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Enzo Pertile

  EL CLUB DE LOS MELANCÓLICOS - Cuentos de DELFINA ACOSTA - Ilustración de ENZO PERTILE - Año 2010


EL CLUB DE LOS MELANCÓLICOS - Cuentos de DELFINA ACOSTA - Ilustración de ENZO PERTILE - Año 2010

EL CLUB DE LOS MELANCÓLICOS

Cuentos de DELFINA ACOSTA

 

Dirección editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Diseño y Diagramación de interior: BERTHA JERUSEWICH

Ilustración de portada: ENZO PERTILE

Asunción - Paraguay - Setiembre 2010 (99 páginas)

 

 

Dedico este libro a Fa Claes, genio, maestro, hermano y,

en sus horas libres, melancólico.

 

PRÓLOGO

En EL CLUB DE LOS MELANCÓLICOS escuchamos una vez más la sonora voz literaria de DELFINA ACOSTA, cuyo timbre de autenticidad trae al lector realidades, fantasías, leyendas y costumbres de la Latinoamérica profunda.

Lo real, lo imaginario y lo simbólico en la vida de Villeta, el pueblo paraguayo en el que pasó su infancia y adolescencia, y de donde brota el manantial de sus creaciones, dejan su impronta en la escritora Delfina Acosta, como lo dejaron los llanos venezolanos en Rómulo Gallegos, los campos de Guatemala en Miguel Ángel Asturias, Aracataca en el colombiano Gabriel García Márquez, Sayula de Jalisco en Juan Rulfo, Maracay en Arturo Uslar Pietri, Guayaquil en el ecuatoriano José de la Cuadra y El Cotorro, de Cuba, en Alejo Carpentier.

Como en la obra de los demás exponentes del género literario denominado realismo mágico, que marcó decisivamente la literatura sudamericana del siglo XX, los personajes de la autora juegan con los elementos irreales como si les llegaran por la intuición o los sentidos, y fluyen en un tiempo cíclico en el que el presente y el pasado se entrelazan para formar el tejido de su narrativa. En los cuentos de Delfina Acosta se trasluce la verdad subyacente a ambos planos, lo real y lo fantástico, con el sentido metalingüístico de las claves del lenguaje en el propósito conceptual que García Márquez definió cuando dijo que "La verdad no parece verdad simplemente porque lo sea, sino por la forma en que se diga".

Para configurar esa verdad reflejada en los entresijos de las tramas, la escritora emplea los elementos típicos de la vida pueblerina en el corazón de los trópicos, no describiendo sino mostrando a través de un léxico exuberante el escenario donde se desarrollan los acontecimientos: los caminos polvorientos, la impiedad del sol, la melancolía de la llovizna, la languidez de las tardes, el sosiego de las siestas, la molicie de los patios, el sabor de la fruta, la tibieza del té, el aroma de las flores, el zumbido de los insectos, los colores de las mañanas y de los atardeceres, el peso de las palabras y de las miradas, la vida que transcurre monótona en las casas donde los muebles se acomodan en la historia de sus dueños y las puertas y ventanas saben de quienes por ellas cruzan o a ellas se asoman.

En la medida en que es verdadera la acepción de Tolstoi según la cual el autor que describa bien su aldea hablará del mundo, la escritura de Delfina Acosta es universalista.

En el abordaje de las sensibilidades la autora descobija y muestra en su impúdica desnudez la más variada gama de sentimientos y emociones: desde el amor hasta el odio, desde la curiosidad hasta la intriga, desde el tedio hasta la exaltación, desde el vínculo más íntimo hasta la soledad más desamparada. Y en ningún momento de su narrativa se encuentra oculto el lirismo reconocido y admirado por quienes conocen la excelencia de su obra poética.

Cada uno de los cuentos que componen este libro es un derroche de sensaciones que gritan desde la vivacidad del lenguaje y la opulencia de la creatividad. En «EL CLUB DE LOS MELANCÓLICOS" el lector encontrará una muestra privilegiada de la narrativa de una escritora de extraordinario calibre cuya obra honra a las letras latinoamericanas.

