verdadero que usted es, y como amigo, no me puede negar tampoco el sexto.
-Se lo voy a dar, pero con una condición indeclinable -consintió Eusebio, esperando en su fuero íntimo que la condición fuera inaceptable, y burlándose de su tacaño cliente y amigo-. Usted debe decirme para qué precisamente quiere el sexto frasco.
Don Julio miró la faz seria y resuelta de su contendor y creyó adivinarle la intención. Entrecerró los ojos ocultando su desasosiego tras un descompuesto gesto de inocencia ofendida, y en voz baja dijo:
-Se lo he prometido a la Clarita.
CAPÍTULO II
MÚSICA AL ATARDECER
¿Sería posible que fuese tan completamente ciego para ignorar lo que sucedía a su alrededor? ¿A toda costa necesitaría de una incitación directa para percatarse de los hechos en este vacío de acontecimientos en que las cosas más torpes y nimias adquirían por fuerza relieves? Sintiose asombrado. Sin que él se diese cuenta, quienes con más ahínco buscaban los frutos ciertos de la vida, ya habían visto en la gallarda Clara, aún niña, la promesa de la mujer, y en su camino sembraban la tentación. Recordaba ahora..., pero no, no pensar, no pensar, no preocuparse innecesariamente de la vida de los otros.
Dio un impulso a su hamaca y decidió olvidar este pequeño incidente al que estaba, dando una importancia desproporcionada, y buscar en su interior imágenes más felices: aquellas de su niñez. Era su recurso habitual cuando la obsesión del momento no era poderosamente fuerte.
«Sí -se dijo-, cuando el herrero nos propuso comprar la barra vieja del campanario». ¿Quién había sido el de la idea? -ya no se acordaba-, pero todo sucedió una de las veces que la pandilla planeaba una aventura por el río y hacían falta pesos para el alquiler del bote, la compra de liña y anzuelos.
Alguien fue a ofrecer a un pequeño taller, una viga de hierro que había servido de eje de suspensión a las campanas de la iglesia, y que por un motivo u otro, actualmente estaba en desuso en lo alto de la torre.
El herrero aceptó, y los muchachos, que tenían libre acceso a todas las dependencias parroquiales como que eran quienes repicaban, ayudaban a misa, monopolizaban todas las plazas de monaguillos y, para más, sabían cómo se zafaba sin llave la puerta del campanario, así hubo terminado el ajuste, pusieron manos a la obra.
Subieron las desvencijadas escaleras unos ocho; él estaba allí, y también Óscar. Uno quedó fuera, al pie del edificio, para dirigir la maniobra, avisar en cuál momento no pasaba gente y ordenar que se arrojara el tremendo hierro.
Con las cuerdas de las campanas y algunos tablones como palancas, tras duro bregar, la carga estuvo en posición de ser lanzada desde lo alto.
En esa época todos estaban conquistados por el ideal de la recia vida del mar, y el que estaba abajo daba órdenes con cierto ademán rudo de aprendiz a bucanero, como había visto y oído en el cine o leído en las novelas de Salgari. No estaba muy seguro de que alguno, secretamente, no aspirara a tener una pata de palo, o un parche en un ojo.
-¡Sujetá ese cabo! ¡atención... fuerza ahora!... ¡tirá!
Pero en ese momento, los de la torre vieron que el contramaestre levantaba los brazos con horror y batía los pies en polvorosa, mientras gritaba despavorido: «¡Matamos una vieja! ¡matamos una vieja!».
Los del campanario bajaron las escaleras sobre las ondas del espanto y sin verificar más lo sucedido, corrieron como locos hacia un parque, a siete u ocho cuadras del lugar. Se metieron en el limpio bosque y ocultos en una hondonada, quedaron a cobrar aliento. Todos estaban lívidos, trasudados y temblorosos.
Óscar fue el primero que volvió a hablar. Jadeante y entrecortadamente, se dirigió a uno cualquiera buscando por instinto, sin proponérselo, un testigo y un atenuante para sí:
-¡Yo le dije a Martín que mirara antes de tirar!
-¿Estás loco, y para qué entonces estaba Capí abajo? ¿no era él quién tenía que avisar? -Miró a todos, pidiendo la confirmación de sus palabras-. ¿Dónde se habrá metido Capí?
-Corrió hacia su casa.
De pronto uno se puso a llorar. La mamá extrañaría su ausencia.
-No te apures Pepín, yo te voy a llevar. Esperá un poco.
-¿Qué vamos a esperar? -Todos quedaron desconcertados: habían huido por impulso y acabado éste, no sabían qué hacer.
Hablaban todos. Algunos querían volver, otros no se atrevían. Discutieron qué dirían, qué harían. Cuando ya la noche había caído completamente, resolvieron salir del bosque e ir a mirar desde lejos la aglomeración de gente que ellos consideraban inevitable en el lugar del suceso. Haciendo un itinerario extravagante, regresaron.
-Tenemos que hablar como si no sucediera nada.
-Mañana es el partido con el Sport Azara ¿verdad?, no te olvides de llevar plata para comprar naranjas a la vieja...
¡Paf!, una violenta palmada en la cabeza.
-¡Cállate, imbécil!
-Y qué, yo dije la vieja...
Uno le saltó a la boca y tres lo apretaron contra la pared.
-Mira, Lepé, si hablas de la vieja, pueden fijarse en nosotros. Callate porque te vamos a romper la boca.
-¡Pero si yo no dije nada!
Se acercó un hombre al ver el principio de la discordia:
-¿Qué pasa aquí? ¿no tienen vergüenza de querer pegar entre tres a uno solo? A ver, uno a uno, ¿quién le toca la oreja?
-¡No, pero si estamos jugando! -replicaron en coro-. Estamos jugando, no es nada... vamos, Lepé. -La voz era cariñosa; se alejaron unos pasos, y echaron a correr. El hombre los miraba extrañado.
-¿Te das cuenta ahora por qué no hay que hablar de la vieja?
El aludido no respondió, pero parecía poco convencido. Entonces se acercó Óscar y aclaró:
-No hay que hablar de la vieja porque nos asustamos todos.
Al llegar a la esquina desde donde tenían que mirar, se hizo toda una comedia para aparentar tranquilidad; pero no había gente donde se creía que habría policías y todo un gran grupo.
-No hay nadie, che. Vamos a ver -propuso uno.
Después de rebatir una serie de objeciones, resolvieron que fueran dos. Caminaron cautelosamente, mirando a todas partes, listos para escapar. Se pararon a observar desde lejos. Ahí estaba la barra, sin novedad alguna.
Al fin se acercaron todos; no podían explicarse y hasta averiguaron con relativa discreción. Algunos no podían contener la risa, otros saltaban y se abrazaban.
-¿Dónde estará Capí? -insinuó Óscar, y todos decidieron ir a buscarlo.
Cuando llegaron a casa, nuevamente dos fueron comisionados para preguntar por él, y el resto en la esquina festejando la aventura, fumando en ruedo, un horrible cigarrillo de ínfimo precio.
-No sé qué le pasa -informó la señora-, creo que estará enfermo. Ahora está acostado, vengan a verlo. El chico, en efecto, estaba metido en la cama, y al ver a los amigos se incorporó preguntando:
-¿Qué pasó? ¿vieron ustedes? -Lleno de ansiedad tenía listo el espanto para espantarse de nuevo.
-No pasó nada.
-¿No le pasó nada a la vieja? ¿Ustedes vieron?
-No, no le pasó nada; nadie sabe nada, ni el mozo del café. Pero decime, ¿viste cuándo la barra se le cayó encima?
-Yo no vi eso, yo vi que la vieja salía de detrás de la torre en el mismo momento en que ustedes tiraban la barra. Me pareció que no podía escapar.
-Bueno, entonces se salvó por un pelo; se habrá tragado el pucho la vieja, pero no le pasó nada. Ahora vamos a llevar el hierro al taller; ¿no querés venir?
Capí no podía contraer su sonrisa, ni apagar la luz de sus ojos, ni evitar que breves y sucesivos gorgoritos, como mecánicas carcajadas de la carne, le fluyeran por la boca. Por fin se miraron los tres y, como a una señal, empezaron a reírse como locos, se retorcían, se arrojaban a la cama. Tenían accesos de tos, se apretaban el vientre, y, cuando parecían sosegarse, se miraban y empezaban de nuevo.
Decidieron ir de inmediato a negociar el hierro, pero Capí había anunciado su enfermedad y no le dejarían salir.
-Espérenme en la esquina, que yo me escapo enseguida.
Salieron, y al rato, descalzo y vistiendo una liviana camisita, Capí dirigía nuevamente la partida.
Se buscaron trozos de palos y se desató parte de las cuerdas de los badajos que permitían repicar sin subir a la atalaya. Amarraron el hierro sobre una especie de angarilla y a las diez de la noche poco más o menos, después de mucha fatiga llegaron al taller.
El asombrado artesano hizo colocar el lingote en un rincón y anunció:
-Bueno, muchachos; son cincuenta pesos.
-Pero usted nos dijo que nos daría cien.
-Sí, pero yo creí que había más hierro.
-¿Qué? ¿quería usted la barra y las campanas?
-Bueno, muchachos, no vamos a discutir. Toman los cincuenta, o se llevan otra vez la barra. -Acompañó sus palabras con una risotada.
Se miraron todos; honradamente, se sentían robados.
Sentose el patrón ante una mesa desvencijada y balanceando la silla, extrajo del cajón apelotonados billetes que sacudió en el aire y los alisó antes de encimarlos para ajustar la suma.
Frente a él, Capí contaba sacando jugo a la lengua con el índice y el pulgar, mientras veinte ojos asombrados palpaban el tesoro.
El taimado herrero seguía haciendo gemir su silla con su pesado balanceo; y fue entonces cuando Capí confirmó su calidad de Jefe. Vengó a todos. Con violento impulso arrojó la mesa sobre el hombrón del equilibrio incierto y éste fuese para atrás manoteando el cielo.
Al estrépito siguió el estallido de la cólera:
-¡Hijo de una gran...!
Pero no quedaba nadie.
Eusebio había cerrado los ojos; pero una amplia y feliz sonrisa daba vida a su curtido rostro. Aníbal, de vez en cuando, venía a hamacarle.
¡Qué lindos eran estos recuerdos! Pero hacía tanto tiempo que había dejado la ciudad, la cuna de su infancia. Ahora la selva, ir y venir en el ámbito de la selva, desde casi tres años atrás. Selva que corta, que ahoga el horizonte, viviendo entre gente tosca, de apetitos gruesos o completamente sofisticada, como don Julio, por ejemplo.
¡Ah!, ése don Julio pretendiendo atraerse a la Clarita; pero ¡habrase visto semejante audacia! Mas, era inofensivo; ¡eran tan intrascendentes todas sus maquinaciones! Sin embargo, este argumento común, generalmente aceptado como evidente, en este caso particular, por una razón desconocida, no llegó a convencerlo. Siguió revolviendo el tema, pero después advirtió que sus ideaciones más pertinaces defendían un solo punto de vista.
¿Por qué este hecho? ¿Qué tenía que ver él con la Clara? ¿De dónde este moralismo insólito, este activo tomar partido, cuando el desenlace feliz o trágico le importaba un pelo? Si ya estaba resuelto cuando vino a la selva, quedó decidido que haría la vida del árbol: vivir del suelo y esperar del cielo. ¿Por qué arrimarse a nada, si estaba probado que era cobarde, vacilante siempre, incapaz de defender la dicha o arremeter con el infortunio? Solo, no importa nada. Un par de brazos, sin ambiciones y del futuro, lo que dijese el caprichoso hado.
Impulsó la hamaca al decidir mudar de pensamiento, y se puso a observar las ondas de polvo que cruzaba un filtrado rayo de sol.
Dos días después se le presentó la ocasión de cumplir el encargo de Flaminio. Clarita pasaba frente al tienducho y Eusebio la invitó a pasar.
-Tengo que entregarte algo, Clarita, de parte de una persona. ¿No querés venir un rato?
-Sí, don Eusebio, ¿cómo amaneció usted?
-¡Bien, mi hija! ¿no querés que Aníbal te haga un refresco? Tengo algunas naranjas y agua fresca. Sentate. ¡Aníbal!, prepará una naranjada para Clarita.
¡Cuánta gracia, ingenuidad y lozana belleza encontró en la niña! Si le pareció una hija de los arreboles del alba, fresca y recién bañada de rocío. Sorda irritación, agitada a impulsos de sus latidos, le fue invadiendo el pecho, los miembros, la cabeza. ¿Por qué se había obligado a una comisión tan baja y ruin? Resolvió indagar y por su cuenta antes de dar un paso más.
-Decime, Clarita, ¿Flaminio alguna vez te dijo algo?
-Sí; me invitó a ir a Encarnación en su lancha de aquí a quince días o un mes.
-¿Y vos qué le dijiste? -preguntó indignado. Conocía de memoria este cebo del viaje a la Villa o a Posadas, presentado como irresistible atractivo a estas pobres muchachas, cuyos destinos, sin razón, estaban también atrapados.
-Le dije que le preguntaría a mamá.
-¿Y qué te dijo tu mamá?
-No, no le pregunté nada porque Flaminio me pidió que esperase, que él mismo le diría.
-¿Y vos sabés que si vas con Flaminio es para ser su mujer?
-¿Su mujer?, no -se sonrojó-, él no me dijo eso; me dijo solamente que iríamos a pasear, que me llevaría a casa de su tía en la Villa, y que después de un mes me traería de vuelta.
-¿Vos le creés eso?
-¿Por qué no? Es amigo de mamá; suele mandarle cigarros de esos que se hacen en Caazapá. A ella le gustan mucho. Aprecia a don Flaminio. Días pasados le mandó un generito para un vestido.
-La ingenuidad de la chica era conmovedora. Experimenté viva repugnancia hacia la vieja bruja que era capaz de entregar semejante criatura por unos cigarros y unos metros de trapo. Aún así, no podía olvidar que ése era el trato, el uso común en esas regiones bárbaras. Quedé alarmado. Quiso creer que sobre él recaía la obligación de proteger a esta niña inocente y desbaratar los planes del lascivo lanchero y la madre alcahueta. Mas, no veía cómo proceder. Se sirvió una copa, encendió un cigarro, y se dispuso a hacer un discurso sobre moral.
-Mirá, hija mía -empezó. Hizo una larga pausa. Iba a decir que debía tener cuidado con Flaminio; pero le pareció ridículo, y aún más, comercialmente peligroso, por si llegaba a sus oídos-. Mirá, mi hija... -repitió, y al advertir la atención de la muchacha, enderezó su cuerpo en una inadvertida actitud de vanidad. Intentó buscar en sus pensamientos para hallar un hilo, ¡pero de dónde!, ¿cómo hilvanar razones para convencer a la ingenuidad? Hubiera sido preciso invocar al cuco, al pora, al diablo o al infierno y esta dialéctica no sabía emplear-. Mirá, Clarita... ¿qué hacés vos por la mañana? -preguntó por decir algo y ganar tiempo.
-Nada, don Eusebio, ayudo a mi mamá.
-¡Aja, le ayudas en la casa...! -se detuvo un rato, caminó unos pasos-, ¡le ayudas en la casa! -y se le ocurrió la idea luminosa. Cualquier discurso sería inocuo; la advertencia inapreciada. Los consejos recibidos en la juventud sirven para lamentar errores. La solución sería mantener a la chica bajo su propia influencia.
-Mirá, Clarita, vos sabés que yo trabajo aquí solo. ¿Ha de querer tu mamá que vengas a ayudarme por las mañanas para atender el almacén? Te pagaría un sueldo, claro está, y vos sabés que el trabajo no puede ser pesado.
-Me parece bien, si mamá quiere.
-Muy bien; decile a tu mamá que yo iré esta misma tarde a hablar con ella. ¿Estamos?
-Sí, don Eusebio, está bien -dijo, levantándose para seguir su camino.
-¿No querés tomar otro vaso de naranjada?
-Muchas gracias, ya es tarde, don Eusebio. ¿A qué hora va a ir usted?
-Esta tarde, cuando empiece a aflojar el sol. Ah, mirá, llevale estos cigarros a tu madre.
Al entregarle el paquete de cigarros, se avergonzó de usar las mismas mañas que los otros.
* * *
A la tarde, mucho antes de llegar los jugadores de truco, se encaminó hacia la casa de Clara. Quedaba a unos quinientos metros de la suya. Era un ranchito construido con lo efímero y perpetuado por la mis y fláccida, apergaminada la tez, los ojos opacos, enrojecidos al humo del fogón sumiso que calienta la ollita de hierro confidente.
