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JORGE D. ROLÓN LUNA

  LA COLACIÓN, 2010 - Novela de JORGE D. ROLÓN LUNA


LA COLACIÓN, 2010 - Novela de JORGE D. ROLÓN LUNA

LA COLACIÓN

o EL PATO NO ES UN ANIMAL, ES UNA INSTITUCIÓN

Novela de JORGE D. ROLÓN LUNA

Dirección editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Tapa: ROBERTO GOIRIZ

Diseño gráfico: MIRTA ROA MASCHERONI

Corrección: BEATRIZ POMPA

Asunción - Paraguay

Octubre, 2010 (288 páginas)

 

 

 

PRÓLOGO

 

La novela de Jorge D. Rolón Luna nos sumerge en un tiempo monocorde, de siesta tórrida de enero. Relatándonos las vicisitudes de un “joven sin atributos”, en una aldea ubicada en tiempo y espacio más cercanos de lo que querríamos aceptar, el autor pinta con humor un fresco de la vida cotidiana en el interior del Paraguay.

Es el curioso “retrato de un artista adolescente”, poeta de la indolencia asumida altivamente como forma de vida, quien resume su biografía en esa simple frase: “tranquilidá nio es mi especialidá”. Vida que se estructura en torno a rondas de tereré y partidos de fútbol locales y alcanza su cima en los preparativos de una fiesta de colación (incluyendo elección amañada de reina), para desanudarse en una tragi-comedia pueblerina.

El relato rompe su propio orden en el encuentro fortuito de una pandilla con una sociedad más antigua y profunda que la suya. Aquí el tiempo del narrador se confunde voluntariamente en el choque con la brutalidad de una redada militar, para recuperar su contemporaneidad al describir una escena de la inacabable miseria campesina.

Rolón Luna apela a la ausencia de personajes (un padre que nunca estuvo, apenas sustituido por abuelos, padrinos, protectores), a la presencia obligada (la novia) o absurda (el voluntarioso americano del Cuerpo de Paz) de otros, para reconstruir el difícil universo afectivo del joven protagonista. La intensidad o laxitud de estas relaciones son descritas con humor casi cínico, permitiendo al lector una empatía cómplice con situaciones descabelladas.

Un abrupto desenlace arroja a los protagonistas junto a sus lectores- a la puerta trasera y contemporánea de las migraciones. Y en una vuelta del círculo del eterno retorno, la indolente vida pueblerina cobra forma de oficios picarescos o marginales en los suburbios de capitales europeas.

Alejándose así de los grandes temas de la literatura paraguaya actual, el autor convierte la banalidad de una vida adolescente en perfecta excusa para entregarnos un inquietante fresco del Paraguay contemporáneo.

Milda Rivarola

 

 

 

La historia que se refiere a continuación le fue narrada al relator por sus protagonistas y por algunos testigos. La decisión de contarla se tomó tras mucho discurrir y rumiar acerca de su entidad y pertinencia. Su responsable se demoró bastante en llevarla a la práctica y es innegable que el tiempo opera siempre contra la inestable y quebradiza memoria a la hora de reflejar lo que realmente ocurrió. Y otra circunstancia no menor: se ha dejado pasar también mucho tiempo entre sentada y sentada. Pero no es aconsejable predisponerlos contra quien se ha decidido a narrar estos hechos luego de mucho cavilar. Alguien dijo alguna vez que “la historia nunca confiesa”, así que ustedes no tendrán nunca, como siempre ha ocurrido, la posibilidad de certificar todo lo que aquí se dice. Lo toman o lo dejan. Pero podrán contar con la buena fé de este servidor, a veces burlada por la humana tendencia a exagerar, magnificar, esconder, maquillar, ocultar, encubrir dramatizar, negar acomodar, censurar, simplificar silenciar; anular, suprimir, intelectualizar, idealizar, racionalizar, proyectar, minimizar, contemporizar, reciclar, inventar, cuando se trata de aquello que concierne a personas o hechos. Sin olvidar que quienes a su vez se la transmitieron pudieron haber incurrido en errores o agregados sobre los cuales se deslinda toda responsabilidad, así como sobre cualquier eventual paracronismo o procronismo, no dejando de lado además que, tal vez, no han sido hechas las preguntas debidas, conducentes, correctas, adecuadas, oportunas o esenciales o no se ha hurgado todo lo debido, no siempre por culpa propia.  Por lo tanto, estará presente en ella lo que a alguno le podrá parecer inverosímil, además de los grandes vacíos. A veces, el relator ha sido textual, otras veces (no siempre) ha tenido que valerse de su propia prosa o ha dejado plasmada su propia cosmovisión, como el lector atento seguramente notará. Se aguarda, sin embargo, que sea juzgada favorable y benévolamente la convicción que se ha tenido acerca de que debía ser escrita, a pesar de las innumerables voces que tantas veces han señalado a este cronista que las desventuras de unos simples no ameritan ni una conversación de sobremesa.

El relator

 

 

 

I

EL OCCISO, MANUCHO, EL NOVIO DE LA PRIMA, BART, LA NARANJERA Y EL ABUELO

 

Nunca hubo dudas al respecto, siempre se supo que su muerte no sería otra cosa que un ajuste de cuentas. No podría ser otra la historia. Así que lo de “hazte de fama”, como decían siempre las abuelas, se aplicaba a rajatabla en este caso. Y aconteció, su violenta muerte no sorprendió a nadie, salvo al pasquín local, por lo que el pueblo entero no tuvo más remedio que reír al día siguiente, cuando el medio, un combativo semanario de mala muerte1, publicó que el caso tenía un trasfondo “pasional”, esas cosas que la prensa dice porque debe elegir de entre las posibles versiones de un hecho, si es que hay versiones, aquella que más venda, la verdad, bien de salud gracias, y porque generalmente no tienen la más pálida idea del móvil del crimen. La referida versión fue recogida, a su vez, por las radios locales, comerciales, comunitarias y piratas, más algunos medios de la capital. La policía sostenía, por otra parte, que se manejaban “varias hipótesis”, respuesta clásica de los uniformados cuando en realidad no tienen ninguna hipótesis, por no decir la más vaga pista o idea acerca de lo sucedido. Y ahí estaba el cuerpo de Edulfo Melitón Marecos, importante figura del submundo (otro cliché periodístico) del tráfico de drogas, actividad ésta que andaba cobrando en los últimos tiempos creciente importancia como rubro económico por estos pagos. Mirada estupurosa, tiesura lógica de quien pasó la noche ya en carácter de cadáver, con un hilillo de sangre coagulada saliéndole de la oreja izquierda, sin otra marca que explique lo acaecido (aunque después se comprobó que le habían cercenado la lengua), a la misma entrada del pueblo, al lado del cartel que rezaba “Bienvenido a Villalinda”, recostado contra un árbol, brazos arriba por obra de una liña de pescar atada a sus muñecas y a unas ramas de la mencionada planta, semejando una grotesca marioneta, boca entreabierta y ojos bien abiertos, sí, es cierto, esto último ya se mencionó, mirando al cielo, paradójicamente, como implorando, aún a sabiendas, de que ahí precisamente no iba a ir a parar. La imagen del interfecto y la escena del crimen componían una hermosa aunque inquietante puesta en escena. Para este relator al menos, pues los curiosos que se agolparon estaban desilusionados por ver sólo ese hilillo de sangre, acostumbrados probablemente a los folletos sensacionalistas y sus rotundos y desollados cadáveres. Los policías no llevaban nunca el cuerpo, ya juntando moscas, el fiscal y el forense se habían retirado hacía rato, “queda a tu cargo comisario”, le dijo el representante del ministerio público, un bisoño funcionario que apenas había salvado procesal penal pero que tenía buenos padrinos según se decía, hasta que por fin aparecieron los fotógrafos y los cronistas, locutores y perifoneros de los medios escritos y radiales situados en las comunidades vecinas -pues los trabajadores del medio local ya habían hecho su festín hacía rato-, transmitieron “desde el lugar de los hechos” y sacaron las fotos que luego, tal como lo harían los responsables de “La voz de Villalinda”, pujarían por venderlas a los medios de la capital. También entrevistaron a dos o tres mirones que no aportaron nada y se marcharon, juntamente con el cuerpo que fue derivado a la morgue, un ruinoso edificio contiguo al hospital público que quedaba a la salida del pueblo.