TANIA ALEGRIA

 

LIBRO PLENAMENTE  LOGRADO DE INTENSIDAD NARRATIVA Y FULGURACIÓN POÉTICA

El oficio de periodista brinda indudablemente grandes ventajas al escritor. Muchos grandes exponentes de las letras a nivel nacional y universal ejercieron tareas en la prensa escrita y luego pasaron a constituirse en grandes creadores de ficción. Es lo primero que se me ocurre decir después de seguir con mucha atención los cuentos de Delfina Acosta. A la ventaja ya señalada, en el caso de nuestra escritora, se suma otra más de fundamental importancia, la excelente formación literaria y el cultivo de la poesía de manera sistemática desde aquellos años iniciales en que integró el cenáculo Taller de poesía Manuel Ortiz Guerrero, también denominada promoción del 80 sólo para indicar su aparición en el contexto de la literatura paraguaya.

Sin embocar aún en la gran imaginación que la cuentista expone en sus trabajos, vale iniciar esta presentación resaltando de manera muy especial el manejo del lenguaje que despliega Delfina. Divorciada del mero retoricismo, de las frases hechas y de la rispidez, cada cuento encierra un cúmulo de frescura, de situaciones e imágenes amparadas por indulgentes cargas poéticas. Los momentos de ensoñación pasan, como así también el perfil de los personajes que desfilan innumerablemente para rescatar nostalgias, adyacencias de ríos, aroma de patios y, por sobre todo: vida. La existencia no es solamente tristeza en la voz de la poeta y narradora, tampoco la nostalgia es congoja, por lo menos esa es la orientación que nos brinda Delfina cuando dice las cosas y nombra con precisión cada paso que va ganando en el tiempo. La poesía tiene alas y vuela de manera rasante y altiva al mismo tiempo en los cuentos de este libro, su propósito apunta a entender los entretelones de la existencia humana; el pasado si bien es un recuerdo, un toque regresivo persistente, increíblemente se renueva y aquilata su espacio para adquirir vigencia y decirnos que hay hechos que ocurrieron y que están decididos a perdurar.

Las reminiscencias cuando enseñan su contenido profundo (o a veces su nostálgica simpleza aniñada), tienen buenos argumentos para quedarse y no borrarse, tal como ocurren con ciertos pasajes, paisajes y personajes que atravesaron el dialéctico discurrir de la memoria. La faena de ensamblar motivos y hechos y dichos requiere de mucha maestría y actitud para rescatar aquellos detalles que verdaderamente valen, es decir, que sirven de soporte para hacernos sentir una buena literatura. Nada más penoso que subir la cuesta sin comprender el motivo para finalmente no encontrar nada. Muchas veces eso ocurre con algunos libros que culminan en intentos o exhalaciones que no rubrican su destello. De esto se salva con creces nuestra escritora, pues, no solamente es capaz de conducirnos hacia las fulguraciones que presienten el alma sino también hacia la inminencia de una narrativa concisa, excelente, de fácil lectura, porque en ningún momento pierde el rumbo y en todo momento nos depara exquisitez y desarrollo temático preciso.

La captación completa, cinematográficamente, de los lugares y los protagonistas de los cuentos son verdaderamente admirables, tal vez, Delfina haya sido una observadora muy persistente en su niñez y dispone de suficiente memoria para pintar con tanta hondura los perfiles que caracterizan a esos seres olvidados y que sienten en sus almas los achaques del tiempo, tal como percibimos en su Hora nocturna, donde no se trata solamente del reloj que marca la penumbra sino de la oscuridad misma que golpea de manera inclemente a los seres humanos viejos y ausentes pero que combinan la superstición y muchas veces la lectura de sus autores preferidos. En Orquídeas para clara, un magnífico cuento de amplitud sensual, la historia amorosa marca sus propios condimentos para exaltarnos cumpliendo un ritual donde dos cuerpos raspan el panal de miel en la intensidad de aquel ambiente sombreado por el aliento del jardín, de final insospechado y lascivo nos conduce hacia un cuadro intrigante pero de poesía dilatada, nunca efímera.

Relatos que deslizan entre la tercera y la primera persona, presagian en todo momento la memoria y la deflagración de las vivencias, tal vez de la misma escritora, que se dedica a narrar, siempre desde una visión de delicadeza, esmero, buen gusto e inteligencia. Desde las primeras páginas uno va recorriendo rincones, inexistentes ya pero que aún encienden el fuego a través de la palabra y la invención. Se trata de una nueva producción que consigue magistralmente plantar su unidad, logro que llega mediante lecturas y una permanente dación por la escritura. Más que recomendable por su intensidad narrativa y fulguración poética.

