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ESTEBAN CABAÑAS

  ¿QUIERE USTED UN CAFÉ EN ESA ESQUINA?, 2000 - Novela de ESTEBAN CABAÑAS


¿QUIERE USTED UN CAFÉ EN ESA ESQUINA?, 2000 - Novela de ESTEBAN CABAÑAS

¿QUIERE USTED UN CAFÉ EN ESA ESQUINA?

Novela de ESTEBAN CABAÑAS

(Novela en dos actos y un epílogo)

Ilustro CARLOS COLOMBINO

Arandurã Editorial

Asunción – Paraguay

2000 (72 páginas)

 

 

 


El limbo, el raudal y el Panteón de los Héroes

“Maestro”, dije, “con ardor deseo,

antes de que dejemos este lago,

ver cómo en estos bodrios se hunde el reo”.

(...)

A poco, vi el destrozo y la mancilla

que hacían de él los que en el cieno estaban;

gracias le doy a Dios, que así le humilla

 

Con estos versos y otros, Dante Alighieri no sólo manda al infierno a Filippo Argenti, hombre poderoso, arrogante y adinerado que se opuso tenazmente a que el poeta regresara a Florencia después de un obligado destierro, sino además lo humilla sumergiéndolo en un lago de lodo y de inmundicias. Y como si esto fuera poco, cada vez que emerge, quienes comparten este quinto círculo de su terrible Infierno, los otros condenados se lanzan sobre él y lo destrozan.

Estas pequeñas venganzas de Dante casi nadie las recuerda. Y este no es nada más que un ejemplo ya que en los cantos III, X, XIX, XXIII, XXV y XXXIII seguimos encontrando a numerosos enemigos personales a raíz de las irreconciliables peleas de los “guelfos” y “gibelinos” que entonces dividían a los ciudadanos de Florencia.

Esta posibilidad que tienen los artistas de sumergir a sus enemigos en algún tipo de infierno (no es imprescindible que todos los infiernos se parezcan al de Dante) se ha dado en todas las épocas y en diferentes civilizaciones. Es conocida la anécdota de Michelangelo que sumergió en las llamas eternas nada más y nada menos que a un cardenal de El Vaticano mientras pintaba la Capilla Sixtina. Goya demostró la poca simpatía que le despertaba la familia del rey Femando VII en su célebre retrato de conjunto. El cineasta Luis Buñuel esperó treinta y cinco años para ridiculizar al juez que ordenó la destrucción de “El Perro Andaluz” y Roa Bastos tuvo que esperar muchísimo menos para anatematizar a sus críticos a través de un lujurioso monito onanista en su novela “Contravida”. A esta lista, tan corta como incompleta, habrá que agregarle este relato de Cabañas/Colombino que comparte una característica esencial con las obras mencionadas: y es que por encima de este exorcismo que realiza el artista contra sus propios demonios, la novela posee valores estéticos propios que la sostienen. Independientemente de las circunstancias por las que deben atravesar estos personajes, herederos de aquel Filippo Argenti en quien se ensañó Dante, hay una historia que posee un ambiente, un aire cautivante y un suspenso -no al estilo Hitchcock, claro está- que nos empuja a seguir leyendo sin encontrar nunca la página exacta en la que poder cortar la lectura y descansar.

El único problema que plantea el relato es que quienes conozcan el blanco de sus dardos, quienes estén al corriente del cúmulo de chismes que corren por esta ciudad y sus alrededores y que responden como a una cierta filosofía de vida, disfrutarán dos veces. O como diría Julio Cortázar, verán que, desde atrás de las páginas del libro, un cronopio les guiña un ojo. Quienes no estén al tanto de tales historias, pues disfrutarán con este relato que tiene un eje físico: la esquina del Panteón de los Héroes que es no sólo el centro geográfico de la República, sino también una suerte de centro de la lucha por la libertad. Fue el sitio preferido para organizar aquellas protestas juveniles durante los oscuros años de la dictadura.

El otro eje de la novela es temporal y atraviesa una buena parte de la historia del país con un rasgo curioso: los personajes son los mismos. Cambian algunos pequeños elementos, cambian los dictadores de turno, cambian los olores que se escapan del bar “El Lido”, cambia ligeramente el paisaje, pero no cambian los personajes. Quizá no es otra cosa que el símbolo de las eternas miserias que acompañan al ser humano, como si fueran inmutables, perennes, inalterables.

Pero así como hay un punto en común con aquellas obras, también hay una diferencia: y es que el autor no sepulta a sus enemigos en el infierno, sino los remite a un estado que, posiblemente, esté muy próximo a lo que dicen que es el limbo, un espacio neutro en el que todo lo que sucede parece ser natural, lógico, simple, elemental: los crímenes entre familiares, los deseos sexuales no reprimidos, los policías de civil espiando a los posibles enemigos del régimen, los calabozos para presos políticos.

A lo último: el lenguaje. Esteban Cabañas como su ad-látere el pintor Carlos Colombino, no tiene problemas con el lenguaje. Necesita echar mano a uno para expresarse. Y lo inventa. Inventa aquel que sea más adecuado para llevar adelante su obra pictórica o su obra literaria, según ocurre en este caso. Y en un ambiente en el que la literatura sigue tropezando con las vallas aparentemente insalvables del idioma, es como percibir una bocanada de aire fresco el encontrarse con esta obra, hecha sin ninguna solemnidad, sin ningún prejuicio estético; o lo que es más: sin ningún prejuicio lingüístico. Gracias a ello la prosa de Esteban Cabañas nos pasa por encima del mismo modo torrentoso que los raudales que nos describe en su novela.

Cuando terminé de leer la obra, me quedó la misma sensación de gozo e incomodidad que me producen las obras del Marqués de Sade -el “divino Marqués”- porque es irreverente, irónica, con un sentido del humor muy ácido; porque sus observaciones son agudas y despiadadas, muchas veces divertidas pero siempre profundas. Creo que aunque no más fuera por esto, una obra literaria de esta naturaleza queda plenamente justificada.

Jesús Ruiz Nestosa

As. diciembre de 1999



“Me quedo pasmado cuando termino algo. Me quedo pasmado y desolado. Mi instinto de perfección debería inhibirme de acabar; debería inhibirme hasta de dar comienzo. Pero me distraigo y hago. Lo que consigo es un producto, en mí, no de una aplicación de la voluntad, sino de una cesión suya. Comienzo porque no tengo fuerza para pensar; acabo porque no tengo alma para suspender. Este libro es mi cobardía. ”

Fernando Pessoa

 

 

 

 

PRIMER ACTO

 

I

Voy a pasar —me digo. Voy a dar un paso hasta llegar al cordón de la vereda. Subo el pie con suavidad, lo veo suspendido en el aire tibio de la mañana. El sol levanta el polvo de la calle e inunda con una luz que desintegra los escalones del panteón. Adelanto el pie. Miro el reloj que llevo en la muñeca. Han transcurrido diez minutos. El naranjo deja caer un fruto sobre la calzada. Un niño azul lo recoge sosteniéndolo de la pequeña ramita. Lo sostiene bien alto y lo suelta. La naranja explota en el suelo. Yo vuelvo a mirar las manecillas del reloj. Ahora parecen detenidas. No avanzan; hasta se puede decir que han retrocedido. El pie también. Voy a pasar —me digo. Detenido en el espacio veo carros, autos, camionetas. Una moto se estaciona en un sitio a la izquierda. Leo el nombre de la calle: Chile.

Chile y la otra, Palma. No es muy fácil determinar cuál es una u otra. De las fachadas laterales surge una música de flauta, arrastrándose, puliendo los rincones, alargando las líneas que fluyen hacia la extensión indefinida de la ciudad. Hay un desierto que se extiende hacia el río.

Un desierto pintado sobre papel estraza. Fondo casi amarillo. Telas que unen los pedazos. Voy a dar un paso —me digo. Miro el reloj. Da la impresión de que nada se ha movido de lugar.

Alguien me toma del hombro. Cree reconocerme. Dice de pronto: -Perdone. Perdone, agrega. Alza los hombros al constatar su equívoco. Gira a la derecha y se escabulle.

Sostengo los ojos; el desierto se desvanece y el humo de los motores nubla el paisaje. Tiemblan los contornos con un leve resplandor. Hirviendo el aire sobre el asfalto, algo parpadea y se estremece, tal el aire de agua en el primer golpe de fuego, con su vapor blanquecino.

Voy a cruzar la calle y vuelvo a iniciar el movimiento. Levanto el pie en un breve paso. Sobre el borde me detienen. No sé la hora. No entiendo por qué este hombre no se fija en el gran reloj que acaban de instalar en la otra cuadra. Pero tengo la sensación que el tiempo no transcurre o que el reloj es un fantasma de una verdad distinta, sólo percibible por mí. Y que ese paso, ese movimiento es el mismo que ejecuté y que vuelve a suceder. Puede ser que el transeúnte ocupe un espacio en otro canal de tiempo que no sea el mío, que haya cruzado el umbral hacia otra realidad, y esté allí recortado de todo lo demás.



II

Al dar la vuelta, la esquina termina en un ángulo del Panteón y antes de llegar al Lido Bar, se encuentra con la casa antigua que ahora renueva su capa de pintura blanca. El zaguán culmina en una reja de barrotes de madera, torneados. Sé que allí tiene su estudio el Arq. Escobar pero no me atrevo a tocar el timbre.

Sin embargo nadie me impide entrar en el bar y pedir una empanada. Lo hago. Al estar frente a la caja me percato que no llevo un peso. Me han vaciado al entrar en Investigaciones hace dos semanas. La cartera, el reloj, una pequeña foto, el llavero, el encendedor. Un encendedor que ahora miro, puesto que es lo único que me ha sido devuelto. Es de color verde azulado. Muy brillante. Pero no sirve para comprar empanadas. Así que lo vuelvo a guardar, hago un esquema muy evasivo con una sonrisa. Una sonrisa medicinal, farmacéutica y salgo. Allí mismo el que vende revistas me observa con ojos de policía. Yo trato de actuar lo más naturalmente posible. Pero la ropa, la piel, mi ropa, mi piel, parecen trasuntar el tiempo y el olor del encierro. Los sudores, los pelos de la peluquería. Había estado un mes tirado en la pieza donde a diario cortaban el pelo a los oficiales. El espantoso aroma de las letrinas atravesaba el aire con su vaho infernal oliendo a grasa y amoníaco. Bajo esa niebla vuelven a emerger; desde los pliegues de los párpados brotan las ganas de explicarle, de acercarle las razones de la situación en que me hallo. Pero el revistero pronto se desentiende de mí y acude solícito a las protestas de su clientela.

Me acerco a la columna y busco la forma de hacerme invisible, reducirme. Mi hermana vendrá a recogerme. Ella dijo que la esperara en esta esquina. El Panteón, enfrente, lanza por una especie de lámpara de Aladino, un humo grisáceo, un vómito de niebla oscura sobre la cabeza de un soldadito verde, petrificado, que al mover los ojos, única porción viva de su cuerpo, parece tratar de escapar por sus órbitas.

Aquí debo esperar. Teresa, mi hermana, me ha cuidado estas dos semanas. Me ha traído la comida, por ejemplo, a pesar que Popol le aconsejó que no lo hiciera, temiendo por ella, y no se sabe por qué.

La gente pasa, no se detiene; entre sus rostros, el rostro de Teresa, avanzando por la calle Chile. Ella detiene un taxi y de un tirón me arrastra. Ordena al chofer no pasar frente a Identificaciones, le dice muy claramente: “—Vaya por Palma” y le da la dirección.

