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MARTIN THOMAS MC MAHON (+)

  LA GUERRA DEL PARAGUAY (Ensayo del GENERAL MARTÍN THOMAS MAC MAHON)


LA GUERRA DEL PARAGUAY (Ensayo del GENERAL MARTÍN THOMAS MAC MAHON)
LA GUERRA DEL PARAGUAY
Ensayo del
GENERAL MARTÍN THOMAS MAC MAHON


LA GUERRA DEL PARAGUAY
Desde Buenos Aires a la vieja capital del Paraguay, Asunción, hay mil millas de anchurosas y amarillas aguas conocidas como los ríos de la Plata, Paraná y Paraguay, los dos últimos contribuyendo con el Uruguay a formar el primero, y la totalidad haciendo para el Continente Sur de América la gran oficina que el Mississippi y sus afluentes realizan para el gran Continente del Norte. En añejos tiempos, es decir, antes de la guerra, si el lector hubiera ascendido estos ríos poco hubiera hallado en su pasaje para interrumpir la contemplación de las un poco monótonas bellezas tropicales de los bancos. Hubiera visto las blancas alas de unos pocos pacíficos buques mercantes haciendo bordadas hacia adelante y hacia atrás, o escuchar la ronca pitada de un vapor ocasional que marcha raudo con la corriente aguas abajo o que marcha pesadamente en su lenta subida. Hubiera podido gozar, con ligeras interrupciones las interminables piruetas de los monos entre el follaje de ambas riberas; el parloteo de los loros y pájaros sureños de brillante plumaje; el perfume de las flores que pocas tierras producen en tan maravillosa variedad de color, forma y fragancia. Hubiera podido ver quizá de tiempo en tiempo un furtivo tigre clavándole los ojos entre pesadas enredaderas rastreras; y no muy de vez en cuando un cocodrilo deslizándose por las tranquilas estelas del agua y preparando un pequeño asalto para unas gigantescas cigüeñas blancas u otra ave de río esperando pacientemente su cena a la orilla del río. Y observando todas estas cosas con atención, como también morros ocasionales moderadamente altos, coronados por pequeñas villas fáciles de ver desde el agua y, a veces, en la época de crecida, vastas irrupciones del río sobre millas de la planicie del Chaco, salpicadas de islas de un verde perpetuo, hubiera tenido más o menos una buena idea del de la Plata y sus principales tributarios, en los días de paz, como es el deseo que tiene de presentarlo quien escribe. Más tarde, si no nos cansamos de nuestra mutua compañía, cuando bajemos por estos ríos, que es nuestro propósito subir ahora, señalaremos, como guía, las características más notorias, tales como las ciudades de Rosario, futura Capital de la República Argentina, y el terminus de un importante ferrocarril; Corrientes, el nombre que se halla inseparablemente conectado con los primeros capítulos de la guerra en el de la Plata; y otros puntos en que importantes eventos tuvieron lugar en la guerra existente, o en los antiguos disturbios en los cuales se vieron envueltos los estados vecinos.
Hemos hablado del río en sus días de paz, que hoy está tristemente cambiado, porque si bien las flores y el follaje permanecen aun sobre sus bancos, y su rauda corriente se arrastra constantemente hacia el mar, los pájaros y las bestias se han alejado de la orilla temerosos de la constante corriente de un comercio fatal nacido de las necesidades de la guerra. Y aun el impertinente mono raras veces se aventura hacia la orilla a investigar en los transportes que pasan a la negra soldadesca del Brasil a quienes los paraguayos insisten en llamarlos sus hermanos-una relación que el obstinado animal declina reconocer.
En el año 1868 salió de Buenos Aires un escuadrón americano para realizar la misma jornada que tenemos en contemplación; y tanto más cuanto que estos hombres de marina son buenos compañeros de viaje servirá a nuestro presente propósito tomar pasaje en uno o en todos los buques de la flota. Si el lector tuviera la curiosidad de saber con qué propósitos zarpó el escuadrón lo referiríamos a una próxima publicación sobre el caso, de más o menos mil páginas, a aparecer próximamente en Washington, en la cual hallará en detalle todo lo concerniente a la expedición, sus objetivos y resultados, con muchos otros interesantes asuntos; que él tiene el derecho a leer y a disfrutar, porque paga por su publicación.
Humaitá, la formidable fortaleza donde los paraguayos hicieron su segundo gran esfuerzo por la independencia, está actualmente ocupada por un hospital para los aliados. Sus obras han sido demolidas y la vieja iglesia que permanece en la parte posterior está semi destruida y acribillada a balazos por doquier, es una muestra típica de la desolación que ha caído sobre la tierra. Nosotros pasamos por ahí a la noche. Unos pocos transportes aliados se hallaban anclados cerca de la costa. Las luces de costumbre guiñaban en sus jarcias, no había signo alguno ni sonido indicador de la presencia de hombres. A medida que nos acercábamos a Las Palmas la evidencia de la guerra se hacía cada hora más visible. El río se hallaba lleno de transportes, con ocasionales hombres de guerra, principalmente monitores, y todos ellos enarbolando la desteñida bandera verde del Brasil. Los transportes generalmente desplegaban la bandera argentina y la oriental por cuanto las dos repúblicas aliadas con el Brasil habían limitado modestamente su ambición en el agua al bien pagado trabajo de transportar comercio del ejército. En Las Palmas, en una estrecha extensión del río de una milla o más, habían innumerables embarcaciones de muchas nacionalidades. Se hallaban ancladas en la orilla paraguaya donde los bancos tenían una altura de alrededor de doce pies, o fondeadas en la corriente vecina a la orilla opuesta. Habían vapores y buques a vela, y gabarras y remolcadores de todo tipo de construcción concebible mezclados en tan admirable confusión que sólo "Jack" sabe cómo crear y separar con una facilidad que es la admiración de los hombres de tierra. Cubriendo varios acres de la orilla estaba, por supuesto el inatajable vivandero con sus casillas, carpas y estantes y chozas, cada una de las cuales enarbolando una alegre bandera o banderola y exhibiendo inartísticas señales en español y en portugués de la bondad y belleza de los artículos exhibidos. Las carpas y las casillas estaban generalmente colocadas en las calles llenas de gente de ambos sexos y de numerosas naciones. Había bullicio y animación y suciedad y algazara, tales como se encuentran atrás de todos los ejércitos en los puntos donde sus grandes depósitos están establecidos. También estaban llenas de vida las cubiertas de los barcos. En su mayoría eran barcos de los países aliados, pero un ocasional saludo que hacíamos al pasar traicionaba aquí y allá la presencia de más corteses banderas de Europa. La cortesía internacional no es una virtud en el Ecuador, ni al Sur de él, pero el tiempo y los viajes remediarán esto. La apariencia general de Las Palmas y su desembarcadero se parecían en mucho -si bien más alegre y pintoresco en su despliegue de hinchadas y alegres insignias- a las escenas en James River presentadas hace unos años cerca de City Point cuando el Ejército del Potomac operaba contra Petersburg.
