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BENIGNO RIQUELME GARCÍA

  EL COLEGIO SEMINARIO CONCILIAR DE SAN CARLOS, DE ASUNCIÓN (1783-1822) - Por BENIGNO RIQUELME GARCÍA


EL COLEGIO SEMINARIO CONCILIAR DE SAN CARLOS, DE ASUNCIÓN (1783-1822) - Por BENIGNO RIQUELME GARCÍA

EL COLEGIO SEMINARIO CONCILIAR DE SAN CARLOS,

DE ASUNCIÓN (1783-1822)

Por BENIGNO RIQUELME GARCÍA

Ediciones CUADERNOS REPUBLICANOS

Asunción – Paraguay

1975 (15 páginas)

 


Reproducimos un importante trabajo del prestigioso historiador don Benigno Riquelme García, del que aún inédito en su época, muchas personas extrajeron valimos informaciones.


Debe tenerse presente que en aquella época su autor contaba apenas con 24 años de edad. El presente trabajo fue leído por su autor el 17 de julio de 1944, con motivo de su incorporación al Instituto Paraguayo de Investigaciones Históricas. Posiblemente si hoy reelaborase su trabajo, con la perspectiva que le brinda toda una vida volcada a la permanente investigación histórica, sus conclusiones serían otras. Ello sin embargo no le resta el valor testimonial de la rica información acumulada en el trabajo que publicamos.

Finalizaba el siglo XVIII. Más de dos centurias habían corrido desde el arribo de hispanas carabelas por la acuosa vía de nuestro río epónimo.

El fuerte fundado por Salazar era por ese entonces una población de más de 7.000 almas, cifra, si bien pequeña para una estimación presente, respetable en aquellos lejanos días de la colonia.

La dominación española, a dos siglos de su implatacíón, segura y firmemente buscaba ensanchar el panorama de la misma.

Realizada la faz material, se disponía a extender la parte espiritual. Así, convencida de que no eran ya los tiempos del conquistador valiente y fiero, la corona de España se disponía a iniciar el primer esbozo serio de formación cultural en la provincia.

Ya por ese entonces, la Universidad de Córdoba del Tucumán,—institución regida por hombres de singular pedagogía—, había dejado escapar rayos de luz en la conciencia nativa.

Atrás quedaron los tiempos de la conquista: se estaba en la colonia. Latía en todas partes una conciencia indiana. Con el lento suceder de los años, la América estaba dando generaciones sucesivas de hombres que intuían la alborada de la independencia.

Antequera no fue un producto aislado. Esa llamarada de civismo primigenio fue resultado y fue simiente. El mestizo ganaba posiciones. El poder español, añoso y ducho, presto se dispuso a estructurar las proyecciones de su poder espiritual, de cristiana raigambre.

Así, pues, fundaría una institución que, por su orientación y naturaleza, constituiría por aquellos tiempos aglutinación de toda cultura.

De este modo, por la pragmática de expulsión de los jesuítas el 7 de febrero de 1767, se dispuso que todos los bienes que pertenecieron a la Compañía de Jesús en Hispanoamérica, pasasen a ser aplicados a la fundación de institutos de enseñanzas.

Alentado por esta disposición del rey Carlos III, el obispo del Paraguay, doctor Juan José Priego, peticionó al monarca en el sentido de fundar una institución de enseñanza superior en la Asunción.

Con el voto favorable del Consejo de Indias, el rey ordenó por cédula real de 23 de agosto de 1766 la fundación de un colegio seminario en Asunción, destinando a su sostén 16.961 pesos de plata, equivalentes a 52.605 pesos provinciales. Estos fondos constituían patrimonio de la extinguida Compañía de Jesús y los mismos fueron puestos en posesión definitiva de la nueva institución, por cédula real de 22 de febrero de 1780.

Con estas aportaciones se entregó también al seminario, en enero de 1781, las estancias de Paraguarí, Tacurutí, Ybitipé, Yeguariza, Caañabé, Pindapoita, Yariguaáminí, Román Potrero, Guazúcuá, Yariguaá-guazú, Román Potrero viejo, Novillo Vacay, La Cruz, treinta y cinco leguas de tierras en las cordilleras, tierras de labrantíos en Tacumbú, las chacras de San Lorenzo, Barsequillo Potrero y Capiípery.