Muchas gracias. VICTORIO SUÁREZ

 

 

 

EL CLUB DE LOS MELANCÓLICOS

 

A la memoria de mi hermano Efrén Acosta,

que partió hacia la luz.

 

Levanté la mirada y caí rendida de desolación. Cómo parecía crecer la casa, cuán grande era, con sus habitaciones descascaradas y húmedas por donde corría -alocadamente- el viento frío de la tarde de agosto. Un agosto ventoso y huraño. Pensé, no sé por qué, en mi amigo Antonio, que estaría-seguramente- aguardando las campanadas de las cinco de la tarde para ir a misa, y salir luego de ella, a las siete, entre los empujones de la gente feliz y apurada; distraído él, con los ojos marcados por profundas ojeras, se dejaría empujar. Pobre... Nada podía hacer ya Antonio; los oficios religiosos no le servían; sin embargo prefería el olor a incienso y a nardos de la iglesia, que le producía un modo distinto de tristeza a aquella otra, tan bien conocida desde sus veinte años (ahora tenía treinta y cuatro), aquella tristeza que le hacía reclinar su cabeza sobre el respaldo mullido del sofá, mientras Frank Sinatra cantaba "A mi manera", y un hilo de conversación, entre él y su propio yo, se apagaba en el momento de encender un cigarrillo. Sonó el timbre. Era Consuelo con su crisis de asma. Parecía una aparición frente al portón de mi casa. Un estornino amarilláceo que la oyó estornudar levantó el vuelo hacia el cielo; deseé entonces (siempre he sentido una profunda aflicción por los asmáticos) que los pulmones atormentados por la asfixia de mi pobre amiga se liberaran, y su carga fuera llevada por aquel pájaro que partía, aleteando con fuerza y vitalidad, hacia la claridad y la pureza del firmamento. La hice entrar. Y me contó. Y ya se sabe que contar es reunir los muebles ajados de la casa, el polvo de los pedestales, la desaparición del repartidor de gas, la humedad de la tarde, los ácaros de las gavetas, la pérdida de uno de los biblioratos, todo, en suma, en un suspiro largo, que de por sí lo dice todo. ¿No es cierto, acaso? Ah..., le dije tomándole de las manos, que estaban frías. Sentía picazón en su nariz. Caminamos. Le comenté que la semana pasada había sufrido un nuevo ataque de melancolía. Las crisis suelen ser terribles. Pareciera que la enfermedad bajara hasta mí desde la rama pálida del jazminero que crece junto a mi ventana; peor aún, pareciera que la misma rama se sacudiera en mi interior; no puedo evitar que caigan de mi boca aquellos jazmines salivosos las veces que hablo. Hablo para quejarme, sin saber qué me duele, ni dónde, que es la peor manera de doler. Vivo tan sola. Cuando enfermo no hay nadie en la casa para prepararme un té de chamomilla o de tilo, ni para señalarme que quizás estoy exagerando la nota, ni para prometerme que ya pasará este ruido molesto de puertas que se abren, rechinantes, en mi interior, aunque no hay modo de silenciarlas pues su razón de ser es el propio silbido. Por las puertas abiertas entra no sólo la lluvia copiosa, con un olor a sal de alta mar y a marineros que bajan a tierra, sino también las formas delgadas de algunas personas a quienes no conozco y que me observan con curiosidad y atrevimiento; ellas ven en mi melancolía la repugnante figura de una enorme araña; no es difícil darme cuenta de que aquellas personas sienten temor de mí, mas allí están, embelesadas con mi estado melancólico que va cambiando de color y avanza sobre sus cuatro patas peludas (sus pobres y horribles patas de arácnido) en una enloquecida huida hacia cualquier parte, porque, alimaña al fin, la observación de tantos ojos humanos moviliza su instinto de conservación, su pánico a los zapatillazos... Consuelo miró de arriba para abajo mi abatimiento. Se sabe que dos personas tristes no hacen más que observarse y suspirar por lo mucho que se comprenden y lo poco que pueden hacer el uno por el otro. -Te queda bonito ese rouge purpurino. Y esa blusa celeste combina con tus zuecos, porque los corchos... -me dijo-; había en su voz un sonido de violín que subía de tono o se languidecía según el pulso, la tensión con que el arco hacía vibrar