Navegamos rápidamente por entre la larga avenida de transportes y en pocos minutos nos hallamos entre los buques de la escuadra brasileña. El Comodoro vino a bordo para saludar al Almirante americano y nos aseguró que ninguna obstrucción militar o de otra naturaleza impediría que siguiéramos hacia arriba hasta la posición paraguaya. El Comodoro era un hombre de modales agradables que había sido educado en la Marina de los Estados Unidos y hablaba el inglés con cierta facilidad. Luego de breves minutos de conversación se alejó en el buque en que había venido, para reasumir sus funciones, que en este momento parece eran de un carácter que podría adecuadamente haber sido asignado a aquella mítica rama del servicio, los "marinos a caballo". Estaba en cargado de pasar la caballería aliada desde el lado paraguayo del río al lado del Chaco, para ser enviada sobre las baterías de Angostura.
Proseguimos inmediatamente nuestro viaje y en pocos minutos rodeamos un punto y descubrimos por la primera vez la bandera tricolor paraguaya ondeando sobre estas celebradas baterías. En este punto habían montados dieciséis cañones en el frente del río. Uno era un Whitworth de largo calibre capturado meses atrás del enemigo en circunstancias que ilustrarán sobre el modo de hacer la guerra del Ejército Paraguayo, mejor que páginas de descripción. En Paso Pucú los aliados habían mantenido un fuego durante muchos días con sus noches en la posición paraguaya. Este cañón Whitworth era su pieza más formidable y abrumadora. López dio órdenes de que las balas fueran cuidadosamente recogidas a medida que caían. En el curso del tiempo había lanzado dos mil proyectiles todos los cuales fueron recogidos cuidadosamente López fue informado respecto al hecho a raíz de cuya información ordenó la salida de una expedición que iría a traerle el cañón. Él grupo comenzó y tomó por asalto esa parte de los trabajos aliados, trayendo todos los cañones montados en el lugar. Sin embargo, siendo el Whitworth pesado y difícil de manejar, y no conociendo los oficiales de la expedición su valor especial, fue abandonado en terreno pesado fuera de la línea aliada. Una vez en conocimiento de este hecho el Presidente López despachó otro grupo que encontró al enemigo embarcado en la tarea de recuperar el cañón. Los paraguayos los rechazaron, retomaron la pieza y regresaron en triunfo a sus líneas, donde, el día siguiente abrió fuego con los mismos proyectiles que durante semanas había estado proporcionando a sus nuevos dueños. Las pérdidas sufridas por el Paraguay en esta expedición fueron muy grandes, pero ellos obedecían las órdenes al pie de la letra.
Permanecimos varios días frente a las baterías de Angostura. Hubieron negociaciones en progreso que fueron interrumpidas varias veces por las operaciones de guerra. Es decir, la lancha brasileña vino tres o cuatro veces alrededor del punto enarbolando la bandera americana y una bandera de tregua en la proa y nos notificó que ellos estaban por atacar las baterías. El ataque consistía generalmente en lanzar tres o cuatro proyectiles a larga distancia, recibiendo el mismo número en respuesta, lanzados usualmente con gran puntería, y luego descender con la corriente después de esta valerosa exhibición para volver a reunirse con la admirativa escuadra. Puede ser bueno mencionar, sin embargo, que el indudable propósito de estas acciones era meramente molestar a los americanos compeliéndonos a levar anclas y alejarnos, obligados en cortesía a hacerlo tantas veces como el Comandante brasileño decidió repetir esta algo mezquina e indigna maniobra.
Durante estos días en el río el termómetro llegaba a cien todos los días y los mosquitos a varios millones todas las noches. Contra los últimos no había protección posible. Las redes eran débiles defensas. Ellos parecían entrar gracias a un misterioso proceso, o, en las palabras de un distinguido oficial naval, cuando esto era imposible "corrían hasta una horqueta tan larga como un ala desplegada y operaban a través de la red con el tranquilo triunfo del genio". Nunca parecían estar suficientemente alimentados y si su desamparada víctima trataba de escapar de ellos haciendo violentos ejercicios en cubierta, lo seguían formando nubes toda la noche y solamente lo dejaban a la salida del sol. Los marineros descubrieron un refugio en los topes y allí iban todas las noches, lugar al que, aparentemente, nunca llegaron los mosquitos. Temiendo, sin embargo, los jóvenes caballeros la intrusión de los de rango superior, mantuvieron bien en secreto las ventajas de sus elevados dormitorios, y sólo revelaron el secreto al final del viaje. En el ínterin, algunos de los miembros de la tripulación no se encontraban bien a causa de la necesidad de descanso bajo este incesante castigo. Es mejor, entonces, dadas las circunstancias, darlos de baja de la Marina y dejarlos regresar a la bienvenida frescura de las saladas aguas del océano, mientras nosotros íbamos hacia el interior al cuartel general del Ejército de la República.
La escuadra regresó rápidamente al mar sin incidentes dignos de mención. Los oficiales se entretenían tirando ocasionalmente a los pájaros o a las bestias que habían en las orillas. En una instancia se forjó una muy extraordinaria transformación debida a la más bien cuestionable práctica de rifle de un bizarro capitán que le disparó a una blanca cigüeña que se hallaba en la orilla y quedó atónito al ver al extraño pájaro asumir repentinamente la forma y proporciones de un nativo del país, quien se había escondido entre los arbustos de la orilla y desaparecido con gran velocidad rumbo al interior.
