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FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ

  FRANCISCO RAPE - VIAJE A LA UTOPÍA FRANCISCANA EN LAS SELVAS DEL PARAGUAY (FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ)


FRANCISCO RAPE - VIAJE A LA UTOPÍA FRANCISCANA EN LAS SELVAS DEL PARAGUAY (FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ)

FRANCISCO RAPE

VIAJE A LA UTOPÍA FRANCISCANA EN LAS SELVAS DEL PARAGUAY

FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ

Arandurã Editorial

Telefax: 595 21 214295

www.arandura.pyglobal.com

Aunción – Paraguay

2006 (175 páginas)

 

 

ÍNDICE GENERAL

EL VIAJERO

EL PEREGRINO

UN ALTO EN EL CAMINO.

EL MANANTIAL DEL FIN DEL MUNDO

LA SOMBRA DEL ASESINO  

CERROS Y VALLES

ENTRE ROCAS Y CASCADAS 

LOS RÍOS DEL PARAÍSO

LECCIONES DE HISTORIA 

NÓMADAS Y SEDENTARIOS

LA (A)VENTURA DE BOLAÑOS

EL EXTREMO NORTE        

 

 

 LA (A)VENTURA DE BOLAÑOS

 

DOS HECHOS TERRIBLES HAN DADO reciente notoriedad a Caazapá, capital del departamento del mismo nombre. El primero y más famoso fue el incendio de un supermercado en Asunción cuyos dueÑos, de apellido Paiva, caazapeÑos de nacimiento, le habían dado el emblemático nombre de Ykuá Bolaños, la «fuente de Bolaños»; el segundo, no menos terrible, el crecimiento exponencial de los intentos de suicidio entre los jóvenes de esta maravillosa ciudad fundada por el franciscano andaluz. El primero fue un suceso que arrastró a la muerte a casi cuatrocientas personas; el segundo constituye un fenómeno digno de estudio del que los medios de comunicación locales se han ocupado muy poco. Ambos hechos parecen tener, sin embargo, Un común origen: la codicia, la famosa auri sacra fames que, como una forma de irresistible manía, o posesión, ha conducido a los ciertos hombres desde los orígenes de la historia a llevar a cabo los actos más terribles, inhumanos o disparatados. En ambos casos se ha producido, igualmente, el olvido de las víctimas, cuyos familiares, de vez en cuando, elevan su voz para que los escuche una justicia que, además de ciega, parece cada vez más sorda a los reclamos de los más débiles. En Paraguay, como en el resto del mundo, existen asuntos más importantes que la desesperanza de quienes vienen al mundo sin el «pan bajo el brazo». ¿Quién les robó el pan? ¿Quién les robó la esperanza? ¿A quién le importa quién lo hizo en un mundo en el que solo cuentan el éxito, los top ten y las aventuras galantes de los ricos y famosos?

Cuando los jóvenes de San Juan Nepomuceno llegaron a buscarlos al hotel, los peregrinos estaban listos para emprender la marcha. Eran poco más de cincuenta kilómetros hasta Caazapá y los harían por caminos de tierra pasando por Buena Vista y Boquerón. Los chicos traían consigo dos cosas, además de su innegable buena voluntad y de su generosidad: una carta firmada por el intendente de San Juan Nepomuceno, que recomendaba a las autoridades con las que se encontraran la presencia de los peregrinos, y caballos enjaezados a la manera paraguaya, con su correspondiente orecha ragüe como silla y cintas de colores en las crines. Eran realmente hermosos.

-Son muy mansos -dijo José de Arimatea Bogarín, el joven que se había ofrecido a acompañarlos con sus amigos la noche anterior y que acababa de notar cierto gesto de temor en el rostro de la briviescana. Además -añadió-, tenemos que llevárselos a mi primo a Caazapá. Tenemos que devolverlos.

-¿Por qué? -preguntó, curioso, el Peregrino.

-Son de un primo de Caazapá que los trajo a la Expo y al que le prometí llevárselos en cuanto pudiera. Por eso vengo con mis amigos.

-El camino será más fácil-reconoció José Luis.

-Y más interesante -remató el Peregrino. Aunque tos tres eran de pueblo, ninguno había montado recientemente a caballo. De hecho, no en los últimos treinta años. En los últimos treinta años se habían aficionado a los coches y a la vida muelle que proporcionan las comodidades modernas. Los caballos eran de pequeña alzada y se notaba que eran confiables, pero Aurora seguía asustada. No las tenía todas consigo. Le hizo prometer a su marido que no se separaría de ella ni medio metro mientras durara el viaje. José de Arimatea y Willy Wood, un chico rubio y flaco que no pasaba de los dieciséis, le prometieron lo mismo. El tercero de los muchachos, Lolo Pinedo, cabalgaría junto al Peregrino, que en los últimos treinta años solo había montado en un camello de exhibición a la sombra de las paredes del Palacio de Ctesifonte, cerca de Bagdad, cuando aún nadie sospechaba que volverían a llover bombas incendiarias sobre las ruinas de la antigua residencia de los emperadores sasánidas.

