PortalGuarani.com
Inicio El Portal El Paraguay Contáctos Seguinos: Facebook - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani
JORGE D. ROLÓN LUNA

  NOCHE DE LUNA LLENA Y OTROS RELATOS, 2000 - Obra de JORGE D. ROLÓN LUNA


NOCHE DE LUNA LLENA Y OTROS RELATOS, 2000 - Obra de JORGE D. ROLÓN LUNA

NOCHE DE LUNA NEGRA Y OTROS RELATOS

 
Edición digital: Alicante :
 
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002
 
N. sobre edición original:
 
Edición digital basada en la de
 
[Asunción (Paraguay)],
 
Arandura, 2000.


 

A MANERA DE PRÓLOGO

 
Ante todo, debo reconocer algo: este libro tiene, por así decirlo, miga, o, si se quiere, tiene jugo; en otros términos, es suculento. He disfrutado leyéndolo y espero disfrutar ahora escribiendo sobre él. Ante mi mente se yergue, en primer plano, el desafío de dos preguntas trascendentales: ¿qué se espera de un prólogo (mi experiencia en el menester de escribir prólogos es todavía exigua)?; es la una, y la otra, ¿por dónde empiezo?

Respecto a la primera pregunta, presumo ahora que Saint-Beuve fue el primer lector que practicó profesionalmente la crítica literaria, y barrunto que lo que se espera que practique en este prólogo es una suerte de crítica. La crítica literaria tradicional (la llamada, como señalan Schneider, Junod y Hermann, «lansoniana») pretende, en oposición a la caprichosa subjetividad saint-beauviana -rendidas excusas por el horrendo neologismo-, explicar la obra de un modo objetivo partiendo del estudio de las fuentes: todo lo que sea posible conocer acerca del autor, de su historia personal, de su medio ambiente, de sus influencias artísticas e intelectuales, de sus circunstancias históricas y sociales, etcétera, constituye un elemento de juicio para la comprensión de sus textos, que, en esta medida, es relativamente «científica» o «seria». Lejos de mí tal pretensión. En primer lugar, porque debo admitir una cierta ignorancia sobre la biografía y los antecedentes de mi estimado amigo y ex alumno Jorge (qué pedante de mi parte, «ex alumno»; pero es que así fue como lo conocí, mediante un singular curso que desarrollamos unos cuantos alumnos y yo a lo largo del año pasado: las noches de los días tradicionalmente dedicados a Marte y a Júpiter -los martes y los jueves, para decirlo bien, claro y pronto-, cultivamos, a lo largo de varios meses, la filosofía, investigando sobre el pensamiento de cuantos descarriados se han dedicado a este extravagante menester a lo largo de la historia desde los tiempos de los físicos milesios hasta los días del criticismo kantiano). En segundo lugar, porque no me apetece; creo que es mejor ir directo al grano.

Y ahora retorna a mi mente la segunda pregunta, que es tal vez la más difícil de las dos. Pero no me arredro: Audaces fortuna juvat, timidosque repelit; estos cinco latinajos fueron siempre mi divisa. Y como éste es mi prólogo, y, por ende, puedo hacer en él lo que se me antoje, entonces, caprichosa y arbitrariamente, decido comenzar con una copa de jerez bien frío -con un buen aperitivo, quiero decir- cada una de las historias que integran este volumen. Vamos a ello.
No me voy a extender en interpretaciones: he hablado de aperitivos, no de pluscafés. Meramente, modestamente, quiero generar la expectativa, el ansia y el suspenso respecto de cada una de estas piezas en esa suerte de conejillo de Indias o animal de laboratorio que es el lector (dicho sea sin ánimo de ofender). Empecemos por el siniestro y nauseabundo «Cuento medieval», en el cual la tensión se resuelve en un vómito emblemático que no es sólo una expresión de asco ante el hecho físico de la suciedad, sino ante el hecho político de la sociedad, valga el juego analógico de palabras, y no sólo ante la degradación de la materia -la basura-, sino ante la degradación del espíritu en ambos términos del binomio productores-comedores (de basura). En esta mórbida alegoría, la putrefacción de los desechos cumple una función simbólica con respecto a la putrefacción no menos ostensible del entorno humano de todo el vecindario, que, a su vez, es un símbolo de toda la civilización en esta etapa de su decadencia y de su podredumbre cadavérica. Pese a ser un relato de denuncia del desorden social, no es lo que cabría llamar un relato «políticamente correcto» desde el punto de vista de la intelectualidad oficial, de izquierdas ni de derechas, en la medida en que no cifra esperanza alguna en una presunta función soteriológica de los oprimidos -las aves de rapiña y los gusanos necrófagos son tan repelentes como la misma carroña-, por un lado, y, por otro, en la medida en que explicita la impunidad de la corrupción lucrativa en el mundo posmoderno del darwinismo social -en lo que mi amigo Carlos Valdemar llamaba «el Imperio de los Mercaderes»-. No diré más sobre esta historia porque creo que ya he dicho demasiado: no hay nada más detestable que esos prólogos que cuentan de antemano el final de los relatos a los que anteceden -al menos, así lo creo yo, y, por ende, intentaré evitarlo en lo sucesivo.

Pero vamos a lo nuestro. Continuaré con el divertido y depravado «Friends to be friends: la bella y el perdedor», tragicomedia en la cual el sorprendente happy end -en el fondo, nada happy, si a ello vamos-, consiste en que, mediante la astucia y el ingenio, pero, sobre todo, mediante la falta de escrúpulos, un «perdedor» deviene «ganador» -ganador de una bella-; la inmoraleja de esta anti-fábula podrían ser los cinco latinajos de mi divisa, o, en otros términos: «pase lo que pase, conviene apostar fuerte». ¿Final feliz? El lector lo dirá. Para mí, debajo de la alegría maníaca de la fiesta del triunfo, está la depresión de la soledad íntima y la mentira, la desolación, la mezquindad que yacen bajo la alegre euforia del placer -desolación y mezquindad que, pese a quien pese, no nos llevarán nunca a renunciar al placer (espero), consuelo a un tiempo pobre y magnífico del mortal.
 
La tercera historia que nos ofrece el libro lleva por título: «Acerca de la existencia del Diablo», y se sitúa en la zona penumbrosa que media entre los territorios del más crudo naturalismo y la fascinante tradición de la literatura fantástica. Es deliberadamente ambigua, y admite por igual explicaciones naturales y sobrenaturales. La aparente inmoraleja se sitúa a manera de epígrafe al inicio del relato; la inmoraleja más profunda (ninguna fábula -o, en este caso, anti-fábula-, brinda una sola y unánime enseñanza) deberá descubrirla el lector. Una sola pista: carpe diem.
 
La cuarta historia es la historia de «Adalberto Bogado: poeta, cuentista y ensayista (1965-1999)», relato que, más allá de los interesantes suburbios narrativos que contiene, se centra en la patética condición corpórea del artista, en su finitud, en su vita brevis y en el hecho de que, muchas veces -veleidades del público, mutismo de las musas-, ni siquiera es cierto que ars longa. La concreción pedestre de la cirrosis hepática se mezcla con la inefable inasibilidad del talento -en este caso, irónicamente puesto en duda-, o (por abordar otra faceta) de la inspiración. La vieja imagen romántica del artista maldito, ebrio e incomprendido, que termina sus días prematuramente en una infecta cama de hospital, o que voluntariamente pone fin a su vida de una manera brusca, da el toque preciso de amargura a un cóctel suavizado -aunque también acidulado- por un -ácido- humor. Ni el escritor, Adalberto Bogado, ni el meta-escritor, el escritor que escribe sobre el escritor, un invisible y omnipresente Jorge Rolón, escapan a los ecos de la triunfal carcajada de la muerte: la historia deja el presentimiento de que la finitud es invencible, de que toda lucha contra ella es vana y de que este mismo libro -incluyendo el prólogo- es un quijotesco y vanidoso absurdo. Flota en ella el sobrecogedor, pero entrañable, mensaje del Eclesiastés: Vanitas, vanitatum et omnia vanitas.
 
La penúltima narración, «Todo un lunes», es un microcosmos preñado de subrelatos. Al menos, hay dos que podrían constituir sendas historias autónomas: la de «Nina Tragasables» y la del «Tierno»; pero se adivinan muchas más que flotan en el ambiente contaminado de tabaco. Mas, ¿qué digo? Esta característica no es privativa de «Todo un lunes»: en realidad, en más de un relato hay, como ya dije antes, suburbios narrativos, que no han sido desarrollados en plenitud. Más de uno de estos cuentos podría encontrar una expresión más cabal bajo la forma de una novela. No diré nada sobre la indolencia y la pereza de quien (Jorge) decidió abreviar las cosas, en primer lugar porque yo no soy quién para dar sermones a este respecto (mi naturaleza impaciente también me lleva a rehuir el trabajo de hormiga de la novela), en segundo lugar porque puede tratarse de una iniciativa ecológica (se requiere menos papel, ergo se talan menos bosques) y en tercer lugar porque el resultado es excelente; personalmente, aprecio -y cultivo- el buen gusto de dejar al lector con la miel en los labios -y de estimular su imaginación, en lugar de enterrarla bajo una tonelada de datos (aunque hay ciertas toneladas que valen la pena)-. En la primera página de «Todo un lunes» hay una melancólica declaración de apático hedonismo muy acorde con la sensibilidad llamada «posmoderna», la que concluye con un «Qué asco. O qué asco yo»; llamo al lector la atención sobre ella porque no deja de tener cierto deprimente encanto otoñal. Pero, sobre todo, porque tal vez resume el espíritu de todo el libro, que es el de la nocturna vida que todo bohemio conoce: la triste alegría, la alegre tristeza fugitiva del placer sin horizontes y del beber la vida a grandes tragos, como buen vaso de whisky o buena cerveza, sin pensar en la resaca de la Muerte.
 
El libro se cierra con una historia cruda y sanguinaria, «Noche de luna negra», relato del inframundo turbio de la cachaca, de los quilombos, de la corrupción de los miserables, por un lado, y, por otro, del dorado estiércol de la no menor degradación de los supuestos «niños bien» y del sector «respetable» de la ciudadanía. Pero me detengo aquí: no quiero arruinar el banquete con tanta profusión de aperitivos. Ya me he extendido en exceso.
Sí, me he extendido más de la cuenta, pues veo que ya llevo varias páginas de computadora, y no quiero detener demasiado al lector hambriento. ¿Qué más decir de este libro? Que nadie se salva. Que el lodo cae por igual sobre todos. Hombres viciosos y mendaces, mujeres estúpidas o presas de furor uterino, ricachones sucios, pobretones infectos y hasta observadores imparciales -como cierta recurrente voz en off con la que, un tanto asqueado, el lector suele, a pesar suyo, identificarse-, todos marchan a los acordes de una orquesta idiota y sin sentido, que es la de la vida, ofreciendo el espectáculo penoso de su abyección, de su absurdo, de su estupidez, de su cobardía o, no pocas veces, de su tibia, repelente y flácida medianía moral, que huye por igual de la grandeza del Bien y de la gloria del Mal, pero que se embriaga, para olvidar su miseria -o para deleitarse aún más en ella-, consuetudinariamente, en un desfile pomposo y grotesco que es el de la Historia, tanto la de la especie como la del individuo. Jorge no salva de su sátira a nadie, y a nadie confía la tarea de la redención del género humano. No hay en este libro enseñanzas morales -antes bien, «inmorales», en el mejor sentido- ni esperanzas. Pero, en todo caso, hay que reconocerlo, se percibe en el libro que, en esta letrina que es el mundo, es preferible estar del otro lado, del lado de los grandes perdedores en el juego de la vida, del lado de esos guiñapos que deambulan por los bares del destino, ebrios de caos y de desolación, antes que del lado de los respetables ganadores bienpensantes que tienen bien limpios la conciencia, el hígado y las uñas. Los primeros, al menos, muestran su miseria sin hipocresías, sin máscaras, sin patéticas pompas. La merecen, y ella los merece, y no se engañan, y, en ese sentido, son auténticos, y no llevan maquillaje para ocultar el acné o la lepra o las arrugas. Brindemos por ellos, y por nosotros, todos los que vendemos nuestras almas, si no por un plato de lentejas, al menos por una botella de cerveza (o de buena caña). Y llevemos con nosotros, entre tanta inmoraleja, la certidumbre final de que no estamos impolutos, antes de abandonar las suciedades y las ficciones de este libro para regresar a las suciedades y las ficciones de la vida. ¡Salud! Y bon appétit.
 