Desde Angostura, andando seis millas a caballo en un país muy interceptado por esteros llegamos al cuartel general del Ejército situado en el cerro de Pikysyry. Los edificios eran de un piso, techados con la paja del país y arreglados como los tres lados de un cuadrado, incluyendo un área de un poco más de un acre. Todas las piezas se abrían hacia adentro y los aleros formaban en ese lado un corredor que se extendía a lo largo de los edificios. El lado principal, o aquél más cercano al río, estaba ocupado por el Presidente. En un extremo de esta línea las paredes laterales habían sido omitidas, dejando un gran tinglado abierto, que parecía servir como oficina militar, comedor y observatorio. Bajo este tinglado habían tres grandes telescopios colocados sobre trípodes, a través de los cuales, de la mañana a la noche, los ayudantes observaban constantemente el movimiento del enemigo e informaban de tiempo al Presidente que generalmente se sentaba ante una gran mesa cerca del extremo más distante para recibir los informes o atender los negocios militares del día. Tres ayudantes permanecían fuera del "galpón" o tinglado, pero siempre a la vista. Su trabajo parecía ser entregar a López los despachos telegráficos que llegaban constantemente de la oficina cercana, o comunicar de tiempo en tiempo sus órdenes a los otros oficiales de la plana mayor. Estos últimos, cuando no se hallaban ocupados en tareas militares pasaban principalmente su tiempo en pequeños grupos tirando monedas -una práctica en la cual todos habían adquirido una habilidad singular. Todos estaban bien uniformados llevando ya sea una chaqueta de franela roja o una fina prenda de una tela azul oscuro del mismo diseño primorosamente bordeada de negro o de rojo, con pantalones de tela azul o roja y gorras de faena de modelo francés con indicaciones del rango en dorado. Sus caballos con arneses profusamente adornados con plata, permanecían generalmente ensillados y con las cinchas flojas todo el día. Todos eran buenos jinetes y cuando montaban hacían una hermosa exhibición.
La vida en este lugar durante unos pocos días se volvió monótona. Las tropas, es cierto, estaban trabajando haciendo trincheras y reforzando sus posiciones, y el enemigo hacía continuados y enérgicos preparativos para un próximo ataque. Pero, después de las laboriosas escenas desde el Tebicuari y las severas y terribles luchas de la primera parte del mes, esta vida de un si es no es tranquila espera parecía de preparativos. Así, una noche cuando López advirtió a sus oficiales principales mientras comían, que, "Caxias me atacará mañana a las cuatro y media", una expresión de regocijo se reflejó en el rostro de todos los oficiales presentes. El agregó: "El está desembarcando de los transportes a sus marineros y tropas en Las Palmas con el propósito de hacer una desviación desde abajo, pero atacará en fuerza desde la dirección de Villeta", un punto a pocas millas de distancia río arriba. El día siguiente a la hora indicada una lluvia de fuego de escaramuza seguida prontamente por proyectiles pesados anunciaba el comienzo de una batalla que, considerando la gran disparidad de fuerzas entre las partes contendoras y la importancia de sus resultados nos decidió a que nos alejáramos de la regla que habíamos hecho para nosotros al comienzo de estos tanteos, para no aventurarnos en las descripciones de tales escenas.
La loma o tierra alta en la cual se hallaba establecido el cuartel general era el centro de la posición paraguaya. Estaba atrincherado a una distancia de alrededor de media milla por tres lados. La parte que iba quedando llana a partir de las trincheras era algo arbolada, pero del otro lado del valle que separaba a los beligerantes había tierra alta y campo abierto, conocido con el nombre de Lomas Valentinas. Allí se encontraba apostada la artillería aliada que mantenía durante el día un fuego bastante constante, pero mal dirigido. La mañana pasó en escaramuzas y en un raid que hicieron los aliados sobre las manadas de animales que tenían en los esteros afuera y atrás de la posición atrincherada. Más tarde en el curso del día el rápido y continuado tronar de la fusilería anunciaba el comienzo del trabajo serio en el frente mirando hacia el río. Una columna de caballería brasileña se desplazaba por los declives desde el centro aliado amenazando la derecha paraguaya. Unos pocos cohetes Congreve volaron con respetable estruendo desde el lado paraguayo haciendo doblar la cabeza de la columna hacia la izquierda. Mientras tanto los aliados, que habían reunido lentamente, pero con fatal demora, su cuerpo principal en la pendiente del pequeño valle, protegido por los bajos y gruesos árboles, avanzaban para lanzar su ataque principal. Su artillería pareció cesar en el momento en que, de todos los demás, era sumamente necesario mantener un fuego incesante y concentrado, y dejara la artillería avanzar contra el imperturbable fuego del lado paraguayo. Hasta un cierto punto el avance era bien sostenido, iban al corazón del fuego opositor; hesitados, regresaron en confusión, perdiendo más en su regreso de lo que probablemente hubieran perdido si se hubieran lanzado sobre las trincheras enemigas lo que su gran número les hubiera permitido hacer. Hicieron un segundo y más débil intento hacia la derecha que tuvo similar resultado. Sus baterías avanzaron hacia el frente, pero no pudieron apoderarse de las posiciones más importantes. Explotaron varios vagones de municiones paraguayas y muchas de sus piezas quedaron descompuestas. Si bien el cuartel general comenzó a llenarse de heridos, nadie abandonaba las líneas con excepción de aquellos quienes debido a sus graves heridas estaban incapacitados para seguir luchando. Habían niños de tierna edad que salían arrastrando sus destrozados miembros o con espantosas heridas de bala en sus pequeños y semidesnudos cuerpos. Esos niños ni se lamentaban, ni gemían, ni pedían cirujanos o atención; y cuando sentían la presión de la misericordiosa mano de la muerte sobre ellos, se acostarían y morirían tan silenciosamente como habían sufrido. Muchos de esos niños tenían madres que no se hallaban lejos en las cuadras de las mujeres donde las balas y las bombas de los civilizadores aliados caían a granel, que no pensaban en sus hijos moribundos, ni en sus hogares ha mucho tiempo abandonados, ni en sus maridos que tal vez se hallaban agonizantes en esos momentos sino en la causa del país en su supremo momento de batalla, cuando todos esperaban confiadamente poner fin al agotamiento y la ruina que esta invasión aliada había traído sobre la patria.