 

 

III

Regresa el tono detrás de un paisaje repintado. Las telas del Teatro Municipal cuelgan de los balcones del Citibank a cien metros. El pasado mutilado en el hoy. Aquí en esta calle después de la una de la madrugada todo duerme; se puede cruzar tranquilamente sin temor a ser atropellado por los vehículos. En esa esquina donde estuvo el Club Nacional, un poco antes de la entrada está ahora la puerta que lleva a la biblioteca y bien más arriba al departamento del agregado cultural de la Embajada Argentina. Un cantero alargado se explaya según la fachada. Hay otro compartimiento donde me encuentro reducido: al observar desde arriba cualquier cosa se empequeñece y se concentra en un punto. Un puntito en medio de la calle. Subo la copa. Alguien puso en mi mano una copa de vino. Un poco de alcohol. Estoy justo sobre la cúpula del Panteón, a la misma altura. Las escamas que la envuelven le dan ese aire de objeto marino. La fiesta dura hasta mucho después de lo que se puede soportar.

Busco la salida; con ese aire de topo en medio de la tierra. Una puertita conduce a un microscópico ascensor que se abre sobre un, a su vez, pequeñísimo pasillo. Conmigo sube una señora vestida de encaje negro; el ascensor desciende. Al rato se abre y resulta el mismo piso. Aprieto el botón indicando la planta baja. Se cierra la puerta metálica y comienza a descender otra vez. Pero otra vez llega al mismo lugar.

¿Y si de pronto el ascensor en ese convulso movimiento interior que retumba dentro del edificio se detuviera y nos dejara encerrados, qué haremos?

¿A qué parte de Chile da este ascensor? —pregunta de pronto la señora que abordó el pequeño espacio con ese vestido de amplias dimensiones. Yo sigo sepultado bajo un montón de encajes. Un broderie negro que deja escapar un perfume rancio, parecido al sándalo.

Reanudamos aún nuestro viaje a ninguna parte. Al subir o bajar llegamos siempre al mismo lugar.

La señora resopla con su aire de pez fuera del agua. Por fin decidimos bajar por la escalera. Al salir un vapor de humo llega de la bahía donde la luna lanza un plano de luz. La fachada del Cabildo cruza el paisaje con su último error: el arco que le falta llena el espacio de la calle Chile.

Hay aquí un punto suspendido. —¿Dónde está este país?, pregunta la dama de negro corriendo hacia donde creyó dejar su coche. Un silencio intenta iniciar una pequeña música, quizás una mirada. El lustrabotas sonríe, pero no dice nada; ni ofrece su servicio aunque algo espera. La señora dio un rodeo y se dirigió a la esquina. Hay aquí un espacio de sueños, un laberinto de tiempo que desemboca en distintos momentos.

 

 

IV

El sol cruza la calzada en una ráfaga de fuego e inunda con un brillo relampagueante las aceras. La gente pasa poniendo la palma de la mano sobre los ojos para mitigar el fulgor. Es sábado. Una multitud arrastra su sombra en el empedrado. Son las diez y media de la mañana.

Un hombre vestido de negro con una especie de smoking ajado, un sombrero de media copa, al saludarme, me alarga la mano. Lleva un bastón.

Yo le miré dispuesto a emitir la razón de un asombro que sucedió de pronto, pero su gesto me dejó callado. Tratando de no despertar lo dormido. Toda la calle era de piedra basáltica oscura; lejanas polvaredas nublaban un fondo de estraza. Todo desaparecido. Estábamos los dos solos, junto al Panteón de ladrillo sin revocar, enmohecido y silencioso que ahora llaman “Oratorio”.

Tampoco estaban los naranjos, una acera sin concluir; una enorme muralla. Más allá de la bruma un farol metido en una burbuja traslúcida parpadeaba dispuesto a apagarse.

El hombre adelantó un paso y empujó la puerta que daba sobre la calle. Cuyo nombre quizá también ahora fuera otro, dijo: - -El japonés me dio este cuartucho, no tenía adonde ir. Aquí puedes quedarte por ahora. Me miró con un cierto descuido hablando para sí mismo, moviéndose en círculos, buscando algo, cual un perro que persigue su cola para ovillarse.

El ámbito se hallaba invadido de un polvillo arenoso que ascendía en la ampolla de luz de las velas.

Me acosté sobre una bolsa de tierra y aunque era bastante suave no dejaba de ser incómoda y algo maloliente. Dormí.

Al clarear oí que el tipo había encendido un calentador, después de tratar en vano durante tres o cuatro palillos de hacer funcionar un fósforo, con una verdadera pasión meticulosa y una vocación de artesano.

Preparó un cocido que me sirvió con galletas de cuartel. Se acomodó en un cajón e inició una conversación que duró hasta el alba.

Se refirió al japonés y dijo que le había propuesto un trabajo en el jardín. Al costado del edificio de ladrillos, bajo las pilastras, con sus arcos a medio hacer, estaba una amplia plantación de flores.

Petunias, lirios, azucenas. Al fondo; murallas. ¿Eran murallas o alambrados? De las dos —respondió Ignacio, que así se llamaba. Ignacio —agregó. El nombre me lo puso mi madre.

¿Quién si no? —y calló. Por la ranura del portón se dejó ver un hilo de luz, que fue aumentando de intensidad. Cuando Ignacio lo abrió inundó la pequeña estancia una claridad obscena, lechosa, de humaredas. El olor del cocido se fue instalando en uno. Vi una imagen que acercaba una copa y con la punta de los dedos me acariciaba la frente. Me desperté sobresaltado en ese vacío lugar sobre ladrillos sueltos y restos de construcción agobiado por la humedad. Ya no había nadie. Salvo la figura tosca de un ángel petrificado, que se doraba el pelo con el primer rayo de sol que le llegaba a través de un ojo de buey sin vidrios. Un sonido de taconeo infernal sobre las piedras de basalto me ayudó a ubicar la cercanía del mercado.

Bajé cuatro escalones que daban sobre la vereda. Cuatro es-calones rotos, uno más alto. Una hilera de animales de carga lanzaba una intensa sombra que se repetía sobre las piedras de la calle. No volví a ver a Ignacio en toda la mañana. A la tarde regresó por un momento, se lo veía muy agitado. Me habló de una arenga que dio en la plaza. Se despachó contra cosas ínfimas. Había adquirido unos pinceles y varias brochas que dispuso en fila sobre un parapeto del muro. Los miró con un sentimiento casi sagrado. Sonrió.

¿Cómo? pregunté. Tomando un pincel lo paseó por el aire dando toques invisibles.

—No quiero ser jardinero, sino pintor —aseguró.

 

 

V

—Por supuesto, exclamó la dama, contame de tu viaje.

—He encontrado músicos.

—Sí. ¿Que músicos?

—Por supuesto, dijo.

Subió la nube un pedazo de ciclo sobre el fondo de la bahía. Un tono de teclas repartiendo el desgajado sin fin de la misma nota.

—Por supuesto.

—Debo confesarle que nadie aquí es un aficionado.

—Y si llega de París, menos.

—¿Que se toca en la calle?

—Desechos.

—¿Cómo?

—Buenas noches, señor.

—¿Nadie ha de tomar conmigo?

—¡Vaya un vaso de vino!

—Ya lo veo. Hay que seguir esta calle hasta llegar al río. Allí se puede ver una canchita y al lado del arco sur un pasillo hacia el fondo. Se dobla a la izquierda y la segunda casa es la de doña Leoncia. Tiene tres putas de lo mejor.

Se arregló el bulto estirándose la juntura de los pantalones. Miró hacia el este, por si las moscas. No se veía un gato. Por la otra sin embargo una estela de luz avanzando le llenó de cierto escozor. Sacó su puñal de 12 y medio, hoja fina, bruñida, de hierro espejado. Un pez de luz navegó por el aire; se abandonó en medio de la puerta. Avanzó por los muros. Fundido al parapeto del Club Nacional perfilaba su cola diluida de color y brillo nacarado.

—Nangá, dijo Timón, ya estoy luego retirado. Se arrimó a la cuneta, sacó el pito y apuntó a un montón de huevos de rana arracimados en una vara de cedrón capi'i. “También me apodan piraña”, recuerda aún con el pito afuera. Cuando llegó Pilar lo encontró sentado en la acera dibujando en la arena letras inconexas.

¿Cuándo te vas, embarcadizo? El Timón la miró; no se había percatado de una erección inoportuna.

Pilar le apretó la bragueta usando el dedo señal ador insinuando en la boca una pequeña sonrisa.

—Una mamada y se te baja; 50 pesos.

—Déjate de macanear.

—No te importa. Le contestó el Timón, también llamado el piraña por los reflejos dorados (dicen que le salió a la madre medio gris y medio rubio, por los dos amantes). El uno, un mulatón de Emboscada y el otro un gringo de ojos azules.

Timón permaneció en un oscuro silencio. La calle estaba sumida en un espacio sin luz, de humo y sangre.

Ella, la Pilar, estiró el brazo.

-—Va de pena, dijo.

—No quiero.

—Va de japa, entonces.

—Menos.

—Venga, si no hay nadie.

—Y podemos hacerlo casi de memoria.

—Recordar —pensó el Timón.

Y ya la tuvo dentro. Cuando comenzó a bombear un trueno cayó sobre el medio del viento.

Apenas pudo concluir bajo la lluvia.

-—Buena la hemos hecho. Entre el agua de Dios y la del demonio.

La mujer se bajó el vestido y se despidió.

—Hasta la vuelta. En otros viajes estuviste mejor —sentenció Pilar. No habrá otro viaje, pensó el Timón. Se abotonó y cruzó el charco.

No podré volver, se dijo, puesto que no iré a ninguna parte. El Oratorio exhibía su vieja fachada y las columnas de ladrillos sin revocar. Se acuclilló entre ellos esperando que escampara y el raudal amainase

—Ayepa, Don Timón, que la lluvia calma y tranquiliza los ánimos más violentos.

Por el aire soñaba el Timón mientras veía pasar el agua con los ojos fijos.

—¿O fue la Pilar?

Se acurrucó tras la base y encendió un cigarro. Necesitó tres fósforos. La humedad comenzaba a derretir los huesos.

Y no sintió más nada hasta que apareció Agripino. Como si Agripino le hubiera traído una mano fresca, que le lavara el seso y

le puliera la tersura de piel de fruta, de naranjos, y no ser ya él. Se vio mascullando, más bien, se oyó convertirse en otro. Un otro más de antes y por qué no, más vital y joven.

Y en el dintel de esa forma se transportó en seguida a la calle de arena mojada, que dejaba profundas huellas en el pasar de los carros, y unas lámparas sostenidas por negros con tocados de ao po’i y descalzos.

Descalzas también iban las amas pero con los zapatos en la mano.

Al llegar a la amplia entrada a pocos metros de allí, se calzaban e irrumpían con cierto desequilibrio al espacio de luz del zaguán transformado con cadenas de papel chifón en exuberante escenario comandado por la Madama. Esta acababa de llegar de Francia. Aún no entendía las historias de este país, ni siquiera a sus mujeres.

Todas vestían sus mejores galos, amplias polleras al uso, bajo escote y alta cintura. Alhajadas con oro, corales, y flores.

Agripino no dejaba de darle comentarios, zalamerías del vicheador, del que está detrás de bambalinas.

El aire era de terrestre color, de humo blanco, de especies, olores sabios, talco y colonia de París. Las sedas de Oriente arrastraban lastres que el suelo disponía a su paso. Lo demás dejado a la libertad del aire que se imponía en la dulzura de la noche a cuanta nariz, plebeya o negra, discurría por los callejones.

Agripino le relató los dilemas del variado personaje que arribaba al principal nocturno de fiestas; en eso apareció la Madama ataviada de brocato y perlas. Llevaba un abanico con encaje de Brujas, unas sandalias también bordadas de perlas y tafetán de plata, con ribetes de pasamanería. En los talones una lágrima de oro latía en el andar; en el cadencioso andar que hacía aparecer el cuerpo duro, estructurado de uñas y escorpiones. Ojos de gacela para unos, ojos de basilisco a los demás. Era la amante irlandesa del dictador. Mujer principal. Dirigía el operativo de la fiesta con precisión pero sin entusiasmo. Encontró la forma de no aburrirse enseñando a los nativos del lugar maneras de divertirse como en la

Corte Francesa. Al caminar balanceaba el busto hacia un lado alzando el brazo izquierdo; con los dedos se sacudía el pelo que estallaba en tonos rojizos otorgándole a toda su figura un inesperado encanto.