A las cinco y cuarto de la mañana emprendieron el camino a Bella Vista. Hacía frío. Frío paraguayo, piri, un frío matinal que calaba hasta los huesos. En una hora más haría calor. En medio de la noche tenían la sensación de perderse en un sueño. Escuchábanse extraños ruidos en la selva circundante, en la selva imaginada en medio de la oscuridad. Poco a poco, a medida que avanzaban, iban perfilándose las siluetas de los cerros contra un cielo cada vez más claro. Era el momento mágico del vuelo de las garzas.

-¿Qué le parece Paraguay, señora? -preguntó Willy Wood a la briviescana. -¡Bellísimo! -respondió Aurora con entusiasmo.

-Hay quienes mueren sin haber salido del Paraguay y jamás han visto un espectáculo semejante -se refería el muchacho al vuelo, siempre cambiante, de las aves sobre el cielo intensamente azul de la mañana.

-Sí. -Aurora estaba arrobada, como en éxtasis.

A las ocho y media llegaron a Bella Vista y desayunaron tortillas con cocidito en un copetín que estaba abierto a esa hora. Reconfortante. El cocido es una forma muy paraguaya de preparar una infusión de hierba mate con azúcar. Se toma en taza, como el té o el café de las mañanas. Las tortillas, que suelen acompañar al cocidito, se preparan con harina, huevo, cebolla y queso fresco. Aunque el sol estaba ya fuerte, a la briviescana el desayuno le supo a gloria y le devolvió el calor que había perdido cuando se enfrentaron al frío de la mañana al salir de San Juan Nepomuceno.

Antes de las once estaban en Boquerón. Solo los cerros lejanos de las cordilleras de Ybytyruzú, al norte, y de San Rafael, al este, conservaban verdaderas selvas en aquellos parajes sobre los que se extendían las enormes estancias de los ganaderos. La situación de los campesinos no podía ser peor en esta parte del mundo. El imparable crecimiento del latifundio ganadero, frecuentemente improductivo, los empujaba a los abismos de la miseria y la desesperación. Por eso había aumentado el índice de suicidios en el Departamento de Caazapá y, probablemente, la situación no era mejor en los de Caaguazú y San Pedro de Ykuamandyjú, en los que la presión de los capitales sojeros y ganaderos arrojaba a los campesinos fuera de sus tierras, a la migración forzada o a la muerte. «Me recuerda», dijo el Peregrino, que había escuchado con atención la perorata de José de Arimatea sobre las causas de la pobreza campesina en el Departamento de Caazapá, «las tesis de René Dumont sobre la pobreza del Tercer Mundo. La soja es seguramente un cultivo maldito para los pobres, pero es probable que dé suculentas ganancias a los ricos, sobre todo a los que viven en Nueva York o en Londres. Así que seguirá avanzando sin importar cuántas vidas se pierdan en el intento.»

-Hay un hermoso cuadro de Sorolla - intervino José Luis-, que se titula Y LUEGO DICEN QUE EL PESCADO ES CARO, en el que aparece un pescador muerto bajo el bello sol del Mediterráneo. Es un cuadro lleno de luz y de muerte, un cuadro tan triste como el que vemos ahora, un cuadro que se repite todos los días en muchísimas partes del planeta. En este caso es todavía peor, porque los productos de la tierra son cada vez más baratos. Aquí se muere por casi nada.

-Así es -confirmó José de Arimatea. José de Arimatea ni tendría más de treinta años y era profesor de historia del Paraguay en un colegio público de San Juan Nepomuceno. Antes de licenciarse en una universidad de Asunción, se había visto tentado por el sacerdocio, pero lo dejó y ahora ya no creía en los dogmas católicos. En lo que sí seguía creyendo era en la necesidad de cambiar el mundo.

-¿Qué piensas de los franciscanos que vinieron con Bolaños? -le preguntó el Peregrino.

-Que trajeron esperanza a los que no la tenían y que sería bueno que la recuperáramos. ¡Ojalá que podamos hacerlo!

Desde que salieron de San Juan habían quedado en que comerían lo que tuvieran los peregrinos en sus mochilas. Así lo hicieron. Se habían reservado para ese momento tres sartas de chorizos con las que les había agasajado Celestino antes de despedirse en el cruce de la Ruta 1 con la carretera a Quyquyhó. El conquense los había mantenido frescos en la pequeña refrigeradora de su todo terreno y todavía estaban muy buenos. A los tres muchachos les encantaron. Los comieron con pan que habían comprado en Boquerón. El Peregrino lamentó no haber traído consigo una buena bota de vino y tuvieron que conformarse con el agua de los botellines comprados en San Juan, que estaba caliente. No serían las cuatro cuando estaban entrando en Caazapá. Aurora no había sufrido ningún percance, aunque los tres peregrinos se quejaron de ciertos dolores en salva sea la parte que aún les durarían algunas horas. La falta de costumbre, claro.

A la entrada de Caazapá se separaron. Los muchachos tenían que llevar los caballos a la compañía en la que vivía Atilio Fleitas, el primo de José de Arimatea. Cuando se despidieron, lo hicieron con un abrazo. Los muchachos estaban emocionados. Los peregrinos, también. Intercambiaron tarjetas y direcciones y prometieron volver a encontrarse aquí o en España. Lalo Pinedo estaba precisamente preparando sus papeles para tentar suerte en la península. No le preocupaba el trabajo. Trabajaría en lo que fuera.