 

En fin, otra historia de Caín y Abel, ni la primera ni la ultima, estamos hechos para matar al hermano y el hermano está hecho para, si le damos la oportunidad, despacharnos sin miramientos. Tal vez lo resaltante pudiera haber sido el hecho de que estas cosas no pasaban a menudo en este pueblo, pero después, nada de que asombrarse, menos tratándose de Edulfo Melitón.

Lo importante aquí fue que la no tan extraña y sobre todo previsible muerte de Edulfo Melitón desencadenó la suerte de Manucho, pues su abuelo se convenció definitivamente de que alejándolo de la holganza lo alejaría de este malandrerío de nuevo cuño. El tono del abuelo fue esta vez imperativo y no dio lugar a retruque alguno.

Manucho se dirigió hacia el ómnibus abriéndose paso con dificultad. Una vez a bordo, apenas miró al chofer, el mismo que lo había llevado en el viaje de ida, quien le devolvió el Fugaz vistazo. Siguió su marcha hacia el fondo, mientras el trabajador del volante, unos instantes después, haciendo a un lado su toalla de mano y sin consideración hacia sus pasajeros quienes aún estaban acomodándose, aceleró bruscamente el ruidoso ómnibus, el cual, con bamboleante decisión, abandonó la estación de partida, no sin antes llenarla de humo negro. Arribado el vehículo a la terminal de destino, Manucho descendió muy pegado a una ajustada falda azul que cubría apretadamente a una diminuta prenda subyacente y, no sin dudar, se dirigió a su casa. Caminando las cuadras que separaban a ésta de la terminal de ómnibus del pueblo, desechó aproximadamente una docena y media de invitaciones para acoplarse a sendas rondas de tereré que se desarrollaban con todas las del caso, en aquella cálida siesta.

El cansino andar de Manucho iba levantando una débil y efímera nube de polvo que lentamente volvía a posarse sobre aquel suelo incandescente. La ausencia de viento y la quietud de aquel momento, permitieron a Manucho oír repentinamente, superponiéndose a los ecos de algunas esporádicas voces, y aún a una veintena de metros de la casa, el acostumbrado y desagradable esputar de su abuelo.

Mientras pensaba cómo explicar al viejo que su intento por conseguir trabajo en el pueblo vecino había fracasado, tropezó con un hermoso fruto, maduro, amarillo y turgente. Lo levantó y miró a su alrededor; sin pensarlo dos veces, miró a su izquierda, midió en forma milimétrica la imaginaria portería representada por la descascarada puerta de dos hojas de la casa de doña Sinfó, balanceó su cuerpo de lado a lado, recreando un ficticio movimiento de cámara lenta, y lanzó un violento disparo con su pierna diestra, impactando el hermoso pomelo en la esquina opuesta a la que se había arrojado el imaginario golero. La puerta-arco de doña Sinfó resonó con tal estruendo en aquel mudo momento del día al ser golpeada por el cítrico, que Manucho, mientras reía, pensó: “hasta los muertos lo habrán escuchado; y no con poca razón, pues al camposanto se llegaba con sólo doblar en la siguiente esquina y recorrer un trechito de pasto muy verde. El inminente rapapolvo de la anciana no hizo que Manucho modificara su lento andar; al contrario, ni bien comenzó la perorata, el mozo pareció demorarse aún más en aquel menester, escatimando pasos. El carraspeo del abuelo comenzó a hacerse más nítido y tenía mayor temor a la entrevista que a las reconvenciones de la mujer, que no tardaron en hacerse oir. El muchacho, a su vez, continuó impertérrito su marcha, mientras las imprecaciones de doña Sinfó aumentaban en volumen y calibre. No se le movió un pelo cuando sintió sobrevolar muy cerca de su cabeza el otrora bello pomelo, ahora partido en dos y chorreando. A medida que las palabras de Doña Sinfó se iban apagando, el sonido de la fluxión que pugnaba por despegarse de lo más recóndito de la anciana garganta de su abuelo -que a veces se despegaba y a veces no se apoderaba de todo su aparato auditivo, de tímpano a tímpano, transmitiéndole, a todo el cuerpo, un temblorcillo raro, inefable.

 

Siguió avanzando y distinguió con nitidez, a través de las tacuaras que conformaban el cerco de la casa, a su prima Irene con su sempiterno vestido azul, y al viejo sentado dibujando círculos con la bombilla dentro de la guampa, en el conocido y clásico intento de sacar algo más de sabor a esa yerba, probablemente en uso desde la mañana.

 

El calor estaba tan amable como una caries infectada. De seguro el abuelo lo invitaría con el tereré, al tiempo que le requeriría explicaciones y detalles de su ida al pueblo vecino. Se le revolvían las tripas al pensar en que debía llevar a la boca esa bombilla que había hecho cara durante todo el día a aquel catarro verde y a otras cosas más, sin duda alguna. A la abuela no la veía; probablemente estaba metida en su pieza leyendo alguna fotonovela o algún diario viejo, o tal vez cosiendo y recosiendo algunos de esos vestidos como el que llevaba su prima en ese mismo instante.