MONTSERRAT ÁLVAREZ
 
Junio de 2000
 
 
 
 

Enlace al ÍNDICE de la versión digital de NOCHE DE LUNA NEGRA Y OTROS RELATOS en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

A MANERA DE PRÓLOGO

CUENTO MEDIEVAL

FRIENDS TO BE FRIENDS: LA BELLA Y EL PERDEDOR

ACERCA DE LA EXISTENCIA DEL DIABLO

ADALBERTO BOGADO: POETA, CUENTISTA Y ENSAYISTA (1965-1999)

TODO UN LUNES

NOCHE DE LUNA NEGRA

 
 
 

CUENTO MEDIEVAL
 

A veces uno quisiera ser un gato. Para ser inteligente, elegante, soberbio, silencioso, ágil; para ser alimentado por nada, dormir todo el día, vagabundear por las noches y tener de cuando en cuando sesiones de sexo salvaje. Y para no ver ni entender tantas cosas.

Como algunas de las tantas que han cambiado en este país últimamente. No siempre para mejor, por cierto. Hoy ¿vivir? requiere de ciertas precauciones antes inimaginables. Para mí, por ejemplo, es importante saber que el camión recolector de basuras pasa por mi barrio los martes, jueves y sábados (a la mañana). Jamás pensé que algo tan trivial como eso pudiera interesarme. A mí... ¿qué carajo podría importarme algo relacionado con bolsas de basura? Ni siquiera me preocupo por mi salud. En realidad pocas cosas me interesan de un tiempo a esta parte. Pero es que últimamente mi vereda se andaba convirtiendo en un punto de reunión de vacas, caballos, perros y gatos callejeros, y lo peor: de moscas. Moscas de todo tipo y tamaño, especialmente de las coloridas y ruidosas. Y asquerosas.

Cada vez que dejaba mis bolsas a la espera del camión recolector, la historia se repetía. Basura desparramada por todos lados: papel higiénico usado, restos ennegrecidos de yerba, patas de pollo, condones, esqueletos de pescado, zoquetes (estoy hablando en sentido literal), latas y más latas de cerveza, bananas podridas (las compro y luego las tiro sin comer, no sé por qué tengo esa maldita costumbre de dejar verduras, hortalizas y frutas pudrirse en mi heladera). Y yo no sabía quién puta era el responsable del destripe de mis bolsas. Y semana tras semana lo mismo sucedía.

Yo andaba de malas con mis vecinos. Por un lado con los mauseros de enfrente, con quienes había tenido varios entredichos con respecto a su maldita costumbre de lavar sus autos mau ofertados impunemente en plena calle al estruendoso son de cachacas variadas; por otro, con los dos viejos de al lado, con quienes me había puteado unas cuantas veces pues los había sindicado públicamente como los responsables indubitados de varios intentos de envenenamiento de mi gato Adso, quien gracias a Dios, tiene (tenía) siete vidas. Estar malquistado me impedía desgraciadamente indagar acerca de estos llamativos hechos pues ni me hablaba con estos seres. Y estos distinguidos vecinos debían tener información, pues siempre se salvaban de la patoteada a los sacos de desperdicio -dije yo- porque se la pasaban el santo día en la calle y en la vereda delante de sus casas: los mauseros, ora lavando sus autos infinitas veces como ya me molesté en contar, ora tomando interminables rondas de tereré (y meando en la calle, siempre, por supuesto) con sus secuaces cachaqueros, quienes concurrían de manera exasperantemente regular a esta informal playa de venta; y los viejos, atornillados a sus sillas que a su vez estaban clavadas a su vereda, esperando sus muertes y enterándose de la vida del prójimo, pasatiempo que compartían con los mauseros. Algo debían saber. Pero juré que renunciaría a mi aguinaldo antes que hablarles.
 
Un día decidí investigar por mi cuenta. Tuve que llamar a mi oficina y decir que estaba enfermo. Demás está decir que nadie me creyó. Es que últimamente eso se había vuelto algo muy común. Catarros, indisposiciones estomacales, gripes, infecciones de garganta. Pero en realidad siempre eran resacas. Todos lo sabían y a nadie le importaba, salvo al jefe, pero éste no podía hacer nada porque no le convenía ponerse mal conmigo. Es que siempre me pedía que le presente alguna bandida de las que yo conocía por ahí y varias veces hasta amaneció en mi misma cama con alguna de ellas. Me odiaba pero no podía prescindir de mis amistades femeninas y de mi sepulcral y proverbial discreción. Sí, había caído muy bajo. No era otra cosa que un vulgar y despreciable rufián. Tanta bajeza y ruindad eran parte integrante del ambiente cultural del país, me decía constantemente, para intentar mantener vivo ese resquicio de dignidad que yo creía aún me quedaba.

En esta oportunidad también tenían razón mis compañeros de infortunio laboral, porque la noche anterior estuve bebiendo como un demente. Al volver a casa llegué a tientas a la cama. Tenía fija la vista en el helicóptero; sufría el aire caliente que me tiraba y sudaba aceite o algo parecido, hasta que me quedé dormido con la vista fija en el pesado girar de esas aspas. No sé cuánto tiempo después sentí cómo todo tipo de desperdicios se metían entre mis ropas, sepultándome en la cama, ahogando mi boca, deslizándose entre mis ojos, colándose por mi nariz, taponando mis oídos. Nunca sentí algo así. Una auténtica Náusea. Sentí que podría vomitar hasta mis entrañas y mi propio cerebro. Aguanté, porque si abría la boca esta Náusea podría vaciarme, definitivamente. Sentí a Adso en mi cuello sorprendido y asustado por mis convulsiones. Lo así con tanta fuerza que sentí un mordisqueo en mi brazo. Desperté. Menos mal. Aún superado de conciencia y obsesionado por mis alucinaciones, sólo pensé en descifrar ese misterio.

Me levanté y abrí todas las puertas y ventanas de la casa. No le venía mal ser un poco oreada. Ya estaba siendo un lugar insalubre últimamente. Me instalé en el balcón con vista directa hacia las cinco bolsas de polietileno que contenían mi basura personal. Al rato estaba yo desde mi atalaya mirando fijamente ese canasto que ya me habían robado cuatro veces. Sí, me los habían cortado desde la base, supongo que con un cortahierros. Es que la calle estaba dura y la gente se ingeniaba para sobrevivir. En realidad fueron otros canastos los que me robaron. Aunque de repente pienso que el mismo ladronzuelo que me robó el último canasto guardabasuras me lo vendió de nuevo. Era tan barato. Tal vez se lo robaron a otro tipo.

Bueno. Estuve así casi toda la mañana sentado, ahorcando a mi gato y tomando jarra tras jarra de tereré. Soportando estoicamente esos ritmos tropicales. Y vendedores. Aspiradoras, frutas, hortalizas, anatómicos, medias, regaderas, trapos de cocina, pescado, desodorantes de ambiente; quedarse en la casa era casi como ir al supermercado, con la diferencia de que estos vendedores no aceptaban tarjetas de crédito. Tampoco faltaron los que me quisieron encajar rifas, o quienes estaban haciendo alguna colecta para comprar no sé qué cosa para la casa parroquial, ni gente con alguna receta de algún ignoto médico, pidiendo dinero para compra de medicamentos. Uno de ellos prácticamente me compelió a comprar unos bolígrafos amenazándome sin muchas vueltas con dedicarse a robar si es que no contribuía yo a la venta mínima que tenía fijada para esa mañana. Tremenda responsabilidad social que no rehuí. Estas agresivas nuevas técnicas de marketing me dejaron un poco sorprendido, aunque supuse que estaban dictadas por el mercado.
 
Aproximadamente a las 11:07 de aquella mañana me percaté de que era fin de mes, y día de cobro. El alcohol nunca es buen compañero, seguro. Al menos en lo que atañe a estos avatares de la responsabilidad. Me vestí mal que bien y rumbeé hacia la parada de ómnibus más próxima pues a esa altura no tenía ni para un taxi. Llegué sin aliento pero pude evitar que Melquiades, el girador, abandonara ese lugar sin pagarme. Calixto, el usurero, estaba ahí nomás, dispuesto a efectivizar mi cheque al tradicional 1,5 %. Todo un servicio social.

Por suerte se me veía mal, aunque todos sabían la razón. Esta vez el jefe se tomó el atrevimiento de decirme que si esto seguía me iba a descontar el magro salario que el descarado me pagaba. Me pareció ese día que a mis compañeros ya empezaba a importarles este asunto y que empezaban también a odiarme por considerarme un privilegiado que faltaba cuando se le daba la gana. Sin embargo, todavía no se explicaban el notorio odio de mi jefe y la ausencia de represalias. Así que decidí dejar para la próxima semana mis indagaciones. Al día siguiente volví del trabajo y ni me molesté en espantar a las moscas ni en patear a los gatos y perros que se arremolinaban alrededor de mi canasto guardabasuras una vez más profanado. ¡Gracias a Dios no me lo robaron ese día! Al menos.

Los días se sucedieron con la ineluctabilidad y la inanidad de siempre. En cuanto a mis bolsas de basura, el jueves lo mismo, el sábado también. La cuadra hedía. La semana siguiente esperé a que llegue el martes a ver si agarraba a los misteriosos esparcidores de basura. La misma historia de la vez pasada: vendedores, tereré, cachaca, con el agregado que tuve que soportar ver a los viejos de al lado tirar dos mitades de sandía a la calle campantemente. Empecé a sospechar de esos viejos gorrinos, así que me escondí para observar. Pero luego de un par de horas, mis bolsas continuaban aún intactas y el canasto guardabasuras, también, inexplicablemente. ¿Y si no eran ellos? Un poco más tarde el tereré empezó a hacer efecto así que en un momento dado no tuve otra alternativa que dirigirme raudamente al baño. Cuando volví mi vereda parecía el vertedero de Cateura. Corrí hacia fuera, miré a ambos lados, alcancé la esquina; nada, el crimen perfecto. Comencé a estar seguro de que algo tenían que ver mis refinados vecinos y a pensar en mear desde el balcón la próxima vez. Eso me pasaba por hacerme el civilizado. En este país.

La vida siguió transcurriendo y los días se siguieron sucediendo. Nada había cambiado en el cosmos y mis bolsas de basura sufrían la misma suerte de manera regular. El siguiente martes me dispuse nuevamente a faltar, así que la noche del lunes concurrí con inmensa tranquilidad de conciencia a un bar de música y bebí como si aguardara el fin del mundo el día siguiente, idea bastante grata, por cierto.

En la mañana, desperté, di de comer a Adso y me repantigué en una silla plegadiza para observar desde el balcón el transcurrir de otra mañana de suspenso y cachaca. Pensé que si seguía en esto terminaría amando mi trabajo. A las diez de la mañana ya hacían 35 grados y el gato ya me había mordido tres veces, el pobre, ya que mi única diversión era ahorcarlo de tanto en tanto. Casi se había quedado sin cuello a esa altura de la mañana. La última vez que corrió ya no lo fui a buscar. El calor aumentaba y yo ni siquiera podía amortiguarlo ya que mis afanes investigativos me habían llevado a prescindir del divino tereré.
 