las cuerdas. Ah... la obra de arte de sus pobres bronquios. Hace tiempo se me había ocurrido un pensamiento. Y se lo comenté. Mis amigos, marcados por la depresión o la melancolía, solían aparecer por mi casa con frecuencia. Formaría el club de los melancólicos, entonces. Ya está. Consumado es. "No puede haber peor idea", le dije, entre irónica y entusiasmada. -¿La decisión está echada, en serio? - Sí. Los requisitos para ser miembro del club (exagerados, desde luego, porque la exageración fue siempre mi rúbrica) los escribí en una hoja de folio que guardé dentro de una carpeta. Estas extravagancias (¿o debo decir locuras?) se me ocurrieron en el siguiente orden: Amar el arte en cualquiera de sus expresiones. Concebir la vida como un disgusto, un desaire, un pensamiento triste que despeina; entender la perra vida desde la perspectiva del desentendimiento, o del suicidio, que podría considerarse, un domingo, a las cinco en punto de la tarde, como una magnífica oportunidad de escape. Esquivar a los felices, quienes suelen hacer la existencia imposible a los demás con sus chistes ruidosos y sus risas que ruedan como pelotas de fuego hasta nuestros pies. Resumir el mundo en la forma de un tren de infinito viaje, sin posibilidad de bajarse en alguna estación, con un paisaje muy a propósito para suicidas: un sol negro alumbrando los grandes cactus de brazos deformados y los cuervos volando encima de un silo abandonado y oscuro sobre el cual el pueblo, supersticioso, prefiere no hablar. Consuelo se entusiasmó. -Estás loca de remate, pero nunca dudé de tu genialidad -dijo, mientras atajaba un estornudo. El club se formó corno se forma cualquier club. Cada sábado, la casa se convertía en el refugio perfecto de mis amigos. Caían a las cinco en punto. Antonio hablaba y no paraba, y todos los escuchábamos en silencio, o sea, en estado de rendición, y a veces de parálisis. A mí, no sé por qué, se me presentaban en la mente hongos gigantes y una pared pobre por la que subía una fila de hormigas rojas que me remitían a números perdidos cuando él hablaba. Antonio iba secando el sudor de su frente con un pañuelo de satén, y eso le daba, por momentos, cierto vuelo de catedrático o de pastor de almas, aunque la realidad es que sólo hablaba y hablaba, tapiándonos. Pero cierta vez, en el punto más desordenado de su perorata, dijo algo que nos emocionó profundamente: "Algún día seremos felices. Se lo aseguro". Felicitas, de cara redonda y blanca, levantaba la mano a menudo pidiendo turno para hablar; su ansiedad provocaba un fastidio generalizado dentro de los miembros del club; ella no les hacía caso (no podía hacerles caso, más bien) y ahí estaba, dale que dale, contando, mientras se comía las uñas, que quería un novio para aventar su soledad. El novio no aparecía, explicaba, porque su imagen de artista plástica causaba mala impresión en los caballeros acostumbrados a tratar con las mujeres simples, tranquilas, de maquillaje tupido y faldas muy cortas. Mujeres que sólo tenían en la cabeza la idea de una aspirina para encarar el mundo. "Tomo alprazolán tres veces al día con agua carbonatada; la mitad de la angustia se me va con el medicamento", comentaba, y nos miraba durante un largo rato a los ojos como pidiendo opinión, debate... Casi todos los integrantes del club consumíamos medicina de receta controlada pero no nos atrevíamos a contarlo. ¿Temor a qué? No lo sé. -Te quedarás solterona -le decía Margarita, con el orgullo y la suficiencia de su cutis de loza y la fragancia de su cabellera rubiácea; un gajo de su cabello espinoso usaba para pasarlo a menudo por su largo cuello. Tic nervioso. Margarita hacía terapia con un sicólogo, sin resultado, porque casi todas las entrevistas pasaban por un peligroso juego de seducción. Pero ¿por qué iba a las sesiones con vestidos de profundo escote y un despilfarro de perfume en sus axilas sabiendo a lo que se exponía? Los psiquiatras suelen enamorarse -a menudo- de sus pacientes. Eso se dice. Qué macana. Santiago, alto, con bigote breve, poeta de los raros, ya