Entonces, mientras se acercaba lo más lento que un ser humano podría hacerlo, se puso a pensar en los vestidos de sus jóvenes coterráneas. ¡Claro! ¿Cómo no lo había notado antes? ¡Eran siempre los mismos vestidos! Usados en las fiestas de guardar y de entrecana. Claro que en tiempos diferentes. En tanto nuevos, los lucían en las misas, bautismos, bailes, cumpleaños, fiestas patronales y también, en las colaciones. A medida que se iban gastando y royendo, eran usados en ocasiones cada vez menos solemnes, como cuando iban de visita o eran visitadas y en los cócteles de curso, paseos picniquescos y ocasiones similares; hasta que, finalmente, descoloridos y descosidos, convertidos en pingos, eran destinados al trabajo diario. Originariamente destellaban colores vivos y refulgentes: rojos, rosados, azules (eléctricos), naranjas, verdes (limón), amarillos (patito); luego, como sucedía con el vestido de Irene, era difícil adivinar de qué color fueron, o si llegaron a tenerlo alguna vez. En eso pensaba Manucho mientras reía en su interior, recordando que las partes más prontas en decolorarse eran las de la panza y la cintura: ¡sí!, de tanto pelar mandiocas y papas, y sacar agua del pozo, y lavar ropas, siempre apretando el abdomen, ya sea contra el recipiente de los tubérculos, ya contra el brocal del pozo, ya contra la pileta de lavar. ¡Y también por tener puestos encima de esos vestidos casi las veinticuatro horas del día sucios y siempre húmedos delantales! Este viaje mental a través de la saga de los vestidos de sus compueblanas, fue interrumpido abruptamente cuando su cerebro le envió la orden de ponerse a pensar acerca de la conveniencia o no de afrontar inmediatamente la indagatoria que el padre de su madre le tenía preparada. En aquel instante, irrumpió nuevamente ante sus ojos el pomelo que segundos antes doña Sinfó le había arrojado de vuelta. Además de despanzurrado, ahora estaba impregnado de arenisca y pedregullo. Manucho sólo atinó a lamentar, no por más de un instante, el triste final del que alguna vez fuera un bello y agraciado fruto de la naturaleza.

 

La casa quedaba en una esquina. A la derecha, y separada del cuerpo principal de la vivienda, estaba la cocina, lo suficientemente grande como para guardar en su interior leña, frutas de estación, ratas, teyúes2 y teyucitos (muy comunes últimamente), alacranes, arañas, kilos y kilos de mandioca, otros tubérculos, afrecho, carbón, herramientas, todo lo que alguna vez sirvió y ahora era inservible y además trastos de todo tipo de dudosa utilidad, y para alojar también una cocina a gas que era utilizada en ciertas ocasiones especiales. Contiguo a todo esto, había un patio sin pasto con dos árboles de mango de considerable tamaño, poblado por lo general por decenas de gallináceas, patos, dos perros y tres gatos de nulo abolengo  y dos criadas que iban y venían a y desde la cocina. También podían verse sillas plegadizas hechas de cables de diversos colores, una hamaca, dos cántaros, dos pozos -uno nuevo y otro viejo- y varias partes de bicicleta -que no llegaban a formar una completa-. Vecino a esta sección de la casa, y separado de ella por una cerca, se alzaba una suerte de cobertizo utilizado a veces como cochera, con un pequeño y precario altillo, que servía en ocasiones como local de masturbaciones y otras como escondrijo y al que se accedía por una desdentada escalerilla. Por estar la casa situada en un extremo de la cuadra como fuera apuntado previamente, Manucho tenía la posibilidad de rodearla y entrar por ese lugar recién descrito, el cual -por suerte para él comunicaba directamente con su pieza, permitiéndole esto evitar, en realidad diferir, el encuentro con su abuelo.

Al menos voia a esperar que se aburra del tereré para no tener que meter en mi boca esa asquerosa bombilla pensó. El abuelo, mientras tanto, estaba ansioso por saber qué le había dicho Modesto Arteta, el comerciante hijo de un camarada de la Guerra del Chaco, quien poseía diversos negocios en su pueblo y le había sugerido en una oportunidad que enviara a Manucho para ver si podía darle algún trabajillo.

-Miróle había dicho en una ocasión Modesto Arteta, acá va a poder seguir estudiando, y si todo va bien vos sabés que existen dos facultades y hasta va a poder entrar a la universidad. Además -concluyó-, por lo menos va a vivir en una ciudad que está sobre el asfalto, y no ahí en donde cada vez que llueve se pierde contacto con la civilización.

 

Al abuelo, más allá del insulto de Arteta -que, en el fondo, no le molestaba, pues consideraba que aquel pueblo, después de todo, corría la misma suerte de los demás enclaves humanos del resto del país-, le había entusiasmado la idea de poder materializar su deseo de conchabar de una buena vez a Manucho. Arteta, por su parte, había finalizado sus palabras con una sonora risotada de suficiencia, por cierto- y, mientras palmoteaba su espalda, le había recalcado que pensaba también que detrás de aquel chico podría esconderse un recurso humano con inteligencia y futuro. Había dicho todo eso, aunque temía, no sin razón, a la abulia que caracterizaba al nieto, cuya reputación en tal sentido era bastante conocida.

Desde aquella conversación habían pasado seis meses, y Manucho, durante todo ese tiempo, se había mostrado remiso a tentar suerte en el pueblo con asfaltado. Había esgrimido varias excusas de diferente tipo. Primero, una supuesta reputación homosexual de Arteta debida a su obstinada soltería:

¡Dicen que es ciento ocho3, abuelo!  señaló alguna vez con relativa convicción, agregando que algunos decían que “se hacía nomás del puto para levantar tipos”. Aquel pretexto y su corolario argumentativo le sirvieron durante un mes y medio. Luego adujo dolencias diversas, la presunta fama de explotador del mismo, la inminente llegada del cólera, la presencia del dengue, la supuesta amenaza de una patota respaldada por una supuesta Comisión Vecinal de Seguridad Ciudadana- que lo había condenado a una segura golpiza por ciertos incidentes registrados en una fiesta de quince años y relacionados con una señorita del lugar y otros, a cuales más rebuscados y menos verosímiles. Finalmente, el aleve homicidio de Edulfo Melitón obró en don Epí como una especie de revelación. Pensó espantado, dada la importancia que cobraba aquel asunto del cultivo de marihuana y el boom de su consumo -esto último lo nuevo en el asunto-, que siempre traían consigo la necesidad de mano de obra y soldadesca, especialmente para la fase de comercialización del remanente que no era exportada a otros mercados siempre hambrientos de tan cotizado producto, que lo menos malo que podía sucederle al nieto era una vida en la periferia del delito, algo que no se podía descartar en un caso como el de Manucho, donde los amigotes, el ocio y otras cuestiones afines podían ser factores  detonantes de esa posibilidad. Si bien don Epí no hizo probablemente un análisis tan fino como el de este relator, el hecho es que presionó tanto a Manucho con posterioridad al affaire Edulfo Melitón, que su nieto no pudo resistir el cerco el día anterior fue literalmente amenazado con padecer duras restricciones en cuanto a libertad ambulatoria y financiamiento en el hipotético caso de que no fuera en busca de la oportunidad que se le había presentado-, por lo que accedió, a regañadientes, a cumplir la orden impartida.