Estaba pensando en el gato justamente cuando vi aquello. Me sentí transportado a la Edad Media. Una horda de niños desarrapados dirigidos por una mujer aún más desarrapada y roñosa. Los niños harapientos iban asolando todas las bolsas de basura del barrio (no todos tenían esos canastos guardabasuras, los vecinos de enfrente, por ejemplo, dejaban sus bolsas en el piso, se habían cansado de que se los roben una y otra vez) bajo la atenta mirada de aquella mujer con aspecto casi animal y de mis vecinos de enfrente y de al lado quienes sólo parecían preocuparse de no ser victimizados ellos. Había uno que era tan chiquitito que supuse que había aprendido a caminar el día anterior. Rompían las bolsas sin mucho trámite, hurgaban dentro de ellas o las vaciaban alzándolas en el aire para hacer caer su contenido. Se apoderaban de las botellas vacías, de pedazos de cables, de frascos de todo tipo, de zapatillas reventadas, y si la mujer no los miraba, se llevaban a la boca los restos de comida que encontraban. Sobre todo si era pan. Juntaban cosas inimaginables. Yo, por mi parte, les era muy provechoso por las latas. Para algo sirvo, pensé. La mujer corría de vez en cuando a zarandear y a izar del cabello a alguno que se metía algo en el bolsillo o cuando descubría a alguno comiendo. La comida la guardaba ella, para después, imaginé. Yo empecé a vomitar. Después de un rato se reunieron en la esquina a clasificar los productos. La basura de la basura, lo inservible de lo inservible, lo podrido de lo podrido, dije yo. Ellos por lo visto no pensaban igual. La mujer metió en su bolsa lo que le pareció rescatable y siguió su camino doblando la calle. Los niños andrajosos siguieron a la mujer luego de finiquitar una mitad de sandía donada por mis vecinos los envenenadores de gatos. Enseguida, los perros comenzaron a esparcir más y más lo que los niños harapientos y la mujer harapienta dejaron. Todo esto a la vista de unos gatos que aguardaban expectantes. ¿Es esto lo que llaman reciclaje los ecologistas? No, gracias. Mejor dicho, supongo que no.
 
Quedé petrificado por vaya a saber uno cuánto tiempo. No me animaba a sacar la vista de mi techo y sus tejas. Mi rostro vultuoso podría romper cualquier espejo en ese momento. Regresé al mundo real, terrorífico, absurdo y cruel cuando sentí a mi gato Adso de vuelta y lo vi lamiendo el vómito; recibió una patada y yo salí a buscar cigarrillos. Ahora espero los martes, jueves y sábados para sacar mi basura. Lo dejo para el exacto momento en que pasa el camión recolector, si es que no están de huelga otra vez. Conseguí sin muchos problemas con mi jefe trabajar a la tarde. «Tengo algunas cosas que atender a la mañana», le dije. Me miró sorprendido, «pero qué va a tener nada que atender éste», habrá pensado. «Es que las cosas ya no son como antes, son peores» -le dije, adivinando sus dudas- y fui a por una cerveza. Hacía rato que me sentía absolutamente incapaz de cambiar este maldito mundo, o de convertirme en un gato.
 
 
 
 
 

FRIENDS TO BE FRIENDS: LA BELLA Y EL PERDEDOR

 

«Con palabras de virtud se disfraza

vuestra oculta concupiscencia tiránica»

 

Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra

               



 

La había conocido, así de vista, hacía un tiempo. Era bella, raramente hermosa. Su rostro angelical agregaba a su sinuosidad protuberante, exacta, de ese encanto extraño, que extravía, que animaliza; al menos si uno no se previene. En realidad uno nunca se previene de estas cosas. ¿Para qué? Después de todo.

Un día Alberto me dijo: Está muerta contigo y quiere salir una de estas noches.

-Y ¿de dónde puta vos la conocés? -le espeté, escéptico, como era natural ante tamaña noticia. Aunque siempre me supe encantador, también sabía que nadie nunca se daba cuenta de eso. Con su mirada me respondió que para algunos como él, todo era posible.

Llegó la noche aquella. Alberto fue a buscarme y pasamos a recoger a dos bellas señoritas de un edificio elegante, hasta suntuoso diría. Seguí sin entender nada.

-Hola -me dijo ella mientras subía al auto.

-Hola -le dije.

Salimos del lujoso lobby. El portero sonreía. La radiografié por completo en ese breve instante en el que contorsionó su cuerpo para acomodarse en el asiento trasero del auto. El olor de  su perfume envolvió la pequeña atmósfera del habitáculo. Estaba muy amigable, me hablaba de mil cosas, me preguntaba cosas. Se acercaba. Su aliento me dejó sin aliento. Me tranquilicé. Saqué mi cabeza por la ventanilla para tomar aire. Ella brillaba. Por fin llegamos.

Después de unas horas en una estúpida discoteca con sus estúpidas músicas, abandonamos el recinto dancístico con una interesante borrachera. Fuimos directo a lo de Alberto. Su casa quedaba cerca del centro, así que no nos tomó mucho tiempo llegar. Todo muy amplio, todo muy lindo, todo muy limpio. Sofás enormes por todos lados, y un buen bar. Pensé que yo hasta podría trabajar para tener todo esto algún día.

Alberto y Katia se dirigieron presurosos hacia el dormitorio escaleras arriba. Yo quise tomar un poco más. Me muní de los elementos necesarios para seguir bebiendo y le dije a ella: «vamos a la sala». Encogió perpleja sus hermosos hombros pues no sabía a cuál de las salas me estaba refiriendo. Miré hacia donde estaba un sofá tan largo como un vagón de tren y le hice una seña con la boca, pues mis manos estaban ocupadas sosteniendo vasos, hielera y botella.

-Vamos -respondió con una sonrisa. La vida era perfecta.

Al rato estábamos hablando sentados en el suelo y recostados contra ese descomunal sofá que parecía más cómodo que mi misma cama. No me iba a perder ese sofá por nada del mundo, seguro.

El dueño de la casa seguía en su habitación, probablemente balanceándose sobre Katia, la amiga de Jimena, mi ocasional interlocutora, si de esa forma se la podía denominar. Prendí algunas luces, apagué otras, dejando bastante luz con que admirarla.

-Desvestite -le dije. Lo hizo sin hesitar y sonriendo. Ángel. Era perfecta y yo terrenal, demasiado terrenal.

-Tengo un poco de frío -dijo. Le presté mi camisa, estremecido.

Me contó su historia. Llegó de algún lado, hacía un tiempo. Tenía catorce, o algo así. No importaba, pues en ese entonces ya era una mujer. Ahora tenía diecinueve años. Era una supermujer. Una galaxia de mujeres -y yo estaba con ella: las ventajas de ser un seductor.

Continuó diciendo después de dos sorbos de whisky que desde aquellos tiempos se dedicó con cierto desenfreno a la farra. Me dijo que nunca pudo tener amigos, que todos se acercaban a ella con lisas y llanas intenciones de coito. Los bifes, y nada más. Me contó de un tipo, rubio, con algunos granos y varios autos que ni siquiera le preguntó el nombre. Otro se la quiso coger en el auto apenas pasó a buscarla. Sus compañeros de colegio, sus primos, sus vecinos, todos le planteaban o intentaban hacerle entender que harían cualquier cosa por acostarse con ella o por ponerle las manos en el culo. Algunos jefecillos -de algunas sinecuras obtenidas en esos tiempos, supuse yo- también... -me iba diciendo-; le interrumpí, ni hacía falta que me cuente. No era difícil creerle.

-Todos eran así de asquerosos -me dijo. En el instante en que me contaba eso, estaba sentada delante de mí, con su bombachita de color indefinido, clara, adivinable a veces, bien visible otras debajo de mi camisa con el típico cuello marrón -suciedad del proletario de medio pelo-. Tampoco importaba el color de la bombachita, ¿o sí? Creo que sí.

-Nunca conocí un tipo que no me haya querido montar o poner contra la pared -balbució en medio de una bocanada de humo.

-Yo preferiría que te me subas encima -le dije, en tanto oteaba lo mucho que ofrecía a través de ese escote.

-Creo que tiene sus ventajas -terminé, y ella no entendía un carajo de lo que yo le decía. Comencé a pensar en ese vaso de whisky un tanto lejano; es que repentinamente estaba tan relajado...

-No conocí ningún tipo que no sea asqueroso -volvió a insistir.

Yo podía jurar que en lo que me decía había mucho de verdad. ¿Quién no? Pensé. Era algo que uno podía concluir muy rápidamente. Seguía yo con ganas de beber un sorbo por lo menos mientras escuchaba esa historia y miraba también esos ojos tan bellamente insertos en ese cuerpo armoniosamente lujurioso. Hice apenas un gesto, ni siquiera un movimiento -ufff...- ella adivinó mis pensamientos. Alargó su brazo, demostrando a este impávido e indefenso hombrecillo que hasta sus movimientos estaban adornados de belleza. Se embuchó todo ese vaso de ese whisky alejado de mis manos. Me besó largamente, traspasando todo: en segundos el vaso fue mío, probablemente el mejor de los miles que habían devastado mis neuronas por años. Mi lengua, mi garganta, mi hígado no conocían ni toleraban otra cosa que el whisky, puro. Ni hielo, ni agua, ni soda. Desde aquel momento, todo cambió. Deberían patentarlo y venderlo: whisky con saliva. Ahora podía de nuevo seguir escuchándola.

-No podías tener amigos -le recordé, mientras ella cargaba hasta el tope otro vaso con su mano izquierda.

-Sigo sin poder -me dijo sin sacar ni dejar de mover lenta y rítmicamente su mano derecha dentro de mis pantalones.

-¿Entonces? -continué, con lo que me quedaba de voz.

-Cogía sin parar, porque después de todo a mí me gusta coger.

-Ah, qué bueno.

-Cogía, pero no tenía amigos.

-¿Entonces?

-Comencé a cobrar. Total, daba lo mismo. No, no era lo mismo. Comencé a tener plata. Al comenzar a cobrar se fueron algunos, los aprovechadores, y aparecieron otros, más generosos y más interesantes; creo que los que pagan son mejores que los que no. Los otros son unos miserables, desaparecen después de la segunda vez; los otros vuelven, siempre. Mediante eso pude mudarme, antes vivía en un lugar de mierda; ahora, bueno, ya viste vos. Y hasta elijo con quién coger. Vos pensás que es mentira pero antes cuando salía de joda por ahí, cogía con todo el mundo, andaba borracha desde que salía de casa. Te juro que algunos me suelen encontrar por ahí y me cuentan historias que yo ni me acuerdo. Había sido que me cogieron en tal lugar, en tal farra. Yo ni me acuerdo, a veces. Ahora cambió. Dejé de ser boluda.

-Ah -dije y se me borró la sonrisa-. Este perro de Alberto -pensé-, y yo que me había creído un rompecorazones, un afloja-gomas-de-bombachas, un winner. Idiota, yo. Demasiado perfecto para ser verdad. Demasiado mujer para un perdedor como yo. Prendí un cigarrillo. Cavilé por un largo rato. Así que desde aquel lejano día en que tenía catorce años y llegó a estos lares, esa fue su historia.

Sin embargo, estaba hablando y siendo tan amable conmigo, algo tendré -pensé-, para no sentirme más idiota de lo que siempre fui. Un poco consolado, la volví a mirar.

-Ah, que interesante. Pero debe haber algún lugar para el amor puro, para hacer con quien tenés ganas -retomé, intentando hacer proselitismo. Volví a mirarla de arriba abajo. Ufff, bella, simplemente bella. Mi bolsillo no estaba a la altura de esos lujos... Así que puse a trabajar mi atontado cerebro.