llevaba veinte años en la melancolía. Era adicto a la cafeína. Abriendo y cerrando con descuido las puertas de las gavetas de mi cocina, se preparaba una jarra de café a la turca, apenas llegaba. Y luego, ligeramente eufórico, se presentaba en la sala, se sentaba en su butaca preferida, la de respaldo con forma de hexágono. Al rato prendía un cigarrillo puro y, después de una tos importante, leía una obra literaria. Siempre traía algo para leer. Cuando leía su poema, los demás empezaban a hablar en voz baja. "No me digas", "Sólo si lo veo, lo creo", etc. Esas impertinencias, esos cuchicheos, ese zumbido de abejorros eran un desacato a las reglas y me disgustaban. Una tarde de filosa llovizna, Santiago leyó un soneto alejandrino dedicado a Van Gogh; cuchicheaban los miembros del club; cómo cuchicheaban, y eran tan subidos de tono el desorden y la anarquía que me largué a llorar. El sábado siguiente él nos sorprendió con el silencio.-Estoy buscando que madure un poema dedicado a los cocuyos. No tengo nada para hoy; lo siento mucho -dijo. Y todos nos quedamos inquietos. Como sea, extrañábamos sus ojos de luciérnagas echando luz sobre sus versos escritos que, en el momento final de la lectura, le arrancaban una respiración triunfal. En fin; las cosas caminaban solas. Creo que fuimos progresando. Un paso. Dos. Tres. Cuatro. Empezamos a buscar la manera de ser razonables. Convinimos en que un tiempo no mayor de veinte minutos era más que suficiente para las exposiciones. Consuelo vino contenta un día. "Se me pasó el asma", contó. Y agregó: "La fraternidad del ambiente ha hecho un milagro con mis bronquios. Estoy curada. Adiós a la cortisona, a la efedrina y a las sesiones de inhalación de sustancias volátiles". Comió dos caramelos y se marchó. Nunca más apareció. La aguardábamos sábado tras sábado; sonaba el timbre, ring, nos apiñábamos junto a la ventana sacando las cabezas, los codos, y no, no era ella, sino otro miembro del club, o algún chiquilín maleducado. Juan, de mirada sombría y uñas largas, nos sorprendió durante una sesión comentándonos que prefería la compañía de los gatos a la de una mujer. Era buen mozo y ganaba algo de dinero vendiendo pinturas de peces, de limazas y de cámbaros, cada domingo, frente a los portones de la gente rica. Se sabe cómo funciona la operación o la venta: el artista, vestido de indigente, pasea con sus obras por las veredas de los millonarios, y ellos, seducidos por los colores refulgentes de la pintura, compran los cuadros sin pensar. -No; yo no me caso -suspiró Juan. -No es bueno que el hombre esté solo -suspiró también Felicitas, quien estaba secretamente enamorada de él. Su voz tenía la emoción del llanto que cuesta detener. -Pero yo no estoy solo; tengo a mis mininos. Son hábiles. No hacen más que aguardarme pacientemente cuando salgo a la calle en busca de dinero. Y me reciben con sus artes y sus maneras milenarias... -respondió. Sin embargo, a partir de ese día, Juan empezó a observar a Felicitas con más claridad. Sus ojos se posaban a menudo en su blusa transparente que dejaba ver unos senos apretados, lacios, dentro de unos corpiños negros. Una tarde los vimos llegar juntos. Y tomados de las manos. Y era que llegaban y no llegaban, y cuanto más llegaban más se retrasaban porque se echaban chistes y bromas y otros cuentos que los desternillaban de risa; demoraban una eternidad para observarse mejor y pincharse y tirarse muecas. El hecho, mejor dicho el noviazgo, ameritaba un ágape, un brindis. Y el brindis se organizó solo. Aparecieron (aleteando) las palomitas de maíz, el olor de las papas fritas, el calor de las empanadas recalentadas, los tragos de gaseosas, los helados que Antonio fue a comprar de la esquina con una sonrisa fresca en el rostro. Nos divertimos tanto. Qué día, caramba ... Los novios estaban radiantes. Y yo, feliz. Me ponía de buen humor que se amaran así, a su manera. Ella reclinaba su cabeza sobre los hombros de Juan, y él se entretenía una eternidad con sus cabellos. A veces se besaban en la boca. Cuando eso ocurría todos jugábamos