—Espera que te cuento cantidad —dijo Agripino; pero Don Timón, ya lejos, volvía a su propio devenir desandando por tanta cosa inútil.

Al despertar vio la calle iluminada por el agua que aún corría hacia la bahía. Pero la lluvia había cesado. El espacio adquirió ese fondo de espejo traspasado por un aura de fulgor y dureza de hielo. Todo era transparente, sólido, recién lavado, salvo el raudal deformado en un canal acuciante y obsceno. Una silla arrastraba su figura en un movimiento inclinado, girando sobre sí misma, lista para desintegrarse y desaparecer.

—¡Carajo! —chispeó el Timón.

—¡Me abandonaste! al darse cuenta que Agripino se había esfumado. Pero él sabía que dentro de un pliegue de aire, el espacio contenía a Agripino, lo ocultaba por un instante, lo sacaba de la vista de los otros mortales, o quizá lo derivaba a otra esfera donde el tiempo repetía memorias y olvidos paralelos.

La pitada de un tren madrugador hincó el sonido en la masa congelada del día que no terminaba de nacer. Después avanzó un estruendo asmático desarrollado con velocidad, sobre los rieles, hasta perderse. Luego, otra vez, el silencio acudió sobre el viento pacífico. Con el soplo de un ala invisible.

 

 

VII

Al costado del oratorio, a la izquierda, en una especie de caverna cavada en la tierra dormía Eleu.

Eleu debía ser sencillamente Eleuteria.

Tía Eleu era como la llamaba Agripino. La payesera mofletuda muy aficionada a emitir opiniones y burlarse de todo.

—No tenés que encontrarte con el pasado, notadles con el adiós.

—El adiós es la forma más adecuada a no apegarte a nada.

—¿Qué hacés? le preguntó Agripino.

—Pues visto santos, agregó ella, la verdad, visto a la Virgen para sus días de elevación.

—¿Cómo?

Estas imágenes hechas de palo con base rectangular y tórax de madera pintada; manos de extrañas sugerencias olvidadas por la ternura, rígidas para siempre; cabeza con ojos de cristal, boca a punto de pincel, roja. El vestido vive colgado en la percha, guardado en armarios del polvo y humedad. De moscas y cucarachas. Del toqueteo.

Cada año, el 15 de agosto, un poco antes, se lava, plancha, se le remienda, recose, se le pone en forma para vestir a la Virgen, que emerge de esta aparición, nueva, todo esplendor, llevada por cien ángeles al cielo.

Un ejército de mujeres fabrica desde el mes de julio flores de papel, que cubren con cera líquida. Caléndulas, lirios de tres colores, cintas de celofán.

Doña Violante, la vecina que vive en la casa contigua a la esquina, se prosterna dos a tres veces sobre el anda, se acuesta al lado para enhebrar las mil flores, a fin de formar los colores patrios, las guirnaldas, la base celestial de nubes, donde flota la imagen tras la opacidad lechosa de los tules.

Al cuello, las alhajas, el mbo'y, los 17 rosarios; luego los aros de tres pendientes, los carretones con piedra rosa de Francia. Las medallas con el recuerdo del corazón, las manitos, de círculos, de dedos.

—Aunque ella nunca fue muy codiciada para los milagros, aclaró Violante. —Desde que llegó aquí no se la vio nunca bien instalada. Ni siquiera tiene oratorio. —Nei, soltó al final, tratando de terminar los adornos al pie de la Virgen.

Una niña le acercó el mate. Doña Violante vio los ojos oscuros, pequeños, hechos de carbón encendido. “Esa niña llegó hace poco del campo. No sabía hablar.” Pero los ojos lo exponían todo con esa luz de juego, de animal sosegado, ardiendo en la oscuridad.

Siempre se le olvidaba el nombre.

—Eleuteria —le dijo.

—Eleuteria —repitió Violante dando el sorbo final. Le devolvió el instrumento hecho ascuas de calor y plata. Nei —repitió.

Doña Violante pidió a Eleu colocar una flor en un lugar bastante inapropiado de la estructura de la Virgen. El centro, entre los senos. Ahora Eleuteria recuerda aquel hecho después de muchos años.

“Doña Violante sorbió el último mate y me miró. Yo sentí esa atención torva, opaca, de mortal aburrimiento, posarse sobre mí cual dos alas de mariposas negras”.

Alas que se petrificaban y se convertían en polvo. En un instante en el silencio de una campana de vidrio fuera del mundo y el espacio conocido. “Sin mis dotes de payesera, los yuyos y alimento de animales secos no me hubieran bastado. Pues no. Un gran desasosiego se empolló en mí cuando me pidió eso. Era necesario tocar la puerta de ese extraño misterio. Tomé la flor y la incrusté entre las piernas de palo, en otro sitio de igual sortilegio.

Se me antojó un temblor que me persiguió hasta la esquina. Crucé la calle. Anduve como loca. Aún sentía ese movimiento de la flor, un movimiento de animal vivo, con el corazón recobrando sus latidos, desde el fondo de la muerte, agitado de pronto por un tumulto de voces.

—Todavía tengo muchas cosas que decirte. Se acercó Agripino y le puso las manos sobre la cabeza.

—Las cosas se abren al misterio cuando una las besa —dijo.

—Nangá —respondió. Mejor tomá dos porciones de cera de abeja en enero; cuatro alas de luciérnagas, yerbas de yaguareté y almizcle.

—Historias —le gritó Agripino alejándose.

Ella metió los pies en el agua y se vio reflejada.

El charco le mostró la estrella por encima de la cabeza. Estrella todavía mórbida de sueño, salpicando el espejo negro.

Eleu se hizo en ese momento a un lado. Un camión, un Chevrolet corto modelo 1950 le bañó con un salpicón del charco. El asfalto parecía un campo de nubes. Mojada, la tela se le pegaba al cuerpo. No tuvo más remedio que meterse al Lido.

Pidió un pedazo de pan.

A su lado estaba Loreta, la cíclope, acodada en el mostrador, con su vaso de cerveza y su empanada.

Escribía en un cuaderno de tapas azules.

Le observó de reojo es decir deojo, puesto que tenía uno solo.

Al otro, o sea al ausente, le cubría un mechón de pelo como a la Bacall.

—¡Qué agradable refrigerio! —dijo la cíclope mientras arremetía a la empanada con todos los dientes que le sobraban. —Un pedazo de pan, señora; suplicó Eleu.

—No me llamarás señora, porque no lo soy. Y ya que estoy divorciada con hijo, señorita ya no cuadra. Me llamarás doctora — sentenció. —La cíclope era odontóloga, pero la llamaban realmente odontóloga, porque le sobraban dientes y algo le faltaba en la cabeza. Siguió escribiendo.

—No trato con rameras, le dijo a Eleu, espantándola.

—Sólo quiero algo para comer. —Se disculpó.

—El puño de la estrella de Norte —gritó el que estaba sentado al fondo, un viejo borracho de tez oscura y cabellos plomizos; “el puño compañero ¡Muéstranos!”

—Qué hermosa alocución, gimió la cíclope mientras ya se disponía a copiar. Sintió un orgasmo. Siempre tenía un orgasmo en cuando escuchaba una frase poética. En eso una lágrima le brotó de la carencia vacía.

Dos veces en el año pasado y ahora una vez “las lágrimas parecían perlas, qué digo, eran perlas” —la dama era liberal.

Se ufanaba de ser liberal, algo distintivo, algo especial. Ese hecho la catapultaba a la aristocracia. De ser una vulgar hija de inmigrantes a miembro de la pequeña burguesía en ascenso.

Creyó que las perlas eran un regalo de los dioses; las depositó en la palma de la mano izquierda, la del corazón. Emitió una sola plegaria. Cruzó las piernas.

El poema no le salía; buscó infructuosamente alguna idea, otras palabras. Al final puso las perlas entre la ranura de las tetas y dijo: “quizás deba escribir directamente en francés, así no habría necesidad de traducción. Mi público es el francés” —afirmó muy oronda, mirando con el ojo que no tenía a Eleu. Además, se sintió complacida recordando al último hombre que había conquistado. —Vendrá más tarde —se dijo. Lo había conocido un día de calor sofocante. Le trajo la tarde pero venía desde el río. Lucía una perilla incipiente. Ella le escrutó con una mirada asesina, libidinosa. Le ofreció la boca con una sonrisa, alargando las manos hacia él. Gruesas gotas le manchaban la camisa. Loreta deseó desesperadamente beberse el cuerpo licuado de sudor. Esperaron la noche que llegó enseguida; una enorme luna definió la costa del Chaco más allá de la bahía.

 

 

VIII

—¡Qué francés, nácore!, le espetó Eleu, que no sabía a qué aludía Loreta. —A mí lo único que me valdría es un mendrugo.

Tres días más tarde Eleu volvió envuelta en una bandera roja, del partido; se ubicó en la esquina frente al fluir de la gente. Ahí lanzó una perorata sin término. Aunque no sabía hablar, se la ingenió mezclando el guaraní con el castellano. Nambré, habla de Castilla y esa loca parlando en francés. Nunca supo por qué a la cíclope se le ocurrió escribir en ese idioma.

Algo sube y baja en el ascensor; un automóvil recorre la calzada de norte a sur. Chile es un sonido de tranvía, la línea dos, que viene del Belvedere, se desliza por Tte. Fariña y dobla en esta calle y regresa. Pasa por el mercado número dos. ¡Qué extraño, otro número dos! Cuando uno desciende en coche por España, el automóvil trepa sobre los rieles del tranvía, intentando un equilibrio desde Padre Cardozo hasta Brasil. Porque el empedrado es un martirio.

Tía Marina surge del coche con su vestido de seda rosa y su

sombrero de paja florentina. Un capitán con cara retardada le abre la puerta al llegar a la esquina.

Al bajar el chofer le saluda con un movimiento imperceptible. El capitán le ayuda a salir del auto.

Un murmullo de estupor recorre las líneas militares alrededor del Panteón. Tía Marina sonríe sin mirarlos. Cientos de rostros llenos de asombro le contemplan.

“A veces no sabemos dónde encontrar las respuestas” —piensa. Un encaje de tul cubre sus ojos aragoneses, negros de noche y bruma.

Un tul de otras nubes persigue su tristeza a solas, tras un vidrio protector, dentro de una caja con mariposas secas, clavadas con un alfiler.

El dictador levanta el rostro.

—¿Qué es eso? —pregunta Eleu, que ha perdido todos los dientes. ¿No se llamará Stroessner, por si acaso? No. Aún no se llama así, le contesta Doña Violante. —Es eso, no más. Ayuda a poner la última azucena en el anda de la Virgen. Contempla a los hombres que hacen el honor militar frente el Panteón.

—¿Quién es esa? —pregunta Eleu. Es de Concepción —le señalan. “Es la mujer de Arrúa, se conocieron durante la guerra del Chaco” —piensa el dictador mientras canta el himno nacional.

¿Es el himno que compuso el inefable uruguayo traído por el dictador en el siglo pasado? Sí, nos impuso no sólo el himno, también la carne y lo peor su hijo que ni era suyo según las malas lenguas. Al parecer su aire era más benigno dada su obesidad. La gordura siempre atenúa el carácter pues hace de amortiguador. Según Milán Kundera, una mujer cuyo padre acababa de morir debía para el día del entierro hacer tocar una obra musical clásica que era del gusto de su progenitor; la puso en el tocadiscos, para ver. En la primera audición lloró desaforadamente. Con la segunda lloró, aunque unas cuantas lágrimas de menos. A la tercera, las mismas fueron disminuyendo. Cuando puso el disco por décima o duodécima vez la música le conmovió lo mismo que el himno nacional paraguayo. O sea nada. Eso dijo Kundera.

No sabemos si la mujer de la novela hizo tocar la música de su padre o el himno paraguayo que le aseguraba una completa pasividad.