-¿Cómo le va, don Eusebio? ¡Qué milagro!... Usted es la persona a quien menos se ve en el pueblo; siempre en su casa...
Y empezó la charla insubstancial sobre las sosas novedades pueblerinas; sobre quién había ido y quién había venido, si como le salió la cosecha de yerba a don Fulano; la salud de la vaca de doña Rosenda, las perspectivas del gallo ayura-peró, y otras del mismo jaez.
Al fin Eusebio se decidió a abordar el tema:
-Mire, doña Leonor -así se llamaba-, creo que Clarita le habrá dicho a usted que yo estoy interesado en que ella vaya a atender el almacén por las mañanas. La verdad es que yo, algunas veces, tengo cosas que hacer; no lo puedo dejar cerrado y necesito una persona de confianza que lo atienda. Ella podría ir a casa temprano y volver al medio día. Le puedo pagar diez guaraníes mensuales. Además, usted sabe señora, que su hija será tratada con todo respeto por mí y yo me encargo de que reciba igual trato de todas las personas que lleguen a casa.
Tomó aliento después del discurso. Ya estaba hecho. La vieja empezó a dar vueltas al asunto. Era evidente que le gustaba el acomodo, pero no quería aceptar de primera intención; esperaba, quizá, que para decidirla definitivamente, Eusebio levantara la paga o propusiese alguna otra ventaja.
Mas él no se dio por enterado. No quería aparentar ansiedad porque doña Leonor vería una segunda intención y, entonces, sí, no podría poner fin a sus demandas. Dejó que su interlocutora hablara cuanto quisiese, y al fin, cuando ya se hacía tarde, la interrumpió:
-¿Y bien, señora, espero mañana a la Clarita?
-Está bien, don Eusebio, temprano estará allí. -La pobreza habló con su tono humilde para dar principio a la servidumbre.
Cuando emprendió el regreso, iba cerrando la noche. El ganado tendíase en las calles rumiando, pacífico, la cosecha de cocos, que caían mondos, bajo el afelpado hocico, deslizándose por la cinta del belfo. Los recentales amarrados lanzaban lastimeros berridos y las últimas bandadas de loros volvían de sus comederos a su refugio nocturno. Tímidas luces aparecían en las viviendas, y, al paso, una mujer agitó un rojo tizón entre las ramazones para buscar la causa del súbito alboroto de la pollada.
En el cielo, aún pálido, ya brillaban con fuerza las estrellas guías de las constelaciones tropicales y la pausa misteriosa de la noche caía soñolienta a sosegar la brisa del atardecer.
En aquel punto se pobló el ambiente de una banda de notas voladoras, que retozaban aquí, suspendían brevemente el vuelo y quedaban flotando, pensativas, para absorber la melancolía de la hora; luego se enlazaban, saltarinas, en un delicado juego de amor, derramando en el seno de la noche, cálidos pétalos de sentimiento.
Y la fría inmensidad del cielo con sus remotos mundos, el vecino bosque, el aura taciturna, y las cosas todas, al conjuro de la melodía, elevan al hombre para ser todos uno en la idea de la Creación.
¡Oh, hechizo de la música que separas dulcemente el espíritu para llevarlo a un éxtasis místico donde el placer y el dolor se funden, donde la vida y la muerte pierden su substancia para flotar en un sueño, donde sólo existe emoción trasmutada en belleza!
Se siente la tristeza de estar solo, y la dulzura de estar triste; las lágrimas disuelven la amargura; el corazón busca la congoja, y son felices quienes pueden llorar una pena. Incomprendido siempre, a toda hora sofrenado, el sentimiento quiere fluir como los ríos, y ama el suave cauce de la armonía.
Un piano maravilloso completamente exótico en este escenario perdido y rudo, consumaba el mágico momento. Eran don Julio y su fonógrafo.
Así que hubo cesado la música, poco a poco se coordinaron sus pensamientos: «Seguro que está pintón», se dijo.
Raro personaje; podría jurar que si lo visitase en este momento, lo encontraría sonriendo, lejano, con un vaso de aguardiente a su lado. Cuando estaba así, hablaba en voz baja, como si no quisiera despertar de un sueño. Ni la untuosa cortesía, ni el recargo de circunloquios del estado normal, asomaban en tales ocasiones.
Cierta vez le dijo: «Vea, don Eusebio, yo no quiero herir, ni quiero chocar, quiero que el resto de mi vida se deslice sin peso, sin impulso, como un plumón que se desprende en la mitad del vuelo, de manera que ningún obstáculo perciba que lo he tocado. Es mi única ambición, por eso muchas veces temo el contacto con los otros. He descubierto la manera de suavizar todo lo que pasa por mí: pensamientos, placeres, deseos, emociones. ¿Sabe? Creo que hasta la tristeza es para mí un placer. ¿Cómo he logrado eso? No sé, no me gusta afirmarlo; pero creo que sólo quienes son capaces de dar, encuentran un fin medianamente razonable y permanente a la vida».
-¿Dar qué?
-Dar lo que sea preciso.
-¿Qué da usted, amigo mío, si puede decírmelo?
-Cada una de las horas de mi vida -dijo, subrayando el último vocablo, y saboreando su sonido.
No hubo palabra más, después, sólo la enigmática sonrisa y los ojos bruñidos por la contenida lágrima.
* * *
A la mañana siguiente se levantó temprano. Le pareció larga su barba de tres días y decidió afeitarse. Cuando había emprendido la tarea le sorprendió su inusitada pulcritud.
Se peinó y vistió un saco pijama limpio. Cuando estuvo listo, tras la vacilación de una pausa, recogió el paquetito que le había dado Flaminio, y luego de palparlo y olerlo, sin muchos escrúpulos deslió el papel para descubrir el contenido: un frasco de esencia ¡«Perfume de Oriente»! Sonrió, no podía ser otra cosa.
Esperaba encontrar alguna esquelita, pero nada; el galán no había tenido tiempo. Lo volvió a atar cuidadosamente y lo dejó en su lugar.
Al abrir el almacén, se presentó la chica. Evidentemente, había estado esperando esto para entrar. Vestía un sencillo vestidito floreado y calzaba alpargatas.
Inmediatamente, como si tuviera para ello demasiada prisa, Eusebio se puso a explicarle sus tareas. Debía despachar en el mostrador. Le enseñó la lista de los precios; le dijo que al fiado no se entregaba nada a nadie sin su especial autorización.
-Esta porquería de perfume -dijo cogiendo un frasco del que sabemos- vale tres guaraníes. Yo no sé cómo la gente lo compra: es esencia de petit grain pura. Su única ventaja es que como es tan fuerte, oculta los otros olores. Es como un poncho, que arriba tiene al viento sur, y abajo vapores de ombligo. Es una de las razones por las cuales hay que desconfiar de los emponchados, y de la gente que usa perfumes fuertes -concluyó con más ponzoña que una yarará.
-Servís caña, hasta que se pongan cargosos; después me llamás. Nada de vales ni papeles sin mi consentimiento: se recibe plata brasilera, y también argentina; pero, ¡vamos!, ya sabés esas cosas... las ventas se anotan así... en este papel; aquí lo que se vende al contado y aquí lo que te vaya diciendo yo.
Siguieron así un buen rato. Eusebio asumía el papel de un escrupuloso patrón que velaba celosamente por sus intereses, cosa que estaba muy lejos de alcanzar. Clarita lo seguía temerosa, maravillándose de la importancia de sus tareas.
Después de algunos ensayos con los primeros clientes, Eusebio anunció que él estaría escribiendo cartas en la otra pieza y que el negocio le quedaba confiado. Pidió tereré al chico, su secretario, como lo llamaba, y se dispuso a darse una tarea que no tenía. Poco después, volvió al despacho aparentando asombro:
-¡Clarita!, me había olvidado de darte esto que te mandó Flaminio -dijo, y se volvió presto para ocultar la mirada asesina.
* * *
Siguieron días. Eusebio adoptó una conducta al extremo formal. No se permitía ninguna clase de bromas ni de familiaridad con su dependiente y hasta ponía mala cara cuando otros insinuaban requiebros más o menos encubiertos. El efecto fue inmediato: se difundió por el pueblo la versión de que estaba celoso y los amigos se permitieron insinuar algunas chanzas.
Como en el fondo, él quería algo sin admitir que lo quisiese, proporcionábase argumentos equívocos y los apoyaba con el calor del deseo disfrazado de razón.
Mantendría cerca a la muchacha y así podría substraerla a otras influencias. Con ceño adusto se prometió respeto, aun cuando un variado complejo de fuerzas estuviese minando la solidez de su promesa. Ésta no era como las demás mujeres. Y entonces, ¿como quién era? Su porvenir no debía ser la selva. ¿Quién le ofrecía otro? No debía ir rodando de mano en mano sin tan siquiera la promesa de un mañana engañoso que adobase con falsa ilusión la miseria presente. No correr tras el desastre necesario, fatal. Tentar aún la rama perdida, el risco abrupto en que aferrar los puños crispados mientras se implora socorro, o se acusa al destino.
Nunca olvidaba a la madre aquella que mostrándole con orgullo a sus dos hijitos le dijo: «¡serán buenos peones!» ¿Por qué su ternura no le engañaría un instante? ¿Por qué sus deseos se daban tan bajos a sus anhelos de madre? ¿Por qué sus manos vacías se prometían vacías, si para los niños se baja la luna con un trozo de espejo? ¿Por qué no prometer la dicha, si la sola promesa halaga, envanece, y hasta inicia en el placer de vivir?
Pero aquí la vida es así. ¿Qué más natural que un día se la llevase un peón de paso, ni qué cosa más común que la experimentada madre pretendiese sacar una vez el provecho de la Celestina? Total: algo por nada; algo por la fruta que madura en el predio de nadie, que cualquiera se la puede apropiar.
Se dijo que no la había de tomar para sí; pero que no permitiría que el salivazo sucio de la lujuria precipitase un destino aciago.
Supino sobre el catre de tramas de cuero, pudo ver con los ojos cerrados, la línea suave de su perfil; el mentón redondo, apenas saliente; los labios equilibrados entre la promesa y el recato; la nariz respingada apenas, como el matiz de la picardía en el asombro de la inocencia. En los ojos obscuros campeaba la serenidad del atardecer en la llanura, y sus crenchas lacias y negras acentuaban el blanco sonrosado de la tez.
El cuerpo demasiado joven, no fermentaba todavía con la levadura de la tentación, y sus pechos dormían como el botón de rosa que no puede ofrecer aún el polen a la abeja voladora. Los brazos redondos, fuertes, no terminaban en manos suaves y bellas, sino en dos instrumentos fortificados en el trabajo; la tersa piel de las pantorrillas apenas podía esconder las contracciones de los músculos al caminar. ¡Cuántas veces desde muy niña, debió llevar cargas sobre la cabeza! ¡Pero sus pies! siempre había admirado sus pies descalzos: eran leves y de un arco perfecto.
Una tarde la vio pasar con otras muchachas de más edad. Estaba parado en la puerta de su rancho, y ella al notarlo, trató de desviar la cara y lo saludó muy rápidamente. La actitud esquiva le llamó la atención, y sin pensar dos veces, cogió el sombrero, tiró tras sí la puerta, y a grandes pasos se fue por ellas. Cuando ya las alcanzaba se preguntó por qué había salido, si que quería y hasta se sintió un tanto confundido no viendo cómo justificar esta insólita persecución. Clara, al verlo, manifestó un pequeño sobresalto y bajó los ojos.
-¿Para dónde van? -preguntó.
-Vamos a lo de doña Rosenda -contestó una de ellas. Miró a Clara y vio que tenía la cara arrebolada hasta la frente. Se fijó mejor y por un instante sintió lo que debía ser la ternura paternal... ¡se había pintado los labios!
Al día siguiente, apenas entró en la tienda, inició de inmediato un despliegue de actividad y ordenamiento que parecía sin fin, como si repentinamente todo hubiese acumulado polvo, o las latas y botellas hubiesen vivido en la noche anterior una mágica bacanal. Él la observaba sonriente, parado en el umbral de su puerta esperando que la agitación acabase; pero se le ocurrió por último, que eran necesarias algunas palabras para evitar que el tormento se prolongase con exceso.
-Clara, un momento.
-Voy, don Eusebio -y se acercó con la cabeza baja.
-¿Qué te pasó ayer?
-No se enoje usted, señor -exclamó suplicante.
Se sintió invadido por una sensación de goce inefable. Dulcemente le posó las manos en los hombros, y se escuchó con el tono de sus momentos más bellos:
-¡Pero niña querida, creo que nada que vos hagas podría enojarme!
Levantó los ojos negros, un tanto empañados y hubo tal agradecimiento en la mirada, que la emoción de entonces quedó impresa en su recuerdo como uno de los más puros galardones de su vida.
CAPÍTULO III
LOS MACHOS DEL ALTO PARANÁ
De nuevo llegó la «Marfisa». Esta vez, otros se le habían anticipado. Cuando miró desde lo alto del barranco, vio que abajo era efervescente la actividad. Bultos que bajaban y subían, órdenes dadas en voz alta, carcajadas, varias canoas de pequeños contrabandistas brasileños que también traficaban a la luz del día. Otros habían venido exclusivamente a beber, ya que el precio del aguardiente en las lanchas era mucho menor que el que se pagaba en los almacenes. Algunas mujeres con sus dedos brillantes de piel ensebada, acariciaban el vivo estampado de las telas, y se las envolvían al cuerpo para apreciar en ellas la animación de las formas, el suave contacto. Por sus ojos obscuros pasaban las sombras de la tentación reprimida igual que pájaros nocturnos frente a una ventana. Los marineros removían bultos enviando al pasaje y a los visitantes de la proa a la popa, de babor a estribor.
Cuando subió la planchada, Flaminio le saludó a gritos, dándole la bienvenida, y ordenó de inmediato que se sirviera otro jarro para él.
-Rapai, ¿cuántas bolsas de sal quiere?
-Tres bolsas y seis garrafas de caña. ¿A cuánto la caña?
-Quince cruceiros, rapai, es muito gustosa.
Así pasó la mayor parte de la mañana, y Eusebio después de preguntar si su pedido había venido, fue a la popa a tomar tereré con los motoristas, mientras se aclaraba un poco la aglomeración de gente. Allí las carcajadas variaban sobre la aventura ocurrida la noche anterior a un «engrasador» llamado Lopeí, quien hasta se había bañado con jabón de olor para compartir la manta con una pasajera.
-¿Para qué tanto arreglo? -le había preguntado un malicioso.
-¡Je!, el paraguayo está de farra -anunció él, mientras se fregaba la roña tenaz con un puñado de estopa.
Al día siguiente su sombrero espoleta no le pudo ocultar una sajadura cárdena sobre la mejilla izquierda.
-¿Cómo salió el paraguayo?
-¡Je!, el paraguayo cayó de guampa.
-¿Sobre la dama? -Sí..., pero antes estaba el Patrón.
* * *
Después vino Flaminio a buscarlo:
-Don Eusebio, quiero conversar dos palabras con usted. -Sintió sobresalto. Afuera había una luz opaca, cansada y caliente que daba un bochorno amarillo a la vegetación y al río.
-¿Quiere venir por acá?
Lo llevó a una pequeña cabina caldeada y con olor a pintura.
-¿Ha traído completo mi pedido?
-Sí, amigo, sí, algo hay; pero no es sobre eso que quiero hablar con usted
-Usted dirá entonces.
-Entre hombres las cosas se arreglan hablando -sentenció como preámbulo-, quería preguntarle que interés tiene usted en Clarita.
-No sé qué quiere decir...
-El asunto es claro: ¿le gusta esa mujer?, ¿la quiere para usted?
-Hombre, nunca había pensado en eso.
-Pero es necesario que piense, don Eusebio, mientras usted no piensa, es un obstáculo para mí. ¿La quiere para usted?, entonces se la dejo y no me meto. A mí no me faltan mujeres.
-Ya lo sé.
-¿Me la deja entonces?
-¡No, eso no! -Se le encogió la sangre en el pecho, ahogando el corazón.
-¿Para qué la quiere usted don Flaminio? ¿Para tenerla por un mes tumbada en un camastro de su lancha?... ¿Para cederla después en un puerto cualquiera a un mensú que le caiga simpático o que le facilite un buen contrabando?
-¡Y a usted qué le importa!
Se engalló su soberbia ante la actitud y el tono.
-Me importa, pero usted no entenderá jamás la razón por la cual me importa. Para mí hay algunas cosas que para usted no existen. Es inútil que tratemos de hablar sobre eso, no podremos entendernos. Podemos comerciar, pero no pretendamos ir más allá. Para usted las palabras tienen un significado, y para mí otro...
