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HELIO VERA (+)

  VALOIS - Cuento de HELIO VERA - Año 2004


VALOIS  - Cuento de HELIO VERA - Año 2004

VALOIS , cuento de HELIO VERA

 

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VALOIS

 

I

En las Escrituras no hay perdón para los ladrones y tampoco en el implacable Código de las Partidas, de arraigada vigencia en el Paraguay. Por eso el negro Gaspar tiene el cuello y las dos manos atrapados en un cepo de urundey, y los pies sujetos a una barra de grillos. Sólo con mucho esfuerzo, pero a riesgo de golpearse la nuca, puede mover la cabeza hacia arriba para mirar un trozo de cielo sin nubes; o, un poco más cerca, la galería de la casona, bañada en sombras, donde su amo, el justo y honorable don Salvador de Roxas de Aranda, se balancea lentamente en un sillón de mimbre mientras fuma un cigarro de hoja. Es ahora cuando empieza la última parte del tormento: los cincuenta latigazos que deberá descargar sobre sus espaldas Tomasito pyguasu, negro como él y también esclavo. Los golpes comienzan a caer. Gaspar soporta los primeros apretando los dientes con ferocidad, pero pronto su voluntad es superada. Cierra los ojos y grita, con desesperación. No pide perdón, porque sabe que no se lo darán; pero se encomienda a su madre, para que lo bendiga desde el cielo, ese sitio distante donde desaparecen las penurias humanas. Don Salvador contempla la escena desde el sillón, mientras se rasca las piernas con la fusta. De pronto, sobre sus bien lustradas botas de caña alta caen unas salpicaduras de sangre, arrancadas de la espalda del negro. Molesto, se levanta y retrocede unos pasos. Después, entra al interior de la casa. Sabe que Tomasito completará su misión escrupulosamente, con la lealtad de un perro; por eso se mueve con ceremonia, con severa economía de gestos. Responsable, como debe serlo un buen verdugo, lleva la suma con los dedos de la mano, para no errar en la cuenta. Hay algo que no debe omitirse: el suplicio incluye una demostración de destreza, un toque de aplaudida espectacularidad. A veces, cuando todos esperan que el látigo caiga sobre el ladrón, Tomasito lo hace estallar inofensivamente en el aire. Hace un minuto, el propio Gaspar fue engañado por el simulacro. No pudo evitar un estremecimiento defensivo, una tensión desesperada de todos los músculos para aguantar, lo mejor que podía, ese golpe que después se perdió en el vacío, con un aterrador estampido. Pero seamos precisos: ese latigazo despilfarrado en el aire no se suma a los demás. Los demás no comprenden muy bien lo que está pasando, y por eso miran la escena con un contenido malestar. Del amo hay que decir que es un individuo severo, pero justo. No perdona la menor falta, y menos aquellas que la Santa Madre Iglesia condena como pecados capitales. Pero nunca se excede en la respuesta. Don Salvador no es un animal, no suele serlo. Además, sabe que los castigos pueden anular físicamente a sus negros y envilecer su precio. Esta furia es, cuanto menos, inusual. Cincuenta latigazos. Ya no puede llorar, porque en algún recóndito escondrijo se habrá roto el oculto recipiente de las lágrimas. Cincuenta. Cayeron sobre sus espaldas con toda la fuerza que pudieron darles los hercúleos brazos del verdugo. No le perdonó uno sólo. Ahora Gaspar sabe que no sirvió de nada haber callado todas las veces que lo sorprendió en sus fugas de la barraca para ir de farra. Nomás hace apenas quince días, cuando lo encontró tendido frente al portón, donde lo habían dejado sus compinches de jarana. Tuvo que llevarlo a hombro hasta el galpón de los esclavos y, gracias a su discreción, nadie supo lo que había pasado. Y ahora el mal nacido le está desollando vivo. Malagradecido, Tomasito.