En posesión de los citados bienes destinados al colegio, las autoridades eclesiásticas se reunieron el 29 de julio de 1782, juntamente con el gobernador Meló de Portugal, para dar cumplimiento a la cédula real de 29 de febrero de 1780, y discutir el plan de trabajo a remitirse al rey, y hacer los nombramientos de personal de más urgente necesidad para su funcionamiento.

Nombróse al doctor Alonso Báez director del establecimiento y se dispuso la oposición como régimen para la provisión de cátedras, por rigurosa confrontación de méritos. La convocatoria para el concurso vencía a los tres meses de publicarse el bando, el que fue fijado en las puertas de la Catedral y donde se realizaría el mismo.

Los postulantes tendrían que haber cursado como mínimo tres años de filosofía o cuatro de teología, con aprobación, en algún centro de estudio público, aunque no eran necesarios poseer grados eclesiásticos.

Fueron creadas las cátedras de Teología Escolástica, Teología Dogmática y Gramática, y en esta misma oportunidad, quedó fijado para, el día 10 de noviembre la ceremonia de apertura de las clases en el flamante colegio seminario.

Cumplido el plazo establecido en la convocatoria para el concurso de méritos, y como no se presentaran interesados, fueron nombrados directamente como profesores de Prima Teología y de Artes, los presbíteros Dionisio Otazú y Juan Antonio Zavala, párrocos de la Catedral y de San Blas, respectivamente, a objeto de iniciar las tareas docentes.

Más, pese al entusiasmo y a la buena voluntad reinante, la precariedad de medios no permitió la apertura del colegio hasta el año 1783.

El día sábado, 12 de abril, a las cuatro de la tarde, con toda solemnidad y pompa, se procedió a la inauguración. Asistieron a la misma, que se realizó en la iglesia Catedral, el gobernador de la provincia, el cabildo eclesiástico, dignidades y vecinos en general.

Allí el gobernador, en su calidad de vice-patrono real, puso a cada colegial en conocimiento de las becas otorgadas por Su Majestad y, en breve alocución y tras ella, les impuso de la preferencia que significaba para los naturales de la provincia la creación del colegio.

Hablaron también el rector del instituto, doctor Gabino de Echeverría y Gallo, deán de la Catedral, y el vice-rector, doctor José Antonio de Agüero, quienes, del mismo modo, se refirieron a la significación del acto.

Momentos después pasaron a la capilla del colegio donde el gobernador les hizo entrega formal de las becas a los primeros seminaristas que fueron Rafael Tulloy José Joaquín Ayala, Manuel Corvalán, José Joaquín Valdovinos, Sebastián Antonio Martínez Sáenz, Juan Antonio Riveras y Sebastián Tabeada, quienes seguidamente juraron la profesión de fe ante el presidente del cabildo eclesiástico, doctor Antonio dé la Peña, y dióse por terminado el acto.

Quedaba así, oficialmente inaugurado el COLEGIO SEMINARIO CONCILIAR DE SAN CARLOS.

Antes de cumplirse el mes —2 de mayo—, se realizaban los primeros exámenes de los estudiantes que iniciaron el curso de Artes. A los mismos se presentaron los siete nombrados anteriormente más José Félix Cañiza, Sebastián Patiño y Antonio Montiel, quienes habían ingresado posteriormente.

Los ejercicios consistieron en traducciones de obras latinas y otros temas sobre esta lengua, aprobando Tullo, Ayala, Corvalán, Martínez Sáenz, Riveros, Cañiza, Patiño y Montiel.

Días después se realizaban los exámenes de Gramática, y se disponía la apertura de los cursos de Teología para el 13 de mayo, a las cuatro de la tarde.

La misma se realizó en la capilla del colegio y habló en la ocasión el doctor Dionisio Otazú, arengando a los padres de familia y pidiéndoles hicieran ingresar a sus hijos en el establecimiento. Al terminar, subió al estrado el doctor Juan Antonio Zavala y procedió a dictar la primera clase.