Y porä ve Marina Lailla güi —es lo que se dice en el norte cuando pasa una mujer hermosa —repite el dictador la frase con su sonrisa de mandamás de tumo. Marina lleva a la frente una mano en donde baila con un resplandor de libélula una gran piedra celeste. La mirada del supremo apellidado ahora Morínigo, la puso fuera de lugar. No puede evitar un rictus de disgusto.

 

 

IX

Llueve. Una lluvia mansa cae a manos llenas. En el piso alto de la esquina un fuego de extraño fulgor se enciende en una ventana. Sombras de seres sobre las paredes, moviéndose. Una detrás de otra. Sombras chinescas. Gestos y voces que salen por el vano y naufragan en el mar sin fondo de la esquina.

—¿Por qué me obligás a esto? Es más sensato no verlo. Que no aparezca. —¿Sabés lo mal que me siento? Todo se reduce a mentira. Es la intensidad de la vida lo que crea el disimulo. No, responde la otra voz, es la cobardía. El problema es que no me entendés. El tono es para terminar esa escena de una vez. Aquí, un portazo. Llueve. Un niño cruza la calzada con un paraguas. El borde del agua lo besa con un círculo de espuma. El paraguas parece flotar en el raudal sanguinolento. En la esquina el tumulto de la corriente lo voltea; el paraguas boga a la deriva. El niño desaparece.

Al lado de la columna del Panteón, Eleu hace la señal de la cruz.

 

 

X

Tres días después por el poniente hacia el Chaco apareció una mancha negra; un nubarrón aplastado con una extensión de dos kilómetros.

De largo llegaba al horizonte. La sombra desplegó sus alas sobre la ciudad. La nube volaba a doscientos metros y cubría el cielo.

Al pasar se desgajaba en mil pequeños insectos. El panteón fue asaltado por una caterva que le cubrió totalmente. Parecía un revestimiento palpitante. Al norte se desprendían y volvían a unirse al manto que nublaba el día oscureciéndolo con aire de tormenta.

Doña Violante puso las velas en el altar de la Virgen y regaló a José Luis un caramelo. No sea que ese día fuera el último, y ella sin hacer una buena acción.

—Nei —dijo, cuando le sonrió al niño. A esa altura tenía la piel con la sequedad de lagarto, resquebrajada y gris, sarmentosa.

José Luis no le agradeció. La miró descuidadamente desliando con prontitud el papel envolvente del dulce de leche.

Miró la imagen recién vestida, las flores de seda, y el pelo totalmente arreglado sobre un almohadón. “El pelo de tía Ramonita” —se dijo, “largo y oscuro”.

Deslizó las pequeñas manos sobre los rulos de la cabellera.

Un sonoro golpe en la mano lo despertó.

—¡No se toca! -—rugió Violante al contraer el brazo.

El sol volvía a aparecer entre el nubarrón espeso.

 

 

XI

Cuando el chico volvió del raudal parecía muerto. De lividez absoluta; de papel amarillo.

Fue arrastrado por el agua hasta que la base de la columna del alumbrado público lo retuvo. Se tomó a ella con las manitos cual si fueran garras.

—Vamos hombrecito —che memby —masculló la vieja.

El la miró con cierto asco.

Volviendo de todo, el más acá adolecía de un brutal aburrimiento. No le contestó y se refugió en su habitación.

Sentía un frío mortal y había perdido el paraguas.

Después del vendaval surgió un sol de fuego que resquebrajó la calle, descascaró los muros. Eleu sacó —nadie sabe de dónde —un sombrero pin y se lo puso, para amortiguar el resplandor y no tener el solazo en el rostro. —No es por coquetería —adujo. Aun así, el calor se metió en todos los rincones con una furia de homo destapado.

Los cuerpos se pasaron a eliminar los sudores de tres meses; empapados los sobacos, con ese hedor dulce contaminado con per-fumes baratos, lo que atraía gran cantidad de insectos, hormigas, polvorines. Hubo lugares de la calle donde la gente de puro cansada se echaba a dormitar en el suelo, a la sombra de los naranjos.

Algunos parecen muertos, ni se mueven. Las moscas se nutren de los jugos que las bocas dejan salir. De cada párpado cuelgan pequeñas lágrimas; avispas o moscardones diminutos saltan de uno a otro succionando en su opacidad petrificada, un efluvio de picaflor.

Un Dodge amarillo cruzó la calle. En la esquina alguien de-morado levantó la mano. ¡Taxi! Gritó. Pero fuimos nosotros los primeros en abordarlo. Metros después se detuvo, se abrió la puerta. Entró primero Teresa, con lentitud arrastró el cuerpo hacia el fondo para dejarme sitio. El asiento era de plástico, muy sobado y grasiento.

Me dejé caer dentro de ese pozo con la certitud de entrar en un sueño largo y tranquilizador; en un baño lunar después de un pesado trabajo de tinieblas.

El Dodge arrancó con un pedo alargado y el ruido entrecortado fue dando chufos, sus ruedas pegadas al asfalto rechinaron. En una humareda desapareció la esquina.

En la década del 60, Lela Tánger de paso a su casa dio una vuelta por la esquina de Chile y Palma, a la sazón se iniciaba en el oficio de escribir poemas. Loreta, que así se llamaba su hija decidió también realizar este trabajo sólo en esa esquina. El lugar sagrado de su inspiración. Ese día no había un alma. Salvo un silencio de muerte.

Antes de ir al garaje Lela llamó por teléfono a la Policía. Dijo: “en veinte minutos estaré frente al Panteón. Allí espero.”

—¿Pero qué? —le preguntaron.

—Allí, dijo, sin precisar más.

Lela Tánger alargó el cuello tratando de ver a su hija. No estaba. Lo que no era una mala noticia. Se sintió más libre. Más tranquila. Una mujer buscando al Hombre nuevo. Pero ahora era un pequeño policía marrón frente a una vidriera del Ministerio de Hacienda. Vidrieras de un comercio anterior que ahora eran usadas para comerciar la historia.

A través del cristal el policía la observaba. La mujer de mediana edad, rubia, pecosa: al bajar del auto se entretuvo mirando hacia arriba, algo al fondo y a los costados de la calle. Llaveó la puerta y se miró en el espejito que sobresalía al borde. Un retrovisor muy oportuno.

Desarrugó la falda y en un movimiento de cansado animal palmípedo cruzó la acera. Movía el traste cual si fuera a desajustarse del tronco principal por lo que se sujetó a la cintura con el brazo derecho. Se detuvo frente a la primera vidriera con símbolos patrios, fotos. Militares, fundadores de partidos políticos, guerreros, todos con rostros imbéciles.

Un objeto cuya función era indescifrable se alzaba en el centro.

Pasó a la vidriera siguiente que exhibía una gran imagen del Gral. Stroessner, el último dictador.

—Sorpréndeme —dijo ella.

—Vine por lo que iba -contestó el policía. Entonces ella se refirió a unas cuantas personas que hoy se reunirían en la casa del Gato. La florería Bohême —acotó.

El hombre la miró desde arriba. No se despidió ni le ofreció la mano. Una delatora no merece ninguna galantería. Aunque las cosas fueran útiles al dictador, pensó.

Los muros caerían, las calles se ensancharían con otras calles y un paisaje único se extenderá desde aquí hasta el río y por detrás hacia las colinas. El pasado se irá por donde vino. Sólo aquí podré hallarte, sólo aquí diré cosas que no pude decirte. Porque las palabras no dichas engordan al orgullo y dan ese aire de globo saturado de eructos.

La cosa no va más allá. Un silencio ha realizado la evacuación de las palabras.

—Y en París, ¿cómo están las putas?

—Porque los artistas y las putas, son la misma cosa —el que emitió esto fue González, crítico de arte y psicólogo.

En eso, por arte de magia, salió de un costado Loreta, la cíclope, que hizo un berrinche porque alguien había tocado sus papeles. Incluso se los cambiaron por papeles de otro color, amarillos, pálidos y transparentes. Su rostro demacrado no oculta una extraña desazón. No había podido descansar ni dormir. Sus ojeras violetas delataban una bronca solapada. Una sorda angustia que remataba sobre otras cosas.

—No me avisaste que te ibas a París, dijo en tono de reproche - te hubiera dado un par de poemas, para “mi público” —añadió.

Se desabrochó la pollera, la dio vuelta y se pasó mirando el ojal media hora, fijamente, con un aire lunático. Cuando oyó aquello de los artistas y las putas organizó un verdadero batifondo, tomó el cuaderno y se enfrentó a González, quien no tuvo más remedio que hacer mutis por el foro.

Caía una neblina atrás; Alfredo Vera que estaba con él no se atrevió a escapar y enfrentó a la Loreta con estoicismo y algún sentido de humor. Parecido al que se usa cuando uno es atacado por una jauría de perros.

—No se atreverán contigo, le dijo Loreta (que se ocultaba detrás de una columna). Sos nuestro gran poeta nacional. Ya lo dijo el dictador y se cagaba de risa.

El Timón apareció trayendo una gallina, rojo de levantar la voz airada, la lengua por un lado, la boca haciéndose un volado de arrugas, el gesto deteniéndose antes del golpe, sobre todo al oír nombrar al tirano, esa especie de competencia desleal a su propio ego.

¡Stroessner, gritaba; Stroessner! ese hijo de mil putas. Alargaba las manos haciendo teclear los dedos en el aire. Escupía cada dos palabras.

Al darse cuenta limpiaba con rapidez los restos de saliva que arrojaba sobre el interlocutor, las mesas o sillas embadurnadas. Lo hacía con asco, cual si hubiera sido cometido por otra persona a la que en ese momento ni se detenía a juzgar. Siempre que cruzaba la calle a robar algo gritaba lo mismo. Era como un divertimiento. Luego volvía a su rancho, satisfecho. Ese paseo le hacía el mismo efecto que ir al baño o acostarse con cuanta pollera se ponía a tiro. Se suponía que, muy ocultamente, debía poseer algo sumamente atractivo que le hacía merecedor de simpatías las más diversas.

El día que anunciaron la llegada de Eva Perón la esquina fue adornada desde las primeras horas de la mañana con una tonelada de flores que pendían de los balcones. Cataratas de colores, que de pronto se fueron destiñendo. Como si hubieran sido maquilladas.

Melga llegó a las once; se instaló en el balcón, un balcón abortado de la Óptica Carrón. A la derecha del Lido y frente mismo al Panteón se hallaba ese negocio. Ella subió por la escalera entrando por la puerta contigua hacia el primer piso. Melga dejó a su hijo paralítico sobre la vereda. Naturalmente no solo; lo dejó con el padre que se sentía de lo más culpable. Tan culpable como ella por haber tenido que traer en silla de ruedas a semejante hijo. La multitud avanzaba por Palma desde la Plaza Uruguaya; desde allí se veía flotar un coche blanco, un Cadillac descapotado que traía a Eva Perón, suspendida sobre un colchón de pétalos de rosas. De los edificios vecinos caían miles de pétalos mientras ella levantaba los brazos y gritaba: “Pueblo, pueblo paraguayo ¡los amo!” Melga se sintió de pronto asustada cuando el cortejo se detuvo en la calle Yegros. Pidió al marido desde arriba, a gritos, que soportara la avalancha de la multitud. Vio que él saludaba a una de las Isidrez que ocasionalmente pasaba. Venía de cerrar su joyería. La mujer miró asombrada al chico y no dijo nada. Era la primera vez que veía al hijo de la Levois. Y no acababa de aceptar que los franceses tengan descendencia tan anormal. Un pueblo tan exquisito no podía, no debía exponer ese espectáculo, pensó.

Melga, arriba, alzaba los brazos no tanto para imitar a la Perón sino para hacerse notar. En cuando el cortejo se acercó a cien

metros bajó enloquecida los escalones, tomó a su hijo en brazos arrancándolo prácticamente de la silla y pidiendo disculpas se precipitó a la calzada.

Depositó a su hijo en el medio de la calle, frente a la carroza. En un gesto de súplica levantó los brazos.