-Escríbeme antes de viajarle dijo el Peregrino-. Allí tienes tu casa.

-Te escribiré.

Se fueron a un hotel céntrico sobre la Avenida Mariscal Estigarribia. Aquella tarde de domingo el mundo estaba vacío. O lo parecía. No había paseantes en las bien trazadas calles del viejo pueblo franciscano mientras caminaban por Mariscal Estigarribia en busca del Hotel Premier para dejar las mochilas, darse una ducha y, tal vez, descansar un poco. Los escasos caazapeños que caminaban por la ciudad parecían fantasmas. El viaje había sido bueno. Excepcional. Habían gozado de magníficas monturas de manera totalmente gratuita y generosa durante casi doce horas ininterrumpidas y habían disfrutado de paisajes espléndidos a los que la codicia de los más fuertes había ido convirtiendo en los últimos cien años en tierra yerma para los más necesitados. Ya no quedaban casi vestigios de aquellos bosques en los que los primeros misioneros se perdían y se encontraban consigo mismos y a los que escapaban, buscando protección, los más pobres e indefensos de los hombres, aquellos a los que por un error de Colón los españoles llamaron indios, cuando una bandeira de mamelucos o cualquiera otra forma que asumiera la codicia se desataba como una tormenta sobre sus cabezas. Los traficantes de maderas finas, los inmisericordes políticos populistas de los partidos en el poder, siempre angurrientos, los mbaretés de toda la vida, los karaí guazú, los tendotas, los grandes capitalistas y los banqueros se aunaban sin piedad a las sequías cada vez más frecuentes para dejar a los ya pobres campesinos en la más pavorosa miseria, obligados a perder un patrimonio del que jamás se habrían desprendido si en ello no les fuera, como les iba y les va siempre, la vida de su familia y su propia vida. Bellos eran, pese a tanto dolor, aquellos paisajes de amplísimas praderas y pequeños arcabucos como mudos testigos del esplendor de la jungla de otros tiempos. Solo retazos de selvas perdidas en las páginas de los libros de historia sobre el verde de las estancias y los omnipresentes sojales.

-La iglesia es preciosa -comentó Aurora, que no podía quitarse de la cabeza la talla en madera polieromada de una Inmaculada que le había impresionado.

Ya era de noche mientras cenaban en el Kincho's Burger, muy cerca del hotel en el que se alojaban. Los camareros, detrás de la barra, los observaban con extrañeza. Estaban casi solos. Unas parejas de enamorados y una pandilla de adolescentes pelaban la pava en voz baja y bebían cerveza. Habían estado toda la tarde dando vueltas en torno a la plaza, habían entrado a la iglesia y habían conocido la Ermita de San Roque y admirado el buen hacer de aquellos frailes que, con tan pocos elementos, habían sabido edificar en medio de la nada, no una ciudad, ni siquiera un pueblo grande de indios, que es lo que fue Caazapá en sus humildes orígenes, sino la idea misma de una civilización fundada en la fraternidad entre los hombres que pretendía perdurar.

En 1606, Bolaños llegó a la región de Caazapá y el 10 de enero de año siguiente, inauguraba lo que Louis Necker denomina en Indios guaraníes y chamanes franciscanos «el nacimiento de una teocracia.» La reducción fue una «república de indios» en la que los españoles no tenían participación alguna. Con excepción de los frailes, los españoles estaban excluidos. Únicamente la «la máquina jeroglífica del Estado», como la llama De Foe, la picota, elevaba su estructura de madera en la plaza como recordatorio de que, pese a todo, eran aquellos, aunque alejados, territorios de la Corona Española. La utopía franciscana no podía obviar esta presencia.

La riqueza de la misión de Caazapá fue proverbial. Caazapá fue un pueblo rico. Sus chacras producían algodón y tabaco de excelente calidad, eran famosas sus olerías y sus trapiches y sus numerosas estancias reunían, hacia 1787, treinta y siete mil cabezas de ganado vacuno, siete mil yeguas, dos mil quinientos caballos, cien mulas y un número enorme de cabras, ovejas y otros muchos animales.

Estos, Fabio ¡ay dolor! que ves ahora,

campos de soledad, mustió collado,

fueron un tiempo Itálica famosa;

aquí de Cipión la vencedora

colonia fue, por tierra derribado

yace el temido honor

de la espantosa muralla...