 

Manucho pensaba distinto. Para él, participar lo cual era un decir- de vez en cuando en ciertas tareas en el campo del abuelo y pasar la mayor parte del tiempo en otro tipo de actividades de carácter más bien recreativo, tenía mayor atractivo que lanzarse a vivir solo y trabajar en serio, aunque eso entrañase una posibilidad de mejoras futuras. Tampoco se consideraba un holgazán ni nada parecido.

 

Al parecer, Arteta lo estaba esperando, pues al llegar Manucho, el rostro fofo y papadoso del comerciante lucía preparado para el encuentro; con sólo mirarlo se podía adivinar todo.

 

¡Estoy de suerte, carajo! -dijo Manucho al divisar y traducir la expresión de aquella masa. Al intercambiar las primeras palabras con don Modesto Arteta, supo que su intuición no le había fallado. Fue informado de que el puesto reservado para él había sido ocupado hacía tiempo por otro joven, a quien el comerciante se vio obligado a contratar debido a que nunca se presentó como el abuelo le había asegurado que sucedería.

 

Sos un boludo     pronunció, calmo pero lapidario, al verlo llegar. A continuación le explicó que estuvo aguardándolo por un tiempo y que no tuvo más remedio que contratar a Fredesvindo -así se llamaba el nuevo empleado-, pues le urgía una persona que lo secundara en cierto número de funciones y gestiones. El hijo del amigo de su abuelo se quedó mirándolo con desaprobación, después de explicarle las circunstancias que le impedían emplearlo; esto, sin embargo, no consiguió modificar un ápice el semblante de Manucho.

 

Arteta, mientras, lo miraba, y aparentemente sin resignarse del todo, inquirió:

¿Sabés escribir a máquina? No.

-Qué cagada. Ahora sí que estás jodido; porque yo necesito alguien que pase en limpio las comunicaciones con mis clientes y proveedores, aparte de otras cosas, ¿verdá? -dijo con picardía-. Luego de una pausa agregó: Aparte de eso ya no tengo nada para vos. Como sabés, la cosecha de algodón fue peor que otras veces, los precios que se pagan a la gente, she ra'a4, no dan ni para comprar mantecados, la soja está empezando a agarrar todo, no dejan un peso estos hijos de puta aparte de envenenar todo y no puedo contratar a nadie que no me sea estrictamente necesario. Todo está parado, nada se compra, nada se vende, sólo se roba y se asalta en este país; yo apenas estoy sobreviviendo. Me hubiera gustado ayudarte, pero ya ves que no puedo hacer nada. ¡Y un poco de esto es por tu culpa, atorrante! le dijo en un tono entre colérico y condescendiente.

Arteta agotó su última posibilidad disponible y en su rostro de pelota se dibujó una expresión de leve desencanto; en verdad quería ayudar a Manucho, a pesar de todo... Manucho agradeció a Modesto Arteta la predisposición y el tendero prometió tenerlo en cuenta en la primera oportunidad que se presentara.

-Saludos a tu abuelo, y contale todo como yo te dije, mitã 'i5, pudiste haber sido mensualero6 y te iba a salir desayuno y almuerzo encima..., ahora ni para pordiosero7 te puedo contratar - remató Arteta.

 

Los pies de Manucho abandonaban la vereda del negocio de Arteta y se enfilaban hacia la calzada, cuando oyó la voz, que le gritaba:

¡Manucho, nde mitã 'i boludo!

Satisfecho, aunque temeroso de que su abuelo pudiera enterarse de todos los entretelones de la oportunidad desperdiciada, Manucho dio un corto paseo incluyendo una pasada por los dos colegios de niñas que había en la ciudad, teniendo cuidado de caminar a la sombra siempre que podía, debido al calor bochornoso de ese día. La única duda que podría plantearse cualquiera que circulase por esas calles en aquel momento era si la ciudad había descendido al Hades o si el inframundo había ascendido y se había convertido en pueblo. Al rato, el calor lo desalentó de seguir dando vueltas, por lo que se dirigió a la terminal de ómnibus. Abriéndose paso entre viajantes, chiperas, naranjeras, inspectores de gallinas, quinieleros - legales e ilegales-, ladronzuelos, canillitas, mendigos, ofertores de radios a pilas, diarios, tortillas, empanadas, butifarras, masas y bollos con crema, dulce de leche y dulce de guayaba y sorteando un aire de extraña densidad, llegó a la ventanilla de los boletos, en donde oteó a un conocido a punto de entablar trato con el boletero. Era Plinio, el novio de una prima bastante lejana dedicada al canto, Lenys. Se acercó a él inmediatamente y, extrayendo dinero de su bolsillo, le dio el importe del boleto, evitando así la cola habitual. Un hombre, en apariencia extranjero, expresó en palabras ininteligibles para Manucho su desaprobación por esta avivada, mientras el resto de los coleros no dio la menor importancia al hecho, concentrados como estaban en soplarse con lo que fuera para espantar el calor.

 

Mientras la cola avanzaba parsimoniosamente y el calor aumentaba de manera inmisericorde, Manucho no encontró mejor cosa que hacer que sentarse debajo del voladizo de la terminal, recostándose contra un pilar. Feliz por no tener que hacer la cola, no reparó en el fuerte y característico olor que se sentía en ese sector de la terminal, aunque todos los rincones de la misma eran siempre potenciales mingitorios. Divisó a una naranjera y la llamó. La naranjera acudió presurosamente. Ni bien se acercó, Manucho, distendido, se puso a seleccionar las naranjas con sumo cuidado, mientras miraba las tetas de la naranjera -que parecían dos mamones en tensa unión con sus pedúnculos respectivos y prontos a desprenderse de estos por influjo de su madurez peso ley de gravedad-, quien, agachada sobre su canasto y con el torso paralelo al suelo, ofrecía una visión inmejorable para los ojos atentos y lacerantes de Manucho.

El mozalbete estuvo a punto de meter la mano en la blusa y elegir las dos tetas en lugar de las naranjas -que se le antojaban como un espléndido sucedáneo de los cítricos y lo más apropiado para su sequísima boca- pero su instinto de conservación y las siempre represivas reglas de convivencia social pudieron más que la demanda de sus hormonas.

Hasta que acabó prestando atención a las naranjas; tenían aspecto de ser jugosas pero estaban casi marrones debido al manoseo al que habían sido sometidas por previos regateadores y compradores. Concretada la compra, Manucho se acercó a Plinio, quien aún formaba cola estoicamente, pues el boletero tenía insolubles problemas para dar cambio, le arrojó una naranja y cruzó presurosamente la calle hacia la vereda opuesta, empujado por el fuerte olor a aguas eliminadas circundantes y del cual había empezado a percatarse apenas unos segundos antes.