-Quiero ser tu amigo -le dije, pensando en la posibilidad de una gratuidad perenne, maravillosa. Me dije a mí mismo que las grandes conquistas exigen grandes sacrificios. Me hice de valor. Saqué sus manos de mis pantalones. Besé sus manos. Besé apenas sus labios color de manzana. La acaricié largamente, deslicé mis dedos entre su pelo, recorrí con mis palmas su suave rostro, pinché sus lóbulos una y otra vez, pellizqué su nariz por interminables minutos. La volví a besar largamente. Penosamente rescaté mi lengua de esa cueva húmeda y penosamente me levanté. Me miró como si fuera un idiota, como habitualmente me miran.

-Voy a traer más whisky -dije, con la arquetípica pose del galán que a la vez está siendo tierno y ni por acaso piensa en destrozar esas pocas ropas que son los últimos obstáculos que lo separan a uno del verdadero paraíso en la tierra. Tenía que hacerlo. Tenía que demostrarle que podía ser su amigo. Un amigo que sería recompensado en algún momento.

París bien vale cien misas -me dije-. Arriba se escuchaban los torturantes jadeos. Abajo el hielo repicaba en el vaso. Y yo que nunca me caractericé por la templanza. Éste era el supremo sacrificio. Pensé en echarme todo el hielo de la nevera encima. Desistí. No habría más hielo para el whisky. Tampoco era Francisco de Asís para revolcarme en la nieve. ¿Qué nieve? Conmigo no serviría tampoco ni si la hubiera. Era una cuestión mental. Para un SuperHombre.

Hablamos y hablamos por horas. Ella tirada en el piso, yo subido al sofá, contemplándola y sufriendo desgarradores y típicos dolores pélvicos. Finalmente, el hielo que pensé tirarme encima se había ido con la última botella de whisky.

-Vestite -le dije.

-¿No vamos a coger?

-No.

Obediente, se sacó mi camisa. Me miraba y sonreía, incrédula. Yo, por mi parte, pensaba que tal vez estaba viendo por última vez eso que estaba delante de mis ojos. Comenzó a vestirse lentamente. Ella me sonreía y brillaba. Me asaltaron dudas miles. ¿No me estaba jugando demasiado? Nunca fui de correr riesgos. Pero éste valía la pena.

Por fin, Alberto bajó con Katia. Su rostro radiante que apenas delataba su inmenso agotamiento contrastaba con el mío. Katia y él pensaron que algo había andado mal o que yo había bebido mucho. Creo que él por lo menos sabía que no había destilería de whisky que pudiera impedir a un hombre en su sano juicio poseer a esta mujer. Pero no cabía en sus cerebros de mentecatos nada de lo que realmente estaba aconteciendo.

-Idiotas -pensé. Salimos todos. Hablamos de boludeces todo el camino, Alberto se dormía en el volante. Pedí que me dejen a mí primero, por cualquier cosa. Llegamos a mi tabuco. Me despedí con un largo beso en esa frente reluciente y sensual como el mejor trasero. Ella me miró hasta que el auto de Alberto dobló la esquina. Sonreía. Se veía feliz. Por fin tenía un amigo: Yo.



 

ACERCA DE LA EXISTENCIA DEL DIABLO

 

Nunca dejes abandonada a tu mujer en ningún antro, boliche, consultorio, cybercafé, pub, bar, iglesia, shopping center, cine, bulevar, discoteca, minimercadomodelo, esquina de la ciudad; en ninguna situación, en ningún momento. Por más enojado que estés, por más que te haya dicho alguna dolorosa verdad -como todas las verdades-, por más que la quieras matar. Sobre todo si el mismísimo Luzbel anda por ahí cerca. Y miren que siempre anda por ahí. O si no fijate en lo que le pasó a Edgar.

Óscar era más bien taciturno, a veces chistoso, le gustaba la noche y tenía ojeras. Ocasionalmente ligaba algo, y ni siquiera porque quisiese. Pero andaba solo la mayor parte del tiempo. Andaba tirado y a veces hasta le gustaba, se le notaba. Esa mañana, fue invitado por unas compañeras de trabajo a salir de copas esa noche. Probablemente porque lo veían más taciturno que de costumbre, más malhumorado que nunca; le compadecieron, según parece. Luego de aceptar preguntó quiénes irían y se dio cuenta de que la imparidad del equipo lo dejaba solo. Tres varones y dos mujeres. Dos parejas y él. Estaba como que arrepentido de haber aceptado, pero volvió a sus papeles, se enfrascó en la mierda de su trabajo diario y pensó que a la tercera cerveza ya estaría mejor, esa noche. Y sería mejor que quedarse en su casa a hacer zapping y terminar la botella de ron guardada en el placard.

El horario marcado había llegado. Y Óscar se había presentado al bar de música, puntual. Ingresó al boliche saludando al tipo de la entrada. Éste apenas fijó la vista en él. Siguió fumando mientras Óscar se dirigía a la barra. Estaba vacía a esa hora. Había muy poca gente en todo el local: dos adolescentes flacas jugando al pool, y tres tipos solos sentados en una mesa muy cerca de la barra. Fijó su vista en los tres tipos. Parecían clones. Los tres estaban vestidos de la misma manera, con sus camisas a rayas verticales y remangaditas, sus pantalones de color claro y tela fina -de vestir le dicen-, sus zapatos pretendidamente elegantes y sus teléfonos celulares y sus aparatos de radiomensaje firmemente sujetados en la cintura. Tres tipos acerca de quienes él pensó eran de esos que ocupan un lugar al pedo en este planeta, sacando el aire a quienes merecen más que ellos respirar para vivir en este mundo. Típicos boludos, con razón están solos -se dijo Óscar, para luego reparar que él no tenía ni beeper, ni celular, e igual estaba solo.

Comenzó a llegar gente, y el mozo iba y venía llevando y trayendo botellas de cerveza. Hacía un calor de putas.

-Traeme una champañera, maestro, con mucho hielo -se dirigió Óscar al mozo.

-Bueno, espera-na un ratito ya enseguida, ahora después te traigo -le contestó el otro, al vuelo.

-Ok.

Seguía llegando gente. Óscar seguía solo en la barra. Había muchas pendejas solas, como era muy común últimamente. La mayoría mostrando la pancita y levantando el culo. Todas parecían distantes, como emburbujadas. Óscar no pudo conseguir que ninguna fijase sus ojos en él, por más de un segundo. Es que tampoco  hacía muchos esfuerzos, pero nada, de todas maneras. Comenzó a fijarse en una, que debía ser muy jovencita. No la podía ver bien, a causa de la humareda y de la poca luz. Pero se podía adivinar su belleza. Había sin embargo, algo en ella que le llamaba la atención, más allá de su carita y su blusita ajustada. Pensó en las nuevas generaciones de mujeres. Lo único bueno que este país estaba produciendo últimamente. Recordó a su amigo Nicolás: Lo único bueno de la burguesía son sus mujeres. Ese aserto como que había quedado atrás, sin que eso signifique que la burguesía no continuase produciendo mujeres hermosas. Tampoco había dejado de ser cierto que eso fuese lo único bueno de ella. Pero había perdido la exclusividad. Ahora parecía que la raza había mejorado. Se había roto esa pirámide en cuya cúspide se encontraban las mujeres bellas. Había mujeres hermosas y cuerpos perfectos, en todos los ámbitos sociales. Para quebrantar a los pobres hombres la mayoría de las veces, para hacerlos felices muy pocas -pensó Óscar.

Óscar recordó que en su época las mujeres hermosas se contaban con los dedos y estaban reservadas. Para los otros. De repente, se le iluminó la mente; ya, era la ropa, el cabello. Había descubierto qué era lo que le llamaba la atención en esa chica. Por más que quisiese disimular, tenía ropas baratas, usadas hasta el cansancio aunque mantenidas con vida con mucho denuedo probablemente y un cabello que merecía mejor cuidado. Y la prueba final. Esperó a que fuese al baño para mirarla a los pies. Los zapatos siempre delatan. Estaban gastados, sucios, había tierra roja en uno de los lados, barro negro en el otro. Igual era hermosa. No quiso pensar en la ropa interior de la niña. Definitivamente ese no era su lugar. Seguro que había escapado de su arrabal. Pero el culo ese valía un fondo blanco.

Siguió mirando a su alrededor sin detener la vista ni el pensamiento en nada por un buen rato. Eso estaba aburrido. De repente sintió que una piel fresca y suave le tapaba los ojos. Se volteó sacando aquellas manos con sus manos, destapando sus ojos. Y vio aquel rostro fresco, como el alma que llevaba dentro, aquellos aros amontonados en cada oreja, docenas de trencitas, aquella sonrisa inocente y fácil, aquellos ojos claros, bellos, vivaces, tranquilizadores, que te dicen: «no todo está perdido, vivir no es tan malo, te invito a que no te suicides, aunque vos y tu vida sean una mierda, después de todo y a pesar de todo».

Nunca la había visto así. Primero porque odiaba su trabajo y todo lo relacionado con él le daba náuseas. Segundo porque ella era de esas que escondía todo debajo de esas ropas enormes, de esas blusas desteñidas a propósito, porque usaba esas horribles botas que parecían ortopédicas, porque andaba siempre jugando a ser fea. Quería probablemente diferenciarse de las tontuelas fashion que inundaban todos los espacios ciudadanos. Y ella no era ni fea ni tontuela, como lo empezaba a adivinar y lo acabaría de comprobar después. Esta noche, sin embargo, estaba algo concesiva con la estética permitiendo desentrañar algo de su belleza. Todo esto tomó por sorpresa a Óscar. Tardó en reaccionar. Un poco.

-Eh, Ceci, hola. ¿Cómo andás?

-Bien, Óscar ¿hace rato que llegaste?

-Y sí, pero no importa, me entretuve de todas maneras.

-Te presento a Edgar.

Ahí estaba Edgar, saludando a Óscar como quien saluda a un compañero del primer grado del padre, o a un tío remotísimo, que nos es presentado en un velorio.

-Hola.

-Hola.

Se sentaron todos al lado de la mesa de los boludos con camisas a rayas. Al rato, Óscar pudo escuchar que estaban hablando de autos y de centímetros cúbicos. Tomó servilletas de papel de la mesa e hizo unas bolitas con ellas y se las metió en los oídos. Enseguida llegaron Claudia y su novio Jacinto. Todos estaban riendo. Óscar tomaba y tomaba vasos de cerveza. Se comunicaba únicamente con el mozo y por señas. Éste le entendía a la perfección. Seguía mirando todos los culos femeninos que pasaban por ahí. De momentos pensaba en Ceci, y la miraba tan de soslayo que ni él se daba cuenta. Y Edgar no sentía el olor a azufre que flotaba en el ambiente.

Óscar era peligroso. Sobre todo porque se podía adivinar muy poco de él, porque hablaba lo justo, porque sabía observar y catalogar rápidamente a quienes le rodeaban. Procesaba información velozmente y siempre podía contar con que nadie se avispaba lo suficiente como para esperar algo de él. Siempre estaba como ausente, según los demás, si es que alguien se fijaba en él; pero no, estaba siempre ahí. Y era experimentado. Más sabía por viejo que por su misma condición demoníaca.

Ceci le dirigió repentinamente la palabra. Él la miró y vio esos labios rojos moverse para dar paso a esos blancos dientes y a veces a esa lengua sutil, húmeda, carnosa y lejana. Tuvo que sacarse las bolitas que se había metido en los oídos y explicar que no era por sus contertulios. Rieron todos. Ceci le repitió lo que le había dicho antes. La respuesta de Óscar se perdió junto con el ruido de la música.