No era espantosa su muralla, que no la tuvo, y jamás causó espanto a nadie ni venció a Escipión alguno que pretendiera conquistar la y, aunque existen collados en sus campos, estos no son mustios, aunque sí solitarios. La elegía A LAS RUINAS DE ITÁLICA bien puede aplicarse a este maravilloso pueblo, pensó el Peregrino. ¿Qué queda de su riqueza, de los sueños que alimentaron las esperanzas de los más necesitados?, se preguntó. Unos cuantos terratenientes enriquecidos y campesinos cada día más pobres y desesperados. Ya no está entre ellos Bolaños para hacer el milagro de un nuevo ykuá del que fluya sin pausa la esperanza. Sin embargo podían observarse signos de que el espíritu primero sobrevivía en sus calles y en sus habitantes. No todos habían perdido la esperanza. Ahí estaba todavía el manantial que el franciscano andaluz hiciera surgir de la nada para que los fieros caciques de la región aceptaran el mensaje evangélico, al que tan renuentes se mostraban. Ahora los caciques eran mucho más duros de mollera y, sobre todo, de corazón. El corazón lo tenían convetido en billetera. Durante años había existido junto al ykuá del pa´i Bolaños una cruz de madera de la que ya quedaba muy poco, pues los devotos arrancaban de ella astillas para hacer sus relicarios y sus amuletos. Era la fe de las personas sencillas y buenas, de quienes nacían y morían en silencio, sin que nadie se enterara, mientras llovía sobre sus campos. ¿Desaparecerá la esperanza cuando desaparezca la cruz de Bolaños? ¿Desaparecerá el hombre cuando desaparezca el arte? A veces los milagros tienen sentido. Junto al estadio polideportivo del pueblo, antiguamente cercado por breñas y yuyos entre los que se abrían paso sus devotos, vieron los peregrinos, adornado con esmero, el lugar en el que el milagrose había cumplido: el famoso Ykuá Bolaños, la naciente de agua cristalina, el manantial de esperanza de quienes la necesitan.

La torre de la iglesia, que se levanta sobre un cubo sólido desde el centro mismo del pórtico, se transforma, al ganar altura, en una estructura octogonal para rematar en una pirámide coronada por una sencilla cruz. No es la iglesia original que edificara Bolaños. Conserva, no obstante, su espíritu y, en su interior, un conjunto monumental de imaginería barroca. La actual iglesia, que se comenzó a construir en tiempos de Carlos Antonio López y se terminó en 1936, además del espíritu, conserva el estilo de las iglesias franciscanas. Posee tres naves, y la central es claramente más elevada que las laterales. También tiene su corredor jere. Original es la Ermita de San Roque, peregrino francés al que tan aficionados eran los franciscanos, que no hubo pueblo que ellos fundaran que no contara en algún momento con una ermita dedicada a este santo. La única que se conserva de este tiempo es la de Caazapá.

El centro de Caazapá es un museo vivo, pues a la iglesia con su magnífico retablo y su espléndido conjunto de imaginería barroca hay que sumar la Ermita de San Roque, las originales casas de los indios reducidos y lo que aún se conserva del convento de los frailes y de sus talleres. Era una ciudad que contaba con los referidos edificios religiosos, talleres, hospital, tahona, tambo, escuela de música y primeras letras, archivo, biblioteca y cárcel, un modelo propio de organización y un espíritu que la mantenía viva.

-Me hubiera gustado conocer el pueblo en tiempos de los franciscanos -comentó José Luis mientras devoraba una hamburguesa en el Kincho's Burger.

-No estarías comiendo hamburguesas -le retrucó el Peregrino.

-¡Coño! Hamburguesas ha habido siempre. ¿O es que en tu pueblo no preparaba tu madre hamburguesas?

-Sí, claro, hamburguesas y albondiguillas,- pero no me refiero a eso.

-Ya sé a qué te refieres, pero bueno ¡ya está bien!, que parece que los norteamericanos han inventado todo. ¡Hasta el Halloween ese de las narices!

-El Halloween ese de las narices sí que lo han inventado.

-¡Quiá! En muchas partes de España y de Europa se siguen iluminando las cabezas de calabaza la víspera de Todos los Santos.

-Sí, ya, pero los que lo han puesto de moda han sido ellos. Si me apuras, aunque se molesten los italianos, hasta la pizza es a su manera norteamericana, porque han sido ellos los que la han difundido a través de las películas. ¿Conoces la coca?

-No -respondió José Luis.

-Es una pizza de Baleares, pero ¿quién demonios la conoce? Si hubiera habido más mallorquines que italianos en Nueva York, hoy llamaríamos coca a la pizza y esta palabra probablemente no existiría en ningún diccionario de cocina. Vuelvo a repetir que la pizza es, si no un producto, un fenómeno norteamericano y que hay en Estados Unidos muchos que no se creen eso de que la pizza sea italiana.

-Absurdo -intervino Aurora.

-No tanto, que el chotís madrileño es de origen francés.

-¿Y el mantón de Manila? -preguntó Aurora.

-Pues de la China.

-¡Coño! ¿Es que no hay nada original? -José Luis no salía de su asombro.

Todo está revuelto desde que el hombre es hombre. ¿O es que crees que tu familia es burgalesa de toda la vida? Alguien habrá sido el primero en llegar a Burgos, digo yo. ¿De dónde? De África, claro. Ahora sabemos que todos venimos de África, que descendemos de una única mujer a la que los especialistas llaman Eva mitocondrial y que durante los últimos cuarenta mil años hemos venido recogiendo por el camino las cosas que nos han parecido más útiles. A veces, las hemos creado nosotros mismos; otras, nos las hemos apropiado sin pedir permiso a nadie. En el fondo, la cultura es universal. Así que a mí no me molesta en absoluto que lo; norteamericanos piensen que ellos han inventado la hamburguesa. Toman todo. Hasta con el nombre de América se han quedado.

-Es cierto -reconoció Aurora-. Cuando hablan de América, se refieren a su país.