a que volvíamos inmediatamente las caras hacia otro lado, para escondernos de aquellas escenas atrevidas que nos provocaban "vergüenza". Ah..., qué diversiones de niños, aquéllas. El noviazgo de Juan y Felicitas era un logro, una orquídea florecida repentinamente en un tronco amenazado por las plantas briofitas, el puntaje máximo del club de los melancólicos. Pero hubo otra sorpresa. Antonio y Margarita cayeron un sábado, media hora después de las cinco, con la novedad de que querían casarse. -^Cómo? -quisimos saber. Ellos se abrazaron fuertemente por toda explicación. Alguien fumó y tosió aparatosamente. Yo quise hacer un análisis de la situación, magnífica, ciertamente, pero compleja e inesperada desde el sentido común, pues respondíamos a una mentalidad, a un perfil sicológico, rasgados por la angustia y la neurosis. Pero preferí callar. La melancolía era, por lo visto, una caja de Pandora. Ah... Margarita empezó a moverse al compás del tema musical "Imagine" de los Beatles. Se veía feliz y bella y sobre todo triunfante. Arrojó su gorra con visera azul sobre una rinconera. Fue abriendo su blusa celeste a rayas, botón por botón. Pasó varias veces su mano larga y blanca por su vientre, y como por arte de magia, la forma de su hijo cubierto con la faja que era desenrollada lentamente, reveló un embarazo de tres o cuatro meses. "Oh..." -dijimos. Y nos entró un sentimiento que nos abrió la boca. Un niño se añadía a nuestras vidas. Y éramos sus padres y sus madres. A la noche, Consuelo me llamó. Otra vez le habían vuelto los pitidos. De nuevo sus bronquios se llenaban de mucosidades. Había un estornino en sus pulmones. Algo parecido al miedo agitó mi corazón. No sabía qué decirle. Y no le iría a contar, por supuesto, que en los últimos tiempos me estaba sintiendo mejor. Sería una descortesía. -Vuelve a las reuniones -le aconsejé. Un sí, una aceptación suya que sonaba al piar lastimero de un gorrión caído de su nido, oí del otro lado del tubo. El sábado siguiente un clima de armonía iba y venía por las paredes de la sala. Santiago leyó un soneto de su creación. Y lo aplaudimos aunque no nos agradaron esos endecasílabos suyos que cabalgaban sin musicalidad, pasando del trote a la estampida. Pero fue él mismo, quien oyéndose, cayó en la cuenta de la falta, del imperdonable error: "¡Qué desastre, Dios mío! ", confesó. A veces pensaba que debía tomarme una vacación, ir a algún sitio donde el clima fuera beneficioso para las grandes fumadoras como yo. Pero no. Acababa quedándome en la casa, y hacía como que no me quedaba, los sábados, cuando los miembros del club tocaban desesperadamente el timbre. Solía escucharlos. "Se habrá pegado un tiro". "No digas eso" "Deberíamos llamar a la Policía". Y no; no llamaban a la Policía, por suerte. Sábado tras sábado, allí estaban, insistentes cual llovizna callejera. Cuando llovía, se metían debajo de sus paraguas negros; eran nuevas aves oscuras engendradas por la naturaleza anárquica, la naturaleza marcada por la contaminación de la atmósfera y el agujero de la capa de ozono. Me enloquecían con los continuos timbrazos. ¡Ring! ¡Ring! Una tarde no pude más y abrí la puerta. Entraron. No me dijeron nada. Comprendieron mi conflicto. Éste es el estilo con que nos tratamos e identificamos aun en las circunstancias más horribles. Ahora faltan diez minutos para que ellos lleguen. Debo estar hermosa, tal vez frágil, esta tarde, porque me sacarán una fotografía para colgarla en la pared de piedras de jade de la chimenea. Un color especial, cuando las leñas son consumidas lentamente por el fuego, se va desplazando (casi con vida, pareciera) por la chimenea ecológica. De hecho, ella es algo así como el sitio de Dios en mi casa. El epígrafe lo escribí yo misma y será leído por Santiago cuando se descubra oficialmente la foto: Guadalupe Sánchez. Presidenta del Primer Club de los Melancólicos. Y una tarde., un día cualquiera, de resolana árida, de aquí a unos treinta años, una niña con frenillos preguntará a su madre, insistentemente: ¿Quién es ella? ¿Vive todavía?