Se quedó observando a Plinio desde esa distancia. Luego de interminables minutos, el novio de Lenys se hizo con los boletos. Manucho se dirigió a su encuentro y con la mirada le requirió el boleto y su vuelto; como no se sintió muy bien con eso le dirigió unas palabras:

¿Y como anda Lenys, siempre cantando con los mariachis esos? preguntó Manucho mientras reiniciaba el requerimiento gestual.

-Cada vez canta mejor, respondió Plinio.

Segurola -contestó Manucho, agregando un gesto para luego arrebatarle el boleto y el cambio con cierta brusquedad. A continuación, se dirigió al ómnibus, que estaba con el motor encendido, contribuyendo a aumentar la densa humareda que por momentos cubría la terminal. Subieron unos tras otros los pasajeros y Manucho, ni bien traspuso la escalerilla, fijó por un instante su mirada en el chofer, a quien conocía de vista por ser compueblano, y por haber compartido algunas borracheras y ocasiones similares, pero este apenas lo miró pues estaba concentrado en secarse el sudor con una toalla sobre la cual posaría después sus sentaderas. Manucho continuó caminando hacia el fondo del atestado vehículo, esquivando canastos, bolsones y gallinas y apretándose contra cuanta mujer mayor de 11 años y menor de 50 hallara en su camino.

Tan pronto se aseguró el chofer de que no había nadie más dispuesto a subir al ómnibus, comenzó a acelerar demencialmente, como anticipo de la inminente salida, volviendo negra y asfixiante la atmósfera del lugar. Mientras Manucho buscaba sitio donde sentarse, pensó en las dos horas de viaje que lo aguardaban y en la obligada compañía del novio de su prima.

El sujeto en cuestión, de unos treinta y cinco años, dedicado al macaterismo8 entre otras cosas, nunca le pareció alguien que mereciera más de cinco minutos de atención. En medio de todo el ritual previo propio de la partida de un ómnibus removido9 como este, Manucho no se había percatado de que  los asientos vacíos estaban esfumándose, razón por la cual se sentó en donde pudo descubriendo inmediatamente de que su compañero de viaje no era el novio de su prima. El vehículo comenzaba a abandonar la terminal y el olor a ácidas aguas menores, tan característico de estas, comenzaba a ser menos intenso. Interin, Manucho hacía malabarismos para llamar la atención de la naranjera, para así hacerse de más naranjas para el camino.

 

Luego de abrirse paso a empujones y caer sobre dos menonitas, su intento fue infructuoso; el ómnibus se alejaba inexorablemente de la terminal. Le quedó el consuelo de haber fijado, al menos por última vez, sus ojos en aquel par de tetas. Tras su fracaso, volvió lentamente a su asiento y no tuvo más remedio que empezar a lidiar con la nueva y cerrada atmósfera del ómnibus, mezcla de cuerina impregnada con sudores ancestrales, gente sin bañar, ropa sin lavar, escupitajos, ventosidades, nacos en acción, cecina, chipa, dentaduras sin cepillar y no solamente eso, aves varias -aún vivas-, algún que otro chancho, miasmas insalubres y emanaciones indefinibles; ni siquiera con las ventanillas abiertas era posible escapar de estos efluvios que se hacían parte de uno, que penetraban hasta el estómago, difuminándose por todas las vísceras y llegando aun al cerebro, experiencia evidentemente no apta para neófitos. Manucho, por su parte, como no pertenecía a este género, pronto comenzó a acostumbrarse al nuevo ecosistema y a respirar sin tantas complicaciones. Se fijó en su compañero de asiento, y para su sorpresa, descubrió que le tocó el extranjero de la fila. Sentado estaba ahí, rubicundo, y con bigotes más bien tímidos. Sus ojos claros, completaban el aspecto atípico de alguien que no era de estas tierras. Una vez acomodado, sacó una revista e inmediatamente la colocó frente a sus ojos, abriéndola con una convicción que demostraba que ya había elegido previamente lo que iba a leer. Cada tanto interrumpía su actividad debido a que parecía afectarle sobremanera ese olor plural y poderoso del interior del ómnibus. Sacaba entonces su cabeza por la ventanilla durante unos segundos. Una señora vestida de negro, sentada detrás del extranjero le advirtió a gritos que muchos habían sido decapitados de esa manera. El extranjero devolvió su cabeza al interior del ómnibus, y asintiendo con un gesto volvió a tratar de concentrarse en su lectura.

 

Manucho seguía atentamente todos los movimientos del foráneo, mirando por encima de sus hombros mientras éste mostraba, de tanto en tanto, aspecto de descompuesto. Pudo leer el título del artículo que tenía ensimismado a su compañero de asiento: “The politics of AIDS”. Esto no le sugirió casi nada -salvo la palabra “politics”. Se fijó luego en una foto impresa en el centro de la revista y que ocupaba una parte de ambas páginas; mostraba a hombres y mujeres desnudos con carteles y pancartas que tenían a su vez frases y dibujos diversos.

-Estos son manifestantes pensó.

Vio además fotos y caricaturas, de alguien a quien identificó como un famoso presidente de algún país que no recordaba. -Pero, ¿cómo era que se llamaba ese tipo? -masculló. Sin embargo, lo que en realidad le llamó la atención fue una pancarta sostenida por un hombre calvo y una mujer joven y muy bonita      aunque ocultados por algún truco fotográfico en sus partes íntimas-, que decía: “Money for condoms not for contras”. Lo único que creyó entender fue “condoms”, y se moría de ganas de preguntarle al extranjero la relación entre los condones y el tipo que le tenía cara de presidente famoso. Su interés no duró mucho; muy pronto se preguntó a sí mismo si no habría más fotos de mujeres desnudas en esa revista y estuvo a punto de intentar averiguar eso, pero se contuvo. Luego de seguir observándolo a hurtadillas hasta en sus más mínimos movimientos y de acompañar hasta el más leve suspiro que este diera, Manucho llegó a la conclusión de que debía tratarse del nuevo miembro del Cuerpo de Voluntarios Pacíficos, enviado para reemplazar a Dane, quien había regresado a su país. Fue justamente Dane quien le había anticipado que su reemplazante no tardaría en llegar y que no sería una mujer.