II

Es necesario explicar las razones que llevaron hasta el paroxismo la indignación de don Salvador. El robo es un horrible pecado, es cierto, pero cinco batarazas -él bien lo sabe- no justifican este tormento. Pero los demás no saben que en esto hay algo más que unas cuantas gallinas: al lote de aves robadas Gaspar había incluido a su amado Valois, el mejor gallo de riña que haya tenido nunca. Era, casi con seguridad, el primero de su raza que había llegado al Paraguay, y uno de los pocos del Río de la Plata. Un Asil, con antepasados tan ilustres como un Grande de España. Por eso le dio un nombre que evocaba una dinastía de reyes. No, no podía perdonar su robo. El Asil es un combatiente que jamás rehúye al enemigo ni mezquina las espuelas. Antes que amilanarlo, una herida lo enfurece hasta la ceguera, convirtiéndolo en un incontenible turbión de plumas negras y coloradas. Este ejemplar fue un regalo de Don Baldomero de la Vega, un compadre de Santa Fe, gallero como él, y criador de combatientes de estirpe. De allá salían ejemplares que pisaban fuerte en los mejores reñideros del Tucumán, Corrientes, Santiago del Estero, Santa Cruz de la Sierra y hasta del Potosí, donde se cotizaban en monedas de plata. Ah sí, Baldomero es palabra mayor en todo el Virreinato y una indiscutida autoridad en gallos. Cuando Valois llegó a Asunción, Don Salvador lo trajo del puerto a hurtadillas y, sin decir nada a nadie, lo instaló en su criadero de San Lorenzo. Era, en apariencia, uno más entre varios. Enseguida llamó secretamente a Nemesio, el mejor compositor de gallos de la ciudad. Este, que nunca había visto un Asil, acudió rápidamente a la hacienda. Ni bien llegó, pasó las manos sobre las alas y la cresta y lo alzó con sus propias manos para pesarlo en el aire. Acarició los espolones como si fuesen de oro peruano y después escupió, admirado. No tuvo dudas: -Este gallo hará historia, y no hay en la provincia uno que le aguante una arremetida.

** Valois, como todos los de su raza, era más bien pequeño, pero elegante como un granadero; el paso chusco y nervioso, la cabeza erguida en actitud de soberbia; las espuelas, agudas como estoques. Llevaba las plumas con el garbo de quien carga una capa de armiño, y desplegaba la cola como un pabellón de guerra. Poco más de cinco libras de pura musculatura, capaz de mejorar con su sangre diez generaciones de combatientes de primera. ¿Cómo habrá llegado a manos del compadre santafecino? No hay muchos de esa raza en el Río de la Plata y, por cierto, ninguno en el Paraguay; hasta ahora. Don Salvador sólo sabe que Valois era parte de una docena que apareció misteriosamente en Santa Fe. Era casi seguro que el lote haya sido introducido por contrabandistas, quizá corsarios ingleses, de los que merodean en las costas marítimas del virreinato. Forajidos con las manos manchadas de sangre; herejes, gente que abomina de Cristo y se mofa de la Virgen. Por eso era prudente no averiguar demasiado sobre el origen del ave. Uno podría encontrarse con que fue parte del botín de un asalto en alta mar, seguido del degüello de tripulantes y pasajeros. Quizá las víctimas hasta fueran súbditos del rey de España: cubanos, filipinos, altoperuanos, mexicanos, vaya uno a saber. De todos modos, esa sospecha era una buena señal. En el propio origen de este gallardo Asil indio habría una oscura historia de violencia.

III

 