-Seguramente, usted parece muy sabio, pero no se olvide que aquí vive la gente que habla como yo.
-Entiendo, lo malo es que no me puedo hacer entender.
-¡Qué lástima! Acuérdese de todos modos, que yo le ofrecí la mano.
-Yo no la rehúso, don Flaminio, sino que no podemos entendernos. Vamos ahora a otra cosa; quisiera retirar mi pedido.
Flaminio bebió un largo trago chupando del jarro. Tosió por lo bajo, bronco, secose la boca con la manga, se incorporó despacio, metió los pulgares bajo el cinturón para colgar las manos, una sobre el arma pronta, cimbreose para atrás, y consciente de su poder, hizo daño con solemnidad:
-Estimado don Eusebio, no hay nada para usted
Las consecuencias eran fatales en su caso. Un coágulo de rubor se alojó en sus mejillas y encerró la explosión de la cólera entre sus mandíbulas prietas. En ese instante pendía la vida de cualquier falso ademán. Por último, Eusebio tomó la puerta y salió sin decir palabra.
* * *
Arriba lo esperaba Pulé con su carro para llevar juntos las mercaderías:
-¿Y después, por qué no descargan tus cosas?
-No hay nada para mí.
Pulé lo miró un rato sin decir nada. Subieron al vehículo y emprendieron el regreso, los dos callados por largo rato.
-Ya me parecía que algún disgusto ibas a tener con Flaminio.
-¿Pero por qué, hombre, por qué? ¡Yo no sé por qué soy el único que no ve la razón!
-Porque nadie entiende lo que querés con Clarita. Ponés mala cara cuando la gente va al boliche a hablar con ella, no la dejás ir a los bailes, no querés que nadie la visite ni se le acerque; pero vos permanecés impasible a su lado. La gente dice que hacés las cosas por puro egoísmo y sos un tonto.
-¿Pero quién dice que no quiero que vaya a bailes, ni tenga visitas y que pongo mala cara? ¡Es mentira! ¡Nunca me he metido con ella más que en su trabajo!
-Hombre, no niegues, ella misma lo ha dicho a quien se lo ha preguntado y doña Leonor lo dice aunque no se lo pregunten. Dice que ya tiene ganas de sacar a su hija de tu casa.
-¡Pero, Pulé, vos también creés! Hoy mismo hablaré con Clara y también con la madre.
-Sea como sea -continuó Pulé, no muy convencido-, vos sabés que aquí no se permite el oficio de perro, como se dice. Si te llevas a la chica, por las buenas o por las malas, si apaleas a la madre o le prendés fuego a su rancho, siempre que puedas convencer al Comisario o ganar la costa del Brasil, nadie dirá nada; pero a nadie le gusta que alguien se meta en lo que no le importa. Vos sabés: ésta es una región brava, medio salvaje, donde nadie es capaz de interpretar las cosas a medias. Aquí las cosas son, o no son.
-¡Sí, ya sé, lo que no sabía es que mi conducta había preocupado tanto!
-¿Cómo harás ahora para surtir tu almacén?
-Hombre, no lo sé; pero me figuro que tendré que comprar a las otras lanchitas cuando vengan, y trataré de escribir a Encarnación para que me manden mercaderías a flete. No creo que pueda hacer mucho; por lo pronto, estoy casi pelado.
-Lo que pueda darte, te voy a dar; pero claro está que eso no va a ser suficiente.
Ya en el pueblo, cada cual fue para su casa.
Llegado que hubo a la tienda, cruzó el despacho sin decir palabra, y se metió de rondón en su pieza, venciendo con nervioso impulso el atascamiento de la puerta enclenque.
Clara y Aníbal se miraron.
Tiene luna -afirmó el «secretario»-, de experiencia antigua, y se encaminó a eclipsarse.
Cuando se hubieron retirado unos parroquianos, Eusebio llamó a Clara.
-La gente dice que te he prohibido ir a los bailes; que he impuesto que no se te visite, y otras cosas, ¿es eso cierto?
-No, no es cierto, don Eusebio -dijo, bajando la cabeza.
-Pero me dicen que vos le has dicho eso a tu mamá y a otros.
-Sí dije.
-¿Por qué?
-Porque me pareció que usted no quería.
-Pues eso es absolutamente falso, irás a cuantos bailes haya, y ¡que te visiten los machos de todos los obrajes y yerbales si lo quieren!
Giró sobre sus talones y dando un portazo, se metió en su pieza. Se tiró en la cama y restregó la cabeza contra la almohada para ahogar un sollozo. Lo que había hecho no podía ser más brutal, y sobre todo, era una contradicción evidente con su actitud anterior. Se dijo que era primero un hipócrita, y después un cobarde: proteger a la chica, influir sobre ella, evitar que caiga en manos de cualquiera, poner mala cara a la gente que fuese a hablarle, pretender rectitud de conducta, vida moral..., haber conseguido inducirla a seguir una norma según su voluntad, y a la primera presión, dar un viraje brusco, y dejarla abandonada.
Tuvo impulsos de ir a ponerse de rodillas, pedirle perdón y confesarle que era cierto; que lo había interpretado correctamente, que aprobaba su conducta y que, en fin, quería hacer de ella una «niña bien».
Pero, ¿por qué, para qué? ¿Cómo justificar todo esto, no ante ella, sino ante sí mismo? Le pareció que Flaminio, Pulé, y todos tenían razón; que su actitud era la del perro del hortelano, que ni come, ni deja comer. Pensó por un momento que debía atropellarlo todo y apoderarse de la chica. Así nadie tendría nada que objetar. Mas eso también era imposible. ¡Él vivía en una espera! Allí no más, en el cajón estaba la reciente carta de Óscar. «Vi a Margot, como siempre linda y alegre. Le hablé de ti, como cada vez que la veo. 'Usted con su tema de siempre -me dijo-, lo único que puede resolver eso, es el tiempo, ¿no se ha dicho que el tiempo es una esponja que lo borra todo?' Y siguió hablando de otras cosas sin esperar mi respuesta».
* * *
Siempre había sido así, independiente hasta con agresividad. Cuando, después del escándalo, se había ofrecido a «reparar la falta», con cuanta ironía y dignidad ella había replicado: «Si creés que he sido seducida, engañada, estás profundamente equivocado. No se trata de falta... se trata de amor... ya que así vos no lo entendés, no tenemos nada más de que hablar». Se retiró de la sala. Después fue imposible verla: no hubo manera. La familia se empeñó con ahínco. Él mismo pasó horas y días rondando la casa, haciendo llamados telefónicos, escribiendo cartas interminables.
¿Por qué había huido? Hasta ahora no podía comprender sus sentimientos, sus impulsos de aquel día fatal. Había una mezcla de terror, de compasión, de remordimiento, pero también un secreto deseo de burlar. De lavarse la injuria de un sojuzgamiento antiguo, apareciendo ante sí y sus amigos como héroe de una aventura escandalosa.
Aún veía los surcos del sudor, las crenchas pegajosas, húmedas sobre la cara de la mujer aquella; recordaba su mirada extraviada, en busca de la salvación providencial que quitase de sus gruesas manos empurpuradas, el peso insoportable de la agonía de una flor.
-¡Hay que llamar un médico, urgente!, tenemos una hemorragia.
-Me voy, don Eusebio -dijo la voz de Clarita- en la otra pieza.
-¡Llame usted, a quien quiera, rápido!
Después la ambulancia, las explicaciones, los gritos de la mujer. «¡Ellos han venido a obligarme doctor! ¡el mozo ése, él vino a obligarme, ahí está en la puerta, ése es!» Margot, en la camilla estaba lívida, con los ojos cerrados. Las pestañas negras caían sobre azules profundos como sombras sobre un lago. El ceroso tinte de la tez tornaba violento el carmíneo afeite de la boca entreabierta.
¿Iba a morir? «Oh, Dios mío, ¿por qué a mí, solamente a mí me castigas así?». Se retorcía las manos, y un sudor frío le empapaba el cuerpo. Vagamente cayó en la sospecha de que todo aquello implicaría alguna responsabilidad penal. Fue hacia la pensión, casi maquinalmente y tomó el código: allí estaba muy claro que «la pena sería de cuatro a seis años... si resultare la muerte de la mujer».
Por huir se padecía su instinto con su experiencia milenaria y simple. No era quien, ni estaba el momento para valorar u ordenar pensamientos, y sin vacilar mucho tiempo, empacó cuatro cosas, tomó una lancha y pasó a la Argentina. De allí, siempre fugitivo, más hacia el sud, sin dar dirección ni noticias a nadie
Consiguió trabajo en una pequeña población del Chaco argentino, lejos de todo contacto con gente que venía o podía saber de Asunción. Después de algunos meses escribió a Óscar, ya que tampoco podía vivir completamente ajeno a toda noticia. La respuesta no se hizo esperar: «El escándalo fue mayúsculo. Margot estuvo varios días gravemente enferma; hubo corridas, un principio de denuncia porque nadie quiso asumir la responsabilidad. Después tu búsqueda. Su madre vino a preguntarme dónde estabas. No pude decirle nada, naturalmente; pero te busqué, quería hablar contigo, saber por qué habías huido y, sobre todo, sin haberme dejado noticias tuyas ni dirección alguna. En verdad, los primeros momentos fueron bastante duros, y quizá tu determinación fue la mejor, por lo que pudiera suceder; pero no creo que Margot se merezca el tratamiento que le has dado. No concurre más a las clases, y tengo entendido que abandonará los estudios. Yo creo que podrías regresar, ya pasó la tormenta, y todos están interesados en olvidar el asunto».
Siguieron las cartas, cada vez alejándose más del tema. Ahora Óscar trataba de inducirlo a que regresara para seguir sus cursos en la universidad; debía aprovechar los exámenes de diciembre cuanto menos, para presentarse a una o dos asignaturas fáciles y retomar la rutina de la vida. Lo de Margot no tenía remedio, y en el tiempo que había pasado, el primer encono se había vuelto tristeza... ¡Se piensa tan bien cuando se está triste! «Debes venir, nadie te hará un reproche mayor que el que vos te hagas».
Poco a poco fue ganando la persuasión, hasta que un día decidió volver.
Los amigos le recibieron con un guiño picaresco de entendimiento y algunas manidas frases de valor entendido. Nunca las traiciones de Tenorio afectaron su honra entre descendientes de linaje español. Pero su amor por Margot vivía latente. No se arrancan años de juventud para sepultarlos con un simple acto de voluntad. ¡Con cuántas horas de su vida estaba enlazada! ¡Cómo había concurrido a formar su carácter, a decidir su vida! ¡Cuántas cosas penosas había hecho por ella y cuántos sacrificios en sus brazos disiparon su amargura! Su carácter vacilante; ese pavoroso temor a las decisiones definitivas, ese blando dejarse moldear por influencias y arrastrar hacia el pecado, durante años, había sido resistido por ella y únicamente por ella, con su buen sentido, con su aptitud para encontrar el camino más seguro, sin perder nunca de vista el fin; con su ternura que diluía sus horas solitarias de huérfano, con su ecuanimidad, su instinto de justicia y su admirable entereza moral. Le parecía que toda esa confusión de su conducta, ese tumulto de sus sentimientos no habrían llegado a tal punto, si ella, al salir entre enfermeras y médicos aquella mañana, le hubiese dirigido solamente la palabra. Pero había perdido su contacto y fue juguete de impresiones trastornadoras.
Después, la entrevista con la madre que fue a verlo. «Dígale a Margot que estoy dispuesto a reparar mi falta». ¡Imbécil, más que imbécil!, como si no la conociese, como si la hubiera tratado solamente quince días. Salir con una pedantesca respuesta formal, latinazgo de sacristán, aforismo de comisario, fría y vulgar, cuando estaba destinada a desagraviar al espíritu de más rotunda personalidad individual que hubiese conocido. Podría saber que, aun tensa de anhelo, no sería de aquellas personas que esperan «una palabra» que sirva de puente, sino «la palabra», el gesto, el ademán preciso que afirme la garantía del estado de ánimo propicio para el efecto buscado. En ella el amor era profundo, orgulloso y tiránico, como la obra de arte es al artista. Todo intento de reparación debía ir afirmado en una auténtica integridad de corazón: alguna palabra con aliento de sollozo; una mirada bruñida en lágrima. Le contestó que fuera a su casa. Él creyó que la encontraría postrada, que llorando se echaría en sus brazos y sintió una maligna satisfacción. Siempre había sucedido lo contrario, siempre el implorante había sido él, y esta vez ya paladeaba su desquite. De aquí en adelante recuperaría su cetro de varón para regalarse con el orgullo del mando. Se hizo esperar unos días y fue.
Ella entró en la sala, leve y serena, atrayendo hacia sí la emoción del instante crucial. Le pareció un poco pálida. El armonioso corte de la cara quizá estuviese algo hundido en las mejillas y en los ojos castaños, una vaga melancolía daba contenido humano a la expresión de su serenidad. Sus labios firmes, un poco estrechos, dibujaban apenas una sonrisa. La frente despejada, altiva, revelaba el señorío innato de los que saben «que es lo que hay que temer», y el capricho de un rizo castaño ponía sexo a ese poder.
Avanzó hacia él como en tantos días, ni con mayor pausa, ni con mayor prisa. Era evidente que si quería representar un papel, su actitud sería la norma, la prototípica expresión de la dignidad ofendida, en un espíritu infinitamente capaz de absorber el sufrimiento por sí solo. La miró con embeleso; el matiz de su dolor era tan sutil que había que suponerlo, así como se presiente sufrimiento en la cercenada rosa inmadura, que sabiéndose muerta, aún es capaz de abrirse para realizar la belleza. No lo invitó a sentarse; ella tampoco lo hizo.
-Por fin has vuelto.
-Sí, aquí estoy, ¿no estás contenta?
-Según... ¿para qué has venido?
-Vos me hiciste llamar. -Ella debía pedir y él otorgar; así lo había resuelto. Así había preparado su ánimo durante días.
-Sí, pero lo hice para saber por vos mismo a qué habías venido. ¿Para qué hiciste llamar a mamá?
-Yo no la he hecho llamar: ella fue a verme. Se mostró sorprendida.
-¿Vos no la has hecho llamar?
-No.
-¿Y qué te ha dicho?
-Me ha pedido que me case contigo.
Apretó los dientes y sus ojos se achicaron airados.
-¿Vos qué le contestaste?
-Que sí; que estaba dispuesto a reparar mi falta.
Sonrió con desprecio: ambos quedaron un instante furiosamente al acecho del próximo lance de este acerado duelo de dignidades.
Después, vinieron sus palabras finales, irrevocadas hasta hoy y que constituían la secreta tortura determinante del curso de los últimos años de su vida:
-Si creés que he sido seducida, engañada, estás profundamente equivocado. No se trata de falta, se trata de amor... ya que así vos no lo entendés, no tenemos nada más de que hablar.
Recordó aquellos días terribles en que fue completamente imposible hacerse oír. Sus cartas venían cerradas, invariablemente devueltas; para sus llamados telefónicos había una sola respuesta: «no está». Sus emisarios no podían abordar el tema en forma alguna. Se sentía humillado, despreciado, casi loco y por su corazón pasaba sangre empalidecida y helada. Los amigos no cesaban de llamarlo «Don Juan».
Cierto día encontró nuevamente la oportunidad de huir. Un maderero con dientes de oro y anillos lucientes en las manos enormes, le habló entre destellos de las durezas del monte, para terminar ofreciéndole un empleo.
No vaciló un instante y al llegar a la selva, la pena se puso desnuda. Lentamente, a pasos, imagen a imagen, volvió al presente. Flaminio, con la mano sobre el revólver: «No hay nada para usted»... «No hay nada para usted» ¿Qué cosa no había?, ¡ah!, las mercaderías... «Aquí no se permite el oficio de perro»... «¿Cómo harás surtir tu almacén?»... «¿Cómo harás surtir tu almacén?»... «Pues eso es absolutamente falso; ¡que todos los machos te visiten!»... Se incorporó de un salto y buscó a Clara, ¡Clara! ¿dónde estaba?
-¡Clarita, Clarita!... -llamó-, ¡Clara...! ¡Clarita!
Se precipitó hacia la puerta del despacho como un poseído. Todo estaba cerrado, y la obscuridad, adormecida.
-¡Clara! -gritó con toda su angustia. Al no obtener respuesta, dio un puntapié formidable a un cajón vacío y trastrabillando fue a tirarse, sollozante, sobre el desvencijado mostrador.