 

Recordó, que desde que tenía uso de razón, había visto sucederse a estos voluntarios sin llegar a saber nunca para qué venían. Sin embargo, vino a su memoria que uno de ellos, de nombre Brad, se pasó supuestamente un año entero intentando enseñar a campesinos de Loma Farol -una paupérrima compañía vecina- cómo construir y mantener una letrina. Las letrinas no eran ninguna novedad en la zona desde tiempos inmemoriales, aunque seguía además bastante extendida la costumbre de defecar en los matorrales, cosa contra la que nada pudo hacer el voluntario preguntón, por lo que, luego de un tiempo, sin mucho que hacer, decidió dedicar lo que quedaba de su estancia antes de retornar a su país, a jugar partidís de fútbol, apostar a caballos y andar de saturnal en saturnal. Y a otras cosas, según varias fuentes, que nunca pudieron determinar a este relator qué eran esas otras cosas. A tal punto se dedicó a esto de la parranda, que regresó a su patria prácticamente convertido en alcohólico. No sería totalmente honesto omitir además, que el extranjero introdujo a los locales en las bondades del cannabis, que paradójicamente era un producto nacional, aunque más propio de otras regiones del país, y cuya calidad era elogiada constantemente por el foráneo.

El tal Brad le había regalado un juego de cubiertos que tenía grabada en relieve la inscripción “Ozark Airlines”. De Cibil -otra voluntaria que fue a dar con sus huesos por ahí-, había obtenido una remera con una estampa que decía “I’m easy but not cheap”, pieza importante y preciada de su guardarropa hasta que quedó hecha jirones. Manucho siempre había buscado la amistad de estos extranjeros, ya fuese para obtener de ellos recuerdillos, objetos y baratijas varias, ya para beber a sus costillas, predispuestos como estaban siempre se tratara de varones o de mujeres- a hidratarse con alcohol.

 

Lo que le preocupaba en ese momento, era que su primer encuentro con el extranjero no había sido muy auspicioso, pues recordaba la mala impresión que éste se llevara de él en la terminal y el desagrado que le manifestó con gestos y miradas bastante elocuentes. Mientras el pesado ómnibus de pasajeros continuaba su recorrido, Manucho lo siguió acosando por encima de sus hombros, observándolo como si fuera un ser de otro planeta, algo que parecía incomodar un tanto a aquél, haciéndolo moverse nerviosamente de un lado a otro en su asiento. Sentía que debía revertir el roce inicial, y con ese objetivo comenzó un cauteloso acercamiento ofreciéndole una naranja.

El invitado se sorprendió mucho por esto y, rechazando cortésmente el mugriento fruto, ofreció a su vez goma de mascar, cosa que fue aceptada por el joven antes de que transcurriera una décima de segundo.

Con una hábil jugada, Manucho parecía haber restituido las cosas a su estado inicial, trocando lo que el consideró un mal comienzo por, según él creyó, una incipiente amistad. Al rato, Manucho estaba deglutiendo unos chocolatines en barras que el joven extranjero también le había ofrecido y que se derretían con el calor. Un sorpresivo barquinazo del ómnibus, como consecuencia de un inmenso bache y el chocolate por poco se le va a los pulmones, cosa que causó mucha gracia a su compañero de asiento, quien aprovechó esto para iniciar la presentación, de la que Manucho no se había preocupado.

 

Me iamo Bartholomew -se dirigió a Manucho en un inaugural y tosco español-, pero me pódes iamar Bart. Soy experto en nutrícion y en eso trabaharó10 en la Vila y en los companías vecinos, agregó con gallardía, no sin antes informar a su interlocutor acerca de que su estadía se extendería por dos años. Ante la requisitoria de Manucho sobre la función de un nutricionista, el extranjero comenzó su relato, mientras el ómnibus atravesaba un caserío en donde unos niños semidesnudos saludaban a los pasajeros al tiempo que acosaban a un perro rengo y pelado.

 

Manucho miraba el cielo azul, mientras Bart le contaba que tenía todo un programa de actividades para enseñar a los campesinos cómo cocer los alimentos, qué alimentos consumir de acuerdo a la época del año, a la edad y al sexo de la persona, cómo conjugar los diversos elementos requeridos por el cuerpo humano vitaminas, proteínas, hidratos de carbono, sales minerales, glúcidos, lípidos-, cómo reunir los veinte gramos de hidrógeno y los trescientos de carbono que debe comprender la ración diaria que necesita todo ser humano, la diferente alimentación que debe tener un hombre del campo con relación a otro de la ciudad y las diferencias entre las dietas de un neonato, un niño, un adolescente, una embarazada, alguien que padece trastornos metabólicos, un adulto joven, un adulto, un hipertenso, un diabético, una persona de la tercera edad. Qué elementos son formadores óseos, cuáles son reconstituyentes, cuáles son buenos para el crecimiento y en qué alimentos encontrarlos.

 

El mujer y la ninio deben tener un alimentación especial sentenciaba Bart, al tiempo que Manucho, quien parecía escucharlo absorto, en realidad se estaba diciendo a sí mismo que las mujeres usaban bombachas cada vez más y más pequeñas, mientras observaba minuciosamente la ajustada y oferente falda azul de una joven parada ante él y cuyo trasero había quedado a pocos centímetros de su rostro. Ni siquiera se le había ocurrido tener la cortesía de ofrecerle asiento, justamente por eso, para poder mirarle el trasero.

-Y sobre el tema de los ninios retomó con énfasis muy especial Bart, agregando que la alimentación en las escuelas era todo un asunto de Estado en su país, debido a las derivaciones gravísimas que tenía el hábito alimenticio que ahí se malaprendía-, nada de productos alimentares con alto valor de calórico ni de grasos. Estes son condiciones indispensables para que el alimentación en la escuela ser considerado saludable. Hay que eliminar automático los golosinas, los frituras y los productos con mucho graso. Concepto de salud no tiene que sólo referir a la tema de la hihiene en el elaboración, ma-nipulación y expendición, sino también el calidad nutricional del alimento. El tipo de alimento oferte o consume en los horas en que los ninios y las ninias están cumpliendo con escolaridad debe tener dos condiciones: que estar nutritivo y estar de digestión rápida.

Bart siguió por un buen rato con sus explicaciones sobre la nutrición y el papel del nutricionista y sentenció finalmente: -Hay que saber sacar mehor partido del alimentación y de las alimentos.

Manucho, por su parte, seguía mirando sin interrupción y con éxtasis el diminuto triángulo que se dibujaba en relieve debajo de la falda azul. Bart retomó entonces su discurso y prosiguió varios minutos más, enfatizando diversos aspectos de su futura tarea como voluntario pacífico, como emisario de amor, como mensajero del progreso y la modernidad. Manucho dejó de mirar ese apetitoso trasero y pensó de pronto en la bondad de estos extranjeros, pues no debía ser fácil la tarea de enseñar a los campesinos todo eso a lo que Bart había estado haciendo referencia, teniendo en cuenta las cada vez más menguadas raciones de mandioca y fideo suelto accesibles a estos. Bart, por alguna inextricable razón, si bien no pareció adivinar los pensamientos de Manucho, se zambulló sin hesitar y sin decir más palabras en su Newsweek Manucho, en tanto, siguió adivinando y por poco oliendo lo que había debajo de aquella pollera. Arribaron finalmente, luego de varios saltos más del vehículo, se despidieron y Manucho prometió visitarlo “en cuanto tuviese tiempo”.