La caballería que se había vuelto hacia la izquierda en su primer avance, dividida a cubierta de barrancos y un destacamento de un par de escuadrones entraron en las líneas paraguayas en el extremo derecho, en un punto desde el cual las tropas habían sido retiradas para enfrentarse en algún lugar a la infantería enemiga. Penetraron, casi sin resistencia, hasta casi una distancia de cien yardas del cuartel general. Unos pocos oficiales y otros se dirigieron locamente contra la columna atacándola con la furia de la desesperación. Hubieron pocos tiros de carabina, un pequeño y no importante trabajo de sable cuando los brasileños parecieron perder repentinamente el coraje y dirigiéndose hacia la derecha huyeron. En el curso de pocos momentos otro y más grande cuerpo, formado de por lo menos dos mil hombres entró al punto del que el primer destacamento había huido. Venían también en columnas y avanzaron hasta ochenta yardas del cuartel general. El Estado Mayor del Presidente y cabalgadores irregulares alcanzando tal vez el número de doscientos en total se lanzaron contra ellos agrupándose como abejas alrededor de la cabeza de la columna usando sus armas-sables, carabinas, lanzas-con terrible efecto. De haberse desplegado los brasileños hubieran rendido al pequeño puñado de hombres que les resistían, tomado el cuartel general paraguayo y probablemente capturado al propio López. Pero ellos seguían avanzando en columna -más despacio a cada paso- pero el peso que venía de atrás seguía empujando hacia adelante a toda la columna. Mientras tanto, parecía que los que se hallaban en el frente no peleaban mientras que los paraguayos daban golpes en todos los flancos con singular rapidez aun cuando seguían estando presionados hacia atrás. La marcha se redujo a caminar. Los oficiales paraguayos con sus chaquetas rojas estaban confusamente mezclados con los altos rangos de los brasileños de gorras blancas. Estos últimos parecían semi paralizados pero seguían avanzando, presionando a los caballos paraguayos que se movían hacia los costados o retrocedían. Finalmente cesó el movimiento hacia adelante, la columna se envolvió en sí misma, dio la vuelta y retrocedió. Los demás siguieron con fiero entusiasmo. Una sección de la artillería abrió fuego sobre el enemigo en retirada y la caballería aliada no volvió a aparecer en la batalla de ese día. El día se cerró con la completa repulsa de los agresores en todos los puntos importantes si bien era evidente que la línea de defensa paraguaya debía ser más contraída aún en vista de las grandes pérdidas de defensores. El enemigo mantenía su fuego de mosquetería toda la noche y así siguió durante cinco días sucesivos y sus noches. Sabían que tenían ante sí un escaso número de adversarios y esperaban reducirlos no dándoles descanso.
Las condiciones existentes esa noche y los días siguientes en las líneas de López eran deplorables. No había forma de atender a los numerosos heridos, ni podían los hombres ser separados para sacarlos del campo, o para enterrar a los muertos. Numerosos niños que casi pasaban desapercibidos yacían bajo los corredores bárbaramente heridos y esperando la muerte en silencio. Las mujeres estaban ocupadas haciendo gasas de cualquier material que se pudiera hallar para el efecto a la luz de linternas. Las ropas de todas las descripciones fueron convertidas en vendas. Grupos de oficiales, muchos de ellos heridos, estaban sentados aquí y allá discutiendo los eventos del día. El Presidente se sentó aparte con un grupo de sus principales oficiales, haciendo lo mismo que los otros oficiales. Proyectiles aislados salpicaban de cuando en cuando la madera de las casas y un pavo real sobrenatural posado arriba la noche con sus chillidos cada vez que un proyectil caía lo suficientemente cerca como para perturbarlo cuando dormitaba.
El fuego continuó desde el 21 al 27 de diciembre, noche y día, variado con ocasionales demostraciones, pero sin asalto determinado. El 24 los generales aliados dirigieron al Presidente López un comunicado conjunto conminándolo en un lenguaje insultante a rendirse, echando sobre él la responsabilidad de la sangre derramada, denunciándolo ante su propio pueblo y ante el mundo civilizado por todas las malignas consecuencias de la guerra. Le informaron también que conocían la debilidad de su ejército y que no tenían duda que él tenía conocimiento de la superioridad numérica de ellos y de las provisiones y refuerzos que recibían constantemente.
"Ustedes no tienen derecho”, dijo él en su respuesta, "a denunciarme ante mi país, porque yo lo he defendido. Lo defiendo y lo defenderé mientras viva; él me ha impuesto este deber y yo lo cumpliré religiosamente hasta el final. El resto será juzgado por la historia y no tengo cuentas que rendir a nadie sino ante Dios; y si la sangre aun debe correr, El no dejará de cargar la responsabilidad sobre aquél a quien le corresponda. Por mi parte, siempre he estado y sigo estando dispuesto a tratar la paz en términos igualmente honorables a todos los beligerantes, pero no escucharé palabra alguna destinada a hacerme deponer mis armas como un perliminar".
En otro lugar de la misma respuesta dice él: "Vuestras Excelencias se han complacido en informarme que conocen mis recursos, y son lo suficientemente buenos para suponer que yo también conozco su preponderancia en números y en provisiones, con sus facilidades para refuerzo sin límite alguno. No tengo tal conocimiento, pero en cuatro años de guerra he aprendido que esta vasta superioridad en número y en recursos nunca ha sido suficiente para quebrantar el espíritu del soldado paraguayo que lucha con la abnegación de un devoto ciudadano y la resolución de un hombre cristiano de que se puede abrir para él una estrecha tumba en el suelo de su país antes que permitir el deshonor.
"Vuestras Excelencias me dicen que la sangre derramada en Itororó y Abay tendría que haberme determinado a evitar el otra derramamiento de sangre del 21. Pero no ven ustedes en la sangre paraguaya por la que libremente corre la gloriosa prueba de la devoción de mis conciudadanos, y que cada sagrada gota nos impone a nosotros los sobrevivientes una nueva y más imperiosa obligación.
Debo en presencia de tan grandes ejemplos acobardarme ante la amenazas tan poco caballerescas, permítanme decirlo, con las cuales Vuestras Excelencias buscan intimidarme?".
El 27 se hizo un ataque determinado sobre la retaguardia paraguaya en una parte de la línea defendida por reclutas. Dieciséis mil hombres de tropa vinieron al asalto. Los paraguayos se habían reducido a dos mil quinientos. Su munición de artillería estaba exhausta y la mayoría de sus armas desmontadas. Los huéspedes que avanzaban no recibieron ni proyectiles ni cápsulas. La línea dio paso y toda la posición fue capturada. El Presidente se retiró con su plana mayor a través del monte, presionados al principio por la infantería enemiga que hacía fuego excitadamente y muy alto. Caballero, con cuarenta lanceros cubría el retiro de su jefe, luchando de tiempo en tiempo con un coraje desesperado contra grandes cuerpos de caballería que reprimían su avance y reculaban cada vez que el pequeño destacamento de Caballero les hacía frente. López se reunió en Ycaty, a diez millas del campo de batalla, con su Ministro de Guerra con dos mil quinientos hombres de tropa frescos y veinte piezas de artillería que venían a reforzarlo. Era, sin embargo, muy tarde, y se retiró a Cerro León, que quedaba a unas pocas millas en el interior.
Uno o dos días antes del último asalto todos los heridos que podían ser trasladados fueron enviados al interior. Muchas de las mujeres también y otros no-combatientes dejaron el lugar al mismo tiempo. Dos grandes y hermosos carruajes de viaje tirados por seis caballos, cada uno con un destacamento de caballería, y tres carretas tiradas por bueyes componían la expedición enviada al interior a la nueva capital, Piribebuy, con algunos civiles cuya presencia en el campo no era necesaria. En los caminos se hallaban los heridos y las mujeres, la mayoría de los cuales descalzos. Unos cuantos fueron ubicados en las grandes y desmañadas carretas del país que andaban lentamente sobre los destruidos caminos. Generalmente nos saludaban al pasar los hombres descubriéndose silenciosamente y las mujeres con un alegre "adió" dicho siempre con una agradable sonrisa.