-¡Oh, destino cruel! ¿por qué la desgracia ha de ser vehículo únicamente de la desgracia? ¡...Señor!, esta vez quise ser bueno, ¿por qué has permitido que cause daño? ¡Señor!... ¿Por qué hemos de luchar por lo bueno, si sus consecuencias pueden ser tan terriblemente malas?
Aníbal, atraído por los gritos, se acercó cautamente a la puerta:
-Clarita se fue, don Eusebio.
Se incorporó con tal violencia, que asustó al chico, quien vivamente se puso pronto para salir a escape.
-¿Adónde va, imbécil?
-Clarita se fue, señor. Se quedó mirándolo durante diez segundos inmensamente largos.
-Ya le trajeron la comida, señor.
-¿A qué hora se fue?
A la hora de siempre.
¿Y por qué no me avisó?
-Le dijo, en la puerta, que se iba, señor.
No dijo nada. Sus pensamientos se revolvían como una masa informe e incierta. Ahora recordaba vagamente que había oído despedirse a Clarita, sí, «me voy» y de pronto sintió sobresalto. Sus nervios sobreexcitados devolvían, resonantes, el menor estímulo de las ideas. «Me voy»... «me voy». ¿Qué tenía de particular esta expresión? Sonaba raro, un tono no esperado, no acorde... ¡Ah!, no era habitual. Comúnmente decía: «hasta mañana». ¿Por qué ahora dijo solamente: «me voy?» ¿Qué quería insinuar? ¡Claro!; la niña, no podía soportar las palabras gruesas, se había ofendido. Se paseó por la habitación hablando fuerte ante su asombrado pequeño «secretario».
-Es claro, es claro, sus lindas orejitas no podían escuchar; la niña tan bien educada como está, se ha criado en un colegio de monjas. La ofendió la palabreja, no debí decir «machos», debí decir los «galanes de los yerbales», o todavía más fino: «los niños de los yerbales y los obrajes». ¡Ja... ja... ja! -prorrumpió en una amarga carcajada. Y de pronto, volviéndose presto hacia donde estaba Aníbal, preguntó:
-¿Decime Aníbal, quiénes son los «niños de los yerbales?
-Y... los niños son los chicos, señor.
-¡Maravilloso, Aníbal, maravilloso, ja... ja... ja! -continuó riendo.
-¿Y quiénes son los «señoritos» de los obrajes?
-Este... -Aníbal parecía perplejo, y se veía que su cabeza trabajaba activamente. De pronto se iluminó su rostro-. ¡Son las «mascaritas» que se visten de mujer!
-¡Magnífico, magnífico! -y no cesaba de reír. Volvió a cargar la copa-. ¿Y vos sabés quiénes son los «machos» del Alto Paraná?
-Son los hombres, señor -respondió sin vacilar.
-Ni más ni menos, ni más ni menos. ¡Exacto! Los machos son los hombres verdaderamente hombres, como Flaminio, por ejemplo. ¿No es así? Los hombres de pelo en pecho, los que toman caña, juegan y pelean como fieras; los que matan con cuchillo, con machete o con revólver, los que tienen mujeres, una, dos, tres o cuatro. ¿No es así? -Tomó varios tragos de aguardiente.
-Sí, señor -y un chispazo de luz brilló en los ojos del chico. Se había descrito su ideal.
-¿Y vos sabés si fue porque dije: «machos de los yerbales» delante de Clarita, que ella se enojó?
-Sí, señor.
Detuvo en seco el vaso que llevaba a la boca, avanzó hacia el muchacho, tomole del brazo y sacudiéndolo con violencia, le espetó en la cara:
-Cómo «sí, señor»; ¿cómo lo sabés vos? ¿te dijo algo?
-No, señor.
-¿Cómo lo sabés entonces?
-Porque se fue llorando.
Soltó al chico. Se incorporó, lívido y quedó un momento sin juicio, mientras absorbía el golpe.
-¡Andate!... ¡andate!, ¡no quiero ver a nadie; si alguien pregunta por mí, le decís que fui al infierno!
Aníbal salió de estampía.
-Al infierno, justamente al infierno. El infierno de mi conciencia, de mi propio corazón -bebió de nuevo un largo sorbo de aguardiente. Quedó mirando el vaso sin verlo ya, bebió más y más rápido-. Éste es el refugio de los cobardes -estaba vacilante-, ¿cuántas veces prometí no beber más?... veinte veces, cien veces... Éste es el refugio de los cobardes... de los cobardes que tienen miedo de admitir su cobardía y renunciar... De los cobardes que no caminan ni hacia adelante ni hacia atrás; que tientan los pasos, vacilantes, de los que llegan tarde con sus actos y sus sentimientos. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, no se me había ocurrido: un ebrio expresa en su exterior lo que tiene adentro. In vino veritas; ¿quién dijo eso? Edgar Poe... que bárbaro; si esto es latín. Latín, es verdad. Yo estudié latín. Insula, insulae, insulam... ¡qué fastidioso!, pero Margot sabía; en los exámenes se sentaba a mi lado. Otros tiempos, eran otros tiempos, en esos tiempos en que se pensaba, y se obraba impulsado por fórmulas. Las palabras eran entonces sólo fórmulas: miedo, y uno recuerda la obscuridad; hambre, y se piensa en el apetito que precede diez minutos al almuerzo; amor, un personaje de novela; desengaño, no existe; tristeza, no se conoce; angustia, la que se siente antes del examen. Y sin embargo, se habla, se especula y hasta se destruye fundando la hipótesis en estos conceptos cuyo contenido no se conoce.
Después, con sorpresa advierte uno que hay efectivamente algo que se llama hambre. ¡Caracoles si lo hay! Las tripas hacen dramáticos gorgoritos y se revuelven y muerden como serpientes enloquecidas; algo que se llama angustia, que oprime el corazón, que oprime hasta dejar sin sangre, helado todo el cuerpo y la cabeza con un solo pensamiento; algo que se llama desengaño, tan grave y tan profundo que todas las cosas sabidas o queridas deben cambiar de valor; un cosa que se llama miedo que puede torturar días o meses, o sólo unos minutos, con una intensidad que quiebra; algo que se llama tristeza y que aprisiona como un cepo hecho de brumas indisipables.
Bebió más, interrumpió su paseo y su discurso para sentarse un rato con la cabeza entre las manos. Al cerrar los ojos percibió que las cosas daban vueltas, pesadamente, como si todas se hallasen formadas por una substancia plástica que proyectara su masa hacia la periferia del círculo que formaban. Siguió en su fantástico viaje al mostrador, a la estantería que paradójicamente mantenía todas sus botellas en pie por más que estuviese invertida. Se vio después a sí mismo girar, desmadejado, con los ojos semiabiertos, ridículamente serio. No le gustó y para disipar los fantasmas, haciendo un esfuerzo, concentró su atención en los objetos que tenía cerca, hasta obligarlos a readquirir su sentido normal.
Se incorporó para ir a la cama y de nuevo las cosas se movieron, esta vez en vaivén, como un barco que recibe el oleaje por banda. Le pareció raro no oír los embates del agua, hasta que entre tropezones, llegó a la cama y se hundió en el sueño pesado de los borrachos.
* * *
Violentos golpes a la puerta lo despertaron; escuchó un diálogo entre Aníbal y otra fuerte voz, que reconoció después de escucharla un rato: era la del Mayor.
-Andá a avisarle que estoy aquí.
-No quiere, señor; me dijo que no le molestara.
-¡Haga lo que le digo, chiquilín!
-Pero, señor, se va a enojar; está durmiendo.
-¡Don Eusebio, don Eusebio! -se oyó el vozarrón del Mayor, que daba vuelta a la casa-. Don Eusebio: quiero hablar dos palabras con usted. ¡No es hora de dormir, hombre, arriba, arriba, arriba!
Estaba terminando la tarde. Se sorprendió de haber dormido hasta esas horas, pero un agudo dolor de cabeza le señaló la causa.
-Adelante, Mayor -dijo, franqueando la puerta.
El otro quedó mirando sus ojos enrojecidos, turbios, y la cabellera revuelta.
-¿Qué es lo que pasa, don Eusebio? -le apoyó la mano sobre el hombro-. Mi amigo: cuando menos usted que es joven y fuerte, que tiene muchos años por delante, no me desengañe.
-No sé a que se refiere, Mayor. Adelante, tome asiento... ¡Aníbal!, mate.
-¡Cómo que no sabe! ¡todo el pueblo comenta su incidente con Flaminio y usted no sabe a qué me refiero! Todos dicen que usted ha echado a Clarita de su casa porque le tiene miedo. ¿No lo sabe usted?
-¿Qué? ¿Que eché a Clara porque le tengo miedo a Flaminio?
-Sí, señor, eso se dice.
-¡Pero usted está loco! -una onda de calor le subió a la cara desde las profundas raíces de su hombría.
-Yo, como amigo, vengo a avisarle, usted sabrá lo que debe hacer.
-Sí, gracias -su ira hervía buscando camino para el daño ahora mismo lo voy a arreglar. Se levantó para vestirse.
-¿Qué va a hacer usted? ¿va a ir a provocar a Flaminio por lo que digan diez borrachos?... No, hombre, la verdad es que no lo sabía tan susceptible a la opinión pública. Mañana se le brindará a usted una oportunidad mejor; vamos a tener paciencia por un día, ¿no le parece?
Se le quedó mirando, sin comprender.
-Mañana va toda la gente de paseo al barbacuá de don Segundo; irán también Flaminio, la Clarita, doña Rosenda, hijas, y todas las lenguas del pueblo: allí tendrá usted oportunidad del demostrar que no tiene miedo.
-¿Provocando un escándalo entre mujeres?
-No, amigo, siguiendo la tradición popular... Si usted espera esta noche a Flaminio bajo un árbol, lo desafía y lo mata, todos dirán que es usted un asesino alevoso. Si mañana, en el paseo, lo provoca y también lo mata, todos le agradecerán secretamente el espectáculo que les ha brindado. Se formarán de inmediato dos partidos; uno por usted y otro por el muerto. Estos serán los menos, no le quepa la menor duda. Ni un mísero testigo se encontrará para deponer en contra suya. Y los que no estuvieron y no vieron, sentirán no haber estado. ¡Hombre! ¡soy viejo y conozco a esta gente!
-Pero a mí no me importa lo que diga la gente, sino el hecho de que ese tipo se esté jactando a expensas mías.
-No me haga reír, don Eusebio: lo que le hace hervir la sangre en las venas es el cuento que le traje de lo que la gente decía. Le están haciendo hacer un «mal papel», como dice el pueblo con su formidable instinto. ¡No se exalte!; déjeme terminar. Hay otra cosa muy importante: mañana puede no llegar la sangre al río. Basta que usted se porte como un hombrecito hecho y derecho que es, para que todo quede arreglado. Nada de gracias. Yo lo apadrino en este asunto. Lo hago porque usted me gusta..., y porque tengo el presentimiento de que me va a resultar un gallo tapado con más espuelas que domador de mulas.
-No se fíe tanto..., pero de todas maneras, le quedo agradecido.
-Todavía no quiero su agradecimiento... por ahora necesito su promesa de obediencia. Necesito que usted me prometa hacer lo que yo le diga, entendiéndose que no lo voy a dejar como un trapo sucio. Déjeme meter la mano en algo que conozco tal como mi bolsillo derecho. Déjeme poner mis cincuenta años, mis quince de Alto Paraná en el fuego de sus treinta y, sobre todo, en su problema. ¡Pudiera otra vez tenerlos! Usted tiene ahora un «caso» con Flaminio, pues yo he tenido, y he visto tenerlos, con veinte, treinta Flaminios, con lanchas o sin lanchas y conozco sus variantes como los agujeros de una flauta.
-¿Qué quiere que haga, Mayor?
-Estarse quieto hasta mañana.
-Convenido.
-Lo vendré a buscar temprano.
Sus manos se encontraron con firmeza.
CAPÍTULO IV
EL CHOPÍ
Por la mañana se levantó temprano. Limpió y aceitó cuidadosamente el revólver hasta sacarle la capa de polvo rojizo que lo cubría. Se vistió y se afeitó con lentitud, mientras le cebaban el mate. Varias veces, con reprimida impaciencia, miró hacia la casa del Mayor.
Por fin lo vio salir. Vestía botas, pantalones de montar; bajo el saco pijama le abultaba el arma y en la mano traía un látigo flexible de cuero trenzado, con la temible varilla de acero por alma.
-¿Estás listo, mi hijo? -preguntó al llegar.
-Sí, Mayor, completamente listo.
-Bueno, cuando terminen las mujeres, supongo que vendrán a buscarnos... Entretanto, escucháme: vos, como si nada pasara. Si te hablan, contestá con la Mayor naturalidad. Con Flaminio, como si nada. Si te mira, le mirás; si te habla, le hablás; si saca a bailar a Clara, le dejás bailar dos o tres piezas; luego la sacás vos. Si anda cerca, tratá de no darle la espalda, en fin: yo también andaré cerca, no te preocupes. Lo más probable es que no suceda nada; pero si le ves hacer un ademán peligroso, que hable el colt, sin contemplaciones, que el bicho ese no es de los que vacilan. ¿De acuerdo?
¡Cómo le reconfortó el tuteo!
-De acuerdo, mi Mayor.
-Ni una palabra más; ¿qué tal pasaste la noche?
Y siguieron hablando de otras cosas, mientras pensaban en una sola.
Ya había salido el sol cuando empezaron a oír ruidos de un motor. Se veía el trajín en todas las casas; de cada una de las cuales una o dos personas irían en cualquier forma: en jardineras o carretones tirados por mulas y los más en los dos camiones que había en el pueblo.
Primero, un rústico carricoche, ocupado por tres personas mayores y dos chicos, amén de una montaña de bultos, iba al trotecito de un zaino. Saludaron al pasar invitando al viaje.
-Ya vamos -contestaron ambos.
Luego pasó un camión en el que se habían acomodado unos bancos donde iban sentadas las mujeres tocadas con pañuelos multicolores algunas; otras con grandes sombreros de paja. Algunas llevaban sombrillas; otras, simplemente viejos paraguas, recuerdos de sus expediciones por la ciudad. Los hombres sentados con ellas, todavía en los primeros tramos del viaje, hacían traslados y acomodos de bultos y en medio de comentarios y risotadas, aprovechaban las oportunidades para apoyarse con afectada inocencia en sus compañeras, o deslizar algún intencionado pellizco. ¡Cómo gritaban ellas y cómo les gustaba el juego!
Adelante, manejando, comandaba don Segundo, con grandes botas, bombachas y un ancho sombrero de fieltro. El pañuelo blanco de cuello quedaba sujeto mediante un anillo de oro que apretaba las puntas. A su lado resoplaba su señora, gorda, mofletuda, morena y chata, con un lunar de vigorosos pelos recortados. Les pareció que también iba Flaminio, y así debió ser, porque luego lo vieron entrando en casa de doña Leonor para llamar a Clarita.
Así que subió la moza, rugió el camión y la gritería se fue perdiendo en el polvo de la carretera.
A poco a ellos les llegó el turno. El segundo camión tenía como figura principal a doña Rosenda, simpática mujer de más de cuarenta años, ojos verdes, negra, cabellera ondulada, frente despejada y una boca madurada a besos. Sus tres hijas hacían arrumacos con otros tantos o más galanes que vacilaban entre solicitarles a ellas sonrisas o a la tentadora madre. Doña Rosenda vestía bombachas para evitarse la molestia de las sabandijas y de sus ojos picarescos, insinuantes, nacían todas las sendas para el pecado de amor. Les hicieron lugar y antes de acomodarse, el vehículo siguió viaje.
-Don Eusebio, siéntese al lado de María -indicó doña Rosenda, muy seria, pero con las manos y el cuerpo retorcidos de malicia.
-¡Aquí, aquí! -chilló una, haciendo espacio en el tablón que servía de asiento. Se llamaba Blanquita; ¡cuán obscuros debieron ser quienes la llamaron! Ni con una arroba de polvo de arroz.
Eusebio braceaba como nadador primerizo apoyándose en todas las prominencias posibles para conservar el equilibrio entre los tumbos.
-¡Atropelle, compadre, como cuando viene el toro! -apuntó un gracioso.
-¡Cuidado con mi atado! ¡ay! ¡la pata que carga!
Y entre risas, chillidos y rebotes, se ubicó en el lugar indicado.
-¡Yo me siento a su lado, doña Rosenda, si no aquí mismo armo camorra! -amenazó el Mayor, afectando seriedad y enojo.
-Pero como no, Mayor, nosotros los papás debemos hacer pareja.