Mientras tanto, en la casona familiar, el abuelo, levantándose de su silla llamaba a gritos a la madre de Manucho para decirle que entraba a sentarse en el baño -cosa que habitual mente le demandaba mucho tiempo- y le ordenaba que ni bien arribase el nieto se lo hiciese saber. Mientras, Manucho, que ya había entrado a su habitación, comenzó a calcular todo el tiempo que tenía a favor. A pesar de esto, sin embargo, súbitamente se turbó cuando recordó lo ineluctable del encuentro.

 

 

II

BAUDELIO, EL ADULTERADOR EXAGERADO

 

La mañana siguiente a la regañina del abuelo encontró de buen talante a Manucho. Había capeado el temporal del día anterior, haciéndole creer que fue víctima de una serie de circunstancias que lo exoneraban de toda culpa. No la tuvo fácil, sin duda, pero lo logró.

El viejo había iniciado su alegato contra Manucho haciendo un recuento de su propia vida y comparándola con la del nieto. Le recordó que había peleado en la guerra contra Bolivia, que lo había hecho también en la guerra civil del ‘47 y que con sus últimos ímpetus varoniles había combatido con ferocidad al lado de los militares que ocupaban la zona, a los guerrilleros que habían infestado el lugar en aquella subversiva década de 1960.

A algunos los despellejábamos vivos y a otros los tirábamos de los aviones, embolsados como papas recordó con orgullo y nostalgia—. Sí, salvamos a este país del comunismo, y eso no es poca cosa, después de todo -dijo en voz más baja, como hablando consigo mismo-. Hice todo eso prosiguió, con mayor energía- y encima me casé, trabajé, crié a mis hijas, me jubilé y pude hacerme de los bienes necesarios para que atorrantes como vos estén por cumplir veinte años y sigan sin tener un trabajo decente.

El nieto soportó impertérrito otra media hora más de severos cuestionamientos. Ahíto de tanta reprensión, y cuando parecía que su ascendiente no podía encontrar nada más que es- petarle, decidió que era el momento de su descargo. Con tono respetuoso, y mientras levantaba la mirada hasta entonces fija en una hormiga negra y grande a la que tenía atrapada en su mano derecha, señaló -palabras más, palabras menos- que ya no era como antes, pues para tener ese trabajo decente al que él mismo se refería se necesitaban conocimientos y aptitudes que en el pueblo no se conseguían. Prosiguió diciendo que el trabajo no pudo ser para él por no saber escribir a máquina, y que don Epí no querría que la sangre de su sangre cortara pasto, carpiera, vendiera mosto, acarreara pesadas bolsas sobre sus hombros o realizara, en suma, algún trabajo de esos que sólo están reservados para los infelices.

-Humm -refunfuñó el abuelo.

-Yo quiero trabajar más que nadie. Pero necesito estudiar. Tampoco quiero hacerte gastar o abandonarles a ustedes, a vos, a la abuela y a mamá. Así va a ser si me voy a estudiar a la capital, cuando termine el colegio. No quiero abusar de tu bondad.

-Hummm.

No pudo creer cómo había podido ser capaz de hablar tan claramente, de elaborar un argumento por lo menos atendible y de darle incluso un toque de solemnidad.

-Suerte que veo mucha televisión     pensó.

La estocada de Manucho había dejado momentáneamente sin respuesta a su interlocutor. Justificó su condición de des-empleado y opuso serios reparos a una insinuación de su abuelo acerca de enviarlo a terminar el colegio a la capital, cosa que no le apetecía en absoluto.

Eran las diez de la mañana y decidió ir a festejar su momentánea victoria junto a sus amigos, quienes se reunían todos los días a esa hora para compartir la jarra rebosante de agua y hierbas refrescantes, la guampa cargada de yerba mate y algo que los unía con la fuerza de los lazos de sangre: el tecoreí11. El inclemente sol canicular estaba atormentando a los mortales en esa forma muy particular que tenía de hacerlo en las horas matutinas, la cual difería de la manera en que los acosaba durante el resto del día. Picaba, en realidad, como cientos de invisibles insectillos infestando la superficie cutánea. Rascándose inútilmente, Manucho emprendió su marcha con la indumentaria que caracterizaba habitualmente a los jóvenes del pueblo en tiempo caluroso: zapatillas de goma, pantalones cortos de fútbol -de los baratos, que se arrugan y doblan en innumerables pliegues de abajo hacia arriba, quedando como encogidos- con el cordón sin atar, y remera de algodón doblada sobre sí misma colgando del hombro izquierdo12-.

Dobló la primera esquina cruzando rápidamente a la vereda opuesta para evitar de esa forma pasar por delante de la casa de doña Sinfó, a quien, seguramente, le tomaría aún cierto tiempo olvidar el pomelazo en su puerta. No tardó mucho en divisar en la esquina siguiente a un numeroso grupo reunido en torno a dos personas a quienes no podía reconocer a esa distancia. De la turbamulta provenían grandes carcajadas por lo que apuró -no muy significativamente- el paso para no perderse el suceso que cada vez iba congregando más público.

Cuando estuvo más próximo, pudo distinguir a Sisinio Quiñónes, Inspector de Salubridad, y a Baudelio, indio guayakí últimamente dedicado a la venta de leche a domicilio y personaje popular en el pueblo, sobre todo entre quienes deambulaban por la vida en la franja etaria comprendida entre los 14 y los 35 años. El aprecio juvenil se lo había ganado en los tiempos en que fueron inigualables su presteza y diligencia para conseguir macoña la mejor del mundo, del norte del país, por cierto- y otras hierbas mágicas. Luego de un tiempo de haberse dedicado a esta actividad ilegal, que le redituó pingües beneficios, tuvo que suspenderla, puesto que comenzaron a asolar la zona agentes de los organismos antidrogas y tipos más profesionales en la otra vereda (es un decir), por lo que la ganancia iba a tener que repartirse no sólo con el comisario local sino también con estos servidores públicos, que demostraban una peculiar voracidad y transmitían la sensación de ser más peligrosos y ladinos que el mismo diablo, y por supuesto, que el comisario del pueblo y sus subalternos. Además, el indígena, inteligentemente, olfateó que estos personajes no eran de confianza y que en cualquier momento lo podrían usar como chivo expiatorio y como justificativo de su vacacionar, olvidando los buenos tiempos de ganancias para todos. Esto había ocurrido previamente con ciertos traficantillos de la zona, y Baudelio rápidamente      y con mucho pesar- abandonó el productivo negocio.