Edgar era de esos tipos que juegan de duro. Empezando porque parecía vivir en un gimnasio. Buscaba siempre ostentar su físico con el estúpido recurso de usar ropa tres tallas menos que la suya. Las más de las veces, lo que estos personajes consiguen es que algún otro tipo les eche ojo. Era de esos que delante de la gente no toca, abraza, besa o toma de las manos a su mujer. Piropea en voz alta a las hembras que circulan cerca y de repente concede alguna sonrisa. Óscar se percató de eso y el olor a azufre se hizo más intenso. Edgar, sin embargo, aún seguía mirando culos anchos y ajenos. Óscar seguía bebiendo, lo que lo hacía más deletéreo. Y Edgar seguía sin percatarse del peligro.

De repente Ceci y Edgar se levantaron de la mesa, se dirigieron hacia el baño y se pusieron a hablar y gesticular interminablemente; Óscar no les prestó inmediata atención. Y siguió atisbando hacia cualquier lado. Llamó al mozo dos veces. Éste corrió presuroso en ambas ocasiones. Le explicó éste a Óscar que el otro mozo no había venido porque estaba enfermo. Estaba solo y no podía atender bien a los parroquianos. Óscar le disculpó. Le pidió entonces que le ponga más hielo en la champañera y que le traiga tres botellas de cerveza de una vez. Así se hizo.

De repente Ceci se sentó en la silla de al lado. Estiró su brazo izquierdo lleno de pulseras raras y llenó de cerveza su vaso. Se lo sorbió de un trago. Y comenzó a hablarle a Óscar. Su hermosa y vivificante sonrisa no había desaparecido, aunque se la veía algo turbada.

-¿Y tu novio?

-Se fue.

-¿Se fue?

-Se enojó parece.

-Ah.

Óscar era de hablar poco. Pero era como esos atacantes a los que uno no puede conceder un rebote en el área o en sus aledaños. Nunca dejes la pelota boyando cerca de él y cerca del arco. Se las agenciará para perforarlo, de cualquier manera. Pronto comenzó a charletear y a burlarse de quienes pasaban o estaban sentados por ahí cerca. Su auditorio reía. Hablaba y hablaba: de libros, de poetas, de teorías, de política, de historias; el viejo truco de aparentar culto, aunque en el fondo lo que a él le gustaba era el fútbol, como a cualquier hijo de vecino. Eso enloquece a las mujeres, acostumbradas a las conversaciones estúpidas y a los bobos que abundan por todos lados. Y al mismo casete de siempre. Él ya lo había comprobado. Mientras tanto, Claudia y Jacinto se besaban y tocaban. Óscar se puso a susurrar cosas al oído de Ceci, quien ora reía, ora le miraba con cara de asombro. Ceci comenzó a contarle cosas, él la escuchaba.

La noche se fue acortando y la lucidez también. Óscar y Ceci estaban bastante borrachos y reían y se pegaban el uno al otro cada vez más. Óscar no se sentía tan bien hacía mucho tiempo. Claudia y Jacinto estaban tan calientes que decidieron irse. Óscar y Ceci estaban tan calientes que decidieron quedarse y calentarse más. Más cerveza, más se acercarían ambos, unidos por el despecho que compartían. Óscar recordó que alguien había escrito alguna vez: «en el amor, el hombre y la mujer son dos resentidos contra un ex-amor».

Comenzó a clarear. Fueron echados amablemente por Simón, el mozo que trabajó solo toda la noche. Subieron al auto. Ya era de mañana. Vagaron por ahí buscando más cerveza. El  coreano le miró extrañado a Óscar cuando escuchó el pedido. Éste volvió al auto y entregó a Ceci la bolsa con seis latas, y ella le devolvió su hermosa sonrisa. Y a ella no le molestaba el olor a azufre, aunque se estaba ahogando en él.

Vagaron y vagaron hasta aniquilar las seis latas. La luz de la mañana les hería a esas alturas.

-No quiero ir a casa -dijo ella.

-Bueno.

Ya estaban abriendo la puerta del departamento de él. Siguieron bebiendo aunque en la heladera no había ni una puta cerveza. La botella de vodka pronto yació exangüe en el basurero. Hablaron por horas. Llegaron a la mitad de una botella de whisky y ella se dormía en la alfombra. Él la contemplaba enternecido, cosa que no le sucedía hacía mucho tiempo. Y luego, envuelta en azufre, ella durmió...

Óscar la contempló por un buen rato. Sentía algo. Y eso es bueno -se dijo-. Después de un rato, optó también por ir a dormir. Se dirigió con paso vacilante hacia su dormitorio. No tardó en cerrar sus ojos.

Estaba atardeciendo, cuando Óscar sintió que la cama se estremecía. Ella se había arrojado desde la puerta y por poco echa a Óscar al suelo. Ahora estaba ahí, sonriente de nuevo, tirada a su lado. Se abrazaron sin decir palabra, y los besos no tardaron en llegar, aunque tardaron en irse. Prendieron el televisor.

-Quiero ver videoclips -dijo ella-, poné MTV.

-Bueno.

Parecían Beavis & Butthead burlándose de los estúpidos videoclips que se sucedían ante sus ojos. Luego él le preguntó si le había avisado a alguien acerca de su paradero.

-Sí. Le llamé a mamá y le dije que estaba en lo de Claudia.

-¿Y te creyó?

-Sí, siempre me quedo a dormir en lo de Claudia.

-Bien, entonces.

Apagaron el televisor y comenzaron a dar vueltas y vueltas en la cama, agarrados como animales en celo. Él le desprendió la camisola para sorprenderse gratamente, para comenzar a temblar ante aquello que inundó sus ojos y que era hermoso, y eso que no había visto todo. Le desprendió el corpiño y comenzó a besar y morder alternativa y desesperadamente aquellos pechos preciosos, duros y prestados. Bajó sus manos y su boca humedeciendo tanta piel como podía mientras ella emitía ininteligibles pero inequívocos sonidos; la pollera voló y quedó suspendida en el picaporte. Ella estaba hermosa con su bombachita blanca, sus botas tipo militar y tatuaje alrededor del ombligo como única prenda. La puso de espaldas suavemente y levantó ambos torsos. Miraban ambos sus cuerpos mojados en el espejo de la pared, mientras él la volteaba de nuevo para luego volver a bajar su lengua y su boca hasta que ella huyó del espejo y le miró implorándole que no.

-Basta, Óscar.

-Sí, bebé.

Volvieron al televisor, hablaron toda la noche, se apretujaron y sudaron mucho más.

-Es tarde -dijo ella-, llevame a casa.

-Sí.

Ella se vestía mientras Óscar despachaba un cigarrillo y terminaba su vaso de whisky. No hicieron el amor. Esa noche. Una semana después se encontraron de nuevo -como era lógico y como estaba escrito en el cielo que debía ser- en algún lugar y bebieron por horas. Luego ella le volvió a decir: «no me quiero ir a casa». Fueron a la casa de él e hicieron el amor durante todo aquel día. Ella se levantó de la cama únicamente para tomar el teléfono y decir a su mamá: me quedo en lo de Claudia y voy a estar ahí todo el día. La madre sintió un olor raro a través del teléfono, como azufre, pero no le dio importancia:

-¿Qué le digo a Edgar?

-Que no venga, que estoy estudiando.

-Portate bien mi hija.

-Sí, mamá.

Edgar nunca supo que Lucifer estaba cerca. Es que casi siempre es difícil adivinar su presencia ¿Cómo saberlo si Él es el maestro de los disfraces? Puede estar oculto en ese estúpido gordito, en ese tipo de camisa a rayas verticales y pantalón de vestir, en ese mejor amigo, en ese vecino que nunca se baña, en ese que te corta el pasto, en ese imbécil compañero de trabajo de la novia a quien uno saluda..., porque no tiene más remedio que hacerlo. Por eso no es bueno dejar plantada a la mujer de uno por ahí. Nunca. Aunque se lo merezca. Luzbel siempre anda rondando. Siempre.



 

TODO UN LUNES

 

Habíamos quedado con los perros en encontrarnos para sorber unas copas a eso de las 11:30 p. m. Cosa de los nuevos tiempos. Últimamente se hacía imposible contar con alguien antes de esa hora, hombre o mujer. Menos mal porque me había destruido la noche anterior en una innecesaria y reincidente maratón. Lleva tiempo y muchas fuerzas yerar, sobre todo cuando uno no tiene quince años. Como de costumbre, me había hecho la promesa de suspender para siempre ese tipo de actividades poco edificantes. Pero aquí estaba otra vez, derrotado por algo que era siempre más fuerte que uno.

Aunque estábamos en pleno noviembre, la noche estaba fresca, agradable y, si bien ese sempiterno calor agobiante e infernal al que fuimos condenados al nacer en estas latitudes parecía estar a la vuelta de la esquina esperando para envolvernos con su manto nefasto, por el momento se podía vivir, para después morir. Si hay algo en lo que no se puede depositar mucha confianza por aquí es en la brisa fresca y traidora. Me dispuse a no preocuparme por el clima ni por nada que pudiera turbarme. Nada iba a cambiar porque unos beodos se lamentaran acerca de todas esas cosas que a esta altura parecían inconmovibles. La política era ya así y los políticos eran aún peor, los ricos no iban a soltar nada, los latifundistas iban a seguir acaparando todo lo que pudiesen, los coimeros iban a seguir mordiendo, los burros ocuparían los más altos cargos, este país seguiría avanzando con entusiasmo digno de mejor causa hacia el cuarto mundo, los pobres no iban a ser redimidos nunca ya. Qué asco. O qué asco yo.

El mozo aún no se presentaba y yo hacía cinco minutos que ya estaba sentado en mi mesa con vista a la entrada del local. Creo que una vez más llegué temprano. Mis socios no aparecían, así que opté por sentarme a la barra. En una ciudad con tan pocas opciones este antro siempre ofrecía la posibilidad de encontrar a alguno/a que otro/a con quien socializar y, lo más importante, estaba abierto todos los días, cosa que con la crisis instalada hacía ya un buen tiempo era algo raro. Últimamente, todo se abría a mitad de semana, cuando mucho y sólo los fines de semana, en la mayoría de los casos. Obviamente me estoy refiriendo a lugares que no son restaurantes ni copetines, aunque por acá se llaman bares a los lugares en donde sirven empanadas y croquetas. Para mí, y creo estar en lo correcto, bar es un lugar donde uno se encuentra con amigotes, habla de boludeces (con excepción de los bares frecuentados por intelectuosos y otras especies afines), toma un trago, si es posible se emborracha, mira buenos culos, y si tiene suerte se levanta una hembra. También es bueno recalcar que algunas tipas van a levantar tipos y que se dan otros tipos de levantes menos aceptados socialmente. Bar no es aquel lugar en donde uno ni bien entra es azotado por el hedor a fritanga, y donde las empanadas, si el bar es de cuarta, son servidas con unas cuantas servilletas de papel de envolver usado en las ferreterías, cortadas por el mozo, a veces en la cara de uno.

Hablaba de este antro. Me gustaba porque siempre estaba abierto y me permitía escapar del insomnio y del ostracismo al que hacía rato me habían condenado las mujeres. Me aburría sí un poco que el dueño no invirtiera casi nada en renovar sus discos. Lo que para algunos era su atractivo, a mí ya me tenía harto. Sí, se habían quedado anclados en Pink Floyd y otras cosas setenteras. Le rogué al D. J. que por favor no pase esa noche nada de lo habitual y de paso le mencioné que la industria del disco seguía existiendo y facturando. Podían comprar alguna que otra cosa nueva. «¿Verdad?» -le dije-. El tipo sólo sonrió. Su rostro delataba que  no tenía intenciones de complacerme, y probablemente tampoco cómo.

Yo seguía siendo el único adelantado. Los vagos y las vagas que nunca desaparecen, iban llegando poco a poco. Al día siguiente era lunes. Me pregunté si algunos de éstos y éstas tenían algún empleo decente. O si tenían alguno, como yo, por desgracia.