-Yo conocí aun norteamericano -contó entonces el Peregrino- que pensaba que Colón había llegado a las costas de las Carolinas, porque él no podía entender de otro modo la idea del descubrimiento de América. Cuando le expliqué que no, que América era todo el continente y no solo Estados Unidos y que

Colón jamás había llegado a su país, me tomó por mentiroso. Casi nos vamos a las manos. La conversación recorrió derroteros muy diversos, y por más de una hora se olvidaron de las desgracias campesinas y del esplendor franciscano de Caazapá. A las primeras parejas de novios se habían sumado otras y vinieron nuevas y más ruidosas pandillas de adolescentes en poderosas cuatro por cuatro con altavoces a todo volumen cuya música atronaba la noche. El local estaba ahora lleno, y las voces se levantaban sobre el ruido tonto de los televisores encendidos de luminosos videoclips en las cuatro esquinas del local. Un grupo de chicas dark exhibían en sus rostros sus maquillajes lunares con un fondo de guitarras eléctricas apenas audible. Se hacía cada vez más difícil la conversación, así que los amigos decidieron pasear por las calles de Caazapá y alejarse lo más posible de aquella marabunta. La noche era calma y aún era temprano. Los ruidos se habían quedado atrás. Mientras preparaban el viaje en España, su amigo Ignacio habíale contado que, según sabía, en ninguna otra parte del mundo la noche era tan bella y tranquila como en Paraguay. «Es el país de la noche.» Quizá se había dejado influir por las canciones populares paraguayas, a las que era tan aficionado, que alababan la belleza de sus mujeres y de sus noches. La mujer y la noche han estado siempre asociadas. «Según me han dicho», le había contado, «es como si estuvieras en otro mundo.» También con una buena mujer el hombre se sentía en el mejor de los mundos posibles.

Y así se sentía ahora el Peregrino, como si estuviera en otro mundo, un mundo que la propia historia oficial del país había pretendido olvidar, pero que levantaba sus altas torres almenadas desde el pasado aún vivo en la memoria bajo los más ardientes soles y las estrellas más hermosas, un mundo en el que aún, y pese a todo, se mantenía el sueño de una «tierra sin mal», de la Yvymarae’ÿ  imaginada por los guaraníes antes de que los franciscanos llegaran a estas selvas para tratar de hacer realidad el paraíso en la tierra que también ellos habían imaginado. A las nueve y media de la noche estaban muy cansados y decidieron retirarse a dormir. Les esperaba un viaje largo y difícil. En su sueño había aquella noche un fondo de guitarras eléctricas.

Cuando salieron hacia Yegros a las cinco y media de la mañana del lunes 29 de noviembre, sabían que tenían que salvar una de las partes más difíciles del camino. Pasarían por Yegros hacia Yuty, ciudad a la que esperaban llegar el miércoles, si, como en las corridas de toros, el tiempo les acompañaba. Como casi todas las mañanas, desde que iniciaran el camino, se levantó sobre la línea del horizonte un sol de postal para turistas. Se tranquilizaron y, con ánimo de exploradores decimonónicos, salieron de Caazapá por una amplísima avenida de tierra que, tras algunas curvas, se perfiló al fin como la ruta enripiada que habría de conducirlos a su destino. Seguía siendo la Ruta 8, la misma que, saliendo de Coronel Oviedo, llegaba a Coronel Bogado, pasaba por Villarrica y Caazapá y unía la Ruta 2 y la Ruta 7 con la Ruta 1. De coronel a coronel y tiro porque me toca. La cultura de cuartel marcaba la toponimia del Paraguay. Habíales dicho un empleado en el hotel que con la lluvia la ruta se ponía imposible en algunos tramos, pero que ya faltaban pocos meses para que el gobierno cumpliera las promesas hechas desde hacía muchísimo tiempo a los pobladores de Caazapá, Yegros, Yuty, Leandro Oviedo, San Pedro del Paraná y General Artigas. Sus reclamos serían al fin atendidos por las autoridades, pues en los últimos actos de protesta habían participado hasta los curas y los enfermos. «Es una vergüenza», añadió el empleado, «que la Ruta 8 esté como está desde aquí hasta Coronel Bogado, que hay como doscientos kilómetros.» Ellos los pensaban recorrerlos uno a uno, paso a paso, así tuvieran que caminar sin descanso durante una semana entera, dormir en hamacas, comer solo conservas o mojarse hasta los rincones más recónditos de la conciencia si los agarraba una tormenta.

Si los agarraba una tormenta, harían lo que el empleado del hotel les había aconsejado: retirarse del camino y escalar el primer altozano que encontraran por pequeño que fuera. ¡Ah! Y no ponerse bajo las ramas de ningún árbol. Los árboles, les había recordado, «llaman» a los rayos. Se trataba, por tanto, de aguantar la lluvia y de exponerse lo menos posible a los raudales de las aguas naturalmente canalizadas por las partes cóncavas de aquellos caminos y al peligro de las descargas eléctricas. Si, como lo esperaban, tenían suerte y no llovía, miel sobre hojuelas; si no, a tomar las debidas precauciones. La noche del primer día la pasaron durmiendo en sus hamacas bajo las estrellas; la del segundo, también. La primera noche tardaron en dormir; la segunda, no. Ya la del miércoles la pasaron en el Hotel Liliana de Yuty, al costado mismo de la plaza de la iglesia. Por Yegros habían pasado el día anterior sin detenerse. Los tres amigos sentían que se hallaban al otro lado del mundo, pues eran pocos los camiones y los coches que frecuentaban aquellos parajes y se arriesgaban por aquella ruta que, una vez asfaltada, habría de convertirse sin lugar a dudas en una vía fundamental para comunicar con el resto del planeta a quienes habían estado por siglos incomunicados.