 

 

ORQUÍDEAS PARA CLARA

 

Por un camino de polvo uno iba a la Farmacia Lázaro, y ahí, el farmacéutico, que llevaba una vida sedentaria, te contaba algún chisme, cualquier zoncera, porque gran cosa no ocurría nunca.

Todo era un asomarse a la ventana, y mirar a la calle, que al atardecer traía un color sombrío y apagado, y luego, cansado del triste espectáculo volver a meterse en la casa para esperar que cayera la noche y echarse sobre el lecho.

En la casa de enfrente vivía una adolescente paralítica.

A las seis en punto de la tarde, una mujer robusta, con el cabello recogido en un pañuelo de colores, la sacaba al patio que daba a la calle, y la adolescente, de rostro pálido y pecoso, se quedaba como un ave sobre un tendido eléctrico, ansiosa por volar, pues había que ver cómo se le quitaba el rostro triste, y la elocuencia, las palabras en pleno aleteo, le dibujaban un semblante feliz.

En las otras casas, que eran pocas, las puertas permanecían cerradas.

La gente no caminaba al atardecer por la calle.

Y aquella conducta de sacar al perro para que paseara no existía pues las personas eran de vivir adentro, y escuchar la radio que pasaba música internacional, pero las salidas del fuelle de un acordeón, del viento de un trombón y de los marfiles de un piano, y no las que alcanzaban los pulmones de un vigoroso tenor italiano pues la tendencia era oír sólo el clamor de los instrumentos musicales.

Clara se aburría.

Era demasiado largo el tiempo que transcurría entre los cuerpos celestes, con fogonazos y apagones de luz; ella daría lo que fuera por atraer la atención de alguien, y luego pedirle que le contara todo, desde el principio hasta el final, o sea el alfa y el omega, y seguir así, dale que dale, y que fuera tarde para continuar hablando, y aparecieran las primeras luciérnagas del crepúsculo, pero continuar lo mismo.

Mientras comía, a la hora del almuerzo, su invariable porción de chuleta de cerdo y su ensalada de puerro y de perejil, pensaba qué haría después de la siesta, en qué distracción haría vagar sus horas blancas, pero terminaba sentada en el sillón del patio, leyendo alguna revista ajada.

Durante una tarde de sol que picaba, y mucho, alguien golpeó las manos en su portón.

Fue a atender.

Era un hombre oriental. Dijo llamarse Kato Akagi. Y bajo el sol inclemente y picante como un sello salino en la frente, le fue diciendo, con suma delicadeza, que traía orquídeas de las mejores y de las más exóticas especies, y que se contentaría, en caso de que lo tomara como jardinero, con un lecho para dormir y comida. Conocía bastante de plomería y de instalaciones eléctricas, además.

Clara sabía que no podría mantenerlo, pero ya le vendría una invención, una idea, una chispa hija del apuro, y lo contrató.

El oriental, que resultó ser japonés, tenía su edad: 30 años.

A los quince días Kato ya había terminado bajo la enramada de la vid un sitio rectangular y parejo para las orquídeas, que él llamaba "su pueblo". A menudo lidiaba contra las abejas, que venían atraídas por el líquido dulzón de las frutas, con un heroico sentido del humor.

Clara se sentía contenta. Por fin alguien con quien charlar.

Después de cenar (el japonés corría en un cuarto grande destinado a los cachivaches), le pidió que viniera a sentarse a su mesa.

Jamás supo lo que era darse aires, ni inyectar un cuarto de ampolla de maldad a la gente, porque en ese pueblo de diaria consumación de la indiferencia, el necesario placer de odiar a una persona nunca había tenido su proceso ni su ocasión.

Sin embargo, ante la mirada de Kato, saboreó ronroneando su postre, y le comentó que lo hizo a la tarde y lo dejó enfriar, y luego, sorbiendo el jugo de durazno que hacía perfecto maridaje con el zumo de piña, cerró sus ojos larga, eternamente, corno si fuera que estuviera viajando, y le contó que podía sentir no sólo los sabores sino también los colores.