Al llegar al rio Ycaty la escena presentada era en extremo pintoresca. El río estaba crecido debido a las lluvias y el vadeo era por tanto difícil. Sin embargo, hombres, mujeres y niños cruzaron nadando o vadeando con poca pérdida de tiempo. Se secaron cueros para usar como botes, en los cuales se ponían las ropas y a veces a niños muy pequeños aun para ponerlos en el agua, o un artículo liviano que era conveniente mantener seco. Estos primitivos botes eran empujados por ellos mientras nadaban. Los heridos que no podían manejarse por sí mismos eran llevados en una canoa que hacía constantes viajes. Otras tres canoas fueron reservadas para el tránsito de nuestros carruajes. Cada uno de estos carruajes era empujado hacia él agua sobre una canoa. Se les sacaron los arneses a los caballos y a los bueyes y se les hizo cruzar a nado el río. Unos veinte soldados llevaron entre gritos y risas las canoas con sus carruajes, nadando o vadeando. En el medio, donde la corriente era rápida y las aguas profundas, era difícil sostener los carruajes para que no se cayeran. Cada vez que se inclinaba a un lado o a otro la gritería y la risa eran redobladas, y los soldados que nadaban como perros de agua se asían con gran tenacidad a las ruedas o a los costados de los botes.
Pendiente estas actividades acuáticas nosotros cenamos a la sombra de unos árboles cerca del banco. La cena consistía de carne fresca asada en un primitivo pero excelente estilo sobre estacas clavadas en la tierra cerca del fuego. Una vez asada se lleva la carne en la estaca, que usualmente tiene seis pies de largo, y se pone delante del invitado quien se ayuda a si mismo eligiendo la carne y cortándola. También teníamos un poco de chipa -el pan del país- del cual hay muchas variedades. Se hace de harina de maíz y se hornea con una ligera mezcla de queso, huevos, o leche. Es un sustituto total y admirable del pan. Nuestra bebida era la caña del país -un licor destilado de la caña de azúcar- y uno o dos cuernos de ale traído del otro lado del mar.
El refrigerio fue precedido de uno o dos "mates". El mate es una taza de yerba o te del país. Se chupa con un tubo de plata llamado "bombilla" y desde una pequeña calabaza que es llamada mate. Este te es fragante y su sabor se parece en algo al te de la China; es estimulante en sus efectos y de modo alguno nocivo. Es la bebida universal en el Paraguay y es para el ejército lo que el café era para el nuestro en campaña.
Después de comer cruzamos el río en canoa conducida por los soldados nadadores que habían concluido con la transferencia de los vehículos y habían hecho también muchos viajes con los heridos. Podíamos escuchar aun el roncar de la artillería desde el río a nuestra retaguardia, que nos informaba que el pequeño ejército de la república se mantenía aun contra los invasores. La apagada reverberación de los pesados cañones nos notificaban que las baterías de Angostura estaban recibiendo su acostumbrada parte de los honores de la guerra.
En el lado opuesto montamos nuestros caballos y seguimos nuestro viaje a través de las mismas largas hileras de heridos cuyos dolorosos rostros eran muy tristes. En cada corriente de agua que pasábamos los veíamos echándose agua en sus desnudas heridas, y aquí y allá, uno que sabiendo que su hora había llegado, se quedaba quieto y callado para dormir su último sueño como si para un paraguayo fuera la cosa más natural del mundo acostarse y morir sin que nadie se diera cuenta.
Seis mil hombres y niños heridos vinieron de aquel campo del 21 de diciembre donde ellos habían luchado como ningún pueblo luchó jamás para preservar a su país de la invasión y de la conquista. Muchos también habían huido de las prisiones de los invasores en cuyas manos habían caído. Y a la vista de estos hechos hay hombres aquí y aun en los Estados Unidos que con toda gravedad nos dicen que todo esto se hace porque su gobernante es un bárbaro y un monstruo de cuyas garras están siempre procurando escapar, cuyo dominio era un virus, que estos amables civilizadores de las naciones aliadas estaban, con una filantropía sin paralelo, gastando incontables millones para remover. Pensando en estas cosas nos vemos a veces tentados a perder nuestra paciencia ante este insulto al sentido común del mundo y entrar en digresiones que podrían tal vez ser cansadoras para nuestros lectores.      
Todo el país que atravesamos había sido abandonado por su población unos días antes porque se sabía que pronto sería invadido por el enemigo. Se le había ordenado al pueblo que se retirara detrás de la Cordillera que iba a constituir la futura línea de defensa. Todas las casas estaban por lo tanto desiertas y en las chozas a la vera de los caminos no había señales de vida. Las flores que se abrían y las cosechas se sumaban al aire de desolación que pendía en estas desiertas casas. Viajamos tarde en la noche y finalmente hicimos un alto en una pequeña casa al costado del camino donde permanecimos hasta el día siguiente: Tuvimos una cena de asado y chipa. Las principales personas de la partida tenían hamacas; los demás, que se acostaron en el suelo quedaron dormidos enseguida, menos el guardia. Durante la mayor parte del día siguiente nos demoramos esperando nuestros carruajes que habían hecho poco progreso debido al gran calor y al mal estado de los caminos. Hacia la caída de la noche, sin embargo, estuvimos nuevamente en marcha y seguimos viajando toda la noche, escapando así del intenso calor del día.
En el camino pasamos a un carro o carretón en el cual un coronel herido de distinguida actuación iba muriendo. Lo habíamos visto lleno de vida y entusiasmo en el campo de batalla, Su hermano, un hermoso muchacho de rostro brillante, de diez años de edad y huérfano, y único pariente del moribundo, era uno de los que iba con nosotros. Al parar reverentemente nuestros caballos alrededor del carro, el muchacho se acercó para ver qué era lo que nos atraía. El color se le fue del rostro cuando reconoció a su hermano y único protector en el que vio reflejado el dolor y la evidencia de una muerte cercana. No derramó una sola lágrima, pero tomando la mano del moribundo se inclinó un momento ante él para escuchar las últimas palabras pronunciadas en guaraní por el soldado herido con las que se despidió esbozando una sonrisa. En pocos momentos todo había terminado y el muchacho mostrando un rostro desesperado fue retirado del lugar. Y esta expresión de su rostro permanece hasta hoy día en nuestra memoria. Había estado jugando con los soldados cuando nosotros retomamos el carruaje y el repentino cambio de la tristeza sin lágrimas con la que viajó todo ese día y noche era inexplicablemente triste para cualquiera que hubiera tenido ocasión de saber que abrumadoramente amargas eran tales aflicciones para los niños aún para aquellos a quienes no les está negado el libre consuelo de las lágrimas.