Aurora disfrutaba, sin embargo, de aquellos atardeceres en que, agotados pero contentos, buscaban los tres amigos al borde del camino algún lugar despejado o lo despejaban apenas con sus machetillos y plantaban sus reales encendiendo una pequeña fogata junto a un arroyo sin nombre. Todo lo hacían entonces cantando. Se bañaban en el río, cenaban lo que traían en las mochilas, extendían las hamacas entre las ramas de los árboles y se desprendían, por unas pocas horas (las del sueño), de las fieles y queridas chirucas que hasta allí los habían conducido. Gozaban como niños en una excursión.

Qué buenas son las hermanas teresianas,

 qué buenas son

que nos llevan de excursión.

Por fortuna, nadie los escuchaba, pues, de haberlo hecho, habríanlos tomado por locos perdidos en aquellas soledades. De vez en cuando, llegaban a un chiringuito levantado al borde del camino donde hombres, mujeres y niños de la zona esperaban sentados en rústicas bancas de madera bajo techos de calamina el autobús que los condujera a su destino mientras tomaban cerveza o gaseosas, comían chipa o sopa paraguaya y los más mundanos jugaban interminables partidas de billar en unas mesas que reclamaban a gritos que las jubilaran. Allí reposaban por una hora o menos, comían algo, bebían cuanto tenían que beber y se empapaban de realidad conversando con la clientela y escuchando sus quejas. Siempre eran las mismas y se resumían en la frase que pronunciara el dueño de uno de aquellos locales, situado a medio camino entre Yegros y Yuty: «En Asunción, no saben que existimos.» Quizá fuera cierto. De otro modo no se explicaba que tan fértiles y bellos campos estuvieran tan abandonados.

Antes de que el sol alcanzara el cenit estaban ingresando a Yuty el miércoles primero de diciembre. En algo menos de tres días habían recorrido caminando más de noventa kilómetros y no habían sufrido percance alguno. Las tormentas se habían retrasado y las personas que encontraban a su paso eran amables y generosas. En los chiringuitos de los caminos entablaban conversación con ellos y se enteraban de sus alegrías y sus tristezas y las hacían suyas sintiéndose parte de aquel mundo al que en algún momento habían llegado caminando, como ellos mismos, unos hombres sencillos y humildes que traían a hombres aún más sencillos y humildes que ellos mismos palabras de consuelo y proyectos de acción para construir una sociedad en la que nadie se sintiera desplazado.

En 1610, los paranás amenazaban Corrientes, Caazapá y Jaguá Kamigtá, misión que Bolaños entregaría al padre Lorenzana para que fundara en ella la primera reducción jesuita en Paraguay, San Ignacio Guazú. Fueron necesarias varias expediciones militares para contener y vencer a los indios, concentrados posteriormente por el propio Bolaños en la reducción de Yuty, en la desembocadura del Aguapey en el Paraná. En 1618, Yuty se había trasladado a su locación actual. En el éxito de Yuty colaboraron indios reducidos de Itá que fray Luis de Bolaños había trasladado a la nueva misión para que los paranás aprendieran de ellos la «policía» de las misiones. Yuty significa en guaraní «tierra de agujas» (de yu, aguja, y ty, lugar).

Yuty es pueblo grande y capital de distrito con una población dedicada a la agricultura y al pequeño comercio. Cuenta con una magnífica plaza franciscana en la que destaca una iglesia moderna a cuya fachada y pórtico han añadido las grandezas de la capitalidad de distrito frontones neoclásicos, arcos de medio punto y una torre cuadrada con un magnífico campanario. Más allá de semejantes decoraciones, conserva, sin embargo, la planta original franciscana, la galería cubierta y protectora, los retablos de antaño con sus imágenes y

el espíritu que hizo posible su nacimiento en la aventura de Bolaños.

¡Quién hubiese tal ventura

sobre e las aguas del mar

como hubo el conde Arnaldos

la mañana de San Juan!

¡Qué lejos del mar, empero, la (a)ventura de Bolaños! Ventura y aventura, en efecto, puesto que venturoso había sido el encuentro que él mismo propiciara entre el sueño de la «tierra sin mal» de los guaraníes y la utopía franciscana y aventurado, el arriesgarse a penetrar, sin más defensas que su amor por todos los hombres, en las densas selvas de los trópicos plagadas de todos los peligros. El espíritu venturoso y aventurero de Bolaños permanecía, pese a los cambios sufridos en los últimos dos siglos, en cada rincón de los pueblos que habían recorrido y visitado con entusiasmo semejante e idéntico sentido de humanidad los peregrinos. Pero el mar, ¿dónde estaba el mar?