-Esto es un manjar de los dioses. Ambrosía pura suspiró.

Temiendo que Kato tomara de un salto su postre, se animó a tragar un durazno entero, y le fue contando, dale que dale, que se sentía contenta con su trabajo aunque el rociado de las flores le parecía excesivo. Pero en el momento le pidió perdón porque qué podría ella saber de orquídeas.

Y se levantó de la mesa chupándose el dedo índice y vio los dientes sanos de Kato mostrando una sonrisa obediente en señal de despedida. Clara se sintió triunfal.

En los días sucesivos charlaba de cuando en cuando con Kato.

Le observaba hacer las cosas (vestía siempre una camiseta de frisa y pantalones a rayas) con la cabeza inclinada sobre el objeto de su propósito. Y ella pensaba, pensaba, y no se le ocurría con cuál maldad darle un maltrato porque nada más se le cruzaban por la mente preguntas, que él contestaba hacendoso. Y cuanto más se volvía respetuoso y puntual y preciso en su comunicación, más Clara se irritaba.

Un día, estando la tarde calurosa, vio dos escorpiones junto a la rejilla del cuarto de baño. Los tomó con papel y los dejó dentro de un viejo tarro de pintura donde Kato guardaba un aditivo para el abono común. Se sentó a esperar mientras escuchaba música de la radio. Y cuando ya la música le iba dejando en un estado de sopor, sintió, sobresaltándose, la respiración del japonés. Le mostró los insectos acercándolos cuidadosamente a su rostro, y los bajó sobre una baldosa, y una vez que los desesperó y los indujo a muerte prendiendo fuego a su alrededor, los recogió y los llevó bien muertitos a su boca; hizo un buche con ellos, para después escupirlos lejos.

-Estos bichos salen cuando hace calor-dijo. Una sonrisa burlona le blanqueó e iluminó la cara.

Pero hubo cierta hora de ese día en que Clara sentía el calor agobiante de la noche. Se imaginaba corriendo, desnuda, con el cabello suelto. Los insectos nocturnos buscaban su rostro, sin embargo ella seguía corriendo, descalza, afiebrada y ligera, y algo de la brisa y del sudor se prendían, confabulados, de su larga cabellera suelta. Y fue sin darse cuenta que paró de correr, pues estaba ya en el cuarto de Kato, quien dormía desnudo.

Ella le dijo cosas tibias en el oído para que despertara.

Y él despertó, y nombró a su esposa y a su hijo pequeño varias veces, levantando una barrera.

Pero ella no quiso escucharlo.

Esa manera suya, como de serpiente, de deslizarse, de desprenderse de la fuerza de los brazos de Clara, hasta llegar al suelo, era su forma de pedirle disculpas por no poder atender a sus requerimientos.

Tocando su sexo, lamiéndole las orejas, hablándole como desde un lugar secreto y lascivo de la noche, siguió insistiendo.

Repasó con su lengua furiosa su cuerpo y rozó con sus largos dedos finos su rostro hasta llegar a sus tetillas. En un momento mordió juguetonamente sus manos. Se oyó a sí misma ronronear.

Fue entonces cuando bajó su capullo oscuro sobre el sexo masculino y besó en la boca a Kato. Empezó a hacer leves movimientos; ellos parecían dibujar una flor oscilante de una rama. Y aquellos movimientos sin posibles errores, aquellas olas altas y bajas, aquel placer que empezaba a formar parte de un viento y parecía haber perdido el control de sí mismo, comenzaron a escurrirse como el zumo del mar librado a la arena.

La quietud de la noche era grande.

Ella dibujó en el cuerpo amante la forma de un círculo.

Suspiró satisfecha mientras observaba, bajo la luz blanca de la luna, la silueta de un gato sobre el tejado. Los gatos le inspiraban desconfianza, pero aquel minino despertó su ternura.

Todavía su cuerpo tenía memoria del placer cuando vio a Kato, parado frente a ella.

Un ave chistó dos veces a lo lejos y voló huyendo. El hombre sujetó fuertemente sus brazos mientras hundía un cuchillo en su cuello, su largo y suave cuello de cisne, que empezaba a manar sangre tibia.

Muerta, con algunos espacios rojos de la sangre sobre su piel blanca, Clara parecía una rara y exquisita orquídea.

 

 
 
 
 
 
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