Llegó Emilio en primer lugar. Me pecheó un cigarrillo ni bien se sentó. Le pregunté si los cigarrillos ajenos sabían mejor o algo así, pues eran sus preferidos. Ni se inmutó, como todo pechero profesional.

-Vamos a alguna mesa. Todavía hay lugar -me dijo levantándose.

-Ok, vamos.

-No vienen los perros. O creen que es sábado o ya están demasiado en onda -me dijo mientras nos sentábamos.

-Están en onda.

-Sí, yo soy el que no estoy en onda marcando tarjeta a las 7 de la mañana, ¿quién puta habrá inventado el trabajo?

-Me decís a mí como si fuera que yo vivo de renta. Renunciá boludo, te estás plagueando al santo pedo. Yo, por mi parte, cuando gane la lotería canadiense voy a renunciar y le voy a meter una patada en el culo a mi jefe. Mientras tanto, me las aguanto.

-Qué genio...

-¿La viste a Nina?

-¿Nina?

-Sí. Nina Tragasables.

-¡Nina Tragasables!

-Está allá hablando con aquel de colita y remera negra, en la entrada.

-¿Ella con uno de colita y de remera negra?

-Sí...

-No te engañes, hombre. Lo conozco al personaje ese. Se hace nomás del alternativo el tipo, en realidad se muere por salir en esas páginas boludas de los diarios con su sonrisa de estúpido, tiene todos los discos de Ricky Martin, no se pierde un rally, cuando cambia de carro gasta una fortuna en buscahuellas, cintitas decorativas y todas esas pavadas, y para terminar, juega carrera en la Autopista.

-¿Y de dónde Nina se levantó a este tipo? Pensé que ya estaba retirada.

-Ya ves, sigue vigente.

-¿Y de dónde saca la guita el boludo? No le veo trabajando doce horas en una financiera.

-Para empezar, si trabajara en una financiera, no tendría plata para tirar. El viejo trabaja en la Aduana, está cagado en guita y este vago se dedica a reventar lo que el viejo roba. Y ahora se está haciendo esquilmar por Nina. Fijate en el tipo, todo bronceadito. Mientras tu jefe te está controlando cuánto tiempo estás en el baño cagando, este tipo está tomando sol con alguna banda.

Fijate lo que están tomando. No es precisamente un casco azul lo que destaparon en esa mesa.

-Con nuestra plata.

-Encima eso.

-¡Hee! -me dijo Emilio mientras miraba un culo a través del casco azul casi vacío en nuestra mesa-. Hija de puta, esta sí que le saca el jugo a lo que tiene. Pensé que se había secado, pero sigue, mojándose y mojando.

-¡Buenas! ¿Puedo?

-Roberto, por fin te desmarcaste viejo -le señaló acertadamente Emilio.

-Sí, cada vez se hace más difícil esto de huir de la bruja -suspiró el inquirido mientras vaciaba lo poco que quedaba del casco.

-Estábamos hablando de Nina -dije.

-Nina, Nina... -balbució Roberto mientras se rebuscaba con qué prender su cigarrillo.

-Nina Tragasables -le aclaró Emilio.

-¡Nina Tragasables! ¿Dónde está?

-Está allá -le dijimos con Emilio al unísono, indicando la mesita redonda pegada a la pantalla gigante, donde se veía a una señorita con el pelo muy corto y a un tipo con colita vistiendo una remera negra que tenía estampado un rostro barbudo coronado con una boina militar con una estrella en el medio. Roberto no pudo contener la risa y le explicamos por qué todo ese cuadro era un engaño. Inmediatamente requerí con la prontitud pertinente dos cascos azules más para así empezar a reprimir en serio nuestra sed.

Miré de nuevo a mi alrededor. El local estaba quedando pequeño. Tuvimos que pelear con una tipa que quería llevar las sillas que estaban aguardando a Luis y Marcos, quienes aún no llegaban. El público era variopinto aunque predominaba entre la concurrencia cierta tendencia a un decadentismo difuso, si es que tal cosa existe y yo supiera qué significaba. La gente entraba y salía de este salón exhausto de humo una y otra vez repitiendo un ejercicio que no podía comprender del todo. A veces alguien se levantaba y había una pequeña trifulca por el o los lugares vacíos que quedaban. Todos se miraban unos a otros y los que traspasaban el umbral eran radiografiados indisimulada y descaradamente, hasta que podían finalmente refugiarse en algún agujero y huir de ese maldito hábito de escrutar sin recato ninguno a los recién llegados. Tan grosera era la práctica esa que muchas veces uno quería ir y preguntar a los escrutadores de siempre qué carajo querían. Otra costumbre de nuestro subdesarrollo, pensé, como escupir, mear y tirar basura en cualquier lado.

Mientras, Luis y Marcos se acercaban también con cara de haber hecho un esfuerzo muy grande para poder estar ahí, para apenas tener el placer de tomar unos tragos. No cuesta mucho hacer felices a los hombres, me dije, algo que muchas mujeres no comprenderán nunca, aunque sea cierto que corren riesgos siendo permisivas, comprensivas y magnánimas. Ni bien se sentaron les dije a estos dos señores que se relajen porque ya había pasado todo. Les costó un poco, después de dos fondos blancos la cosa mejoró y Luis ya dejó de tener cara de que iba a ponerse a llorar. Suspiró. Marcos, por su parte, necesitó otro fondo blanco para estar mejor.

Emilio era separado; había llegado a ese estado por problemas de inicial incompatibilidad de caracteres que luego degeneraron en un odio atroz a su esposa. Llegó un momento en el que para él era más agradable tomar un café con un torturador o  tereré con un cambista antes que mirar a María -que así se llamaba ella-; finalmente terminaron acrecentando el patrimonio de un abogado que hacía divorcios en cuatro cuotas a precio de contado.

Roberto estaba todavía casado. No parecía irle tan mal, pero no podía ya sobrevivir sin escaparse por lo menos una vez a la semana a tomar aunque sea un vaso de caña con el gomero de la esquina de su casa. Ya exhibía en su rostro el desgaste de la vida, de esa vida.

Luis y Marcos ya habían asumido oficialmente una doble vida y todos los kilombos que eso genera. Se les notaba también. La historia de Luis yo la conocía muy bien, pues desde cierto tiempo atrás me había elegido para desahogarse. Se había convertido en un putañero. Últimamente ya ni siquiera existía para él la posibilidad de seducir a una mujer, o por lo menos cortejarla, sino que -directamente- preguntaba: «¿Cuánto?»; no quería saber nada de rodeos, pagaba y basta. No quería siquiera cruzar palabras con mujer alguna. A veces era cash, a veces obsequiaba algún vaquero Guess falsificado, algún perfume, o se metía con alguna que le hacía pagar la luz, el celular, o alguna que otra cosa. Era uno de los sostenedores de ese sorprendente mundo de la prostitución soterrada que de un tiempo a esta parte había adquirido proporciones increíbles. Conocés a una, y ésta te conecta con aquella, y ésta con otra, conocés al poco tiempo a todo el plantel, titulares y suplentes, luego te vas a una fiestita, después a otra, siempre oblando, por supuesto.

Luis podía testificar haber visto a mujeres que uno ni siquiera imaginaba. Pertenecían a ese difuso mundo que pendula entre nuestra seudo-farándula, el modelaje de distinto jaez, el show business y nuestro penoso y grotesco remedo de jet set bananero. Algunas de ellas, las peores, las más caras y descaradas, las starlets, pueblan las páginas de sociales, aparecen en tapas de revistas diciendo   —68→   estupideces, otras están casadas con tipos importantes, otras hasta tienen programas de televisión o son invitadas de otros programas como si fueran grandes personalidades, y el único mérito que tienen es tener un hermoso y siliconoso trasero. Y son putas, venden el culo por plata y son endiosadas por los medios impúdicamente. Y cogen con milicos, con jueces, con ministros. Son exquisitas, chupan whisky caro -con Coca Cola estas brutas-, champagney exigen los albergues más caros. Todo es cuestión de entrar en el circuito y empezar a sacar el dinero de algún lado para mantenerlas a ellas, a sus gustos y a veces hasta a sus machos, porque como toda puta, tienen algún tipo que les vive y a quien no cobran.

Sí, son estrellas, y nadie ignora que son putas. Que, es un oficio digno... el de ser puta, digo... cuando se lo ejerce para comer o dar de comer a algún crío o cuando es la única oferta laboral de la que se puede echar mano.

A Luis estas banditas y estas modelitos le estaban llevando a la quiebra económica y a un proceso de desertificación moral bastante lastimoso. Chupaba el santo día para bancarse toda esta situación, conseguía dinero por cualquier medio. Y, a veces, sus hijos no iban a la escuela porque les faltaban unas monedas para el pasaje. Era difícil no ser duro con él, aunque a veces me preguntaba quién puta era yo para juzgarlo a él, o a cualquiera. Más de una vez también uno se habrá sentido tentado de atisbar ese gineceo, de ser parte de ese mundillo de placeres y de ligarse alguna que otra de estas hembras espectaculares. Es difícil huir de la degradación, de cierto tipo de degradación. Porque uno se degrada, sin siquiera luchar muchas veces, o sin siquiera saberlo.

El mismísimo Luis me sacó de mis pensamientos.

-Metele un fondo blanco -me dijo sonriendo.

-Y sí -pensé.

El tipo de colita y remera negra estaba acomodando la segunda botella de champagne, mientras la gente seguía circulando frenéticamente por el salón del bar. Después de depositar mi vaso vacío en la mesa, nuevamente me dejé envolver por mis divagues. Y me puse a pensar otra vez en todas esas pendejas que componían esta nueva generación de golfas. No es que nunca haya habido putas de todas las calañas, pero esta eclosión era algo diferente, e inédita, al menos por estos parajes. Son -pensé- parte de un importante proceso de transformación al interior de la industria de la prostitución. En otros tiempos, estaban las putas de la calle y aquellas pendejitas venidas del interior, necesitadas de algunos pesos para sobrevivir a costa de quienes podían darles de comer o comprarles alguna bombacha. Ahora hay una diversidad que no respeta ni siquiera clases sociales. Uno encuentra mujeres dispuestas a ser contratadas en las universidades, en las agencias de modelaje, en la televisión, en los clubes finos, en las oficinas públicas y privadas. Y muchas ni siquiera parecen ser lo que son. ¿Dónde estaba la explicación? ¿Era esto parte del proceso de recomposición del sistema capitalista posindustrial? ¿Se debía esto a la globalización? ¿Era la consecuencia de la modernización de vidriera de algunas republiquetas? ¿De una desvergüenza incontrolable? ¿Del proceso de urbanización? ¿De la revolución científico-tecnológica? ¿De nuestro consumismo irrefrenable y enfermizo? ¿De la descomposición del tejido moral de la nación? ¿De un simple aumento geométrico de la oferta y de la demanda de este tipo de servicios? ¿De un neohedonismo no censurable? ¿De la cantidad inconmensurable de dinero sucio que circula por todos lados? Vaya uno a saber.

De repente, Luis volvió a sacarme de mis divagues.

-¿Se acuerdan de Antonio, el tipo ese que trabajaba en esa agencia de publicidad que queda enfrente a mi oficina? Antonio, alias «El Tierno»...

-Sí- dijimos todos al unísono.

-Si supieran... -dijo Luis mientras disparaba una bocanada que se perdía irremisiblemente en la pesada atmósfera del salón.

Todos lo miramos expectantes, pues por primera vez en la noche algo concitaba nuestra extraviada atención.

-Un tipo muy interesante. Todo un personaje... -musitó con voz entrecortada por la constante expulsión de bocanadas multiformes. Luego tomó el vaso y con un largo trago hizo desaparecer el contenido restante.

-¿Y? -le imploramos todos de nuevo al unísono. Luis se tomó nuevamente su tiempo para hacer uso de la palabra.

-Es toda una historia -dijo acrecentando nuestra impaciencia-, este personaje es digno de una novela.