El mar estaba en el sueño y representaba la esperanza. Así, al menos, pensaba el briviescano mientras discutía este asunto con el Peregrino a la hora del almuerzo. Estaban sentados en un copetín de la Avenida Alfaro, la calle comercial más importante del pueblo. José Luis pensaba que la búsqueda de la Yvymarae’ÿ exigía llegar a las orillas del mar, donde quien lo hiciera conocería la ventura del conde Arnaldos. «El mar es el paraíso mismo», se esforzaba en explicar, «y la orilla del mar, la playa, la puerta que se abre a quien conoce la canción. Solo conocen la canción los elegidos.»

-Demasiado complicado -dijo, entonces, el Peregrino-. Ni los guaraníes conocían el romance del conde Arnaldos, ni todas las mar chas en busca de la «tierra sin mal» han tenido como meta el mar. Las ha habido en sentido contrario: hacia los Andes.

-El mar es un símbolo y está en todas partes. También está más allá de los Andes. -Sí, claro, pero ¿de qué es símbolo? No lo sabemos bien, aunque, tal vez, la ventura del conde Arnaldos tenga que ver con la utopía franciscana.

-Arnau de Vilanova.

-El mismo que viste y calza.

Para Aurora las cosas eran mucho más sencillas. Se resolvían en humanidad, en el trato amable y generoso de los habitantes de estos pueblos, en la conversación discreta y humilde, en el regalo de una chipa que a veces les hacían en los chiringuitos del camino sin interés alguno por ganarse el favor de quienes estaban de paso, en la sombra del árbol de su patio y el tereré compartido con el pescador casado con una maestra de escuela que los había visto llegar sudorosos al medio día y que, después, había sacado su moto para ir indicándoles el camino al hotel levantando el polvo de la calle. Ese era el mar y esa era la ventura del conde Arnaldos, la (a)ventura de Bolaños.

El pescador tenía una camioneta vieja y unos campos de labor a la salida del pueblo. A veces, se pasaba el día entre plantas de mandioca y algodón y, a veces, íbase hasta las orillas del Tebicuary con su caña y volvíase a casa con pescado suficiente para tres días. Antonino Báez, que así se llamaba, los invitó aquel día a pescar, pero rechazaron la gentil invitación del pescador porque querían primero conocer el pueblo.

La utopía está en cada uno de nosotros y está en estos hombres sencillos. Este, tal vez, sea el gran legado de los franciscanos en Paraguay.

No volvieron a ver al pescador aquel día. En la tarde estuvieron en el mercado y visitaron la iglesia y la plaza, conversaron con hombres y mujeres de toda condición y se proveyeron de bebidas y de alimentos para sobrellevar las siguientes jornadas y, ya en la noche, volvieron al hotel, se ducharon y descansaron. «Mañana será otro día», pensó el Peregrino.

Al día siguiente, antes de romper el alba, ya estaban caminando con sus mochilas al hombro por la Ruta 8 hacia Leandro Oviedo. Atravesarían el Tebicuary por su puente de hierro y pasarían por Leandro Oviedo y San Pedro del Paraná antes de llegar a General Artigas, pueblo que los franciscanos fundaran con el nombre de Bobí. Lucía un espléndido sol, y los peregrinos estaban convencidos de que la jornada sería tan buena como las anteriores. De hecho, nada parecía interrumpir la felicidad de la que parecían nimbados ese día y los pocos camiones y coches que se aventuraban a esas horas por la carretera disminuían su velocidad al pasar junto a ellos y de ellos salían palabras de saludos y brazos que se agitaban en el aire. El terreno era llano y solo en algunas partes se curvaba o anunciaba con sus formas la presencia de un estero, de una laguna o de un riachuelo. A la vera del camino, los niños de las compañías de la zona caminaban hacia las escuelas y algunos campesinos montaban a caballo o en bicicleta en dirección a sus chacras. La vida comenzaba de nuevo, como cada día.

No tendrían media hora caminando, cuando los alcanzó Antonino. Venía con su camioneta y se ofreció a llevarlos hasta el Tebicuary, donde él pensaba pasar la mañana pescando junto al puente de hierro de más de cuatrocientos metros que cruza el río. Es un puente magnífico y es río grande el Tebicuary. Los invitó a que subieran en la camioneta, y los dos hombres, José Luis y el Peregrino, se vieron obligados a hacerlo en la parte de atrás recibiendo el impacto de los baches con tal fuerza que, cuando se hundían las llantas en uno de proporciones importantes, se iban de un lado a otro sin poder evitarlo o saltaban. El pescador los dejó al otro lado del río, a la entrada misma de Leandro Oviedo, y les aseguró que, si seguían caminando como él los había visto caminar antes de recogerlos, llegarían a General Artigas antes de las cuatro de la tarde. «Por si acaso», les dijo, «les he traído un doradito que pesqué ayer. Mi mujer lo ha limpiado y troceado, así que solo tienen que ponerlo al fuego ensartándolo en estos palitos.» El pescado, limpio y bien troceado, venía en un recipiente de plástico como dispuesto para prepararlo en cebiche, y, ante la insistencia de los peregrinos, Antonino aceptó que dejaran el recipiente en una farmacia que había junto al Copetín Isla de Capri en la calle Virgen del Rosario de General Artigas, porque él pasaría por ahí en dos o tres días y el dueño era conocido suyo. Se despidieron con un apretón de manos, y Antonino les aseguró que cualquier día volverían a encontrarse.