-¡Epa!, no me interesa el papel de papá, yo soy un pretendiente, sobre esa base reclamo el lugar, en caso contrario -agregó mirando con picardía a su alrededor, y haciendo esfuerzos por equilibrarse-, veré donde puedo tener mejor suerte.
-¡Aquí, aquí Mayor! -gritaron varias.
-Ah, no señor, no permito que usted pierda a alguna de mis hijas, siéntese acá.
-La seriedad de doña Rosenda era de una gracia sin igual.
Eusebio miró a María. Era una chica de 16 ó 17 años. Fuera linda si una atroz quemadura no le hubiese echado a perder media mejilla. Cuando daba los primeros pasos en el nativo rancho campesino, se cayó en el fogón. ¡Qué dolor más largo! Con cada amiga garbosa le dolían todos los hombres apuestos, en la mejilla, como el antiguo tizón. Sabía lucir el lado intacto de su perfil mestizo, definido por una boca que oscilaba entre la sedienta oferta y la resignación. La herencia indígena le haría manifestar la fuerza del sexo en caricias fugaces, en percepciones sutiles; ternuras guardadas en lo profundo y que afloran a favor de la noche obscura con el estremecimiento de un silencio habitado.
Decían que estaba enamorada de él, y quizá así fuese, porque sus ojos le miraban rendidos, ofreciendo un amor subyugado.
Entró el camión en la picada, haciendo resonar su esfuerzo, quejándose con los elásticos al hamacarse entre los baches. Las grandes especies vegetales cruzaban en lo alto sus membrudos brazos multiformes y por trechos, moteaba el sol la tierra humedecida. Gigantes de treinta a cuarenta metros, como el ybyrá-pytá y el timbó; formidables lapachos de lujosa copa florecida y madera incorruptible; la perova, cuya pulpa temporalmente rosa, hace soñar a los excéntricos buscadores de efectos peregrinos; las columnas de rectitud increíble de los avatitimbasy; los grandes y olorosos cedros y tanta multitud de especies más, manifestaban su presencia a los ojos expertos, porque otros niveles más bajos de vegetación impedían observar el lento cimbrear de sus copas. Algunos bambúes enormes buscaban perforar hacia arriba la espesura y las palmeras y cocos deslucían su elegancia, aplastados, humillados. El apepú, los helechos arborescentes, bambúes, y bananos silvestres, tapizaban los verdes muros laterales y por fin, para hacer todo más impenetrable, surgían grandes tacuapizales de tallos ahilados y fuertes. Los ysypó y otras lianas colgando y prendiéndose a cada soporte, lo unían todo formando una masa, si no compacta, asfixiantemente lujuriosa y en la profusión de las tonalidades verdes, el sexo palpitante de las flores busca el cosquilleo estremecedor del insecto portador del polen, con vivo toque de color, la fragancia penetrante.
La humedad saturada de savia penetraba en el cuerpo, llena de vida y efecto bienhechor.
Llegaron. Un claro del bosque, limpio y despejado, era el lugar del barbacuá. Hacia un costado, a la derecha, había varios ranchitos de pindó y paredes de estaqueo, bajos, estrechos, liliputienses, apenas para contener un lecho o dos, pegados el uno al otro, y sólo con tres paredes: allí vivían los peones, algunas mujeres y unos cuantos chicos. Las casuchas eran empleadas exclusivamente para dormir y poner a reparo de la lluvia las pocas pilchas de cada cual. La vida se hacía fuera, bajo los árboles.
A la izquierda, dos galpones de tablas y techo pajizo guardaban, el uno, los raídos; el otro, pilas de bolsas pospuestas a un espacio con el ruedo de moler.
Los dos barbacuás, un tanto alejados para prevenir el incendio, eran como enormes canastos volcados sobre unos postes que los sostenían a poca distancia del suelo. Arriba, la hoja de yerba por tostar, y debajo, fuego lento. El urú dirige la cocción desde adentro de este horno, soportando en su cuerpo exorbitantes temperaturas, mientras sus ojos, el olfato, el oído, el temple del ardor que siente en la piel, lo guían a la determinación del punto. Cuando llegaron, uno sólo de estos barbacuás trabajaba aún. Las tareas de elaboración habían terminado. Cáceres, el tropero, dirigía el rito del asado. Un peón atendía la fogata e iba disponiendo las brasas de acuerdo a las instrucciones y conocimientos del maestro, que daba órdenes modulando la voz tras la sutileza de la intención o prorrumpía en escandalosos improperios cuando no se le captaba el matiz. Alrededor, hombres y mujeres, hacían sus comentarios.
-Este trocito está lindo.
-Sí, pero está mal cortado. ¿No ves que tiene toda la gordura y el otro pedazo no tiene nada?
-¡Qué gordura, ni qué gordura! ¿cuándo hemos comido carne gorda en el Alto Paraná? Con muñeca les voy a hacer asado de esa vaca vieja. ¿O qué?... ¿Hubieran preferido una ternera con añosa? ¿Por qué no lastimaron un novillito ajeno si querían carne buena para hoy?
-No arrime tanto esa carne, Cáceres; es temprano y se va a resecar.
-¡Dios me libre! ¡Apenas se corta un asador y hasta los gringos ya meten la cuchara!
-¿Gringo, eh?
-No lo dije por usted, sino por el brasilero.
-Jum... paraguayo, como el tereré.
Otro grupo miraba el barbacuá, hablando con el urú que contestaba las preguntas tendido sobre un cuero bajo la media esfera, a pocos pasos del fuego. Su negro rostro, inmoble, reseco y anguloso, de ásperos pelos espaciados, parecía sugerido por el ascua apagada de un tronco.
-¿Falta mucho urú?
-No.
-¿Sacaron mucha yerba este año?
-Como siempre.
-Pero terminaron pronto.
-No llovió.
-Esta clase de trabajo es el que yo preciso -comentó un jovencito- engordar, acostado bajo el barbacuá.
Rieron todos. El urú torció dolorosamente la cabeza como un leño verde echado al fuego y al descubrir al mocito desconocido, quiso vengar la burla.
-¿No quiere entrar?
-¿Es muy caliente?
-¿No ves cómo él está allí? -animaron varios.
Pedrito, el estudiantillo pobre, deslenguado y orgulloso, que llegó de vacaciones por invitación de un pariente obrajero, que trajo la cabeza aventada de deseos de aventuras y se encontró con el tedio de una interminable siesta, viéndose acorralado, agachose y se metió resueltamente. De inmediato, un ardor terrible le llegó a los huesos y le encendió la mejilla.
-Venga acá -insistió el urú sonriéndose con los labios para encubrir sus ojos serios que guardaban para sí el goce de una errada vindicta.
-¡Tirate al suelo! ¡al suelo! -le gritaron varias voces desde fuera, mientras festejaban con carcajadas su azoramiento.
Arrojose y el trastazo levantó polvo. Mas no le cupo sosegar, pues la tierra también ardía, tanto, que quejándose con descompuestos saltos, escapó sin gallardía.
Le compadecían, mientras él aliñaba su ropita arruinada.
Don Julio, con la actitud de un galán antiguo, hacía reír con sus lisonjas a unas muchachas sentadas en una hamaca de liña. ¡Qué falta le hacía en la mano una rosa de Francia, el pañuelo de encajes o cuando menos, un inútil bastón! ¡Y qué desastroso efecto para su fantasía, el pucho macizo y violento que tenía entre dientes una de ellas!
Álvarez, dicharachero y jovial, buscaba acomodo para la pareja de guitarristas, llevando, oficioso, un cajón vacío que les sirviera de banqueta. Sudaba don Segundo por hacer funcionar su radio a batería ante un cordón de silenciosos peones que esperaban el milagro de la voz y de la música. Doña Rosenda seguía batiéndose con donaire en la intencionada esgrima del Mayor; grupos de hombres de riguroso sombrero y mujeres en cabeza, formaban corrillos apartados, espiando la ocasión de la música para iniciar el inexcusable coloquio amoroso. Ña Cayé dispuso en el suelo su canasta de chipá en roscas; con dos enérgicos golpes en la base abrió la primera botella de caña y con la punta de la falda, limpió el jarro de lata. Despacho abierto.
El viento se hamacaba perezosamente en las ramazones y corría por la selva el grito del minero.
* * *
Eusebio iba de grupo en grupo, escuchando los comentarios de los demás, sin intervenir en ellos. Flaminio, Clarita y otros, habían desaparecido. Rabiosos celos que él llamaba amor propio, disparaban su imaginación tras imágenes más y más dolorosas.
Le parecía que todo este tiempo que él empleaba en deambular ocioso, su eficaz contendor lo estaba usando en tejer la fina urdiembre de la seducción. Hablaría a Clara del viaje al pueblo, de los puertos lejanos que visitarían de paso; pondría al alcance de su mano las fiestas soñadas en la ciudad inaccesible, el regalo espléndido de la tela de seda de vivos colores, oro en los pendientes, o acaso, un collar de coral. «¡Mentira!», quiso gritar.
Reconoció, con rabia que era Flaminio un ser afirmativo. Eficaz con las mujeres por la fuerza expansiva de su deseo, por la incontrolable lascivia que manaba de sus ojos, la boca, las abiertas aletas de la nariz, sus manos nervudas, vigorosas, que como seres independientes tenían su lenguaje mímico audazmente expresivo, parecían adelantarse y ya palpar aquello que estaban deseando. La cintura y caderas finas, nerviosas y ágiles, confirmaban su tipo semental. Cuando hablaba a una mujer, su voz era una caricia grave, profunda e incitante, infinitamente capaz de expresar la emoción sin elevar ni variar el tono. Le pareció que ninguna mujer podría estar a su lado sin pecar. Sintió terror: por un momento, creyó que se la llevaba, que se iban irremediablemente. Como transportadas por un puñal aleve, vinieron a clavársele en la frente, dos o tres imágenes de una supuesta intimidad... ¡y le faltó tiempo para sacudirse horrorizado! Volvió los ojos con pavor, buscando huir de su soledad demasiado sugestiva. A grandes pasos, fue a servirse de un vaso de aguardiente. Lo estaba bebiendo cuando una fuerte mano le oprimió un hombro.
-¿Qué tal Eusebio, cómo está ese espíritu? -Era el Mayor, que no fiaba prenda a su pupilo-. Vamos a entendernos con los demás. No te quedes así, hombre. Un traguito está bien, para templar el espíritu; pero no más -y le miró severo recordándole el compromiso.
«Clarita estará caminando sobre las piedras del arroyo. El agua clara bruñirá, nacarando, el lindo pie. Pies arqueados, blancos, perfectos; el tobillo fino y armonioso. ¿Los mirará Flaminio?, puede que sí, ah, no, él le mirará los labios, los senos, las nalgas y se prometerá un festín de voluptuosidad. No más que eso. ¿Por qué le miraría los pies si solamente son bellos?». ¡Cómo hubiera querido besarle los pies y subir los ojos de abajo arriba, recorriendo su cuerpo levemente inclinado como el tallo de una flor!
-No se preocupe, Mayor, estaba tomando sólo un trago.
«¿Por qué no me dejarán solo con mis pensamientos? Resulta agradable y a veces justo torturarse. Sí, es de estricta justicia, ya que el ánimo, la voluntad no son capaces de empujarnos a coger lo apetecido, es propio mantener y alentar la duda. Algo debe ocupar nuestro pensamiento, con algo hay que llenar el alma, y con algo se llena, aun a pesar nuestro».
-Vamos a mezclarnos con el trajín de doña Rosenda, eso le conviene a usted. -Había abandonado el anterior tuteo.
«Oh, claro, a nuestro pesar». Como, por ejemplo, con una idea fija. ¿Cuánto tiempo he tenido una idea fija? Uno, dos años y seguía teniéndola: Margot. «Si creés que he sido seducida, estás profundamente equivocado»... «Los ojos castaños, la serenidad del espíritu» ¿qué da la serenidad del espíritu?
-Don Eusebio, las damas quieren bailar -dijo doña Rosenda, interrumpiendo una vez más sus divagaciones y sorprendiéndole con su no esperada presencia.
-Pues, que se haga música, señora -contesté atropelladamente.
«Vieja ligadora, te haces la mamá porque no está quien te interesa». Sintió repulsión hacia toda esa gente que no lo dejaba en paz; que estaba al corriente de lo que le ocurría; que posiblemente hablaría, se harían señas, observando sus reacciones como un animal raro. «Quiere que baile para ver que cara pongo, si hablo con mi pareja, si puedo decir con desenvoltura una relación. ¡Cuidado! Pueden decirte alguna cosa hiriente.»
Empezaron las guitarras y un alborotado batir de palmas acogió sus tañidos. Los guitarristas, frente a frente, muy cercanos, el sombrero puesto, un basto pie descalzo sobre el cajón vacío, frontero al jarro de la caña, más en actitud de confidencia que de cantadores, filtrando por la nariz la bronca voz, alegraron la concurrencia con sus aires tristes. Los hombres fueron invitando a las mozas y sobre una parte más dura de la tierra colorada, empezaron a danzar en perezoso círculo.
-No baila, don Eusebio -insistió doña Rosenda-. ¿No ve? allí está esperando María.
Le tomó del brazo y presionó hacia el lugar en que estaba la moza haciéndose la distraída mientras observaba quien de los galanes hacía ademán de dirigirse a ella. Eusebio se vio pillado y no pudo, negarse.
Fue, pues, a hacer la reverencia de práctica y empezó a bailar. «Serías linda sin tu mejilla abrasada, pero quien te oprima en la caricia debe vigilar de qué lado besarte, cediendo al dulce desfallecimiento, no sea que se inhiba con áspera repulsa. ¡Qué fácil sería lograr de ti cualquier cosa!...».
Más por seguir el rito del monguetá nativo, que no excusa que varón alguno dance sin requerir de amores a su compañera, empezó a decir:
-María, hace tiempo que quería hablarte.
-¿Sí?... ¿y qué quería decirme?
-Que me gustás mucho.
-Que mentira más grande... si usted sólo tiene ojos para Clarita.
-¿Quién te dijo eso?
-El pueblo y yo, que sabemos lo que a usted le pasa. «Y dale con Clarita, todos están convencidos de que estoy loco por ella; nadie sabe nada de Margot». Oh, el sueño de los ojos castaños, tan infinitamente maternal, tan firme, acaso inexorable. La niña de los recuerdos de la dulce juventud, aquí, allá, en todas partes, siempre con ella... «Oh, Dios mío, cuántos recuerdos» se dijo una vez más.
-¿En qué piensa?
-En que a mí también me gustaría saber lo que me pasa.
-¿No lo sabe usted?
La miró sonriendo. «Pobre niña, tú no tienes mis complicaciones; pero tampoco eres feliz porque tus zapatos están viejos o ya se agota el frasco de perfume. Todos sufrimos y lo malo es que no hay proporción entre el sufrimiento y los afectos empeñados. Yo, por remordimiento y soledad. Quien, porque pierde un hijo. ¿Cómo será eso? Las mujeres lloraban escuchando el Sermón de la Soledad. ¡Qué ridículas me parecían! Yo solía ver al padre Rodríguez orgulloso en la Sacristía, cuando había podido hacerlas llorar.»
«¿Existe también una dicha? En la niñez, en la juventud, cuando todo sabe a novedad y no hacemos sino elegir caminos. ¿Y esta niña que no tiene qué elegir? Esta niña no sabe qué haya que elegir.»
«Pero esta polca es interminable», se dijo luego, «¿cuántas más tendré que bailar?»
-No me contesta usted.
-Sí te contesto: la gente habla demasiado.
-¿No es cierto lo que dice?
-No, no puede ser cierto.
Los dos querían creer esto por motivos diferentes. Se miraron, ella incrédula y a la vez agradecida, él ausente, tras ideas fugitivas que con destellos claros rasgaban un minuto su frente enardecida. ¡Eterna lucha de la vida con la muerte!
Terminó esa pieza y siguieron otras. Le resultaba cómoda su casual compañera porque su deseo de agradar hacía que se sometiera con docilidad a las rarezas de su momento. Le hubiese gustado que no preguntase tanto, mas, precisamente por esto, su desazón quedaba más disimulada.
Poco antes de comer, llegaron los que habían ido al arroyo. Clara caminaba al lado de Flaminio, que la había cogido de la mano. Ella lo buscó con los ojos y al encontrarle, sangre tímida le tiñó la frente, e instintivamente, libertó su mano.
* * *
Después del asado, cuando los perros roían los huesos y ásperos cuervos chasqueaban sus alas sobre el cuero estaqueado, los de menor ánimo buscaban escabullirse a sosegar la siesta. Entre las bolsas, sobre los raídos, o en las sombras, ocultos, se tendían peones con el sombrero sobre los ojos, entre los labios el tenaz palillo, timbre de orgullo de haber comido.