-Contá de una vez y dejá de decir boludeces -le espetó Marcos sacándole el vaso de la mano. Mientras tanto el mozo se notificó por señas de que debía depositar dos botellas más en nuestra sudorosa champañera sin champagne.

-El tipo siempre fue famoso por especular esposas y novias ajenas. En eso era un maestro.

-¿Era?

-No sean impacientes, jóvenes. Ya continúo. «El Tierno» vivía siempre pescando la menor ocasión de la que pudiera sacar provecho de la ingenuidad femenina. Yo lo vi actuar una vez. Se ubicaba siempre cerca de la víctima elegida. A partir de ahí, era cuestión de esperar el momento. Era una cena. Se sentó al lado de la dama casada, como correspondía. Ni bien el marido se fue al baño comenzó a disparar:

-«Bebé, qué te hiciste en el pelo, te queda divino».

-«Qué me voy a hacer nada, está igual que siempre, nada que ver lo que decís».

-«Te juro que tenés algo diferente, te ves súper bien, súper linda».

-«Bueno, en realidad tengo unos claritos acá, pero casi nada y además este rodete no suelo usar».

-«Viste, te dije que había algo diferente, y no es que no estés siempre linda, sino que ahora hay algo que realza, no sé, tus ojos, tu sonrisa...».

-«Ay, gracias, pero vos estás mal, en serio te digo...».

-«Nadie puede estar mal contigo; cuando vos estás cerca, el sol sale, la lluvia se detiene, las flores despliegan sus pétalos, la cerveza se enfría, el mar se endulza, la espuma perdura, los impotentes tienen erecciones, la maldad se desvanece...».

-El tipo es un maestro -retomó Luis-. Fíjense que cuando habla de «erecciones», introduce como quien no quiere la cosa el tema sexual y entra en confianza rápidamente, preparando su estocada. Ya después le va a decir que tiene un lindo culo y qué sé yo más. El tipo sabía ocultar detrás de una supuesta galantería su lascivia incontenible. Yo les dije que lo estuve observando en la noche de marras. Esa vez, después de todo su palabrerío meloso, ella lo miraba y sonreía, y él le hacía ojitos y le sacaba la punta de la lengua. Seguramente después se la cogió. «El Tierno» siempre actuó así, y no es imposible creer que se cogió 123 esposas y 47 novias, según me contaron. Hasta que cometió un error.

-¿Un error? -(todos).

-Sí, comenzó a echarle ojo a la esposa de su mejor amigo. No sólo eso, sino que además de levantarse a la fulana, se metió a fondo con ella ¡y saltó todo, mis amigos! La mujer dejó a su marido  y se fue a vivir con él. Y el tipo era su mejor amigo, eh..., pero el asunto se le escapó de las manos y al formalizar la cuestión fue demonizado por todo el mundo y no lo saludaba ni su mamá. Lo condenaron irremisiblemente, se convirtió en un paria social. Pero eso no fue todo.

-¿No fue todo? -(todos).

-No. Su jefe era amigo del marido y lo echó del trabajo. Con lo que este tipo le indemnizó se empezó a dedicar a la usura y a negocios raros. Al poco tiempo tenía una ristra de querellas por estafa y anduvo prófugo por un tiempo. Para más nadie quiso esconderlo ni ayudarlo. Desesperado, menesteroso, rotoso y oloroso, se entregó un día a la policía. Ah, un tiempo antes la esposa de su amigo lo había dejado. Pero aquí no termina la cosa.

-¿Hijo de puta, qué más le puede pasar a alguien? -dijo sobrecogido Emilio, mientras todos forcejeábamos por la botella que quedaba sin vaciar. Y se prendieron cuatro cigarrillos al mismo tiempo. En eso entraron dos mujeres ataviadas de manera bastante interesante, o mejor bastante desataviadas, pero nadie las miró por más de un segundo. Fijamos todos la vista en Luis.

-Te estás olvidando de algo muy importante, chico -le replicó Luis a Emilio, quien evidentemente no sabía que siempre podrá haber una desgracia más aguardando mientras uno no abandone este mundo-: ir a la cárcel -finalizó con mirada extraviada, al tiempo que sus bocanadas se abrazaban con otras bocanadas y desaparecían para siempre.

Nadie emitió sonido alguno, y el mozo recibió la orden de suspender el pedido de cervezas y reemplazarlas por whiskys dobles. Luis continuó:

-Voy a obviar muchos aspectos de su estadía en la cárcel, aunque es importante decir que al llegar lo tiraron en uno de esos  pabellones de criminales de la peor ralea porque no tenía con qué solventar una estadía en un lugar un poco más acogedor que ese pabellón de asesinos y violadores donde fue a parar. El primer día le quitaron su colchón, sus pantalones, su champión, le obligaron a hacer un asado con los pocos guaraníes que tenía y lo pusieron a lavar y planchar las ropas de todo el pabellón. Pero «El Tierno» era un tipo talentoso y de muchos recursos, un tipo que no se arredra, así que muy pronto comenzó a hacer contactos y se reintrodujo en un mundo que él conocía muy bien: el de la usura. Abandonó rápido ese pabellón infernal con su cambio de situación económica; pero muy poco le duró la felicidad, pues de ahí nacieron otra vez sus problemas. Sin contar con la infraestructura ni los contactos suficientes, se puso a financiar actividades muy jodidas dentro del penal. Se metió en patios ajenos y un día lo agarraron entre cuatro querubines y lo estaban ablandando a patadas antes de agujerearlo cuando aparecieron unos guardias que lo salvaron de una muerte segura. Pero quedó más muerto que vivo. Ahora está internado en el hospital del penal, con un riñón caído, el hígado machucado y ahora no lo visita ni el capellán penitenciario. Dicen que es un castigo divino -sentenció solemne Luis mientras lanzaba la milésima bocanada de humo y se acababa de un trago su whisky doble, puro.

Por varios minutos, todos permanecimos silenciosos mientras vino a mi mente un caso bastante similar, el de Hugo, un individuo que desarrolló una insana afición por las hijas adolescentes de sus amigos. Este personaje se dedica a perseguir inocentes y no tan inocentes niñas hasta llevarlas a la cama. Utiliza como base de operaciones un club deportivo donde organiza campamentos, torneos de tenis y cosas parecidas para desarrollar sus actividades cuasidelictivas. Después de entrar en confianza con el pretexto del deporte y el sano esparcimiento, las invita a pasear en su lancha y así va creando las condiciones propicias para su deleznable quehacer. Lo curioso del caso es que una vez fue descubierto por  uno de sus amigos, y éste fue y lo acusó ante su esposa, pero ésta lo sacó a patadas al pobre denunciante. Increíble, dirá uno. El pobre tipo se quedó perplejo hasta que averiguó que la esposa también estaba en lo suyo: levantar jóvenes hijos de sus amigos. Con razón que era un matrimonio tan bien avenido, la pareja perfecta, fue el comentario generalizado.

Me pregunté qué castigo esperaba a Hugo, si es que debíamos tener por cierta la teoría expiatoria de Luis. Después conté el caso y mis contertulios hicieron aún más ominoso el silencio ya previamente instalado. Mientras tanto, la gente seguía entrando y saliendo y Jim Morrison parecía sonreírnos desde la pared. Como nadie hablaba, no tuvimos más remedio que levantarnos y trastabillar hasta la salida. Todos seguían serios y eso que ninguno tenía una hija adolescente. Emilio me pecheó un cigarrillo otra vez y me juró que era la última vez en su vida. La fresca brisa había desaparecido y sequé el sudor de mi frente. Eran apenas las tres y cuarenta de la mañana. Todo un lunes.

 

 
 
 

NOCHE DE LUNA NEGRA
 
 
Ahí estaba él. Ascencio. Vuelto a ultrajar. ¿Quién más? Tal vez alguien como él. El Doctor ése lo miraba con un rostro que destilaba una extraña mezcla de sadismo y condescendencia. El Doctor, sin embargo, estaba más que nunca en las antípodas de Ascencio. Éste era su momento de gloria, de hacer historia. Los flashes de los fotógrafos que eran como latigazos de un aciago flashback para Ascencio, eran para el Doctor como rayos de luz divina que lo elevaban definitivamente al altar de este mundo. El otro cielo al Doctor no le importaba en este momento un carajo. Los gritos, ¡los aplausos!, los rugidos, acercaban al Doctor al orgasmo, mientras Ascencio, anonadado, emprendía vuelo hasta aquella noche donde todo pareció empezar.

Aunque en realidad todo empezó mucho antes, cuando nació en ese miserable rancho campañero. Así, envuelto en trapos, empezaba la historia de Ascencio. Cuna, no. Juguetes, no. Ni hablar de babysitter, de sonajero, de leche en polvo especial, de purecito de manzana para bebé, ni de papita para bebé. Ni papá. ¿Escuela?, un segundo grado salvado que tampoco le permitió aprender a leer. ¿Noviecita? Para qué si ya dormía con sus hermanas en la misma cama desde que entendió algo. Nada de campamentos juveniles, centro de estudiantes, papá me voy al rally con los perros, dentista, hilo dental y Colgate, kermesses, viaje de fin de curso a Camboriú, computadoras, anoche estuve chateando boludo, buzo Adidas, despertarse a las 12, intercolegial, CIMEFOR, champión Nike.

Sí muchos parásitos, caries y dolores de muelas, piques sempiternos, carachas, letrinas, tajos, comisaría campaña con su mamá a cualquier hora para decirle otra vez al comisario que el chongo le garroteó otra vez a su mamá o le pateó todo mal a él, arrear vacas, pies cuarteados, cuartel con sargento que le rompió la cabeza con la culata porque se duerme en la guardia carajo. Ni hamburguesa, ni mayonesa, ni milanesa; ¿helado de cereza?, ¿tarta de frambuesa?, ¿cerveza? No: locro..., todos los días durante años, cururú, a veces caí ladrillo; y, caña..., bien blanca. En fin, nada y todo.

Y ahí estaba él, acribillado por flashes, rodeado de rostros satisfechos, sonrientes, de tipos trajeados que ahora por fin podían meter mano a sus celulares; -¡pobrecitos!- la audiencia de hoy fue tan larga... El fiscal, con pose de ganador y complaciendo a fotógrafos y camarógrafos en todo momento, acababa de pedir 25 años de cárcel para Ascencio: «Para eso me pagan, para defender a la sociedad». Y era la primera vez que esto se hacía delante de todo el mundo; Ascencio y el Doctor estaban siendo parte de la historia.

Un tiempo antes de todo esto, con 28 años (la misma edad de quien pediría luego se le aplique todo el rigor de la ley), Ascencio podía agradecer al Dios que dicen que es de todos que por lo menos no estaba desempleado. Desde su arribo al puterío de la terminal, unos diez años atrás, cuidó autos delante de ese banco que quedaba en la esquina de la plaza. Primero como ayudante de Severiano, alias Caí pyjharé. Después, él quedó como dueño absoluto de esas dos cuadras cuando Severiano se ahogó en el río, más por el alcohol que por el agua, un domingo obviamente caluroso e inclemente. No fue fácil. Otros barriobajeros como él le echaron ojo a ese precioso territorio céntrico. Fue un poco de poner el pecho, otro poco de poner presencia, de soportar intimidaciones, de salir airoso de aquel Tramontina que no se le hundió lo suficiente en su espalda en aquella noche de cachaqueada. Y tener cuates policías. Pero también todos los bancarios eran sus cuates. Realmente se impuso en el mercado. Era uno de los mejores en eso de chulear a los agentes de tránsito en su maldito papel de vigilar si todo automóvil estacionado tenía el ticket correspondiente. Por un mil o un dos mil podías dejar tu auto a cargo de Ascencio, que no había cepo que te coloquen ni grúa que te lleve el auto en el día entero. La reventa de las fichas de estacionamiento y el lavado de autos eran sus extra. Compartido con zorros y con canas, por supuesto. La lluvia le cagaba, así como los sábados y los domingos. Era imposible ir a cuidar autos a la cancha, los territorios estaban siempre perfectamente delimitados, así como el suyo, que nadie osaba ultrapasar. Como perro de la calle que era, meaba -y a veces más que eso- por ahí en los alrededores de ese pleno centro lleno de hedores, demarcando de paso sus dos cuadras; las dos cuadras de su banco y de su hotel.