Hace ya tres meses que Valois llegó al Paraguay. Y hace un mes que Salvador recibió una llorosa carta del compadre Baldomero: una epidemia de viruela había acabado con los Asil que quedaron en Santa Fe. El único sobreviviente, pero dolorosamente lejos, era Valois, que seguía paseándose con suficiencia dentro de una amplia jaula especialmente construida para él, en la hacienda de San Lorenzo de la Frontera, a una legua de Asunción. El compadre pedía su devolución. Después, lo juraba por su madre muerta, le daría otro todavía mejor. Don Salvador respondió con una carta cargada de hipócritas lamentaciones: el pobre Valois había muerto de viruela, que si no, ahora mismo lo estaría llevando al puerto para el viaje. En realidad, no pensaba en devolver el tesoro que tenía en sus manos, faltaba más, ni por orden del virrey de Buenos Aires. Además, ya lo estaba preparando para la gran riña anunciada para el 15 de Agosto, como parte del programa de la fiesta de la Virgen de la Asunción. Hasta ese momento, su existencia permanecería en el más absoluto secreto. Mientras tanto, lo mantendría en el anonimato, para que nadie se diese cuenta de que era el príncipe de los guerreros. Pero esa ilusión estalló ayer en el aire como una pompa de jabón, antes del primer mate del día. Clareaba, y el patio de la casona comenzaba a teñirse con una claridad cenicienta. El personal ya se estaba preparando para el trabajo de la jornada cuando don Salvador se dirigió a la jaula. Estaba preparado para la emoción de todas las mañanas: alisar con ternura las alas de Valois, hasta sentir la pequeña cabeza, coronada por una enorme cresta llameante, apoyarse mansamente sobre su pecho. Pero cuando estuvo a pocos pasos descubrió que la jaula estaba vacía, y una furia sorda comenzó a abrasarle el alma.

¿Para qué insistir con el recuento de las noches de insomnio sudoroso, los ojos brillantes en la sombra, pensando cómo alcanzar esa codiciada fortaleza protegida por trancas y candados? ¿Cómo no imaginarla en la penumbra, paseándose ante él, meneando garbosamente todas sus redondeces? ¿Cómo no buscar en las tinieblas sus pechos de cobre, la blancura deslumbrante de sus dientes, los labios pulposos, los pasos leves de potranca de raza fina? ¿Qué podía hacer para que ese sueño se convirtiera en una calcinante realidad? ¿Cómo ganar su voluntad, hasta ahora huidiza y mezquina? ¿Tal vez decorando el sedoso cuello de ébano con un collar de cuentas de coral? ¿O con ajorcas y pulseras y hasta un zafiro refulgente, engarzado en un grueso anillo carretón? Pero había un obstáculo insalvable para esa clase de demostraciones: dinero. Y dinero era lo que le faltaba a Gaspar. Fue entonces cuando comenzó a madurar su plan. Para ejecutarlo, contó con la complicidad del pulpero y la débil vigilancia nocturna del gallinero. Durante dos meses, se llevó los huevos; después comenzó con las gallinas. Al quinto hurto, la impunidad hizo crecer su audacia y disminuir las precauciones. Una noche, para completar el lote de media docena de aves que se le había encargado, debió echar mano del gallo. No tuvo más remedio.

V

 

Llega la noche. Cantan las cigarras su concierto nocturno y las primeras luciérnagas trazan huidizas líneas de luz verdosa en el aire. Gaspar ya es un despojo sanguinolento. Está solo en el patio, medio aturdido por los golpes, y el sudor se mezcla con la sangre y el orín que no puede retener en la vejiga. Las lágrimas le arrasan los ojos, pero los sollozos se vuelven más lentos, acompasados, y sobre ellos crece claramente el múltiple sonido monocorde de los insectos. La espalda está convertida en carne viva. Las heridas, curadas con sal, palpitan desaforadamente con cada latido del corazón. Sobre la piel destrozada revolotean las primeras moscas, con un zumbido insolente. Hace mucho calor. En el cepo, Gaspar no puede moverse. Su cabeza apunta como una flecha hacia la ventana de la habitación del amo. Es la posición en que lo dejaron: crucificado en el suelo, el cuerpo extendido perpendicularmente con respecto a la casona. Por eso no puede dejar de ver lo que está frente a él: la galería, las puertas, los ventanales protegidos por gruesos barrotes de hierro forjado, que se retuercen para dibujar flores y lanzas. Un enorme silencio crece sobre el patio y se extiende hacia el interior de las habitaciones. Esclavos y criados ya están dentro de sus galpones, quizá cabeceando, en las turbias fronteras del sueño. Es cuando se encienden los faroles dentro de la casa; el más grande titila en la sala principal. Las ventanas están cerradas para detener a los mosquitos, que zumban furibundos. Los vidrios hubieran permitido ver lo que ocurre adentro, pero los visillos detienen la mirada y sólo muestran el movimiento de graciosas sombras chinescas que se agrandan como monstruos o se achican como pájaros; según cuán cerca esté la fuente de luz del objeto que se mueve. Por lo menos, Gaspar ha encontrado algo que lo distraiga de sus penurias. Don Salvador acaba de terminar la cena, solo, en la cabecera de una larga mesa de trébol. Estará rezando sus oraciones, como ordenan los mandamientos de todo buen cristiano. De pronto, Gaspar siente la punzante proximidad de una fragancia: es Benita. Salió de la barraca de los esclavos y acaba de pasar ante él, sin dirigirle la palabra, dejando un rastro de piel limpia, después de las caricias espumosas del jabón de coco y una delicada estela de agua de rosas. Gaspar huele, ensimismado, el perfume de la piel lustrosa. Los pies de Benita marcan, al caminar, un ritmo que parece seguir la orden de los tambores. Ella cruza la ancha galería y se sumerge en la casona. Está por comenzar la rutina de todos los días, cuando concluye la jornada. Por primera vez –a estas horas, ya estaría encerrado en la barraca–, él podrá seguirla de cerca, aunque sólo con la mirada, desde la dolorosa perspectiva del cepo.