Más adelante nos encontramos con otro oficial, un mayor, que había sido herido en el brazo y en la pierna. Iba montado en un flaco y débil caballo que llevaba su hijo, un niño de diez años. El padre era un hombre de más de cincuenta años, de cabello fino y gris, y barba. Nos saludó amablemente cuando nos acercamos y nos aseguró que sus heridas iban mejorando. Parecía muy orgulloso de su hijo y tenía buenas razones para ello. Los oficiales de nuestra escolta nos contaron que este niño había permanecido al lado de su padre en las trincheras, peleando con un mosquete y que cuando su padre fue llevado a causa de las heridas el chico regresó a las trincheras en las que permaneció todo el día. Parecía tímido cuando nos dirigimos a él y cuando le preguntamos si había matado a alguno de los enemigos contestó modestamente: "No sé, señor, hice fuego muchas veces tratando de tener una buena puntería'". Este es el material del que están hechos los soldados de este país.
Al llegar a Paraguarí, que descansa al pie de un alto y pelado cerro, una suerte de avanzada de las Cordilleras menores, nos encontramos con una fresca brisa, que nos habían contado soplaba perpetuamente a los pies de este pico. La villa es por tal motivo una agradable residencia de verano en tiempos normales y estando como está, en el ferrocarril para la capital, verdaderamente, el terminus de la parte terminada del camino, prometía antes de la guerra un futuro de mucha importancia. Hicimos un alto en este lugar para tener una hora de descanso. Visitamos la estación del ferrocarril, un hermoso edificio moderno de dos pisos con torres cuadradas al estilo europeo y con grandes y admirablemente arregladas piezas. Quedaba poco digno de verse, a excepción de la iglesia. Todas las casas eran de un solo piso, con techos de teja o de paja y en nada diferían de las otras "capillas" del país.
Las calles y las casas estaban desiertas y extrañamente silenciosas. El jefe y unos soldados quedaban todavía allí, pero todos los demás habitantes ya se habían ido hacia unos días. Cuando estábamos por seguir viaje escuchamos un alegre ruido de campanas que venía de la vieja iglesia. El tañido era musical y alegre, pero el efecto era muy extraño en esa desierta villa y recordando las tristes escenas del día anterior. La vieja iglesia donde estaban tañendo las campanas era una de las más venerables en el Paraguay -y doblemente interesante debido al hecho que contenía en sus paredes un sólido disparo de la guerra de independencia llevada contra Buenos Aires al comienzo de la centuria. La última y decisiva batalla de aquella guerra tuvo lugar en estas vecindades. Desde aquel entonces no se había escuchado cañón hostil alguno dentro de los límites de la República hasta el comienzo de la presente lucha.
Llegamos a Cerro León con la luz del día. Este había sido el gran "rendez vous" y campo de instrucción del Ejército. Aquí habían confortables barracks para seis mil hombres, y un campo de entrenamiento de muchos acres. Frente a la posición se había preparado un lago artificial y en la parte de atrás las Cordilleras cubiertas de espeso follaje se alzaban perpendicularmente desde el límite más distante del terreno de desfiles. Este era el hospital general del Ejército, el punto hacia el cual todos los heridos iban dirigiendo sus pasos. Enfrentando al lago estaba el cuartel general, un espacioso edificio de grandes y aireadas habitaciones y una ancha plaza o corredor enfrente. Allí permanecimos todo el día meciéndonos en nuestras hamacas, tomando un mate ocasional, o sentados fumando en la plaza y observando a cientos de ruidosos bañistas en el lago. Mientras tanto, nuestros caballos estaban pastando en un terso césped. Había mucha vida por doquier, y una cierta alegría, peculiar de este pueblo en toda circunstancia. No obstante, no era para nosotros una Feliz Navidad.
Tarde ya emprendimos el paso de las Cordilleras en Ascurra. Al llegar a la boca del paso nos tomó una repentina y violenta tormenta. Decidimos quedarnos a pasar la noche al pie de las montañas. Nos detuvimos cerca de una casa al costado del camino pero estaba llena de mujeres y niños que se hallaban cruzando la montaña y se habían refugiado allí de la tormenta. El oficial encargado de la escolta los iba a hacer salir con el fin de hacer lugar para nosotros, pero uno de nuestros compañeros le pidió que no lo hiciera, y desistió de la empresa. Buscamos otra morada y hallamos a más o menos media milla del camino una casa de piedra de un hermoso exterior donde permanecimos durante la noche. Al llegar a la casa hallamos a una pobre mujer gravemente enferma que se había refugiado allí. El cirujano que viajaba con nosotros fue enviado a verla y el resto de nosotros que no deseaba molestarla nos quedamos a dormir afuera. Un par de ingenieros ingleses que eran nuestros compañeros en esta ocasión declararon la mañana siguiente que los ladrillos de esta plaza eran excesivamente duros.
A la luz del día nos hallábamos nuevamente en camino escalando las Cordilleras en el celebrado paso de Ascurra.
Descripción alguna puede dar una idea de lo que era el camino. Era más empinado que cualquier camino que se hubiera intentado recorrer con vehículos ordinarios en otros países. Estaba en el corte principal en la roca, pero en partes tenía estriberones de pesados rollos sobre los cuales el agua goteaba todo el tiempo y en estaciones lluviosas corría en pequeñísimas cataratas. Era más o menos tan empinado como las escaleras de una casa grande en unas setenta yardas, áspero, angosto, y a veces con una enmarañada vegetación cayendo desde las rocas a ambos lados. Con la ayuda de los soldados que empujaban las ruedas los carruajes eran conducidos con seguridad a la cima. Los hombres de a caballo desmontaban y subían trabajosamente arrastrando a sus confiados corceles detrás de ellos. Hicimos el camino en poco tiempo y nos encontramos en la ancha y hermosa altiplanicie que va perdiendo su inclinación en un imperceptible descenso desde la cresta durante muchas millas interceptadas por arroyos de sobrepujante belleza, cubiertas de naranjales y campos cultivados, casas de campo construidas al estilo del país, frondosos bosques de extraña y tropical belleza, con tranquilas callejuelas con fragantes plantas y alegradas con el parloteo de miles de pájaros. Hileras de naranjas que se extendían a veces en una milla a lo largo del camino, los árboles plantados a intervalos regulares, su denso follaje entrelazado tan completamente que el ojo no podía separar dos árboles, y todos podados con perfecta igualdad abajo, presentando desde la tierra un suave techo de flojas a través del cual luz alguna puede entrar. Algunas de esas hileras formando cuadrados o círculos incluyendo espacios abiertos ocupados a menudo por casas. En este momento todos servían de lugares de descanso durante el día y de dormitorios a la noche para la población que emigraba del país.