El carnaval no se detuvo. El Cadillac hizo un esfuerzo oblicuo para hacer a un lado el cuerpo exánime, giró fuertemente a la izquierda y todo el tumulto dejó un espacio abierto, un pequeño canal donde estaba el niño y su madre.

Eva Perón arrojó una tarjeta a Melga, que había quedado ciega, bañada por las lágrimas.

Eleu le ayudó a levantar al niño. Toda la gente rumbeaba hacia el río por Chile, en dirección al Cabildo, en un ondulada acción vociferante.

Eva Perón con esa voz de parlante inundaba ahora un paisaje abstracto, de pequeños toques, con su retrato perfecto pintado por el nieto de Rafael Barrett, que aún sin terminar exhibía en la vereda. Un exiguo grupo de curiosos le rodeaba. Si Barrett resucitara, pensó Loreta; se volvería a morir en el acto. Contempló el retrato de Eva Perón, con su vestido de bandera argentina, gorro frigio y un collar de perlas. Una mirada tangencial descubre a ciento cincuenta metros el Club Español. En el balcón Rafael Barrett conversa animadamente. Don Ignacio lo retiene en el recuerdo en un cuadro que realizará 70 años después y que ahora se exhibe en el Museo del Barro.

Al fondo se descuelga otro telón del Teatro Municipal; un gran telón de estraza, azul con estrellas plateadas. Subido a una escalera doble, un hombre repinta el papel con un largo pincel atado a un palo de escoba, la pintura chorrea por el borde hasta caer sobre el asfalto en una mancha que va agrandándose paulatinamente.

—Poca esperanza guarda lo que sobra -dice en voz baja el Timón en la oreja de Loreta.

Eleu se deposita junto al plinto de la columna como un fardo y se duerme.

Es una siesta atroz.

 

 

XII

A las siete en punto pasa el Chevrolet bordó por un costado de la calle. Dobla con suavidad de lente quieto, con retraso de cámara y en un ardor asmático se arrastra sobre las ruedas. Todas las veces aparece a la misma hora con precisión de minutos. Se estaciona antes de llegar a la otra esquina y un hombre de 40 años, de riguroso traje, desciende.

También en un gesto repetido mira si Eleu está a la vista y le hace una seña. Para que le cuide el coche.

Baja la vereda y cruza la calzada con pasos largos. Es alto. Rubio. Se mete por la puerta cancel sin golpear. Lo último que se ve es su maletín de médico.

Eleu explica a Loreta la presencia de ese hombre: —“Es el doctor de los Rubiano, la pareja que vive justo al llegar a Ntra. Sra. de la Asunción. Es hermano de la mujer de Rubiano.” Estudió medicina en Buenos Aires y se graduó en una especialidad para Eleu desconocida. Abrevió diciendo: —“Le tengo un gran respeto. Es un enorme señor.”

Loreta no pregunta si es por el tamaño o por la calidad del profesional. Sonríe. El médico no tiene la edad de su gusto. No se acostará con él. Espanta la idea como si fuera un mosquito. Y vuelve a sus cuadernos. Ahora buscando un verbo: —Y'me, Y'me        

Siente que necesitará pronto un diccionario francés a su alcance. Un diccionario de bolsillo para llevar en la cartera, junto a sus pañuelos de papel, el perfume, las hojitas de afeitar para depilarse pues se rasura las piernas día de por medio. Un lápiz labial color ciclamen, aceite de oliva y el pañito.

“El doctor de los Rubiano es hermano de la señora del señor Rubiano”, piensa Eleu, tratando de no hacerse un ovillo en la cabeza. Ve al médico regresar después de una hora. Tiene el aire cansado. Eleu lo saluda de lejos y le hace un gesto positivo con los dedos. Su auto fue incluso lavado. Otro día recibirá la propina. Eleu lo ve alejarse, siempre con ese ritmo cansino y triste; pronto la imagen se desdibuja y desaparece.

Mucho tiempo después el ruido sigue susurrando en la niebla blanca de agosto que llega de las quemazones de los campos del Chaco. El humo se estaciona encima de la ciudad y el sol es una mancha borrosa de fuego latiendo sobre el horizonte.

Penetra una picazón en los ojos, llevada por el viento norte implacable. “Te esperaré en la esquina donde la rosa se nutre de lo gris, de lo blanco del aroma, del hálito de las cosas. Te esperaré postrada —escribe Loreta —con los párpados fijos, como se mira a la muerte.” Al final sabrá lo apropiado de este poema que se le marcará en el pecho a rojo vivo.

 

 

XIV

De Identificaciones anoche huyó un hombre. Iba descalzo. Eran las tres y media de la madrugada. Era quizás un poco antes. No se puede precisar. Pero retrocedí el pie hasta el primer escalón y toqué la puerta. Crujió. Los goznes cedieron con un suave chillido y quedó quieta. Se detuvo y no existió fuerza del demonio que pudiera con ella.

La puerta llevaba una inscripción: Entrada de trabajadores, en que faltaba la o y la n. Era algo desdentado. Alguien escribió más abajo una p. y otro dibujó una pija. Un pequeño agujero dejaba pasar un cordón, que pendía sobre la placa. Al estirarse podía abrir el pestillo. Desde allí vi al hombre que surgió de la nada y supe, entonces, que volvería a verlo cada día de mi vida. Sentí que todo en mí asumía una muda petrificación. Loreta lo había detenido un instante. Vi al dedo de la mujer apretarle el brazo, incitándole. Pero él huyó.

Me quedé duro, sin hacer un movimiento. El hombre cruzó la calle y se echó al pasto. A una distancia de tres metros. Sentí el aullido de su pecho. El hostil olor de sus axilas, el brillo de su piel. Se mantuvo acuclillado media hora. Yo, pegado a la puerta, también. Ahora que lo escribo pienso que hubiera sido fácil decirle: “Venga, esta es una puerta.” Pero no dije nada. Me sostenían la oscuridad y el miedo. Me temblaban las piernas.

Al fondo apareció una sombra. No, eran dos sombras. El hombre tirado no esperó más. Se desplazó agachado hacia la calle Estrella. Al levantar el torso recibió un balazo y cayó de costado. Muy lentamente. Yo aproveché el momento para entrar. Ignacio dormido adentro, roncaba. Había dejado la lámpara con una suave luz que arrojaba una larga mancha oscura sobre su rostro. No me acosté. Arrimado al camastro, guardé la misma posición durante toda la noche. Lo que quedaba de la noche.

 

 

XV

El Chevrolet apareció a la misma hora. Todo cubierto de pequeñas gotas; gotas indecisas pegadas al capó, a los vidrios. De tanto en tanto alguna, en un rápido zigzagueo se acoplaba a otra gota y juntas iniciaban el descenso, dejando al caer largos caminitos húmedos, rayas de agua que intensificaba la pintura del coche, con un tono más alto. Al bajar el hermano de la señora Rubiano hizo lo mismo de la vez, anterior. Le faltaba un    dedo.Le guiñó el ojo a Eleu, y se metió a la casa de un salto.

A la cíclope, ataviada ese día con una pollera larguísima de cuyo tajo abierto hasta la cintura, le surgió una pierna clara de molusco rosado. Estaba escribiendo ausente de todo. Se había de-tenido a leer una reflexión que le enviaría a un hombre, con quien se había enredado hace un mes. El texto decía:

“No hay como un sentimiento para provocar un desastre. Es un grito desesperado. Yo sé que puedo irritarte, pero no puedes tocarme. Estoy muy lejos. Hemos iniciado el final.

Un ave cruza el panorámico paisaje de la ira. No te quiero — -dijo. No puedo darte nada. Sólo migajas. Porque la inquietud forma sus fantasmas nutridos en las esquinas del tiempo. ¿Eso dijo?

No te quiero. (Ahora tampoco podés huir. Estás preso.) Hay un espacio para el desprecio. Quizás para la compasión. Quizás para la ternura. Una caricia inasible. Algo que se esfuma. El aroma, el hálito que exhuma el cadáver de la duda y sus monstruos.

Estoy invalidada para llorar. Inexorablemente estoy en el lugar del íntimo dolor, de lo que sentimos sin saber por qué. A nadie culpo. Sólo a mí misma, por ser obtusa, oscura y triste. Un ser pegado a la tragedia como una estampilla fulgurante.

Porque no habrá rastro de esta angustia en medio del universo. Sólo la nada viajará por el tiempo. Sólo el extraño cuerpo de la tierra navegará el desierto. ”

Loreta dejó de escribir. Le sacudió de golpe una sensación de vómito al escribir esos versos. Se sentía seducida por el tono de los versos. Se oyó subyugada por el sonido repetido. Y se puso a cantar, con un susurro lento, alargando el final de cada estrofa, con una energía diferente y profunda. Bajó la pierna exhibida fuera del tajo. Se cubrió el rostro con las manos.

—Dame un beso, le dijo al Timón. No te achiques, un beso es sólo una palabra. Y puede ser un insulto, o una señal de traición recordando el del Huerto. El Timón no le contestó.

 

 

XVI

No hay como el huerto de atrás, el del japonés. Este hombre tiene una risa opaca, gris, de tierno y masacrado rostro, con los ojos rellenos y la cara redonda. Mira la cúpula escamada del oratorio. Todas de ladrillos viejos, las paredes aparecen asaltadas por el cáncer de la humedad y los escritos de los viajeros. Algunos chiquilines se pasan rayando la superficie de piel cerámica oscura, extraen un polvo rojo con que se tiñen los pómulos. Los almácigos llegan hasta el mismo muro que sostiene el tambor. Un arco distribuye las fuerzas marcando la curva torva apenas insinuada. El sol besa estos materiales con un placer oblicuo y los cubre de una luminosidad de presencia fantasmal. No hay más, salvo el silencio en esa hora de la tarde.

En la esquina de la gran casa, en los aposentos superiores, el doctor atiende a su hermana que se ha puesto muy mala. Su piel aparece de un color verde — amarillento y las ojeras hunden sus

ojitos en el fondo de un pequeño hueco. Desde allí mira sin mirar. Con un descuidado asombro. Una inútil súplica. Una interrogación que de alguna manera no esconde el temor.

El susto la ha vuelto niña, una niña arrugada y sola.

El señor Rubiano no descansa en atenderla. El doctor, hermano de la mujer, le dice: —Descanse, no sea que usted se nos ponga delicado. Cosa que le enciende la idea y pone el huevo a empollar. Rubiano no tiene hijos.

Si la esposa del señor Rubiano muere primero toda la fortuna de la pareja irá a manos de la gente de Rubiano. Y él se quedará en la nada sin nada. El doctor decide rápidamente.

—Venga don Rubiano, tómese este brebaje. Don Rubiano accede gustoso. Sin chistar. Con la modosidad y la confianza perruna que siempre ha despertado en él el hermano de su mujer.

Esa tarde el doctor baja a prisa. Se retira del estacionamiento con brusquedad, iluminado por un rayo oscuro violáceo, que le marca la cara con una vena gorda y trémula.

El viento trae un olor a jazmines de los jardines recoletos. Una mujer con el canasto en perfecto equilibrio sobre la cabeza ofrece chipá, envuelto en blancos manteles de aopo’i.

Eleu es llamada con urgencia por la enfermera de los Rubiano.

—Por favor, llame al doctor. El señor Rubiano se ha desmayado. De ahí no más, corre la historia hacia su propio torbellino. A la noche don Rubiano ha muerto. A la mujer le dicen que lo llevan al hospital. Ella apenas levanta la cabeza y sonríe. Su hermano, el doctor, le da un sedante. Ella sigue la curva de su labio con la punta de la lengua. Cinco horas después ella también muere bendecida por el aura de una inefable sonrisa.

El doctor sale. Toma su coche. Y sin apurarse pone rumbo hacia la calle Estrella. Siente que el nombre de esa calle le augura algo fulgurante para su vida.

 

 

XVII

Loreta, la cíclope, Eleuteria, el Timón y la Pilar se aprestan para el velorio. Dicen que los cajones se han puesto uno al lado del otro y los une una cinta dorada de bronce. Loreta ya organiza un poemario sobre los viejos amantes sentada en los escalones del Oratorio. Invocando a la Virgen de la Asunción comienza el introito.