Primero, la limpieza de platos y cubiertos en la cocina. Allí está el sonido inconfundible de la loza de los platos y el tintineo del metal de los cubiertos de plata. Después, el comedor, que debe quedar pulcro para el desayuno de mañana. Es fácil saberlo, por el ruido de los cajones, que son cerrados con energía, uno por uno, después de recibir manteles y servilletas, cada cosa en su sitio. Benita recorre la casa y deja, con su aroma, el sello del orden y la higiene. Comienza el lenguaje de los visillos. Gaspar no puede apartar la mirada de las ventanas: no lo permite la posición en que lo dejaron. Ella sigue en el comedor. Este ágil revoloteo es, sin duda, del plumero que está repasando la alacena hasta hacer brillar el trébol. ¿Y esta raya que se alarga en el aire como una lanza? Es la escoba, con la que persigue alguna araña, tal vez un peligroso ñandupé, quizá una veloz lagartija de cola gris. Hay un cambio de escena. Acaba de encenderse una lámpara en el interior de la alcoba. Las sombras siguen agitándose en los visillos, ya en la habitación del amo. Ahora es una paloma que mide el aire, es el paso medido de una garza, es el frágil aleteo de una mariposa. Es Benita, que se inclina sobre el mullido colchón de plumas para extender las sábanas y acomodar las almohadas. Ella ríe por algo que le ha dicho el amo, y la risa suena como una música en los oídos alertas del prisionero. Una sombra se aproxima a Benita desde detrás. Es enorme y redondeada, y hasta parece más oscura. Tiene la docta seguridad del jaguar que conoce el terreno de memoria y ronda la presa indefensa, midiendo distancias y estudiando posibles obstáculos. Pertenece al augusto dueño de vidas y haciendas, el hacedor de la justicia, uno de los hombres más influyentes del Paraguay. Las imágenes quedan inmóviles, una frente a la otra, como estudiándose. No se demoran mucho en el semblanteo. De repente, Don Salvador se dirige hacia Benita con la rectitud de una flecha. Ella se retira unos metros. Enseguida comienza una alocada danza en la delatora superficie de la tela. Gavota, gato, mazurca, cielito, o la que bailan los esgrimistas de sable. Se acercan y se rechazan varias veces: cuando una avanza, la otra retrocede. Los movimientos, al comienzo regidos por un ritmo casi exacto, se vuelven cada vez más desacompasados. Ahora son lentos, sabios, seguros, como si los hubiesen apaciguado la fatiga o la resignación. Finalmente, ambas sombras se funden en una sola, que desciende suavemente hacia la cama. La luz se apaga. Los visillos ya no cuentan nada.

 

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Edición digital del cuento VALOIS:

www.heliovera.com

 

 

Fuente del cuento:

LA PACIENCIA DE CELESTINO LEIVA

por HELIO VERA

Editorial Servilibro,

Asunción-Paraguay 2004.





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