Otros, adelantados en el dulce pedido de la ocasión, arrastraban los pies en las guaranías interminables, sudando copiosamente. Las mujeres, libres de polvos y coloretes, comidos con el asado, caído el porte, se abandonaban languidecidas, ya ineficaces para incitar negando.
Eusebio se metió en un rancho con la esperanza de darse paz por un instante, mas, apenas acomodado, oyó las guitarras punteadas para un chopí. Escuchó su nombre, era el Mayor, que lo llamaba.
-¿Dónde te has metido?
-Aquí, Mayor, me puse a descansar un rato.
-Bueno, hombre, ha pasado la hora del descanso. Van a bailar el chopí, y vas a sacarle la pareja a Flaminio.
-¿Un taguató? ¿Con quién baila ella?
-¡Bah! ¿con quién?
-Está bien, Mayor, déjelo por mi cuenta.
Todas las ideas se le aclararon; se sintió nuevamente fuerte y ágil como en los buenos tiempos. Aquí había un propósito claro, inmediato y emocionante. «Que agradable es dar escape a la energía -se dijo-, no pensar diez minutos e improvisar la acción». El corazón latió aceleradamente y sonriendo, le agradeció esta prueba de vitalidad.
* * *
Las guitarras ya habían hecho el preludio y estaban las tres parejas, unas frente a las otras. Después del saludo ceremonioso, formaron el alternado ruedo de la cadena y otra vez puestos en línea, un hombre y una mujer de cada parte, danzaron solos muy vivamente, mientras todos batían palmas marcando el compás. En un momento ambos se desprendieron y empezó el toreo. Ella encogiendo la falda por un costado, en actitud muy española, a su medida tentando el garbo de lueñes tatarabuelas, vuelve el frente a uno u otro costado, y el ágil varón triscando el suelo con furioso zapateado, avanzando y hurtando el cuerpo, haciendo quiebros inverosímiles, anticipa a todos la guapeza que tendría con su cuchillo.
En este paso es lícito el taguató. El hombre, ligero y vivo, brinda oportunidades a los que no bailan, para que éstos, si pueden, le priven de su compañera, y ellos, atentos, recogen el desafío.
Pero ni el sol sale igual todos los días, ni es igual la relación entre los mortales. Lo que para amigos es un donaire, para quienes alientan rivalidades o se vigilan es menosprecio, escarnio insoportable. Por eso la ávida parca, cuando oye puntear el chopí nativo, «abandona la puerta del anciano enfermo» para correr veloz por las cañadas en busca de un fruto más inmediato y cierto. Y mil veces, ancianas madres que poco antes vieron partir de fiesta sus alegres mozos, mil veces, muy luego, cubrieron con negro manto sus cuerpos yertos. ¡Ley de raza bravía que no escatima su propia sangre!
Ambos rivales y el ruedo todo, estaban atentos a la tragedia en ciernes cuando Flaminio comenzó el toreo. Se hicieron sensibles los cuchillos y cada cual percibió el contacto de sus armas. El acompasado palmoteo sonó más frío y miradas recelosas vigilaban: toda cuestión pendiente, y antigua o nueva, de una vez se resuelve en una riña; el pueblo nativo es práctico para culminar querellas.
Saltó Eusebio oportunamente y ayudado por la muchacha, aseguró su éxito. Quedó en el acto un compás helado; cesó la música, todos en actitud de apresto. Duró un instante.
Flaminio, veloz, requirió su arma y cuando iba a usarla con fatal designio sobre el rival que aún tenía en sus brazos a su pareja, un terrible latigazo del Mayor lo tiró al suelo. Al apuntar Eusebio el revólver, lo detuvo el escrúpulo de su hombría, pues usarlo en ese momento era ya cobarde. Diez brazos lo sujetaron.
Gritos de mujeres, aire dispersado a tiros, corridas, total barahúnda, varios sobre los contendores y los presuntos, con desiguales ánimos de calmarlos o arremeterlos. Flaminio, enfurecido, hacía contorsiones inverosímiles por desasirse.
Uno, con un machete carpía hierba, gritando como un energúmeno, llamando al diablo para un combate.
-¡Que venga aquí el que se anime!
-¡Juancho! -alguien le gritó de atrás.
Fue tal la sorpresa que tras de saltar como un canguro, al intentar cambiar de frente en el aire, humilló las posas untándolas con la tierra húmeda.
Un peón misérrimo, enardecido por tantas detonaciones, huérfano de armas y deseoso de tomar parte en la pelea, cogió un grueso tizón y sin más motivo aplicó la brasa al cuello de un compañero.
-¡Mamita! -gritó el desdichado y creyéndose muerto, cayó redondo.
Aunque parezca mentira, quien realmente, con eficacia, contribuyó a terminar la desordenada liza, fue un bárbaro que por sólo desfogarse, puesto en el centro de la refriega disparaba su pistola hacia todos lados. Como nadie sabía para quién eran los tiros, los más optaron por salir de en medio y guarecerse tras de los árboles.
Cuando recargaba el arma, irrumpió el Mayor, que mañosamente se la sacó.
-¡Quieto, animal, que todavía te pegarás un tiro!... ¡Usted, váyase de aquí y déjese de gritar! Alto, alto, todo el mundo.
Finalmente, varios se pusieron del lado del orden y de la paz. Entre tres apartaron a Flaminio hacia una choza y le dieron agua para lavarse. Entre tanto, otros habían subido a Eusebio en el camión de don Segundo, quien con una buena parte de las mujeres, partió a escape, sin cargar ni cuidarse de los enseres. Allí también iba Clara, con los ojos bajos, sin hablar, pálida y estremecida.
Mas, la jornada no quedó incruenta. Un sirviente del barbacuá, deseoso de liquidar viejas cuentas con el Urú, le ensartó una horca por un costado y se dio a la huida.
E Ignacio Madruga, que es un carrero en su ser pacífico que usaba un cuarenta y cuatro, más para respeto que para el uso. Un esmirriado reservista recién salido le llevó una carga con un puñalito, humillando su jerarquía. Él decía que por no matarlo, huyó monte adentro; el otro, pegado a sus talones, sin darle tiempo para volverse. Enredado en un raigón, se vino al suelo y como el otro se le iba encima, se revolvió, levantó las piernas para contenerlo e hizo un disparo. Hado fatal: su pie izquierdo quedó perforado. El contrario, viéndole herido y determinado, aligeró las plantas.
-¡Qué golpe brutal! -se quejó don Segundo sobre el volante.
-¿Dónde, quién?
-Yo, hombre, en la canilla... al subir al camión.
Un golpe brutal. ¡Qué habrá sido de la radio! Con tal de que algún desgraciado no le haya metido unos balazos...
-¿Por qué nadie haría eso?
-¡Para destruir, hombre! -gritó-. ¿No vio usted, a Sapó tirar bajo el galpón, solamente para agujerear el techo? ¡Desgraciado!... Y el Urú; han herido al Urú; habrá que buscar otro.
-Menos mal que aquí a nuestro amigo no le sucedió nada.
-Sí, por milagro.
Atrás las mujeres herían sus carnes insensibles al dolor y araban la angustia con desordenados gritos.
-Yo cuando vi venir el taguató, salí corriendo. Me fui hacia el galpón de yerba y caí en el camino y seguí corriendo, arrastrada. Mirá mi vestido, mis manos, mis rodillas...
-¡Ay, qué cosa! Yo también corrí hacia el camión y mis piernas temblaban, las rodillas blandas. ¡Qué susto Dios mío! ¡La Virgen del Carmen, protegeme, señora mía! Virgencita del Carmen, protegeme, quería rezar, pero no recordaba de ninguna oración. Se me cayó un zapato, y ese Pedrito que andaba por allí. ¡No quiero acordarme!
-¡Qué susto, Dios mío, ese Flaminio, qué terrible!
-Y don Eusebio, ¡qué sereno!
-No vino mi hermano. ¡Dónde habrá quedado, Dios mío!
-Ni Manuel, ¡para qué habrá venido!
-No se preocupen, no había pasado nada.
-Vamos a prender una vela.
-A la Virgen de Itá Cuá.
Del camión bajó Clara y al despedirse de todos, fijó una mirada larga en Eusebio, pidiéndole con ella perdón por la culpa vaga que remordía su corazón ingenuo. Mas, el varón aún ardía con el ímpetu arrogante de la fuerza. Atrás, melifluos sentimientos. ¡Atrás aleteos del amor de cándidas plumas! ¡El ardor del coraje es gélido: contacto del acero!
No comprendió la mirada y la dejó ir impasible, fosco en su orgullo. Había probado a todos que aceptaba la ley de la selva y que la sangre ennegrecida no le causaba femenino horror.
* * *
Con don Julio entraron en la casa vacía y a la vista del flaco almacén, sonrió entristecido al saber cierto que en días más, hasta las ratas enjutas percibirían el cambio sañudo de suerte. Sus pocas cosas reposaban en el abandono limpio en que las había dejado Aníbal.
Un grueso leño arropado de cenizas guardaba en el seno el ascua adormecida. Se alargaba la sombra clara del alero; unas gallinas semblanteaban al amo con un ojo, de medio lado, en talante de requerir la omitida ración del día, y plácidos bovinos, se apacentaban en el rico herbaje del patio doméstico, cuyo cierre ineficaz habían burlado.
Fatigado de su carrera, empezaba a empurpurarse la faz del sol; el don del silencio diluía la grávida consistencia de las emociones, e iba fecundando el ágil pensamiento.
Nadie puede decir de antemano como reaccionará su cuerpo ante el peligro; el paso de la prueba con serena parquedad, llenaba de orgullo su yo confidencial, y con callada continencia, esperaba que el sorbo largo de su amigo terminase por desatarle el juicio apetecido.
Al fin resbaló la pausa:
-Ha estado usted, bien amigo, ha estado usted, bien.
-Gracias, don Julio; pero hubiera preferido no tener que estar bien... no haber tenido que hacer lo que hice.
-Amigo mío: es tan vano decir «hubiera preferido», «hubiera querido»... En nuestras manos está únicamente querer el futuro con sentido moral; tomar las cosas como son, pero influir para que en adelante sean como deben ser. ¿Qué más quiere usted?... ¿Póngame un poquito, quiere?
-Aquí tiene... ¿un poco más?... «Hubiera querido.» ¿Se ha fijado usted, que todo o casi todo lo que «hubiéramos querido», es bueno, o es justo, cuando menos desde nuestro punto de vista? Es una especie de acto de contrición permanente, una sentencia indirecta sobre el pasado, un propósito de enmienda y, con perdón, una lágrima sobre una esperanza fugitiva.
-Una lágrima sobre una esperanza fugitiva... y también, una alternativa perdida, un motivo de duda, un interrogante que no será develado jamás. Eso es lo que, a usted, le tortura. ¿Y por qué? ¿Para qué? ¿Conoce usted el cuento del viejo chino a quien se le perdió un caballo? ¿...No? Pues se le perdió un hermoso caballo y los vecinos vinieron a decirle: «ésta es una desgracia». Respondió impasible el chino: «Vosotros, ¿cómo lo sabéis?» Al cabo de un tiempo volvió el caballo, mas le seguía una tropilla de potros alzados. «Sois muy afortunado», vinieron a congratularle los amigos. «¿Y vosotros, cómo lo sabéis?», contestó el viejo.
Pues, justamente, queriendo domar uno de los potros cerriles, su único hijo cayó y se quebró una pierna. «Ésta es una desgracia», le dijeron. «Vosotros, ¿cómo lo sabéis?», replicó de nuevo.
Poco después una comisión militar venida de Pekín alistaba soldados para sofocar una guerra civil. El mozo lisiado no pudo ir. «Sois muy afortunado», una vez más le dijeron los vecinos. «¿Y vosotros cómo lo sabéis?», imperturbable contestó el chino...
Cuando calló don Julio, Eusebio sonreía vivificado por el flujo intelectual.
-¿Fumaba opio el chino? -preguntó.
-¿Y usted, no bebe alcohol? ¿No vino usted a la selva...? ¿Por qué se tortura tanto? ¿Por qué cada acto es para usted, una encrucijada? Amar la vida: sus glorias y sus penas. Dejarla manar natural, querer lo que puede darnos. Saber renunciar a aquello por lo que no se lucha; olvidar lo que no estamos buscando. Buscar en la vida algo que sirva de fin, de objetivo. Para que sea permanente, debe ser natural, claramente perceptible, moralmente aceptable y, sobre todo, justo. Los que viven para algo, dudan por filosofar...
Entonces oyeron llamar a la puerta.
* * *
Cuando el señor Alcalde se enteró de lo ocurrido, requirió un cigarro, mandó ensillar su trotona, calzó las botas, ciñose el talabarte, enfundó la pistola y ordenó el apresto de dos números de guardia para su escolta. Algo había que hacer deprisa para sosegar «la lengua de la gente» y mantener el sagrado principio de «autoridá».
Bien sabía que estaba allí para proteger el comercio, la industria, la ganadería y para regodearse con la prosperidad de las fuerzas vivas, que derramaban sobre él sus dones.
¿Apresar al Mayor? ¿Pero qué, quién piensa en ello? ¡El Mayor, un ex combatiente glorioso de la guerra del Chaco, con tantos compañeros de remesa en pleno mando! ¡Hombre, dónde estamos!
Y Flaminio, el generoso Flaminio, el lanchero dadivoso, el armador opulento, el comerciante emprendedor, el amigo servicial, ¡ca...! ¿dónde estamos?
Don Eusebio, un joven talentoso, ilustrado, discreto, óptimo para redactar notas difíciles, para indicar cómo se escribe un sumario sin andar diciéndolo por ahí... comerciante generoso, muy amigo del Mayor, y el Mayor y sus amigos con excelentes relaciones en el Ministerio... «¡Salute, que affaire!».
Al llegar a casa de Eusebio, el cigarro, usurariamente urgido por sus meditaciones, le quemaba el híspido bigote y sus ojos negros, enérgicos por adaptación al cargo, se perdían en los mogotes lejanos, con la quieta opacidad de los reversos.
-Adelante, señor Alcalde.
-¿Parece que tuvimos farra, no?
-¡Mal haya! ¿Qué le sirvo?
-Nada, estoy de servicio -excepcionó solemne, bajando la vista para no ver algún imprudente gesto de duda-. Así es cuando falta la «autoridá».
-Es verdad.
-Es «verdá».
Los ojillos del señor Alcalde discurrían por la habitación y el contiguo despacho pidiendo a las botellas, a los garrafones pletóricos, a las damajuanas henchidas, al pipón resudante, una onda de calor que le encendiera una idea que le señale el atajo para salvar el principio, sin el naufragio de nadie tan principal, ni de su propia persona, principalísima.
-Yo no quiero perjudicar a nadie.
-Hace bien -corroboró don Julio.
-¿Y los heridos?
-Se sabe quienes tienen responsabilidad.
-¿Y el escándalo? ¿Y la provocación? ¿Y la agresión a mano armada? ¿Y las vías de hecho, con garrote?
-Con chicote, don...
-Peor, hay más «calidá».
Se enderezó en la silla, picado por la contradicción, mirando desde lo alto, como si repentinamente se hubiese tragado la espada de la Justicia.
-¡Caramba! ¡Si hay causa para podrirse en la cárcel! O cuando menos para aserrarme madera, terminar la alcaldía y la casa para el Alcalde, carpirme la chacra, limpiar el patio y etcéteras y etcéteras.
-Amén -por lo bajo se acoquinó don Julio.
Mas, el señor alcalde ya se apeaba de Clavileño para retomar su flaca trotona.
-Claro, si no estuviera en la Alcaldía un amigo de ustedes, como yo... ¿Todavía no vino mi Mayor?
-No lo vimos.
-En fin, ya veremos -suspiró de consuno con la silla al levantarse y sin mirar ni objetos ni a sujetos, continuó-: y ahora que veo, mándeme una damajuana con guaviramí, don Eusebio ¿y ese poncho que está sobre la cama, está en venta?... bueno, también ese poncho... también unas latas de sardinas, picadillo y cornebé, y apunte.
* * *
-Madre, hay mucho rocío.
-Sí, hijo, lloran las estrellas.
-¿Por qué lloran las estrellas?
-Porque ha muerto el Urú, ¡y no hay en el mundo quien lo llore!
La mujer y el niño se perdieron en la noche empapados en la vaga pesadumbre de un mismo dolor presentido.
¡Noche: tu misterio callado y apacible cuaja el sentimiento de la pena universal!