Llegamos a Piribebuy a altas horas de la tarde. Piribebuy, un pueblo de unos tres a cuatro mil habitantes, era la capital provisoria. Allí tomamos posesión de una casa que había sido hospitalariamente preparada para recibirnos. Consistía de dos piezas principales, una con piso de ladrillo y la otra con un duro piso de tierra. Las ventanas no tenían vidrios y estaban abiertas como así también las puertas, en ambos lados, en anchos corredores, como el espacio abierto protegido por aleros salientes. Los muebles consistían en una mesa central de madera nativa raramente tallada, un gran escritorio con cajones, y una mesa lateral con un decantador, varios vasos y cigarros. Las mesas, tal como todas las del país, eran inconfortablemente altas. El decantador estaba confortablemente lleno de caña. Habían alrededor de unas veinte sillas antiguas con asiento de junco, aparentemente de manufactura Yankee, y (me sonrojo al decirlo), de muy pobre mano de obra. Dos sillones sobre ruedas, cubiertos de una seda azul y blanca evidentemente proveniente de París, completaban el arreglo del salón. La otra pieza era un dormitorio y contenía poco más que una cama y un juego de toilette más bien primitivo. La dueña de casa, Doña Petrona, entró poco después de nuestra llegada con sus dos hijas, unas chicas de brillante aspecto de diecisiete y quince años -una casi rubia y la otra morena- quienes nos aseguraron que eran nuestras devotas servidoras. En el contrafrente de la casa, en parte ocupado por otras casas bajas ocupadas por la familia, había un pequeño jardín de flores en el cual diversas variedades de flores, peculiares del clima, estaban en pleno florecimiento. Esta iba a ser nuestra casa por algún tiempo. Las perspectivas en general no eran desagradables.
La villa de Piribebuy consiste de cuatro calles que se interceptan una a otra en ángulos rectos e incluyendo un espacio abierto o plaza cubierta de pasto, a un cuarto de milla más o menos. Está situada en una suave colina o loma con tierras o crestas más elevadas en todos los costados a una distancia de alrededor de una milla y media. Las casas son de un solo piso y tienen techo de paja. Cerca del centro de la plaza o espacio abierto, se encuentra la iglesia construida en 1765 y llena de raras tallas y sólidos ornamentos de plata. Afuera y enfrente había una torre con todas las campanas que, debido a la multiplicidad de los festivales nacionales y religiosos, pronto quedó silenciosa. En la cumbre de la loma estaba el cementerio, con un terreno de más o menos un acre y marcado por una sola y grande cruz de madera en el centro. El mercado estaba situado bajo una densa hilera de naranjos, en un extremo de la villa y siempre presentaba durante el día un espectáculo lleno de colorido. Numerosas mujeres, viejas y jóvenes se reunían allí para vender su mercancía y charlar incesantemente durante todo el día. Sus artículos consistían de todo en el campo de la comida, frutas, muebles o ropas. El precio de cada cosa era, por supuesto, enorme. El Piribebuy, un raudo y límpido arroyo, muy rápido en sus subidas y caídas, pasaba a los pies de la loma sobre la cual el pueblo estaba construido. Toda la población se bañaba en el arroyo todos los días; las mujeres generalmente después de la caída de la tarde. La casa o residencia oficial del Vice-Presidente estaba en la parte más alta del pueblo. No era pretensiosa en su estilo y, en lo que respecta a muebles, muy parecida a la casa ya descrita. Las residencias de los ministros del gabinete y las barracas para un pequeño destacamento de tropas ocupaba el resto del mismo lado de la calle todas frente al espacio abierto en el centro.
Por este tiempo la población del pueblo se había más que triplicado con las personas que habían abandonado sus hogares fuera del Distrito de las Cordilleras. A la noche esos desafortunados llenaban los corredores y los naranjales, o dormían en cualquier parte, a la vera del camino dondequiera que la noche los tomara. Había gran escasez de alimentos y sufrían por ello como ninguna tierra nunca lo supo. Ni era el hambre su más terrible enemigo. Durante un corto tiempo fue el cólera el más terrible visitante de esas casas hacinadas; y durante semanas parecía como si las tres plagas, para ser liberado de las cuales reza el hombre -la guerra, la pestilencia y el hambre- se hubieran combinado para destruir a esta infeliz gente. Por temor de ser acusados aquí de inexactitud es bueno que recordemos al lector de lo que los gobiernos aliados y los escritores están constante y solemnemente anunciando al mundo con admirable serenidad y buena fe -que la guerra no es contra el pueblo sino contra el Gobierno del Paraguay-. Ellos generosamente también han tomado penas para comunicar este hecho a este mismo pueblo en repetidas ocasiones, pero no hemos podido saber que ha cambiado la dirección de un solo proyectil o curado el más leve caso de cólera, o llenado el estómago de un famélico niño. Pero ellos sólo son "Indios Guaraníes" dicen equivocadamente algunos de esos panfleteros que se han tomado la atribución de iluminar especialmente al público americano; y las naciones aliadas están meramente vindicando su honor ultrajado. Que su honor necesita vindicación y mucha, pocos que estén familiarizados con esta guerra disputarán, pero es una cuestión de interés humano lo que respecta a cuándo llegará a su fin este largo proceso de vindicación.
Luego de la derrota de Pikysyry el cuartel general del Ejército Paraguayo fue transferido a Cerro León y el hospital general llevado desde ese lugar a Caacupé, en las Cordilleras.