Sigue con el retrato del hombre joven, recién llegado de Europa, un hombre trabajador, recio, a quien pronto la fortuna le halaga y puede ofrecer a su joven desposada los lujos posibles en ese fondo del mundo. Que está a la vuelta del infierno. Más allá de la nada. La nada es Argentina.

En la Recoleta -un rumor -los obreros urgen la terminación de las tumbas pareadas a las que une una cinta de bronce. La cinta de bronce, idea del hermano médico de la señora de Rubiano, fue todo un incordio.

Cerrados los cajones no los pudieron bajar por los escalones ni por los balcones. Hubo de cortar la famosa cinta y unirla otra vez, labor de refinados artesanos, en el propio cementerio, a la vista de parientes y curiosos.

Eleu que no dejó de llorar, acompañó a la enfermera de los Rubiano hasta allí. La trajo de vuelta a la casa custodiada por el doctor. No le dejaron entrar. La enfermera durmió esa noche en lo de Eleu, un lugar inhóspito en el centro de la Chacarita, sobre la barranca del río.

El Timón se enteró tarde, pero el abogado llegó a eso de las diez. Trajo un voluminoso legajo y lo depositó en la esquina mientras compraba “La Tribuna”. Un lustrabotas le hizo brillar los zapatos.

El Timón lo saludó con respeto. El médico que apareció desde la esquina alzó el dedo que no tenía, y el espacio tomó el aire de una boca desdentada. El Timón volvió a saludar, esta vez desde lejos.

El abogado dijo: —Este bandido —refiriéndose al médico - -caerá de culo cuando se entere del contenido del testamento. El Timón no se animó a indagar. Eleu, muerta de curiosidad, le acercó el índice al hombro y sonriendo preguntó:

—¿Se trata de algo serio?

—Sí.

—¿De algo que tiene que ver con la herencia?

—Sí.

—¿Por Dios, no se puede saber?

—No.

La Pilar, que es más ducha, aclara: —Todo ha quedado para los parientes de la mujer ¿no es verdad?

El abogado asiente. Logra musitar: —Pero hay más. Mucho más para la enfermera.

La última rosa, antes que lleguen —grita Clara Rosa, estirando con una mano a una niña de cinco años; con la otra lleva un mazo de rosas atadas con una cinta. Ofrece las flores a todo transeúnte con su mejor sonrisa. Algunos compran, más por compasión que por otra cosa. Como siempre alguien lo hace culposamente. Desde hace diez años Clara Rosa vende flores para mantenerse. Para dar de comer a esa hija de nadie. Según Eleu, Clara Rosa sufre de calentura vaginal. Aunque distinta a la de Loreta, la Cíclope: ésta coge por gusto. ¡Che Dio! hace la señal de la cruz. “Dominada por el Oscuro.” “—Aquella, refiriéndose a Clara Rosa, adolece de fiebre uterina, que le obliga a ocuparse siempre en ese menester carnal.”

La tarde cae con estrépito, casi a mansalva sobre la última claridad. Se prenden los faroles. De un hueco que abre la muralla hacia la calle surge un anciano llevando él también un niño, pero esta vez de lazarillo. Avanzan con lentitud. El Timón se apresura a decirle —Don Agripino, apúrese que mañana nos vamos. ¿A dónde? —preguntó el ciego, alzando el rostro hacia ningún lado. ¿A dónde? —Es que ya llegan —dice el Timón. Mañana estarán aquí y la ciudad debe vaciarse para recibirles.

Don Agripino cruza la esquina con la resignación de un perro apaleado. Los faroles tiemblan y se apagan. Ya no hay combustible. En el final de la calle en el espejo liso y brillante de la bahía se hunde un rayo de suave resplandor. Loreta, la cíclope, ataviada con un peplo que le cosió la madre, recita:

—Aquí, la diosa de la tragedia. Levanta el brazo como despidiéndose, da unos pasos hacia el Oratorio. Luego hace mutis por el foro.—¡Melpómene! grita. ¡Melpómene!

 

TELON.

FIN DEL PRIMER ACTO.

 

 

 

 

SEGUNDO ACTO

 

Giácomo trajo dos hombres para medir el terreno. Del punto de la esquina para el sur contó cuarenta y tres metros y algunos centímetros. Al este treinta y ocho justos. Giácomo miró a Loreta, la cíclope, que le seguía con los ojos sin dejar de escribir.

—Cuando el tiempo sea bueno podes llegar a mi casa —le dijo ella, aunque no le avisó que casi nunca estaba allí. Había adoptado esa esquina como lugar permanente. Una esquina vacía con un gran cerco de palmas negras. Al fondo, el Cabildo, cortaba en dos la bahía.

Lo siento —dijo Giácomo mientras extendía la cinta métrica, apartándola al tratar de ponerla en línea recta. Loreta le enfrentó.

—Me llamo Loreta —dijo. —Ya lo sé —contestó Giácomo, — todo el mundo te conoce. Anotó las cifras de las mediciones en una cartela y sonrió. La joven era astuta. Le faltaba un ojo.

—¿Qué van a construir? se acercó ella, con un movimiento de caderas, adelantando el pie izquierdo.

—Un oratorio —contestó él con un acento extraño, era el mismo tono de Ravizza, su patrón. Giácomo dio de comer migas de pan a las palomas que acudían en las áreas de tierra sin pasto ni malezas. Recordó la plaza cercana al Palacio Rosa de Génova y se le arrugó el corazón. Todo había ocurrido tan de prisa que ya nada era posible recobrar.

Miró a los ojos de Loreta, y la invitó al taller, donde dibujaba con su patrón los planos del edificio. Allí hicieron por primera vez un sexo rápido, casi escueto. Ella levantó la pollera y él se desabotonó los calzones. Y sin bajarlos se la metió de golpe.

Al terminar alguien golpeó la puerta. Era Savio, su amigo, que traía un recado de María Sanabria su esposa.

—Que vengas rápido. —Ha nacido tu hija —gritó.

“He construido el palacio del dictador, conduje barcazas, he diseñado herrajes, portales y rejas de metal; pero es siempre un milagro tener un hijo” pensó mientras despachaba a Loreta, quien se cubrió el ojo perdido con una mano. A Savio que la vio partir, la mujer le tiró una guiñada con el ojo sano. Savio se sintió seguro de probarla más tarde, uno de esos días, al volver de la cantera. Le devolvió el guiño sin un gesto, casi a regañadientes sabiendo que era bocado de Giácomo, su amigo. Pensó: —“el destino final de los amantes es traicionar; el de los amigos, no.”

En la esquina, Loreta siguió escribiendo versos. Esta vez eran alejandrinos. Y unos sonetos para variar.

Escribió también sin escribir. Los soñó mientras dormitaba. Pasaron varias semanas. Ella despertó un día al lado de Giácomo en el taller. La despabiló el ruido de un carruaje que se tragó el callejón lleno de humo y se perdió en dirección al caserón de la Madama. La Madama iba al lado del carro montada en su propio corcel fustigado por espuelas de oro.

—Tenés que entender —le dijo a Giácomo. Es una mujer de otros lares, como vos. No es de aquí. Refiriéndose por supuesto a la Madama.

—Sí -dijo Giácomo. Miró el carruaje que se ocultaba tras una nube de polvo. Más tarde decidió atender a María su mujer, que se hallaba en la casa de su madre donde fue a dar a luz una niña que murió en dos horas.

El oratorio precisaba de grandes excavaciones para sus cimientos, la tierra, árida y seca se extendía sobre el camino. Giácomo trajo un bulto de tela marrón, sujeto por unas cuerdas de cuero. La arrojó en el profundo pozo de una de las columnas.

No hizo la señal de la cruz, porque lo había olvidado. “Soy un forastero” —se dijo. Y por primera vez en esas tierras, lloró.

Le indicaron que al angelito le debían hacer misas, oraciones, plegarias y un entierro. No quiso retroceder.

Compró un cajón blanco con adornos *de pequeñas columnas jónicas. Adentro depositó cuatro ladrillos y lo tapó. Se pasó

toda la noche velándolo. Casi con una suave vergüenza lo vigilaba. Al día siguiente le enterró al lado de la hija de la Madama y del dictador. Una tumba que él había ayudado a diseñar, en los Recoletos. No contó a nadie que era un cajón vacío.

—Te autorizo que la entierres ahí —le había dicho la Madama, levantando el brazo y apuntándole con el dedo índice, un dedo romo, sin uñas, de tanto comérselas, en las aburridas esperas a las que le sometía el dictador.

¿Quién toca ese violín? Un violín de tono bajo, angustiado. Por allí se arrastran las cuerdas. Doblan la esquina. Enciende un sonido sostenido por la lumbre de una vela. En las sombras aparece María Sanabria. Sobre un plato pone tres velas, las prende. “Siempre estamos solos. Solos. ¿Entendés?” dijo entre dientes deslizándose sobre las bases de las columnas que emergen de la tierra. Y queda profundamente dormida. Los últimos paisanos que salen del Club Nacional avisan a Giácomo, que ese día durmió en el astillero, en la casa que tiene sobre el río: “Tu mujer amaneció tirada en esa esquina.”

Giácomo siente un escozor. Una pequeña desazón. Un diminuto pinchazo. Vuela a la esquina y despierta a María que sonríe. - -Me ha sido devuelta —dice a su marido. Giácomo le entiende. Le abraza y la va sosteniendo hasta sacarla de la luz. Alguien en la oscuridad musita un poema. Es Loreta con su tono de rezo que le disgusta. “No soy una santularia” —piensa. “Soy una librepensadora.” Con un movimiento circular levanta la pierna que surge del tajo y hace un paso de baile arrabalero. Eso que llamarán tango dentro de unos años en Buenos Aires.

El teatro se acaba de concluir. Le han puesto un cielorraso de grandes alas de algodón lavado, grueso; sostenido por unos tirantes de lapacho. Sobre la pared, cae, vertical, un gran telón pintado con un espeso bosque más allá de las balaustradas. Una mujer de amplias vestiduras corre hacia el final de la explanada sobre la que desciende una luz desalmada, casi cruel. Es María Sanabria.

Eleu no le tiene contemplación. Afirma que la Sanabria está loca de remate. No puede soportarla. Es que para Eleu la esquina siempre fue su devoción. El lugar escogido. Vamos. Una especie de casa, que ahora se ve invadida por la mujer de Giácomo, la Sanabria “más tarada que una cabra” -dice Eleu. “Viene todos los días con sus velas frente a la columna donde cree ver a su hija.” Le ha puesto un panteón, “—una casillita de mierda” al decir de Eleu. Cinco ladrillos sacados de la construcción del Oratorio. Una piedra de techo. Abajo se derrite cada mañana una vela oscura, de olor a sebo, a grasa de animal cebado. —Ya teníamos suficiente con Lo- reta. —Se inclina para tomar fuego de la débil llama.

—¡Nácore! —lanza Eleu, con el cigarro cayéndole a un lado. “Para lo único que sirve esta vela es para prenderlos” pues al fumar se le apaga a cada rato. Al terminar, lo que es un decir, se pone a naquear el resto. Escupe un flemón oscuro que la arena absorbe de un caliente plumazo. El Timón le acerca otros tabacos y le toca la pierna. Ella, muy suavemente, le rechaza.

 

 

II

Por la tarde, luego de un chubasco suena la clarinada habitual. En una enorme silla llevada por cuatro negros pasa el dictador rumbo a su casa.

Va a revisar, cerca del mercado, la expedición de carnes, negocio que por resolución suya, pertenece exclusivamente a su familia. Al pasar la esquina descubre a Eleu, conocida suya de tantos años. Le recuerda los yuyos que ella selecciona de los patios baldíos, cerca de la bahía. Para el mate, para la gordura, para el corazón.