En esos tiempos algo de efectivo le sobraba, y hasta llegó a tener una piecita con su tele, su ventilador de pie, su equipo de sonido -un espectáculo- con karaoke y todo. Le pasaba algo a sus dos mitaí que deambulaban por ahí también, de repente se iba a la cancha y como todo un señor comía asadito con Coca Cola; a veces, hasta se subía en taxi.
 
Todo esto duró hasta aquel día en que desembarcaron directamente de la campaña sus dos hermanas supérstites y se le instalaron. Un punto de inflexión determinante en la historia de Ascencio.
 
Odiaba a sus hermanas porque le vinieron a despojar de su bienestar, de su tranquilidad y de su independencia. Y por varias razones más. Muy rápido empezaron a putear y muy pronto Estanislaa y Esmilda se hicieron conocidas en el ambiente como Cara de puta vieja y como Cara de puta joven, respectivamente. A veces estas descaradas hasta llevaban algún arriero a la piecita. Ascencio, el pobre, hasta llegó a escuchar una vez por ahí que alguien decía a sus espaldas: «nderacore, si te vas en el kilombo siempre la Madama te dice por las hermanas de Ascencio: 'trabajan bien estas dos, entró nomá mi rey, no te vaja rrepentir'». Para completar el cuadro, le robaban plata, le descompusieron su equipo de sonido, empeñaron su tele para pagar alguna de sus innumerables cuentas.
 
La piecita -su piecita- pronto sirvió apenas para dormir. A veces ni para eso. Se quedaba a farrear por ahí o a emborracharse en la placita de enfrente al banco, hasta que llegaba la hora de ejercer su noble oficio de cuidar autos. Ya apenas aparecía por ahí. Llegó a odiar a ese lugar alguna vez tan querido.

Aquella noche aceptó ir con algunos socios a un kilombo. Estaba animalmente ebrio, por eso cedió, es que los kilombos le recordaban de la existencia de sus malhadadas hermanas. Montaron a un enorme ómnibus y descendieron ni bien divisaron una refulgente y abigarrada esquina que marcaba el inicio de toda una cuadra llena de tugurios. Pero estaban buscando uno en particular, había sido. Fueron caminando cruzándose con decenas de personas que gritaban, corrían, pateaban escuálidos niños que aspiraban cosas, escupían, vomitaban, meaban, ofrecían alguna mercadería, reían, hablaban, subían a taxis, hacían señas a policías, les estiraban hacia adentro, comían chorizos y asaditos, tomaban cervecita, pululaban sin cesar.
 
Toda la cuadra estaba ocupada por humildes y humeantes parrillitas y sus respectivos parrilleros; había que esquivarlas, lo mismo que a las personas y a los perros que se desparramaban por doquier. Hasta que llegaron al burdel en cuestión, iluminado por una luna negra de neón, y subieron. Quedaba en un segundo piso y había que subir por una escalera pegada a la pared. Ascendieron chapoteando porque la escalera parecía una catarata debido a que los parroquianos salían a mear en el descansillo de la escalera y el ácido líquido descendía a borbotones hacia la calle.
 
Ascencio entró tambaleándose y a tientas en el salón iluminado por unos débiles focos negros y rojos. Se podía adivinar, sin embargo, que el lugar estaba lleno de gente. Se respiraba eso. Al fondo de un escenario de tablones ruidosos y sin barnizar, un tipo amanerado vestido con una camisa con volados y chaleco al tono -también con volados- estaba diciendo cosas en un micrófono. Luego entraron unas bailarinas que fueron abucheadas y silbadas durante todo el show. De un lado del escenario se escuchaban gritos y del otro lado también. Las bailarinas, vestidas de paraguayas al comienzo, terminaron la polka completamente desnudas, recogieron sus vestidos y se retiraron. No lograron acallar las rechiflas en ningún momento, a pesar de haber puesto mucho empeño y de un juego de luces a cargo de personajes que prendían y apagaban los focos alternativamente. Siguieron varios números más: un grotesco can-can que incluía un desvestirse por turnos de parte de las coristas, un travestí que hizo un playback de I will survive, una tortilleada al son de New York, New York en versión cachaca.
 
Pero el público parecía estar esperando otra cosa. Volvió una vez más al escenario el amanerado y retomó el micrófono. El público reaccionaba arrebatado a cada palabra dicha por el animador. De verdad parecía estar animando a los presentes. Los ensordecedores gritos de la concurrencia, sin embargo, continuaron hasta que algo dijo el amanerado porque se hizo un silencio de catacumba. Inmediatamente, las débiles luces se apagaron, por un momento. Luego, una solitaria luz roja iluminó del proscenio un ángulo oscuro: de ahí emergieron dos mujeres ataviadas con minifaldas y blusitas con diseños tigrescos que comenzaron a contonearse frenéticamente al son de una cachaca de Los Guardianes del Amor.
 
¡Qué puta, justo el tema preferido de Ascencio! Ni bien el temazo de Los Guardianes empezó a destilar sus primeros acordes también él se puso a bailar y el presentador amanerado saludó la presencia: «de este magnífico grupo de estudiantes de la Facultad de Ingeniería que despiden de su soltería al amigo Vicente en la noche de hoy». Las pendejas empezaron a embolarse. Aplausos, gritos, piipuus y nuevamente el silencio del público que seguía atentamente el stripin. Ascencio, eufórico pidió al oído del mozo un vaso de vino «con Fanta profesor».
Las pendejas empezaron a besuquearse y a toquetearse en el escenario de tablones. Paró la música y las estrellas de la noche comenzaron a sacarse la ropa interior con movimientos cadenciosos. Sólo se escuchaba el rechinar de los tablones. Las luces tiritaban frenéticamente rojas a lo lejos, de la mano de los dos personajes instalados cerca de los interruptores. Repentinamente, una de ellas, la menos gorda, se irguió y se dirigió a la expectante platea. Miró en todas las direcciones una y otra vez hasta que eligió a uno. Eligió a Ascencio. Le alargó su mano y Ascencio subió al escenario con el aliento del público. Sin dejar su vaso de tinto con Fanta, Ascencio fue bailado, rozado y estrujado por la puta-dancer-streaper. Las rápidas manos de la susodicha dejaron sin pantalón a Ascencio que sólo se dejó llevar por los movimientos de su partner quien pronto lo tuvo atornillado sobre ella, atenazado por sus piernas. El público deliraba y el espectáculo continuaba. La porno-actriz se puso de cuatro y Ascencio no hizo más que adecuarse a la nueva coyuntura. La pareja halló que esa era la posición políticamente correcta por lo que el acto continuó por varios minutos y a Ascencio no le importó nada, ni siquiera el público que seguía a sus espaldas todo el espectáculo.
Hasta que del grupo de estudiantes de Ingeniería saltó a escena un rubito con inequívoco aspecto de clasemediero. El individuo en cuestión venía bajándose los pantalones, ora mirando a sus socios, ora fijando la vista en Ascencio, hasta que arremetió encarándolo a traición, al estilo coreano, mientras éste, absorto y mudo de rodillas prescindía del resto del mundo, hasta ese momento. El rubito encastró en la primera estocada a la que siguieron varias, mientras Ascencio, anonadado, y la puta -puteando a voz en cuello-, trataban de zafar, prisioneros ambos del apretuje de cuerpos y del acoplamiento perfecto que ahora dejó de ser placentero para convertirse en una trampa de la que no se podía huir. Mientras, como era de suponer, la canalla gritaba y reía. El rubito se hamacaba y reía mirando hacia sus compinches que festejaban todo este asunto. Pero lo que hizo que Ascencio encontrara esa fuerza sobrehumana que todos nosotros hallamos en ciertos momentos de la vida fue aquel flash que azotó el aire por un segundo. Cerca del paroxismo, Ascencio irguió violentamente su espalda, abandonando el cálido cobijo de la ninfa y arrojando al rubito fuera del escenario. Acelerado por el mismo diablo, recogió sus ropas y atravesó como un rayo el salón echando exactamente dos biombos multicolores a su paso hasta aquella ansiada puerta.
 
La joda siguió en el kilombo. Sus socios no encontraron a Ascencio aunque lo buscaron por los alrededores incansablemente. Los estudiantes de Ingeniería siguieron bebiendo rodeados de putas.
 
Desde algún oscuro recoveco, Ascencio esperó y esperó. Cuando llegó la hora, volvió a mirar sus bolsillos para asegurarse de que tenía suficiente. Al pasar por una de las parrillitas se hizo subrepticiamente de un cuchillón. Subió al taxi. Al taxista le extrañó la orden, pero Ascencio, que estaba absolutamente sobrio y lúcido le dijo que eran sus cuates y que por favor no les deje escapar.
 
Vagaron por un buen rato detrás de aquel vehículo hasta que sus ocupantes se cansaron de dar vueltas y de arrojar latas de cerveza por toda la ciudad. Para desgracia del rubito, justo él bajó primero. Ascencio descendió en la esquina siguiente y caminó pegadito a las murallas de las casas mientras observaba cómo el rubito tenía ciertas dificultades para abrir el portón. En realidad nunca llegó a abrirlo. En cambio lo abrieron a él en 38 partes, según el informe del forense leído por el Doctor durante el juicio. También se la cortaron en 8 pedacitos, de acuerdo con el mismo informe leído por el funcionario mencionado más arriba. También le mearon en la cara y además tenía clavada una botella de sidra en la parte posterior, para decirlo elegantemente. Siempre según los registros oficiales.
 
Ascencio vagó como un insomne sin que nadie lo moleste y con el cuerpo embadurnado en sangre por horas y horas, hasta que salió el sol y a un policía, agenda en mano, se le ocurrió pedirle su cédula. No la tenía, se le había caído en un kilombo, le dijo al uniformado, que anotaba todo en su agenda. La patrullera llegó en un minuto, pero ningún policía se animaba a acercársele. Aún tenía el cuchillón en su mano derecha. Después de un rato llegaron los refuerzos solicitados y de la camioneta con luces en el techo bajó un ropero de dos metros que sin mediar palabra le aplastó a Ascencio una cachiporra en la cara. Sólo despertó unos días después; cuando lo hizo vio al Doctor delante suyo. No recordaba nada, salvo una luna negra de neón.

 

 

 

Para compra del libro debe contactar:

ARANDURÃ EDITORIAL

www.arandura.pyglobal.com

Asunción - Paraguay

Telefax: 595 - 21 - 214.295

e-mail: arandura@telesurf.com.py

 

 

Enlace al espacio de la ARANDURÃ EDITORIAL

en PORTALGUARANI.COM

(Hacer click sobre la imagen)

 





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
ARANDURÃ
ARANDURÃ EDITORIAL



Leyenda:
Solo en exposición en museos y galerías
Solo en exposición en la web
Colección privada o del Artista
Catalogado en artes visuales o exposiciones realizadas
Venta directa
Obra Robada




Buscador PortalGuarani.com de Artistas y Autores Paraguayos

 

 

Portal Guarani © 2024
Todos los derechos reservados, Asunción - Paraguay
CEO Eduardo Pratt, Desarollador Ing. Gustavo Lezcano, Contenidos Lic.Rosanna López Vera

Logros y Reconocimientos del Portal
- Declarado de Interés Cultural Nacional
- Declarado de Interés Cultural Municipal
- Doble Ganador del WSA