Pero estaba visto que la institución no tendría un fácil desenvolvimiento inicial. Al ser sustituido el doctor Echeverría y Gallo de la rectoría del colegio por el doctor José. Baltasar de Casajúz, el rector que cesaba dirigió al rey una nota, en fecha 13 de julio de 1785, comunicando graves irregularidades en el manejo de los fondos, del seminario, radicando la denuncia en el destino dado a las sumas acordadas para la creación y subsistencia del mismo, por cédula real de 23 de agosto de 1776.

En la pirotecnia de acusaciones, giraban los nombres de Echeverría y Gallo, Casajúz, Pedro Vicente Cañete, Alós, Meló de Portugal y, el más perjudicado por la denuncia, el doctor Josef Román y Cabezales, canónigo de la Catedral de Buenos Aires.

Pidió el monarca informe por cédula real de 19 de diciembre de 1786 y fueron elevadas a él por las partes, sucesivas relaciones de derechos y defensas.

Por separado, se dirigieron al rey, el Obispo del Paraguay, en fecha 13 de julio de 1787; el gobernador Joaquín de Alós, el 13 de setiembre de 1788, y el doctor Román y Cabezales, el 25 de julio y 19 de noviembre de 1787.

Lo cierto es que después de haberse derramado tinta a mares en voluminosos expedientes, resultó que quien cobró la contribución del Obispado de Charcas fue el obispo del Paraguay doctor Juan José Priego, quien hizo uso de la misma y, aunque adujo tener la intención de restituirla al colegio carolino, no lo pudo hacer, pues falleció en Charcas, sin hacerse cargo de su mitra del Paraguay.

Pero, pese a todo, la conducta de Román y Cabezales como la de Echeverría, no fueron consideradas muy aceptables por el rey, por abuso de atribuciones y...fueren, seriamente apercibidos por el monarca por “ligerezas de procedimientos”.

Trasmontando incidentes y penurias, el colegio iba sorteando obstáculos. Siendo rector Casajúz, el mismo pidió al rey una casa de campo para destinarla al retiro de los seminaristas, pues la que poseían en la Chacarita —barrio ya entonces de brava y sensual existencia—, ocasionaba “serios trastornos” a los alumnos.

El monarca dispuso la entrega de la casa de Paraguarí, que perteneciera a la Compañía de Jesús y que poseía las dimensiones necesarias, para el uso, por cédula real de 19 de febrero de 1793.

Por estos años iniciales, se registraron el paso de hombres que con el tiempo, tendrían actuación prominente en la gestación de la independencia patria.

El capitán Pedro José Molas, peticionó una beca de gracia para su hijo, Mariano Antonio Molas, la que le fue adjudicada, por el gobernador Alós, en nombre del rey, el 5 de setiembre de 1793. Molas no se graduó, abandonando el instituto años después. Vicente Ignacio Iturbe usufructuó, también, una beca de gracia, cursando estudios por más de cuatro años, abandonando luego la carrera. José Gabriel Benítez estudió como alumno con beca pensionaría, pero interrumpió la misma por contrariedades físicas.

Cursaron también sus estudios por esa época, Juan Niceto Valdovinos, Juan Nepomuceno Goytia, y llamémosnos a extrañeza, un indio: Venancio Toubé, venido del pueblo de Atyrá, becado con consistoria a pagarse de los tributos de la citada población, y luego, a petición de Pedro José de Aguiar, apoderado de los pueblos indios, se le concedió una beca de gracia,

Luis Santiago Valdovinos, Sebastián Martínez Sáenz, Antonio Taboada, José Sebastián Valdovinos, José Joaquín Montiel, José Vicente Cabañas, José y Antonio Vianna, Vicente A. Matiauda, Agustín y Cayetano Castelví figuraron también en las mismas condiciones que los anteriores.

Todo se hacía con gran voluntad y pobre faltriquera. La cátedra de Filosofía realizaba actos públicos, a los que asistían los vecinos, con más entusiasmo que entendimiento. Nadie negaba su apoyo al naciente seminario.

La indoblegable energía del rector Casajúz salvaba, muchas veces, pasos difíciles,. El fantasma de la pobreza se cernía sobre el colegio, y a ratos, parecía que lo haría sucumbir.