Saluda a Loreta, la cíclope, por quien siente una extraña pre-dilección: ¿Será ésta la primera poetisa del Paraguay Independiente? Piensa pedirle una colaboración para su semanario. Un escrito en verso. Espanta una mosca que no le deja respirar, instalada en los pliegues alrededor de la boca, bajo la nariz. La gente, se recluye alejada por si acaso le vengan a este hombre ganas de emular a su predecesor. Nadie mueve un pelo. Incluso Timón, que se hace el dormido, abre un párpado imperceptiblemente para cerciorarse que no está en el camino y que puede prolongar su siesta hasta el crepúsculo. Aprovecha la mirada para vigilar a Eleu. Luego de un pequeño silencio, detrás de un suspiro, la gente vuelve a sus andanzas, se recobran de un minuto de petrificación y continúan sus quehaceres.

Después de la partida del séquito del dictador, la calle queda sumida en un nubarrón, donde se reflejan los últimos rayos de la tarde.

De las casas, acompañadas por servidores con faroles salen las mujeres para la misa, casi todas visten de negro y van descalzas. Eleu mira sus pies agrietados, que imprimen sobre la arena una huella llena de nervaduras que parten de sus cinco dedos. Las campanas de la catedral tiemblan en el aire.

Ravizza, arquitecto italiano como él, levanta la mano y muestra a Giácomo dónde debe estar la cúpula. A Giácomo le molestan las construcciones vecinas pues esto hace que el cuerpo principal del Oratorio quede desplazado hacia la esquina. Sin perspectiva. En un futuro sólo tendrá espacio en el culo y al costado.

Para marzo la escuadra de albañiles está sobre el terreno. Son soldados del cuartel de la Rivera. Apenas aprendices. Loreta que los ha observado desvestirse anota en su cuaderno de poemas los nombres de los que exhiben lujuria y músculos.

Aunque —a decir verdad —no son muchos. Uno le ha mostrado el bulto llevándose la palma de la mano a la entrepierna y mirándola fijamente.

—Es un grosero, de mala crianza -anota Eleu el nombre: Eustaquio.

Todo está dibujado: el toro, las metopas, las estrías de las columnas, el frontispicio, el tambor que une en el centro las fuerzas repartidas para elevarse dejando las aberturas donde se cuela la luz, y ahora entran y salen las palomas.

“Nadie diría, piensa Eleu, que esta construcción diseñada con tanto esmero quedaría sin terminar durante ochenta años más o menos” —acerca la mano y cuenta con los dedos. Se cerciora sobre los números que dice.

Agacha la cabeza dos veces. De la casa de enfrente sale una mujer, casi una niña. Le pide a Loreta que le escriba algo.

—No sé escribir —le dice. Y sobre el amor, menos.

—Hay un poema: Qué triste estoy sin ti, una congoja al empezar me viene.

—Sí, así mismo, dice la joven. Una congoja bien espesa que me estruja el corazón.

—¿Quién? —alza el rostro, con una sonrisa de damisela divertida. —Si no hay nadie. No tengo pretendiente. Es eso lo que me falta.

—Ya, si quieres jugar por lo menos deberías aprender a escribir.

—Pues no nos dejan.

Pero el amor llegó. Fue en una noche de fiesta. No podía imaginarlo. Era de otra especie. Algo de misterioso a lo Paulino Alen, de tristeza y de arrogancia. Aura que vuelve loco a todos. Que lo llevó a vagar por los esteros sin rumbo, después de la derrota. Aura que se incrustó en el espíritu del dictador cuando ordenó fusilarlo. Pero éste, al mismo tiempo, padecía esa vulgaridad de los grumetes.

“Llévame a esa alegría que suelta sus amarras. Llévame a esa tierra de nadie, donde apacientas. Llévame hasta el confín del mar, que suena más allá de la selva y humedece el horizonte. Llévame a la casa de mi padre. Que ha partido a la guerra. Y no ha vuelto.”

“Oí cifras desastrosas. Han muerto cien, doscientos. Caen en las trincheras como moscas. A él no le importan los caídos. Cuenta lo que resta y vuelve a la carga.”

“El dictador no duerme del dolor de muelas. Al parecer tiene armas de fogueo. Retrocede sin cesar en esa guerra sin término. Aseguran que sólo concluirá con su muerte.”

“¡Cuántos cartuchos! Y ninguna flor. Llévame hacia el agua tranquila para mojarme el rostro.”

Loreta aparta a la jovencita con un imperceptible ademán. La mira con ese único ojo, con una mirada terrible que la divide en dos. Se ve a sí misma abandonada por aquel hombre que la engañó hace unas semanas, ¿o podría decirse hace un siglo?

“¿Qué me querés contar? ¿Acaso el tiempo se puede medir?

Para tu información la realidad es un círculo de piedra. Toma demasiado trabajo entenderlo. O quizás puedas confesar tus secretos. O eso es, también, parte de la traición: callar con ambigüedades; altibajos. Calentar las dudas. Construir con sutileza el disimulo. Necesito un trago.” La duda no importa, lo que sí importa es lo que hace uno para fomentarla.

“Eso no lleva mucho tiempo. Quisiera saber la verdad para apaciguarme. Para disipar el odio. Para intentar el desprecio, esa forma bastarda del amor. Entonces hay que iniciar el desamor esta misma noche. Algo que te haga soportar cualquier cosa sin que te duela.”

“Una noche es demasiado tiempo.

Un minuto es demasiado tiempo.

Un silencio es demasiado tiempo.”

Loreta deja el cuaderno. Muerde la parte superior del lápiz. Se apaga la luna sobre su cabeza y desaparece. En su interior se vuelve a repetir la misma película, en esa forma que las máquinas imponen haciendo superponer escenas inmediatamente después de haberlas concluido: sabe que esa noche su último amante estuvo con “la otra”. Agripino se lo dijo con claridad. “Se acuestan cada tres días” Loreta lo oyó sin conmoverse. Lo ve venir. Mucho antes de doblar la esquina sabe, por el olor, que él se acerca. Ella había ido a Investigaciones a delatarlo. Le inventó a la policía alguna conspiración creíble. Todo era creíble en esos tiempos. “Es un hombre de unos treinta años. Gasta una perilla. Es moreno, de 167 centímetros de altura”. Lo apresan allí mismo. Lo llevan. Ella los ve alejarse con una sonrisa.

“¿Hay alguien en este lugar? Quédate aquí.”, le dice a Eleu. Timón camina por la raya de luz . Sólo tenía un cuchillo. Uno pequeñito. Trató de apoderarse de la cintura de la mujer. Ella blandió el cuchillo y lo paseó por las esquinas. Le mostró al Timón, quien le arrojó un cascote. Como también le apodaban piraña mostró unos pequeños dientes puntiagudos y finos.

—¿Y si cerramos la calle por los cuatro lados, nos mantenemos unidos y no dejamos entrar a nadie?

Loreta cerró el cuaderno con suavidad y se tendió en la sombra. Su sonrisa se había convertido en una mueca inextinguible. Más allá de la noche, el enorme fantasma se debatía entre los pliegues de las arrugas de la niebla. Un rayo dividió el telón de fondo y lo partió en dos arrojando de sí todos los bosques; el sendero hundía su cinta de arena en la pintura y una mujer de amplias faldas corría hacia la balaustrada. “Necesito atravesar el pantano. El lodazal está plagado de cadáveres.” Nadie sabe de quién es este último parlamento. De dónde emerge ese exabrupto. De una profunda gruta que no tiene salida. Toda la esquina giró en un torbellino de espacios encontrados y se detuvo en un horario y un tiempo fijados por un reloj imaginario. Era la ruleta de los laberintos con trastrocados calendarios y fechas. Al detenerse, se modifica la escena en un minuto comandado por un mecanismo perfecto que se halla instalado en el infinito, de donde todo vuelve.

—Aquí, en esta esquina, estaba mi casa —dice Vicente Ca-bañas. Lo sacaron de la prisión por un minuto para reconocer a un espía muerto en la otra esquina que se hallaba cubierto de hojas de tártago y banano, lleno de excrementos. Con la misma mirada de ahora reconoció al hombre, un antiguo condenado de oscura piel y labios finos. Vicente movía los pies lentamente, bien sujeto por dos hombres de la guardia y unos grillos de cadenas pesadas, que arrastraba con dificultad. De pronto se vio en la galería de su casa cuando llegaron los esbirros del Dictador, que abrían la calle. Borraron el callejón que venía de la casa de los Martínez Sáenz, bordeando su casa que luego desembocaba en el mercado. Lo borraron con picos, azadas, rastrillos. Ciento treinta hombres a la vez, enarbolando las herramientas al unísono.

Primero cayó la valla que separaba la casa del camino. Luego iniciaron la destrucción de la primera pieza y las columnas del corredor yeré. Por otro lado apareció el comisario de la cárcel acompañado de veinte funcionarios con fusiles: “no pude resistirme” se dijo acordándose Vicente. “Tomaron a Dolores, a Nicasia, a mi mujer, a mis pequeños hijos. Traían la orden dé arrestarnos a todos sin contemplaciones.” “No pude resistirme. Nos llevaron al case-

ron contiguo a la Catedral.” “Ahora que cruzo esta esquina, pongo los pasos por primera vez desde aquel día en el espacio que fue mi casa.”

“El piso, las paredes ya no están. Todo ha sido substituido por la calle. En línea recta tal como lo mandó el Supremo Dictador.”

“Nos prendieron a todos. Y no nos hemos vuelto a ver. Juan Ramírez me dijo que mi familia está en el Tevegó. El Alto Paraguay, sobre el río. Allá, lejos. Entre la correntada y la selva. Con los negros y los mulatos asesinos.”

“Creo que no la volveré a ver. He sido tratado como un traidor. Ni muerto el dictador podré ver a mi mujer y a mis hijos.” “Quizás ellos estén muertos. Quizás ya ni me recuerden.” —¡Anina, compañero! No se haga el zonzo. Vamos que la noche llega. —Neike —dice uno de los carceleros.

—Este todavía piensa que está de paseo —dice el otro.

Eleu los ve fundirse con las sombras. Hace la señal de la cruz. El Timón toma una de sus manos. Sienten correr en ellos la misma sangre. Un croar sale de algún charco. Un recortado sonido que clausura la tarde y en el espejo de plomo del agua cae la leve luz de una estrella fugitiva, con un temblor de muy suaves círculos que se amplían hasta tocar la orilla.

Eleu sabe que estas manos la buscaron siempre, pero ella no estuvo dispuesta. Ahora, de pronto, ante la inmensa fatiga de ese tiempo final, rompe sus barreras. Lo mira de diferente modo. Es que se han vuelto tan jóvenes. Como ese discurrir que salta y se estremece, vuelve hacia atrás, avanza y retrocede. Se alimenta de residuos, de voces que han sido. De pasos que aún no fueron dados o que huyen en huellas vacías. De historias entrelazadas superpuestas surgidas de sueños y vigilias.

—Espera, le dice al Timón. Me despediré de Loreta.

Hay música. Una guitarra tras la reja. Una ventana sin luz tiembla al oír el sonido de una voz deslizándose desde lo oscuro. Eleu se acerca a Loreta y le dice al oído:

—Creo que me voy. —No regresaremos nunca.

—Sí —le contesta. —En cuanto concluya la obra.

—¿No ves que es el último acto?

—¿Pero no es el último el que lo destruye todo?

—No, el último coincide con el nacimiento. Cuando en esta esquina, sólo era un cielo sobre un montón de árboles apagados. Cuando desde ese aire diáfano se despliega la ferocidad del trueno. La tormenta rueda sobre este punto y lo vuelve un monstruo. Silba y se retuerce. El agua cae hasta formar verdaderos ríos de agua roja y las ramas desgajadas flotan en la superficie sanguinolenta.

—Ya no habría nadie para verlo. Ya nadie vendrá. Yo también me voy.

La casa entera desaparece, las calles, las cuatro esquinas. El Oratorio. Todo es arrastrado por las aguas.