Teniendo una natural curiosidad por saber cómo marchaban las cosas en el frente luego del desastre del 27, nos unimos a la partida que iba hacia el ejército y llegaba a Cerro León el 29, dos días después de la derrota. El camino presentaba la misma triste corriente de familias que emigraban -todas las mujeres llevando las cargas en sus cabezas. En casi todos los casos pudimos observar que, entre las pocas cosas que pudieron salvar de sus casas, cada familia llevaba consigo una imagen del Redentor, un Crucifijo, una Mater Dolorosa o alguno que otro tocante recuerdo de la gran tristeza que sólo excedía a la de ellas. Durante todo el costado del camino habían cruces significativas, tosca y recientemente hechas, marcando con sencilla piedad las solitarias tumbas de aquellas más felices abandonados de esta gran marea humana que yacían al costado del camino y hallaron inesperado pero interminable descanso. En numerosas de estas tumbas habían ramos de flores silvestres todavía frescas, y al costado de algunas de ellas niños arrodillados. Todos quienes pasaban delante de estas cruces se descubrían reverentes. Ni era otra y más tocante escena, mucho menos frecuente una madre caminando separada de todos los demás y llevando sobre su cabeza en un pedazo de madera el cuerpo de su hijo muerto vestido para la tumba. A veces este sencillo funeral sería seguido por un solo plañidero -otro niño- cuyo rostro dolorido y pálido y sus debilitados miembros parecían lisa y llanamente decir que pronto seguiría a su hermanita mucho más allá de la tierra consagrada a la cual iban. Y bien, madres de esta buena tierra, que han sido llamadas a mirar al costado de un niño muriente entre el confort de su hogar y la consolación de su familia y amigos, pueden ustedes decir qué es sentarse desoladamente al costado de un polvoriento camino e inclinarse en desesperanzada impotencia sobre un pequeño sufriente que era para ustedes más querido que su propia vida, para contemplar su última lucha, para cerrar sus pequeños ojos, y poner sus tiernas extremidades sobre un rudo pedazo de madera tomado al azar, levantar la triste carga y llevarla bajo un sol abrazador a muchas millas de distancia a una iglesia de pueblo y por quien las campanas repicarán cuando por fin sea dejado en descanso en tierra consagrada?. Y más aún, las madres que hicieron estas cosas en ese lejano país tenían no hace mucho hogares tan confortables como los de ustedes donde criaban a sus hijos muy tiernamente y los amaban devotamente. Agreguemos una vez más que es muy afortunado que se nos haya asegurado en repetidas ocasiones que esta guerra no es contra el pueblo del Paraguay. Si hubiera sido de otro modo, tal vez los gobiernos civilizados del mundo y, en un grado especial, los nuestros, habrían tenido mucho que contestar porque en este, lo que hemos descrito aquí, sin una palabra de exageración está permitido continuar. Qué admirable descubrimiento fue aquella aguda distinción hecha en el tratado de alianza entre el gobierno y el pueblo del Paraguay; y qué completa defensa será para aquellos que lo hicieron cuando, en el último día sean llamados a dar cuenta de las terribles crueldades cometidas en esta guerra. Tal vez se sugiera que las familias paraguayas podían haber escapado al hambre y a la muerte si se hubieran pasado a los aliados. Muchas de ellas se libraron a la merced de sus enemigos y miles de ellas traídas a Asunción en las líneas aliadas, para descubrir que hay males peores que el hambre, y ofensas más horrendas que la muerte. Ni han encontrado ellas esa comida o esa ropa, o abrigo, aun en sus propias casas. No hablamos con desconocimiento sobre este punto y más aun en el presente, no podemos hacer hincapié sobre él, ni podrían más relaciones con él hallar espacio en este artículo.
Mientras me ocupaba con reflexiones algo similares a las precedentes llegamos a la cresta de las Cordilleras y miramos una escena de rara belleza. Las barracas de Cerro León descansaban directamente debajo nuestro y un poco más lejos una amplia expansión de una tranquila tierra de pradera regada por varios pequeños arroyos, y un poco más lejos del valle la iglesia y el pueblo de Pirayú. La línea del ferrocarril marcada por sus blancas estaciones con figura de torre, resplandecientes a la luz del sol cual distantes naves en el mar contorneaban el pie de las colinas más distantes. Desde esta altura no se podían las tropas ni las trincheras y el paisaje era tranquilo y refrescante. El descenso en este punto era singularmente abrupto y peligroso. Una estrecha senda, de no más de dos pies en algunos lugares, zigzagueaba mirando hacia las rocas pasando muchas veces sobre piedras sueltas, o se desviaba por grandes peñas que se habían alojado en los escombros. Descendimos a pie con nuestros caballos siguiéndonos con gran cuidado. A un mismo tiempo nos paramos dudando sobre si era seguro seguir adelante pero, al observar y ver a nuestro fiel corcel directa e inmediatamente sobre nuestra cabeza examinando tranquilamente nuestro progreso y aparentando compartir nuestras dudas, decidimos inmediatamente seguir adelante. Hablando francamente, a nosotros no nos gustaba la situación porque de haber perdido él el pie o intentado darse vuelta, no hubiera habido esperanzas para nosotros.
Al volver al cuartel general notamos que faltaban numerosos de los principales oficiales a quienes tan gratamente habíamos conocido unos días antes en Pikysyry. Las dos palabras "muerto" o "herido" contestaron a todas nuestras preguntas sobre los ausentes. Las tropas se hallaban ocupadas haciendo trincheras y preparándose con alegre entusiasmo para otra justa. No obstante, el futuro de la República parecía muy oscuro en ese momento y muchos creían que otro y un determinado avance del enemigo aniquilaría a la pequeña banda de devotos guerreros que se aferraban con devoción intensa a las fortunas de su indomable jefe. Pero había una causa más para entristecerse: las baterías sobre el río Angostura habían estado ominosamente calladas. ¿Podían haberse rendido?. Estaban ampliamente guarnicionados y tenían provisiones para un mes -así había escrito el oficial comandante dos días antes pidiendo que se le permitiera mantener su posición hasta la última extremidad. Esa misma noche todas las dudas se acallaron. Vino un Sargento -muchacho de catorce años que chorreando el barro de los pantanos por los que durante treinta horas había nadado y los había vadeado, contó la humillante historia de la rendición, cómo las cañoneras habían sido enviadas con banderas de tregua y plausibles mensajes de los jefes aliados; cómo los desertores paraguayos habían mal informado a los oficiales principales sobre las baterías, contando la vieja historia, repetida periódicamente de que López estaba tratando de escapar a Bolivia; cómo finalmente toda la guarnición, más de dos mil, marcharon fuera de sus obras y se les ordenó que depusieran las armas ante la odiada presencia del enemigo; y cómo él, con muchos otros, desdeñando la rendición, se dirigieron a los pantanos y no descansó hasta que estuvo frente a su jefe. Todo esto lo contó con lágrimas y una voz entrecortada. Dijo que había habido traición en esta rendición; y nosotros lo creemos aun cuando los libros tienen que decir lo contrario.
Con la caída de Angostura el Paraguay perdió el río, y la abandonada capital, Asunción, cayó poco después en las manos de los invasores que la habían ocupado durante más de un año en el largo y tedioso proceso de vindicar su honor mancillado.
Las cosas que se hicieron desde entonces en aquella más infeliz de las ciudades y que, según la prensa de Buenos Aires y de Montevideo continúan sin ser reprochadas, llenarán un muy penoso capítulo, que en alguna fecha posterior podemos presentar a la consideración de los lectores.
Fuente: LA GUERRA DEL PARAGUAY. HARPER´S NEW MONTHLY MAGAZINE – HARPER´S – NUEVA REVISTA MENSUAL. Nº CCXXXIX – Abril, 1870 – VOL. XL. IMPRENTA MILITAR.




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