-¿Dónde? -preguntó el Peregrino.

-¿Cómo voy a saberlo? -respondió el pescador-. Solo Dios lo sabe.

En Leandro Oviedo buscaron un almacén de ramos generales en el que compraron pan, sal y un poco de pimienta. Hacia las doce, cuando estaban llegando a San Pedro del Paraná, en una curva que se empinaba por una cuesta serrana, encontraron un claro en medio de la maleza por el que corría un arroyuelo que les pareció el lugar más apropiado para disfrutar del regalo de su amigo. José Luis y el Peregrino limpiaron bien el sitio y prepararon una pequeña fogata mientras Aurora condimentaba y ensartaba en los palitos los pedazos de pescado. Los comieron con gusto, pues estaban de rechupete, descansaron hasta las dos y prosiguieron su camino. San Pedro era un pueblo precioso, pero no se detuvieron en él. Pasaron de largo. Estaban entrando a la Cordillera de San Rafael, y las subidas frenaban la velocidad de su marcha. Querían estar en Artigas antes de que anocheciera. Cuando llegaron, todavía no había anochecido y en el pueblo se disfrutaba de esa atmósfera mágica que por unos minutos envuelve el espíritu del viajero cuando el sol se hunde definitivamente en el occidente. Ya era tarde. Buscaron la farmacia cuyas señas les había indicado Antonino en la calle de la Virgen del Rosario, dejaron al cuidado del dueño el paquete para su amigo el pescador y pidieron a quien los atendió que les indicara un lugar donde pasar la noche. El Copetín Isla de Capri era también un lugar de hospedaje y estaba al lado mismo de la farmacia. Pared con pared. Al subir las escalerillas que separaban la parrillada del copetín de la acera que bordeaba la calle, el Peregrino tropezó y cayó y tuvieron que volver a la farmacia para que el dependiente le limpiara una pequeña herida en la mano y le pusiera una curita. Se acostaron antes de las ocho. Aquella noche durmieron casi diez horas seguidas.

Al día siguiente estaban desde temprano en la puerta de la iglesia, pero el cura no se presentó. De cuantas iglesias franciscanas habían visto hasta el momento aquella era tal vez la más típica, la que mejor correspondía a la idea misma de una iglesia de misión en medio de la jungla. Era toda ella de madera con enormes horcones soleros en la entrada y pilastras de lo mismo sosteniendo un tejado en apariencia bajo. Como en el caso de la iglesia de Yaguarón, la torre de la iglesia de Bobí también era exenta y de madera. Ambas iglesias se parecían mucho y correspondían a un estilo que, probablemente, predominó a lo largo de los primeros siglos, como puede verse en la Ermita de San Roque de Caazapá, donde el modelo se ha conservado tal vez más puro que en ninguna otra parte. En medio del bosque formado en la enorme plaza de la iglesia, aquel sencillo templo sin lujos ni adornos que lo modificaran era la estampa misma del franciscanismo. Esperaron hasta las nueve y a esa hora, en vista de que el cura no se presentaba, decidieron seguir su camino, pues aún les quedaba un buen trecho para llegar a Coronel Bogado.

Pensaban llegar hasta Coronel Bogado, pueblo famoso por sus chipas, y volver desde allí a Asunción en autobús. Quizá descansaran uno o dos días en la capital antes de emprender el último tramo de su viaje, el que alcanzaba las partes más alejadas de aquel camino al que habían ingresado en busca de un mundo olvidado por la modernidad y que, en algún momento, representó la esperanza de los más necesitados.

 

 

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En la baja edad media, un hombre joven, de origen burgués y acomodado, decidió unir su suerte a la de los pobres y, tal como Jesucristo, casarse con la dama pobreza. Este hombre, que amaba a todas las criaturas existentes a tal punto que llamaba a los astros “hermano Sol y hermana Luna” fue un gran místico, sin duda, pero fue también – y esto a veces se olvida – un crítico de la sociedad y alguien que soñaba con un mundo mejor que, si bien trascendiera al terrenal, podía comenzar a construirse en el mismo. Algunos siglos después, en el Paraguay, varios de sus herederos iniciarán la búsqueda de esa utopía, de la mano de aquellos indios que soñaban con una tierra sin mal, sin violencia ni injusticia.

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"Félix Álvarez Sáenz (Azofra, España, 1945), historiador y escritor con varios años de residencia en el Paraguay y varios libros publicados, nos propone un viaje a los derroteros de la utopía franciscana en tierras guaraníes, por los sueños de aquellos que se atrevieron a imaginar un mundo distinto donde - como dijo, ya en el siglo XX, otro revolucionario de trágica suerte - "no haya pobres ni ricos, donde no haya armas, donde haya alegría y respeto por el ser humano". Se ha dicho que la utopía es una línea en el horizonte que nunca se alcanza pero que, sin embargo, sirve para caminar. Este libro nos propone un viaje literario por ese camino. Estamos todos - como no podía ser de otra manera, en un viaje utópico nadie está excluido - invitados"

 

 





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