CAPÍTULO V
LA HUIDA
Había descansado un rato cuando unos ligeros golpes en la ventana lo despertaron. Sobreexcitado como estaba, lo primero que se le ocurrió fue que Flaminio venía a buscarlo para un encuentro definitivo. Sin contestar, cogió el revólver y se deslizó hasta una hendija para ver de quién se trataba. Cuando pudo distinguir en las tinieblas... ¡reconoció a Clara!
-¿Qué querés, Clarita?
-Don Eusebio, quiero hablar con usted
-¿Con quién viniste?
-Sola.
-Ya abro.
Cuando abrió, miró el firmamento y constató que Sirio había cruzado su cenit; era pues, muy tarde.
-Entrá Clarita. ¿Qué te pasa, hija mía?
La vio titubear en la puerta y sus contornos ceñidos se dibujaron contra la velada claridad de la noche.
-Un momento, voy a encender la luz.
-No, don Eusebio, sólo vengo un ratito... me voy.
-¿Te vas? ¿Dónde? -le tomó de las manos, las sintió ásperas; huyó de esta sensación subiendo, leve, por los brazos prietos.
-Sentate aquí.
-Me voy, don Eusebio.
-¿Pero adónde vas, decime a qué?... -iba a decir: «a qué viniste», pero un golpe de instinto atajó sus palabras; le pareció estúpido e inhábil pedir hasta esa declaración. Era patente para qué había venido y el impulso de su actitud de días pasados, por un momento le hizo bajar las manos.
-Vine a decirle que mamá me manda mañana con Flaminio.
-¿Qué? ¿Te manda tu mamá?
-Sí, mañana de madrugada viene a buscarme.
-¿Mañana de madrugada?... ¿Dentro de un rato? ¿Estás loca? ¿Y vos... vos querés ir? -la cogió de los hombros.
-No.
-¿Y entonces, por qué te vas?
-Porque mamá quiere.
-¿Y te vas a ir?
Se alejó de ella, dio unos pasos, se sintió solo, herido, falto de apoyo. Decidir algo requería tiempo. Su querer confuso chocaba en torbellinos con sus meditaciones revueltas.
Después de un rato, cuando para él hablaba torvo el silencio, desde las sombras, tímidamente, nació la voz:
-Déjeme con usted, yo le voy a cuidar el almacén, voy a tener limpia la casa, me voy a ocupar de que haya leña, en el cántaro agua nueva y fresca que iré a traer del manantial. Por las mañanas, el mate va a estar siempre espumoso y caliente; su ropa lavada y planchada y la voy a guardar con jazmines que voy traer de casa de doña Candé...
-¿Me querés?
-¡Déjeme con usted para siempre! ¡Haré lo que quiera, no me quiero ir!... Ya soy grande y sé hacer de todo: he trabajado desde muy chiquitita; la comida no se me quema y sé ponerle sal; déjeme usted para siempre. Mamá se va a enojar, pero después, cuando vea que ya estoy para siempre, va a perdonarme.
-¿Me querés?
-Aníbal le saca cigarrillos y fuma detrás de la casa; los otros días, cuando usted no estaba, él se puso a jugar con el revólver y también revisa los libros para ver figuras.
-Decime, ¿me querés?
-Si yo vengo para siempre, él podría irse, yo sola puedo cuidar la casa. La ropa va estar bien limpia, bien cosida y con olor a jazmín -reiteró.
-Contestá, decime, ¿querés ser mi mujer?
-¿Su mujer, su compañera?
-Sí, mi compañera.
-Si usted quiere, sí, don Eusebio; yo me quiero quedar con usted para siempre.
-No llores, niña mía querida; sí, conmigo te quedarás para siempre... ¿por qué llorás?, decime ¿por qué llorás?... a ver, levantá la cabeza, ¿me oís?, ¿por qué llorás?...
-No sé..., pero me da mucho gusto... ¡su compañera!
«¡Virgen impoluta, guardaría tus lágrimas en un labrado relicario para conservar en mi vida una substancia purísima de amor! ¡cuajado sentimiento, liquida alma, verdad del corazón! La estrella pensativa donde se citan los amantes que están lejos, bebe de estas lágrimas la dulce melancolía; de esta fuente lleva el aura la emoción al paisaje inanimado y por tal virtud, las tardes otoñales maduran la añoranza del hogar lejano.»
¿Dónde fue a dormir el tiempo? Cuando emociones fuertes se suceden en un plazo breve parece que no es una continuidad que pasa: es un acontecer a saltos. De una cúspide a otra, entre ambas, nada más que olvido.
Así, Eusebio recordó de pronto que, dentro de pocas horas, tal vez dos o tres, Flaminio iría a buscar a Clara, que ésta no sería encontrada en su casa, que vendrían con toda seguridad allí; que se produciría otro alboroto; en el pueblo el despecho del pretendiente burlado, las reclamaciones de la vieja bruja, las bromas de los amigos y otras cosas más. Dio importancia considerable a todos estos supuestos, aunque bien sabía que en esos lugares nadie hacía alharaca porque un hombre llevase o tomara en cualquier forma una mujer.
Puso nervios a su cuerpo laxo de deleites e impetuosamente, saltó del lecho. Debía huir a cualquier parte, ir, perderse, «hasta que el pensamiento recobre su equilibrio», se dijo y su resolución le produjo nuevamente el gozo de la inminencia de la acción.
-Clarita, levantate, vamos.
-¿Adónde? -No sé, vamos a Embalse, vamos al Brasil.
-¿Ahora mismo?
-Sí, ahora mismo. Escribiré una carta al Mayor... le dejo el almacén a tu madre.
Encendió la lámpara, cogió un lápiz y nerviosamente escribió unas líneas. Entre tanto, Clara, con la naturalidad de una mujer dispuesta a seguir a cualquier parte a su hombre, sacó unas ropas, las envolvió en dos ponchos, y se movió por la casa empacando los objetos indispensables, como si otra cosa no hubiese hecho en su vida.
Después se le unió él; tomó sus armas, buscó todo el dinero que tenía y una serie de vales y giros y los guardó. Luego, al abrir más a fondo un cajón, detuvo su mano irresoluta sobre el paquete de cartas.
Lo acercó a la lámpara como si no lo percibiera mejor con los ojos cerrados y su pulso tembló: ¡era tanto su peso!
-¿Te estoy traicionando..., o me estoy traicionando? -dijo entre dientes para sí.
-¿Qué dice? -preguntó Clara.
-Que como no hay tiempo de quemar esto, la arrojaremos al río.
-¡Vamos!
Buscó después rápidamente la carta de Óscar, la miró un rato y la arrimó a la llama. «En realidad huyo de ustedes, ¿no es así?». Vio retorcerse el papel al arder y aún pudo leer: «lo único que puede resolver esto es el tiempo». Recordó las palabras de Margot y sintió nueva prisa por huir.
Arrojó el papel, aligerado por la llama y volviéndose, ordenó, lacónico:
-¡Vamos!
Salieron los dos, dejando abierta la casa cuya puerta mecida por el viento gimió dolorosamente su soledad.
Bordeando el pueblo, se dirigieron hacia el camino que debía llevarlos a Embalse, a unos kilómetros del lugar. Pensó que allí encontraría con facilidad quien los hiciera pasar al Brasil. No fueron directamente al puerto del pueblo porque allí estaba la «Marfisa».
Ya entraban en el bosque cuando Eusebio se detuvo asaltado por una repentina idea.
-¿Y tu ropa?
-No traigo nada.
-Oh, mujercita admirable, ¡ni la has mencionado por seguirme!
Dejó un momento en el suelo el equipaje, la tomó en sus brazos y la besó largamente y aún en la oscuridad, notó la alegría femenina por el sacrificio reconocido.
* * *
Prosiguieron su camino sin hablar y serían las tres cuando salieron al poblado. Sin detenerse, dirigiéronse hacia la barranca para buscar el bote que los llevara a la otra orilla. Ya había algunas luces en los ranchitos de los obreros levantados antes del alba.
A pesar del cuidado por no llamar la atención, algunos perros denunciaron su paso. Pudieron encontrar, al fin, la senda que bajaba el repecho y con trabajo, descendieron la pendiente en la oscuridad.
Allá, en el fondo, estaba el remolcador; «en todo caso, esos nos harán pasar», se dijo. En el barco ya había actividad; la chimenea chisporroteaba alegre y los tripulantes a la luz de varios faroles tomaban mate. Cuando llegaron, preguntó si podía subir.
-Ahí está la planchada -le respondió alguien.
Subió: Clara se sentó a esperarlo en la playa. Estaba cansada y dolorida, pero un goce interior intenso, desconocido, puro y sin ninguna idea que le hiciera sombra, acariciaba todo su ser. Esa inquietud, ese querer sin saber qué quería, aun intuyendo lo que sería; esa angustia, las heridas de la indiferencia y de la incomprensión -de golpe-, en una forma inesperada se habían desvanecido para siempre. No podía comprender qué era, pero su cuerpo cansado tenía, despedía dicha, y sus manos enlevecidas acariciaban sus pechos palpitantes, los muslos laxos, el fino cuello doblado, pareciéndole que podía palpar esa sensación extraña, desconocida, pero tan infinitamente dulce.
-¿Está el patrón? -preguntó Eusebio tentando la cubierta resbaladiza.
Con alegría lo reconoció: había estado en el pueblo. Mas, apenas le formuló el pedido de que lo pasara al otro lado con la canoa del barco, cuando ya se sintió descubierto.
-¿Está robando a esa mujercita, don Eusebio, eh?
-No, patrón, si ella ya era mi mujer.
-Cuando fui a Panambí durante el viaje pasado, hace veinte días, todavía no lo era... -lo miró fijamente a la luz del farol. Después, prorrumpió en una carcajada-. Mire, don Eusebio, es para ayudarle, ¡qué embromar!
Quedó perplejo, sin saber a punto fijo qué actitud asumir.
-Bueno, si quiere que lo mande al otro lado, lo mando, pero si lo que usted quiere es desaparecer... yo le propondría otra cosa.
-¿Qué cosa, patrón?
-Vamos conmigo; yo lo dejo en algún puerto río abajo.
-¿Cuándo salen ustedes?
-Ahora mismo, con la jangada -volvió a reír, palmeándole la espalda-. ¿Y ahora qué me dice, que era su mujer? Alce sus pilchas y vamos.
Se sucedieron las órdenes y aún en las tinieblas, los marineros, ya portando o izando un farol, ya aclarando cables, ya en trajines incomprensibles, corrían por las barrancas o sobre la negra almadía que en esa hora no era más que una mancha obscura sobre la tersa superficie del agua. Después, un largo y doloroso chirrido, dura fricción de mil troncos mutilados, indicó que la balsa se movía. Lentamente fue tomando el canal. Algunas figuras se destacaban contra la masa negra y rotunda de las barrancas, donde fulgían y se apagaban pequeñas luces al ser interceptadas por densas masas de vegetación. Las estrellas brillaban aún con todo su esplendor y ya habría salido el lucero, que no era visible, porque este río encajonado es avaro en sus horizontes.
-Vamos a tener un lindo día... Hubo mucho rocío y las estrellas no titilan -comentó el patrón-, con tal de que no nos sorprenda algún banco de niebla.
Tirando de la enorme balsa, el remolcador parecía un barco de juguete y los hombres que corrían saltando sobre los rollos de madera, eran imprecisos fantasmas móviles en la obscuridad del momento.
* * *
Amaneció un día radiante cuando ya habían pasado Foz do Yguazú y Presidente Franco. Poco después, el patrón llamó a Eusebio para convenir el lugar donde los dejaría.
-¿Qué le parece si lo bajo frente a Bemberg? Después ustedes cruzan y ya está.
Rechazó de inmediato la idea. Se dijo, aunque sabía que se engañaba, que para él ocultarse era esencial.
-No, patrón, me gustaría ir a un obraje a buscar trabajo.
-¿Pero usted sabe lo que es eso, don Eusebio?
-Ya he estado antes.
-¿Trabajando en el monte?
-No.
Se le quedó mirando un rato sin decir nada, como si presintiera la existencia de un drama interior.
-Si quiere, lo bajamos en Paranambú.
-¿Habrá algo que hacer allí?
-Sí, creo que sí.
-¿Cuándo llegamos?
-A la tarde.
Después, se le ocurrió ir a la jangada y acompañado de Clara, subieron a la canoa. Ya al apartarse del remolcador, sintieron como la vibración y el estrépito de las máquinas se apagaban con rapidez. Cuando llegaron a la balsa se percibía únicamente el murmullo del agua revuelta por la hélice. Bajaron temerosos pisando con cuidado los movedizos rollos, ayudados por los marineros y caminando sobre las vigas transversales llegaron a la pequeña carpa, a cuya vera se sentaron sobre unos tablones colocados allí como piso. La jangada de un mil doscientas vigas y rollos, amarrados uno al lado de otros con alambres y cables de acero, con un peso bruto que llegaba a las tres mil toneladas, se anexaba zonas de hierbas acuáticas que crecían sobre la acumulación de barro depositado por las aguas. Navegando, parecía una baja isla flotante de geométricos contornos, que en esas alturas ocupaba gran parte del cauce del río.
Los hombres tornaron a sus obligaciones. Clara y Eusebio quedaron solos, como flotando en una nube de silencio. No había señal alguna que revelara esfuerzo. Se tendieron, dando espaldas al barco, haciendo desaparecer la única percepción de marcha, ya que el correr de las aguas no se denunciaba en otra forma.
El paisaje de las barrancas casi perpendiculares, simulaba telones movedizos y oscilantes. Ora iban hacia atrás, de pronto parecían detenerse y vacilar, para después seguir de nuevo.
El verde en todos sus matices... De cuando en cuando, copudos árboles con flores amarillas, anaranjadas, rojas o lilas; altos bambúes que cimbreaban, agitando su penacho de hojas como panderetas al compás del viento. Escuchando muy atentamente, una levísima música de follaje, y arriba, unas pocas nubes blancas, para hacer contraste con el iluminado azul del cielo.
«Pero esto es un sueño, o es la paz -se dijo-. Nunca hubiera creído que el silencio y la suavidad participaran tan profundamente de la idea de la paz. Aquí no se debe agitar el pensamiento; dejar que todo ocurra, que todo llegue solo en la fantástica armonía de esta laxitud. Cualquier cosa que se piense o que se observe, está de más. Llenar todas las sensaciones de estos contornos oscilantes, no buscar la emoción, el sentido de lo patético. Ver este paisaje como una acuarela plana. Abajo no hay nada, nadie vive, nadie sufre, nadie lucha. Esto no es indiferencia, es algo completamente raro; la sensación del acatamiento completo a la naturaleza. Esto es vivir porque sí y ser dichoso porque sí; no puede durar... no puede durar, lo sé. Un momento, sólo un momento más, ¡oh, imágenes queridas, oh recuerdos queridos, no perturbéis mi paz!».
Recordó y comprendió de pronto a Fausto que quería decir al instante fugaz: «Detente, ¡cuán bello eres!».
Clara, apoyada sobre el codo, lo miraba con cariño. Mientras él trataba de absorber para sí lo universal de un punto, ella se miraba simplemente en sus ojos.
Después, como siempre, del paisaje volvió a la mujer.
Le palpó la mejilla con ternura y la compadeció por haber gozado, sin ella, a su lado.
* * *
Hacía rato que habían avistado un pequeño objeto que cruzaba de un lado a otro el río. Era claro que se trataba de una canoa, pero no seguía en forma permanente el canal como hubiera sido más fácil hacerlo bajando las aguas; por el contrario, entraba y salía en los remansos de una y otra costa.
-Debe ser algún pescador.
-O un mensú borracho.
Cuando el convoy iba a alcanzarlo, se dirigió directamente al remolcador. Era un viejo enjuto, calvo, desnudo de tronco, y corta barba emblanquecida.
Atracó con un golpe de proa, tiró con estrépito una cadena a cubierta y alguien, de prisa, la amarró a un «candelero».
Sus manos sarmentosas estiraron la baranda, dándose un violento impulso y con insospechada agilidad, se plantó en el barco, los claros ojos desencajados, la elevada frente remangada sobre las cejas duras y el pelo de su pecho domeñado por ríos de sudor. Antes de hablar a nadie, escudriñó, acucioso, las riberas hablando para sí un entrecortado soliloquio. Las mejillas chupadas, la desdentada boca se movían porque sí; la nariz afilada y trasparente se ahilaba en su montaje, esbozando el infalible signo de muerte.
-¡Mi hija! -prorrumpió de pronto-, ¿no vieron el cuerpo de mi hija?