 

La cosa estaba poniéndose complicada y los peces gordos empezaban a mandar en el apetecible pero ahora peligroso rubro. La aparición de nuevos individuos dedicados a este oficio, con un perfil que distaba mucho del de almacenero de barrio de Baudelio, lo ayudaron a tornar la decisión. Vio que nada tenía que hacer y no erró, pues, entre otras cosas, lo de Edulfo Melitón le dio la razón de que la mano estaba viniendo dura. Luego del hecho, tuvo varias pesadillas y se veía a sí mismo muerto y tieso, con un cuchillo atravesado en la frente, tal cual vió en una película, con los ojos dirigidos al cielo como el nombrado, colgado de ese árbol a la entrada del pueblo. En fin, el mercader clandestino decidió blanquearse y adquirió siete vacas, deviniendo comerciante formal (y legal) e iniciando la explotación de un pequeño tambo casero que había pasado a ser su medio de subsistencia en los últimos tiempos. En medio de Quiñónes y Baudelio estaba la res litis: dos garrafas llenas hasta el tope de un líquido que Manucho supuso que era leche, enterado como estaba del cambio de ramo que había realizado Baudelio, aunque en realidad no lo parecía. El funcionario había tomado la decisión de incautar el producto y derramarlo luego, al comprobar el alto nivel acuoso del mismo, encontrándose con la tenaz oposición del indígena, quien, mezclando el idioma autóctono con el castellano, defendía su mercancía.

La gente acudía en tropel y las risas que provocaba el altercado hicieron venir incluso a Bart, cuya oficina quedaba a tinas seis cuadras del sitio. Ni bien llegó, saludó a Manucho al reconocerlo, y empezó a seguir con vivo interés el desarrollo de los hechos. Luego de un intercambio de pareceres bastante histérico entre los contendientes, el Inspector de Salubridad decidió, en uso de su imperium, poner fin a la discusión tomando por las asas el recipiente contenedor de aquella mezcla de color azulado, por lo que Baudelio, notando la determinación de Quiñónes, jugó su última carta protestando: “¿Ha mba’eicha kistiano o aguantáta aveí?” —. La salida del nativo, quien a toda costa buscaba evitar el perjuicio que sería a todas luces ruinoso para su economía, fue ruidosamente festejada por la multitud con grandes risotadas y decenas de “¡piipuus!”

 

Bart, quien seguía los sucesos paso a paso sin comprenderlos cabalmente, inmediatamente se dirigió a Manucho para pedirle la traducción de lo dicho por el lechero. La explicación fue que Baudelio protestaba airadamente por lo que él consideraba una injusticia: el hecho que sus colegas del ramo, blancos o mestizos, no indígenas, también aguaban la leche sin que esto ameritase la intervención del Inspector. Enterado mejor de los hechos, el extranjero experto en nutrición encaró a Baudelio, y con el particular acento de los angloparlantes y con la seguridad que le daba su ciencia, habló: “Tu problema es; mucho agua, poco leche. Debe ser el contrario, I mean, el revés, mucho leche, poco agua”. Los curiosos, que a esas alturas sumaban varias centenas, sorprendidos por la intervención del extranjero, quien aún no era conocido por la mayoría del pueblo, una vez más se desternillaron de risa, al tiempo que lentamente comenzaron a volver a sus quehaceres -por así decirlo- mientras Quiñónes derramaba el segundo recipiente.

 

La próxima te multo, nde abusador -amenazó el Inspector antes de largarse del lugar.

Baudelio, dolido por la derrota y recogiendo sus enseres, se retiró rezongando ininteligibles palabras y sonidos. Manucho, por su parte, continuó la marcha acompañado de sus amigos, los cuales, semivestidos con sus pantaloncitos de fútbol y sus remeras al hombro, también se habían unido al jolgorio. Unos minutos después se instalaron bajo la sombra de un esbelto y frondoso paraíso. Eran aproximadamente las once de la mañana y el tereré preparado por Calo Roberto estaba en su momento de mayor gloria; las diversas hierbas refrescantes, compenetradas hasta los tuétanos con el agua heladísima- y la jarra que los contenía, configuraban una perfecta simbiosis, probablemente la simbiosis de la nacionalidad. Los amigos aún no podían olvidar el incidente entre Baudelio y Antonio Quiñónes, y los comentarios giraban alrededor de lo sucedido. Más avanzada la mañana, y cuando el olor a orines se había vuelto insoportable -a esas alturas todos habían ido ya a desbeber más de una vez a la muralla contigua-, los jóvenes decidieron dar por terminada la sesión de tereré y retornar a sus casas para almorzar. Calo Roberto despidió con un apretón de manos a todos sus invitados y recogió la jarra y la guampa; Manucho enfiló calle abajo, Pora y Fatiga hacia la derecha, Oscar Primavera hacia arriba y Tuní hacia la izquierda, precisamente la dirección que había tomado su tío Baudelio. Empujados por la urgencia de las tripas, llegaron a sus casas, y pocos minutos después de haber levantado la sesión estaban ya todos sentados en sus respectivos comedores, empuñando la cuchara (otros, más afortunados, empuñando también el cuchillo y el tenedor) mientras sus madres, hermanas, abuelas, primas o sirvientas iban y venían trayendo los utensilios, elementos y alimentos que pueblan la mesa a la hora de comer.

 

¡Irene! -gritó Manucho, exasperado y visiblemente contrariado por el insípido soyo y la lentitud de su prima-. Traé pues la sal, y, si tenés limón, también, rápido completó, para luego continuar soplando el ardiente plato que tenía delante.

 

 NOTAS

 

1 Nota del relator: el mismo opta por esta definición, en apariencia contradictoria, con las disculpas del caso, aunque creemos se encuentra debidamente justificada, puesto que algunos calificaban al semanario “La Voz de Villalinda” como “la voz de los sin voz”, mientras que otros lo consideraban un folleto cuya única utilidad era la de servir como implemento a ser utilizado en letrinas y baños modernos, según el caso y la ocasión.

2Nota del relator: lagartijas

3Nota del relator: homosexual.

4 Nota del relator: “Hijo”, por extensión, “amigo”.

5Nota del relator: Niño.

6Nota del relator: Que cobra su salario mensualmente

7Nota del relator: Que cobra su paga por el día que trabaja.

8Nota del relator: Macatero, sujeto que se dedica a recorrer el interior del país en un vehículo, vendiendo todo tipo de mercaderías.

9Nota del relator: de los que suben y bajan pasajeros durante su recorrido.

10Nota del relator: la "h" se pronuncia como una jota imperceptible cuando habla Brad

11Nota del relator: la holganza.

12Nota del relator: esto, realmente, es difícil de entender ¿por qué este hábito juvenil de sacar de los roperos las casacas para no ponérselas encima y andar finalmente con el torso desnudo? No puede decirse tampoco que esto turbara el sueño de nadie.

 

 

 

 

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