Nuevas economías sobre el ya macilento presupuesto, y se seguía adelante. Todas estas constataciones podemos hacerlas en el libro anual de la administración de las rentas del colegio. Escrupuloso y pobre, ha dejado registrado para la historia, la angustiosa pobreza en que desenvolvía sus actividades. En él se asentaba desde un tacho viejo de cobre hasta un mulato cocinero, y, cada asiento diario, lo suscribía el rector Casajúz de su puño y letra.

Los primeros estatutos del colegio fueron redactados por el gobernador Joaquín de Alós y trataba de la fundación del mismo, sus advocaciones y festividades que debían celebrarse en él. Conciso y breve, estatuía todo cuanto podía relacionarse al normal funcionamiento de la institución.

No podía ser rector ni vice-rector, el gobernador, y se dejaba expresa constancia de que las faltas de los seminaristas, caídas en jurisdicción de juez ordinario, no eran de incumbencia de las autoridades del colegio, no pudiendo, por tanto, entender las mismas en ellas.

Su suprimía el precepto de la Santa Obediencia. Se condicionaba la adjudicación de becas y se establecía la vestimenta de los colegiales. No podían existir becas de distinciones para evitar odiosos privilegios.

Se fijaba la cantidad de alumnos, quienes debían de haber nacido en el obispado o ser hijos de vecinos domiciliados en él, y se establecía que el efecto de ilegitimidad no podía ser dispensado ni por el obispo ni por el gobernador.

La voz castigo proscribíase de los lindes de la institución y se la sustituía por la de corrección. Se prohibía el magisterio de los clérigos de servicio actual, pero a falta de profesores, tuvieron que ejercerlo algunos párrocos.

Confeccionado al calor de las circunstancias, estos estatutos fueron, acaso, defectuosos, pero indudable es que el espíritu que guió a sus autores, fue libérrimo y sincero. Por el mismo, se trataba de dar la mayor independencia posible a las autoridades de la institución, y bien establecido ha quedado que en la misma no se hicieron distinciones de ninguna clase.

Séales reconocido esto a los infatigables clérigos que hicieron posible el funcionamiento regular del colegio carolino. Y vayan como muestra de lo que hemos venido afirmando el hecho de que se hayan ordenado en su seno Venancio Toubé, Juan de la Cruz Yaguareté y José Domingo Guainaré, indios auténticos, acaso los únicos que llegaron a ejercer el sagrado ministerio en todo el territorio del Río de la Plata.

El plan de estudios establecía el funcionamiento de tres facultades: una de Teología (Moral y Dogmática) que se dictaba en dos clases; otra de Filosofía y Artes (con el último vocablo se designaba la Lógica, la Física y la Metafísica de Aristóteles), y la última, de Gramática y Latín.

Los estudiantes se diferenciaban en colegiales y manteistas. Los primeros eran los internados y los segundos, los externos. El rector y el cabildo eclesiástico constituían las más altas autoridades del colegio.

Grandes eran las consideraciones con que se rodeaban a las autoridades del seminario en la ciudad. Por cédula real de 19 de enero de 1796, se ordenaba la cesión de asientos de preferencia en actos literarios y culturales, a los catedráticos del mismo.

Tanta era la importancia que los clérigos daban a estos privilegios, que viene a cuento para muestra, un incidente ocurrido entre el Pbro. Josef Baltazar Villasanti, catedrático del colegio, y los párrocos de San Francisco y Santo Domingo, quienes no reconocieron sus privilegios en estos actos.

Tuvo que llegarse, en apelaciones sucesivas, hasta: el cabildo eclesiástico para la dilucidación final y, en su momento, grande fue el revuelo que produjo en la ciudad, el ahora rememorado entredicho.

Con motivo de la asunción al poder provincial de Pedro Meló de Portugal, se dispuso que una delegación del colegio, presidida por su rector e integrada por tres alumnos, viajara a Buenos Aires a dar los plácemes, al nuevo mandatario.

El viaje se llevó a cabo con lo muy preciso para el transporte, y el rector Casajúz contribuyó con su salario y fondos personales para que fuera posible la ida de los alumnos- delegados, José Villasanti, Juan Nepomuceno Goytia y Mariano Antonio Molas.