-Un momento, don Juan, ¿qué le pasa? -preguntó el patrón.
El anciano era un poblador de la isla Paranambú que vendía frutas y aves a los barcos. Tenía una nieta huérfana de doce o trece años que vivía con él, los dos completamente solos.
-Mi hija, patrón, ¿no vieron a mi hija que se ahogó?
-¿Dónde?
-Ayer, en Bemberg. La dejé en la canoa, y cuando volví no estaba... se habrá caído... nadie sabe nada. En la canoa, ahí está, quedaron sus zapatos viejos, ¿ven? Los zapatos viejos, el pirí con barbijo y esas ropitas. Cuando volví, esperé un rato, después pregunté por ella. ¡Nadie sabía nada! «¡Rosita!», grité, «mi hija Rosita» ¡Nadie... nada! No me contestó y pensar que ella también habrá gritado llamando a su tata viejo... ¡y que yo no estaba allí! Yo no estaba allí cuando se moría mi hijita, mi Rosita. Me habrá llamado arriba y abajo del agua y se habrá muerto buscando mi mano... ¿Qué me queda ahora? Ahora busco su cuerpecito que estará jugando prendido a un raigón, frío y sin ánima; su cuerpecito que calentaba mis huesos viejos. Ahora busco su cuerpecito para enterrarlo con mis manos viejas, para hacerle una cruz, un nichito y morir a su lado. -Se detuvo hipando un sollozo. Volvió los ojos humedecidos con pudor anciano y al mirar una cercana cala, se exaltó de nuevo-: Allá, allá hay un bulto, ¡miren por favor!, yo no veo bien.
-Es un raigón... cálmese, don Juan, aquí tiene un trago.
-¿Un raigón?, pero enredada en el raigón puede estar ella... gracias -devolvió la botella-. Si la ve, la recoge, patrón, no se ha de arrepentir de haberme hecho esa caridad.
Antes que nadie pudiera decir otra cosa, ya había subido al bote y lo libraba de su amarra.
-Este viejo se va a volver loco... va a morir también por ahí.
-Ya está cerca de su casa, en la Isla.
-Quién sabe si la hija no se fue con algún señor mensú.
-¿Iba a dejar sus zapatos?
«La paz es un instante y un lugar -se dijo Eusebio-. ¿Quién pudiera imaginar que allí muy cerca, a pocas horas del lento andar de la jangada, habría un dolor capaz de enloquecer?».
Ni podría prever que este hecho completamente ajeno a su vida, después trascendería en ella.
* * *
Ya al atardecer, la canoa del remolcador los dejó en una empinada playa de arena, donde no se veía a nadie. Subieron con dificultad; mas, pronto divisaron un par de casitas de madera, habitadas.
Allí se dirigieron. Una mujer que usaba pantalones largos bajo las faldas, y varios chicos, eran sus únicos ocupantes en el momento.
-Buenas... ¿ésta es la casa del puertero?
-Sí, pero él está en la planchada.
-¿Cuándo ha de venir?
-Dentro de un rato, ya es hora. ¿Por qué no se sientan? -les dijo, señalándoles un banco.
Siguió la mujer con sus quehaceres. El ataque de los mbarigüís era en ese momento inaguantable. Clara defendía, ineficaz, sus piernas desnudas y al advertirlo él, sacó de entre sus ropas un pantalón para que se lo pusiese.
Ya el sol alumbraba solamente la barranca opuesta, cuando llegó el puertero.
-¿Qué lo trae por aquí, amigo?
-Me dijeron que aquí había trabajo.
-Sí, ¿pero con qué barco vinieron?
-Con el remolcador.
-Ah... ya enseguida vamos a ver al administrador. Es un poco tarde; pero debe estar todavía.
Habló un rato con la mujer y después invitó a Eusebio a acompañarlo.
Fueron subiendo muy lentamente la rampa de arena, hasta un camino que registraba huellas de camiones. Siempre ascendiendo, caminaron cosa de un kilometro y medio por una picada. El hombre quería saber noticias, cuales eran las novedades, por cuales puertos había estado antes; si se acordaba del precio de la harina en el puerto tal, el de la grasa y el cornebé en tal otro; si cuanto se ganaba por metro cúbico, por corte, por transporte o por embalse de madera; si cómo eran los pagos, si el fierro llegaba oportunamente, o todo eran vales, como allí.
-Ah, una cosa -le advirtió antes de llegar-, ¿trae caña?
-No, no tengo.
Lo miró implorándole complicidad.
-Bueno -agregó por fin-, si no trae no hay nada; pero si tiene algunas botellas por allí, debe esconderlas porque se las van a quitar. Aquí no se permite bajar caña.
Llegaron a un grupo de casitas de madera, a cuyo alrededor se había raleado el bosque. Había dos más grandes, una de ellas tenía un letrero. «Proveeduría», pintado con letras irregulares. La otra casa era la Administración y Contaduría.
* * *
Un grupo de peones formaba círculo ruidoso alrededor de la proveeduría, en tanto que otro se ocupaba de sacar al exterior bolsas y el contenido de los estantes para efectuar una limpieza.
Causaban la algazara cuatro indios guayaquíes, retacones, de pelo rojizo y tez cenicienta, cubiertos con desmañados taparrabos, que puestos al acecho ante las puertas de la casa, se daban el gran festín, chupándose por el ano, hasta dejar seca la piel, cuanto ratón se viera forzado a salir.
-Dos cuartas naco por Flamarión.
-Dos por una le acepto; ése ya es muy «acristianao».
-¿Cuál es su gallo?
-¡Mariscal es mi gallo!
Los de adentro azuzaban las ratas para que escapasen hacia afuera y apenas trasponían la puerta o la ventana, los indios se arrojaban sobre ellas, incitados por la codicia del bocado exquisito y la grita del peonaje.
El cazador victorioso levantaba en alto su víctima para que los otros se apartaran, y así, vivo el animal, aplicaba sus gruesos labios al orificio posterior y chupando con energía, con diestras presiones de los dedos, dejábalo todo reducido a piel insubstancial.
* * *
Sobre la mesa del Administrador, una pistola restaba calor a toda bienvenida. Era hombre membrudo, de cabellos ralos, mandíbula cuadrada y boca fina.
-¿De dónde viene?
-De Pirá pytá -mintió.
-¿Cómo se llama?
-Eusebio Benítez -mintió de nuevo ocultando parcialmente su nombre.
-¿Qué hacía allá?
-Tenía chacra.
-¿Qué sabe de obrajes?
-Nada.
-¡Salute!... en fin, si sabe hacer rosados, sabrá tumbar árboles. Bueno, va a ir a los cortes. ¡Don Juan!... -llamó-. Mande este hombre a Cristaldo.
-Dé la vuelta a la casa por allá -dijo el contador, indicando el camino con la mano.
El escritorio del contador era amplio y aireado; las ventanas protegidas con tela metálica. Allí trabajaban también dos auxiliares. Eusebio entró hasta una baranda que limitaba la sección de los escritorios.
-¿Su nombre? -volvió a preguntar el contador con voz monótona y sin mirarlo. Escribió, suspirando, en una ficha. Continuó después un largo interrogatorio sobre antecedentes personales-. Esto es para esa porquería de Previsión Social -comentó al fin-; un sacador de plata completamente inútil y un trabajo bárbaro; es para que engorden cuatro mediquillos sin clientela, de Asunción... y bueno, que vamos a hacer, ni en el monte puede uno estar tranquilo.
Cortó un pedazo de papel y escribió unas líneas.
-Bueno, a la una y media salen los primeros camiones; tiene que ir con esos. A las ocho y media más o menos, salen para el segundo viaje; también puede ir con esos; así se mete en la picadilla con luz, usted que no conoce. Ah, otra cosa, el puertero, ¿no firmó recibo por usted?
-¿Recibo a quién?
-Al barco.
-No, señor.
-Mejor, quiere decir que usted pagó su pasaje. Muy bien, entonces no va a empezar debiendo mucho.
-Yo quisiera alguna ropa para mi mujer.
Lo miró desconfiado.
-Un vestido... por lo menos dos pantalones rectos, con blusas, alpargatas -los ojos del contador casi se abrían completamente mientras seguía la enumeración.
-¡Pero qué esperanza! Eso es mucha plata... Aquí se le puede abrir cuenta hasta cien guaraníes, para la aprovistada de una semana, y algunas cositas. Cualquier cosa, pasando esa suma, solamente con la orden de Cristaldo, el habilitado y por cuenta de él.
-Pero, señor...
-No, mi hijo; no hay caso, usted sabe cómo es la gente por acá... se llevan una cantidad de cosas, deben una punta de pesos, se van como para trabajar y después desaparecen. Ahora no es como antes, ¡puf!, hay gente que vive cambiándose de puerto en puerto... van a la Argentina, clavan allí a unos cuantos... después vuelven, ya con otro nombre, y así. Como siempre falta personal, se les toma de nuevo. Para los altoparanaceros no hay anticipo, ustedes son muy baqueanos.
-Pero yo tengo un poco de dinero, señor.
-Ah, eso es diferente. Vamos a abrirte una cuenta por cien guaraníes y lo que falta, lo pagás.
* * *
Al día siguiente, los bajaron a la entrada de una picadilla y el convoy siguió viaje.
-Bueno, dicen que debemos caminar unos cuatro kilómetros; ya me hacía falta caminar; todavía tengo todo el cuerpo dolorido de nuestra cama de anoche. ¿Y vos? -Habían dormido en el suelo.
-Yo estoy bien -respondió Clara. Vestía blusa y pantalones; parecía un joven paje de comedia antigua, con la melena lacia hasta el medio cuello.
Las picadillas que empalman con la picada maestra, son angostas por lo general y no permiten el tránsito de autovehículos, salvo los tractores que todavía no son usados comúnmente. Allí, las profundas huellas de los carros montados con alzaprimas, dejan la cicatriz primitiva de sus herradas llantas. Las ramazones se entrecruzan en lo alto, atrevidas, lujuriosas, tirando de la savia subterránea para subir y apropiarse de más luz, dejando a sus abatidas congéneres los restos servidos de sus sombras. Uno que otro apagado rayo de sol motea la tierra como mariposa amarilla que va perdiendo el color después del celo.
Era la hora de los pájaros que en bandadas invisibles, ya próximas, ya lejanas, cantaban la alegría de vivir allí donde el hombre no ha podido aplicar la geometría devastadora de su pensamiento. Todo en matices y contrastes, todo en formas diversas, en adaptación permanente, dentro de la libertad que otorga la naturaleza; ni una línea recta; jamás un círculo perfecto; todo desigual y variante; nada como fruto de la abstracción: la vida y la necesidad de vivir, retorcida, atormentada... ¡con su color, con su flor y con su muerte!
Eusebio, educado solamente para el ejercicio intelectual, aun cuando ya hubiese bordeado la selva, percibió en el acto un ambiente hostil a sus hábitos: murmullos no conocidos; una grávida sensación de soledad, de temor y en el desamparo cierto, se reconfortó por instinto, contemplando el sosiego de su débil compañera.
Caminaba con fatiga, demasiado vigilante para estar atento. El barrizal seco, tajado y retajado de las huellas, no permitía el paso acompasado. Los brazos retraídos por la carga no eran eficaces para el equilibrio. Las ramas bajas del follaje le golpeaban la cara y un vórtice de insectos infatigables, zumbadores y voraces, buscaban el área descubierta, la parte de la ropa adherida al cuerpo por efecto del sudor, para saciar su hambre en esta piel fina, aún no curtida.
¿Pensar? ¿Comparar? ¿Prever? Imposible. ¡Adaptarse, avasallado, era la ley!
Había pasado la media mañana cuando llegaron a un lugar donde, talada la espesura baja, el bosque clareaba. Bifurcábanse las huellas, y muy pronto dos perros flacos, sucios, saliéronles al encuentro, ladrando poco y gruñendo con selvática ferocidad.
Tras un palenque tosco, dormitaban una mulas agrupadas para protegerse mejor contra la nube de insectos. Un carro levantaba su pértigo roto, patente excusa de la holganza y acreditaba el anterior esfuerzo con las ruedas cubiertas de barro hasta los cubos. Un amontonamiento de tacuapí aseguraba forraje para las bestias y encima, las viejas coyundas que habían servido para el transporte. De la horqueta baja de un árbol pendían gruesas cadenas y al pie, tirados, dos o tres bujes de hierro. En varias ramas, los ásperos arreos para enganchar las mulas; de un alambre, unas pocas cecinas tiesas; más allá, una olla humeante sobre un fogón, en el suelo. Y después de mucho mirar, un par de bajos e improvisados ranchitos de pindó, montados sobre retorcidas varas.
-Buenos días... buenos días... -repitió Eusebio, dando a la voz la entonación quejumbrosa y larga del saludo campesino.
Únicamente los perros erizados y las mulas con una oreja hacia la voz, acusaron su presencia.
* * *
Al cabo, de entre las matas, por una senda casi borrada, apareció una mujer de mediano porte, busto consumido, anchas caderas desdibujadas, que traía una lata de agua sobre la cabeza. Calzaba alpargatas y medias de hombre subidas sobre los pantalones; encima, un vestido sucio de mangas largas. Parecía anciana: el cutis moreno, arrugado, tenía el fondo amarillo verdoso de las naranjas pintonas. El labio leporino daba una perspectiva lateral más ancha a la nariz roma. Sólo le quedaban las ennegrecidas raíces de los incisivos y por el obscuro orificio así formado, la lengua le acompasaba el huelgo, entrando y saliendo porosa, seca, del color de la frutilla pasa. Negros los ojos y negro el pelo lacio que se retorcía en una larga trenza terminada en una bola maciza. Las manos ajadas, encallecidas, con granos y rasguños semiinfectados. Imposible calcular los años.
-¿Ésta es la carrería de Cristaldo?
-Sí; ¿ustedes vienen a trabajar? -preguntó a su vez mirando las pilchas.
-Vengo para los cortes.
-¿No tiene compañero?
-No.
-Entonces le harán trabajar con Felipe, él tampoco tiene, llegó hace ocho días.
-¿A qué hora debe venir don Isidoro?
-Él no tiene hora. Esta madrugada salió y no vino más. Los carros se fueron hoy al fondo, y se habrá ido con ellos... a lo mejor viene enseguida.
Ella era la machú, explicó; es decir: la cocinera, lavandera y mujer para todo servicio. Ahora vivía acompañada con Atilio, el carrero. Su compañero anterior estaba en los cortes. ¡Puf!, los hombres sobraban allí, lo dijo con afectada indiferencia, sin mirar a Clara. Había tenido dos hijos; los dos murieron; a uno se le habían descompuesto unos granos, seguramente picaduras de mbarigüí, que antes se habían posado en alguna carroña; algunos años eran así: muy ponzoñosos. El otro murió de paludismo. El angelito se fue consumiendo, hasta que un día se acabó..., eso era en otra parte, cuando estaba en el lote cinco. Ella ya conocía todos los rincones de este obraje; hacía cuatro años que andaba por allí. Estaba contenta, el patrón la quería mucho y no la dejaba ir; había venido a la región con un hambre a los quince años y durante tres, anduvieron recorriendo puertos: Apeaimé, Delicia, Ordóñez, Ñacunday..., pero el hombre no quería quedarse en ninguna parte: empezaba a trabajar, no le gustaba más y se mandaba mudar. A ella no le agradaba esa vida. Entonces, una vez que vinieron aquí y quiso partir nuevamente, dijo que ella se quedaba. De él había tenido un hijo, el primero, el que murió de los granos malignos.
Siguió hablando como si la soledad le espoleara la lengua. Después ofreció tereré de agua fresca, recién traída del arroyo. Sin esperar respuesta, arrimé la lata, trajo la guampa y la bombilla. Siguiendo la fórmula de la cortesía indígena, ella se sirvió primero. Al chupar la bombilla todo su rostro se adaptó a la difícil función de hacer vacío cerrando el espacio triangular del labio superior partido. Toda la parte movible de la cara se le fue a un costado; el labio inferior avanzó al encuentro de la nariz, que también se deslizó hacia abajo por Dios sabe qué milagrosos ejercicios de voluntad. Los párpados inferiores también concurrieron al préstamo de piel dejando los ojos inmóviles, raramente abiertos, mirando a ras de cejas.
«¡Quisiera verte con la bombilla atascada!», se dijo Eusebio y cometió el error de mirar a Clara, que hacía sobrehumanos esfuerzos por permanecer seria.
Pero al fin estallaron en descosidas carcajadas ante el asombro de la machú.
-¿For qué se fíen?... ¿for qué se fíen? -tartajeó la mujer.