“Estas inundaciones son comunes en Asunción; si uno duerme fuera de sitio, es decir, si uno en la noche está en el camino del agua al día siguiente navegará en la bahía. Los colchones, la ropa, los muebles y un cadáver, de esos que el líquido hincha y convierte en un pequeño cerdo acuático, antes que las pirañas se lo mandibulen en un acto multitudinario donde danzan mil aletas plateadas.” Este discurso sale de una voz gotosa, firme, cortante, de guadaña.

La voz continuó; era la voz del dictador, del primer dictador, le acompañaba Manuel Belgrano; un tipo de Buenos Aires que nadie sabía a qué vino. (Loreta con su único ojo permaneció impávida, viéndolos a los dos cruzar la esquina.) Inmediatamente fantaseó con el sexo de Belgrano y se imaginó poseída brutalmente por él. “Un prócer argentino.” “Lo que me faltaba. Quizás entienda el francés.” —se dijo. Y se sintió gratamente favorecida de poder recitar algunos versos en la lengua gala.” Que estos que viven aquí o son indios o idiotas, tal como lo asevera el dictador.” Lo oye declamar:

—Yo cuido a este perro que suele dormir a mi lado con la soberbia de un puma americano, ¡sí, señor! Que hice echar estas casas. Sí, señor. Alineé las calles a la manera civilizada y no en esa forma bárbara española.

—Crucemos esta esquina, Sr. Belgrano, verá cómo desde aquí puede divisarse sin obstáculos el Cabildo y la bahía. Mire, usted, estas construcciones nuevas, donde ya no moran ni la traición ni el libertinaje. Sólo gente cuya decencia y buen humor les permite cerrar las puertas y las ventanas a mi paso a fin de no ver mi rostro, ocultándonos mutuamente sin reconocernos ni estimarnos. Es decir para despreciamos. Observe usted, esa esquina, la barrí de un soplo, de un plumazo, de un solo gesto de mi dedo meñique.

“Eran casas de traidores. Las casas de los traidores tienen la mendacidad, el engaño, la mentira piadosa a flor de piel. La lengua viperina de los filósofos y meliflua, la mirada. Los pelos de la garganta los usan para esconder lo que no les conviene. Y algo más, Belgrano, y no le pregunto si usted adolece del mismo problema. ¿Será un defecto de la pequeña burguesía ser sincero? El cinismo es parte de la historia humana: ya usted me lo dijo. El cinismo y la vulgaridad. La imposibilidad de ser valiente. La inutilidad del ser; y no quiero reventar de generosidad al expresarle mi afecto: pero al mismo tiempo debo confesarle que no comparto una serie de opiniones liberales que usted defiende.”

“—Ni Leonardo que fue un gran hombre, y de esto no se puede dudar, apreció un lugar que le tenía vacante. Dijo más o menos: —tu lugar es ahí donde te dan trabajo. Usted aquí no tiene nada que hacer. Está desconchabado; como decimos: de balde. Señor Belgrano, vuélvase por el sendero que le trajo: Ya estoy harto. El planeta que sale por la izquierda es una señal de peligro: asuma usted su historia y váyase. Es ya muy tarde y tengo sueño.”

“Este perro me llevará a la casa sin que yo lo dirija. Su olfato es mejor que el mío. Su fidelidad es mayor que la de cualquier ser humano. Sobre todo la de los críticos. Alguien me salvará de ellos. Hay oscuridades en la vida que son imposibles de disipar.”

Un dedo penetra el espesor de la niebla, la pared del tiempo. Recuerda sin embargo que todo laberinto tiene su salida. ¿En serio? - -grita al fin, Loreta. Vea, señor Dictador, ¿soy una bestia o un ángel? ¿Cómo puedo saberlo? O sólo soy un accidente que no sé ni dominar ni conocer. Sin grandeza. Un pobre ser a la deriva. Esa será mi condena.” Loreta enmudece. Durante un buen lapso no se escucha nada.

—Sin ninguna duda —se oye de pronto. No sólo hay una bestia, sino legiones que usan la mendacidad con una sonrisa. Lo expresó muy bien Aretino: “Aquellas cosas que no enfrentan la muerte inexorable perecen sin remedio a manos del tiempo” y no hay que destinar estas palabras sólo a los objetos materiales.

Gaspar, que así a la sazón se llamaba el dictador desapareció detrás de un montículo, llevado por la correa del perro. Manuel Belgrano se retiró a la casa donde se hospedaba un poco más abajo de la otra esquina. Le atormentaba que las encomiendas emanadas de la Junta de Buenos Aires habían caído en el oído sin fondo del dictador. Ni siquiera lo escuchaba. Aquello fue desde el principio un soliloquio. Quizás ahora hay que releer el penúltimo texto que habla de la destrucción. Y puede que el perro del que hablamos en el párrafo anterior fuera realmente una perra que acabaría suicidándose y cuyo verdadero nombre sea Policarpo.

De golpe

CAE EL TELÓN

 

 

 

 

EPILOGO

 

Cuadro final

—Si usted puede imaginar le diré que en este espacio vacío, donde ni hay mosquitos, en el que la arena se arrastra hacia el río y los árboles se desgajan continuamente nutriendo los ensangrentados raudales, allá arriba, se dibuja una pequeña ventana. Está a medio abrir. Un postigo escamotea la imagen de un hombre. Un hombre que ya no es joven, escribe en un cuaderno una historia que no puede concluir. Está fastidiado y tremendamente triste, sabe sin embargo que todo es efímero comenzando con él mismo. Abre la ventana de un golpe y grita: Alguien saldrá herido al final. Piensa en las cosas que no enfrentan la muerte. Tiene la voz de otro, de un ser al que le han arrancado las cuerdas vocales. El sonido salvaje de un animal poseído, de pronto, por la conciencia humana y el fragor de una máquina de escribir. Igual al otro, a quien torturaron hasta convertirlo en un monstruo. Dudo que ese personaje fuera yo. Pero es una duda casi ínfima. Hecha de humo. No puedo ya ni siquiera reconocerme.

Una forma sin forma sale por el balcón, un seudópodo que tantea la fachada. Dice “te acordás de Hamlet, pueden sonreír y sonreír y sin embargo ser unos perfectos villanos.” “Me alegró mucho verlos” ¿Quiere usted comprar el Lido Bar? —No está en venta. —Si podemos hablar en buenos términos, haremos un gran negocio.

—No estoy tratando de comerciar. Con hablar no se recobra la fe.

—¿Qué podemos hacer si me han sustraído la alegría? Esto merece una venganza. Sí, aunque te has enriquecido con la pasión y la verdad. -Pero si te has mentido siempre. Abre un pequeño libro, comienza la lectura: es Kafka. La ventana se cierra y el seudópodo recorre el espacio con un movimiento de tubo descarnado, un dedo que busca descubrir algo aún en esta bóveda vacía. El objeto abre una boca desdentada.

—Me llamo Gregorio —dice. Y estoy en un feroz proceso de metamorfosis.

¡Si muriera! Al fin y al cabo es la ley de la vida. Alguien sopla sobre la ventana con una mano de viento. El libro cae al suelo.

Abajo, en los sótanos de esta propia esquina, ahora convertida en un panteón de héroes se vive sepultando huesos y cenizas de desconocidos. Acumulando historias y batallas que nadie sabe si sucedieron. De tumultuosos corazones latiendo con la última jornada.

De tanto en tanto se escuchan golpes insistentes y acompasados. Un pequeño pico arremete contra el muro abriendo un agujero con la medida exacta para dejar pasar a un hombre. —No te detengas, salgamos, dice el hombre que atraviesa la pared al otro hombre que espera.

El que espera atrás se halla en esa encrucijada que ya sólo admite el olvido. Lo han apaleado bárbaramente y lo metieron tres días en la pileta con la picana eléctrica y los excrementos. “Neíke chamigo, no tenemos mucho tiempo.”

Se miran pero ya no se ven. Apenas se tocan en medio de la oscuridad para cerciorarse que avanzan. El de atrás, pone la mano sobre el hombro al que está delante. Apenas susurra: “No puedo seguir”, se acerca a una de las tumbas, casi adivinando en medio del recinto violado. Se deja caer al lado y sin decir palabra mira a su compañero que avanza hacia la salida. Exhibe los ojos bravos del que se acerca al final. Aunque tenía el rostro surcado por diez mil arrugas tenebrosas jamás cometió delito alguno. Los brazos se le enervan en venas agresivas causado por temblores inenarrables. Aún así, a pesar de esa imagen de fortaleza, su cuerpo estaba agredido por un espasmo de fiebre. Los látigos le dejaron surcos que le rodeaban la espalda. Lo habían tomado preso hace diez años. Nunca vio desde aquel día la luz. Tenía las pupilas blancas, de animal nocturno. Había perdido toda su resistencia. *

¡Corre, vuela! —Logra emitir con el último gemido. El otro salta hacia el círculo de balaustradas y un buen rato queda colgado allí. Se niega a despedirse.

—Mejor, salgamos a la esquina. Al frescor, dice irresponsablemente, ya que para el otro, escapar es imposible. —Por lo menos el frío nos mantendrá alertas. Sale.

En la calle Loreta, la cíclope, lo vigila con el ojo sobreviviente. Se detiene frente a él; lo descubre cual una aparición milagrosa. Algo resucita en ella después de su postrer y malhadado affaire. Se ve recompensada ya que este otro hombre es igualito al que envió a prisión hace un tiempo; aunque presiente que nunca podrá olvidar al primero. Nunca sabrá si era él u otro cualquiera. “Me asegura la piel y el olor que es aquel a quien yo amé, aunque nadie puede permanecer inalterable después de haber sido torturado en las cárceles en donde estuvo. De todas maneras se lo tiene bien merecido. Realmente debe ser el otro. El sabía perfectamente que yo le había delatado. Yo conocí su traición. Aún así nos miramos como si volviéramos de un largo viaje. En cada uno había un paisaje que ignorábamos”. Un paisaje de un sitio lejano que no podrán visitar jamás, que nadie intentará recobrar y que a ambos les arrojaría a las fauces de un destino que ya no podrá ser compartido o porque se ha cruzado el límite o porque se ha escamoteado el alma en el pliegue de un tiempo sin duración. Loreta le apunta con un dedo y le dice al oído, susurrando: —¿Quiere usted tomar un café en esa esquina? Sabe que el pretexto es vulgar y tonto. Pero siempre sirve para el caso.

El hombre la mira por un instante. Por un instante eterno. Sabe que tiene que escapar de ella y de la policía como de dos monstruos.

Aquí el telón baja rápidamente atacado por un espasmo. Un sonido fugaz surge en dirección contraria al río y al pasar rayando la tersura del aire deja bien visible una cinta de vidrio. El hombre se escabulle de un salto y huye.

Yo estoy junto a la puerta del panteón. Una puerta atascada en su justo medio. Hubiera sido fácil decir al fugitivo: —¡Venga, entre aquí! pero algo me detuvo. No sé si la densidad del viento bajando cual pesado lastre sobre los techos. O si el oscuro nubarrón pestífero que me aplastó lentamente. O el pedazo petrificado de un sueño, mejor de una pesadilla que no acababa de esfumarse. Que se repetía siempre sobre las mismas cosas. Me sentí desfallecer. Por la rendija de la puerta atisbo a Don Ignacio pintando, a la luz de una vela, el entierro de los sindicalistas fusilados. Está como ido. Sordo a todo, lejano y ciego, cual un sonámbulo. Se apresta a firmar su pintura, ajeno a lo que va a suceder. A lo que ya está sucediendo. Con su último estertor mi corazón se vació, de pronto, de todo su contenido. Las balas aún retumban en la calle vacía. El hombre herido cae moribundo a pocos metros de la calle Estrella. Hay un olor que reconoce. Un olor que yo también reconozco. He dejado de respirar. El ojo del policía convertido en ascua fija se acercó a mí. — ¡Muévase. Salga de ahí! grita. Mientras Loreta huye hacia la mansión de los Rubiano, antes que el telón cubra la entrada, mi cuerpo se ha dejado invadir suavemente por el silencio ab-soluto.

FIN

 

 

 

 

 

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