Pasaron los años y, en los exámenes realizados en 1808, aparecen aprobándolos con todos los votos, Venancio Toubé y Carlos Antonio López, siendo este último manteista. Al año siguiente, 1809, los mismos volvieron a aprobar los cursos de Teología.

Al tenerse noticias en la ciudad de la vecindad de la invasión porteña del general Belgrano, en 1810, las autoridades dispusieron que el local que ocupaba el colegio de San Carlos fuese destinado para cuartel de las tropas acantonadas en la capital, y que sus rentas fueran aplicadas a la defensa nacional.

Por imposición de las circunstancias, el establecimiento docente —prez y orgullo de la provincia—, se trasladó en octubre de ese año, a una casa arrendada a don Agustín Trigo, donde funcionó en forma precaria y con mínima cantidad de educandos.

Constituía este hecho su aporte vivido a la nacionalidad, que se estaba gestando y a cuyas inquietudes debía su creación y existencia.

A fines de 1810, volvieron Toubé y López a aprobar Teología y Filosofía. Por esta época, entraba el colegio en una era de evolución y bonanza.

Sólo la cátedra de Filosofía registraba, 18 alumnos en 1812. En ese año, ya tonsurado y luego de aprobar Latinidad, Carlos Antonio López obtuvo, por concurso de oposición, la cátedra de Artes.

Otra aula floreciente era la de Lógica y Crítica, que contaba con 17 alumnos. Y volvemos a registrar el paso de un indio por el colegio: Juan de la Cruz Guairaré, quien cursó estudios de Lógica, Crítica y Física, durante el bienio 1812/13, aprobando los mismos con todos los votos.

Integraron el cuerpo de profesores, en diversas épocas de la vida del instituto, Francisco Javier Bogarín, Dionisio Otazú, José Baltazar de Casajúz, Manuel Antonio Corvalán, Sebastián Patiño, Juan Antonio Zavala, José Gaspar Rodríguez de Francia, Marcelino Ocampos y Carlos Antonio López.

1822... Tiempo hacía que el supremo solitario gobernaba en forma omnímoda la joven república. Sorteada hacía instantes la conspiración de sus antiguos compañeros en la gesta libertaria del 14 de mayo, Francia buscaba febrilmente terminar, de una vez por todas, con lo que podría significar en forma cercana o mediata, una sugerencia de protesta por su actuación gubernativa.

Ya en sus largos paseos por los toscos corredores de su residencia, había posado su vista con desconfianza en el edificio del colegio aledaño a su morada.

El seminario en funcionamiento significaba para el Dictador un caballo de Troya en sus dominios. Tarde o temprano, aquellos callados clérigos tendrían que ver el fruto de sus esfuerzos aflorar en las conciencias de sus jóvenes educandos, quienes se opondrían a toda política de centralización estatal.

El peligro era latente pero cierto. Su tremenda agudeza no podía dejar de registrarlo. Acaso el colegio no había sido instaurado a instancias de un sentimiento de superación intelectual y ciudadano. Podía él, antiguo profesor que fue en sus aulas haber olvidado la carta orgánica que rigió y regía el colegio seminario.

Su paso por Córdoba, de donde importara su frío descreimiento lo había enterrado ya en los abismos del olvido?. Jamás!. Su poderoso cerebro se había trazado un programa que sólo coronaría su muerte. Nada lo detendría. Posiblemente necesitara únicamente el acicate del enervante viento norte.

Y, acaso, en un caldeado día, bajo la agobiante presión de su neurosis cierta, no pensó más en las franquicias de naturalizaciones prometidas a los españoles ni en el daño inmenso que infería a su amado país, y lanzó al corazón del instituto la saeta que lo mató.

Pasaron los hombres y pasaron los años, pero la Historia —humana aliada del inexpresivo Cronos—, haría justicia al colegio carolino.

Los hombres que desfilaron por sus aulas hicieron honor a los conocimientos adquiridos en sus húmedas y enladrilladas aulas. Sus culturas, sencillas y toscas, como la arquitectura de su edificio colonial, sirvieron de base para la estructuración social y política de este montón de roja y bien regada tierra que es nuestro Paraguay.

Esta fue su vida y es esta su breve historia. Como es dable comprobar, sufrida, accidentada, llena de infortunios, pero luminosa y señera, como la de la patria misma.

 

 

 

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