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NEIDA BONNET DE MENDONÇA

  ORA PRO NOBIS - Cuentos de NEIDA BONNET DE MENDONÇA


ORA PRO NOBIS - Cuentos de NEIDA BONNET DE MENDONÇA
ORA PRO NOBIS
Cuentos de
NEIDA BONNET DE MENDONÇA
INTERCONTINENTAL Editora y
ÑANDUTI VIVE Ediciones
Asunción-Paraguay
1993 (193 páginas)


En su muy personal estilo Neida de Mendonça nos ofrece aquí un conjunto de textos en los que se distinguen dos registros narrativos de la cuentística moderna: unos, de tipo realista y otros, surrealistas o fantásticos.
En las ficciones de ORA PRO NOBIS se destaca la fuerza expresiva de un lenguaje que se desplaza desde el plano puramente denotativo (claro, directo y aún coloquial) en el que las cosas son llamadas por su nombre, hasta alcanzar complejos niveles de significación al describir extraños mundos de carácter onírico donde todo es sugerido y probable, nada definido y preciso: misteriosos universos de honda penetración psicológica.
Con habilidad para pintar ambientes y personajes, recrea situaciones enmarcadas por genuinos cuadros costumbristas, y con riqueza imaginativa para trazar inquietantes atmósferas de interpretaciones plurales, la autora ha construido originales historias de indudables méritos literarios.
 
"Su esfuerzo por trascender las limitaciones del ser humano a través de un larga tentativa de infinito, que empieza y acaba en un mismo círculo, nos conmueve. Nada, como la impotencia, nos conmueve tanto -ciertamente- En definitiva, DE POLVO Y DE VIENTO es un libro que muchos quisiéramos haber escrito".
(escritora) - "ABC", As., jueves 19 de octubre de 1989.
 
 
"Neida de Mendonça es un nombre con el que debe necesariamente contarse en cualquier consideración del experimento estético-literario en nuestra presente cultura. Su fuerza poética agrega intensidad muy personal al complejo universo de experiencias que comunica en función de un lenguaje libre de coerciones extrañas a su propia expresividad. Su último libro, DE POLVO Y DE VIENTO, enriquece y perfila con nitidez más acusada sus anteriores aportes y sin duda es una valiosa contribución al proceso en curso de la literatura en nuestro país".
Presidente de la Sociedad de Escritores del Paraguay.
"HOY", As., domingo 8 de marzo de 1992

 
 
PRÓLOGO

Pensar que la literatura da soluciones es una fruslería. La literatura lo que hace es voltear las respuestas existentes e inventar preguntas inexistentes. Porque se ha dicho que la imaginación precede y sucede, diría yo- al pensamiento. El pensamiento es lo hecho. La imaginación, lo por hacer. Su tarea es la invención del comienzo y la desinvención del fin. Por ello, la literatura -que es vida-jamás termina. La literatura incluso da vida a la muerte, habitándola, encantándola, redimiéndola, dándole sentido y, hasta una posible télesis.
 
Esta es la estética paradojal en que se inspira la obra creativa de Neida de Mendonça, escritora de talento inequívoco, que hata hoy ha resistido, con ventura, ser aprehendida por las filiaciones literarias convencionales, tanto en lo que atañe a las "maneras" de la palabra -verso y prosa-como a las "funciones" literarias -drama, novela, lírica-. (A. Reyes: 74: 1942). Es que Neida de Mendonça tiene clara conciencia de que la literatura trabaja con lo imposible. Sólo que lo imposible real es lo posible imaginario.
 
La credibilidad que ofrece la literatura no es la de la certeza sino la de la belleza, puesto que la literatura es la forma estética de la verdad. Su realidad o irrealidad importa poco; lo que sí cuenta es su existencialidad. Expandir los límites de la existencia, profundizarla y, aun, rebasarlos, constituyen su cometido.
 
El libro de "textos"-cuentos, relatos, poemas, recuento interior- ORA PRO NOBIS, mantiene algunas constantes temáticas y formales, pero alcanza otras metas que sólo rinden la sazón y la madurez. El primer libro de la autora, GOLPE DE LUZ (1983), fue definido por el crítico Osvaldo González Real, como "odisea interior" en su afán de aludir al laberinto subconciente que sirvió de fuelle al racconto. El Dr. Hugo Rodríguez Alcalá la describió como “una experimentadora de no fácil caracterización”: Sorprendía al exégeta que Neida no se empeñara en contar "acciones con bien discernible sentido", que eludiera el trazado de habituales “perfiles Psicológicos” que las tramas urdidas "no parecieran coherentes" y, apelando a la autoridad del notable crítico Philip Stevich, resaltaba que el lenguaje era más próximo a la lírica de vanguardia que al de la narrativa tradicional. Se la caracterizó, pues, cercana o colindante con los rasgos del anticuento sin que, desde luego, ello implicara desmedro en el concepto de tan reputado crítico paraguayo que siempre valoró en nuestra escritora sus inefables sutilezas.
 
Estas narraciones de Neida, cuya peculiaridad las hace casi imnominables, aunque sí sabiamente inteligibles, obedecen a cierta filosofía configurada con las variaciones imprevisibles de sus elementos compositivos, los huecos de la razón en que hurga, el relieve que da a lo fragmentario, las paradojas arbitrarias, los juegos sinsentido (Cf.J. Ferrater Mora I-736:1976), lo que las distingue nítidamente de los simples entretenimientos o labores de abalorio.
 
El sociólogo Alain Touraine ha señalado que el mundo actual ha sufrido una escisión: por un lado, el racionalismo instrumental (con la dictadura del mercado) y por otro, la tiranía de la identidad que da cauce a todo tipo de integrismo. La sociedad se disgrega en grupos tribalistas -dice el semiólogo M. Angenot- preocupados sólo por objetivos de grupo, y sordos a los clamores de la solidaridad universal que, enfermizamente, el capitalismo salvaje busca desacreditar.
 
Todo ello acucia a poetas y literatos, quienes no tienen otra opción que trasparecer estas contradicciones en sus escritos. Los acontecimientos no respetan las predicciones de filósofos y teóricos, pero no pueden escapar de la intuición de los creadores.
 
En las narraciones de ORA PRO NOBIS se constatan esos aspectos revulsivos de la problemática humana: el agravio a la naturaleza, la degradación de la vida como plenitud cósmica, el desprecio por nuestros ancestros -arrancados de raíz de sus hábitats y relegados a ser curiosidad de museófilos y turistas-, la desolación de seres robotizados, donde la fórmula: tecnología más confort, no es ecuación inexorable de felicidad. Es un libro contra la estupidez humana, el fanatismo fundamentalista, la cobardía para asumir y expiar el pasado. Es también un libro de reivindicación, no moral pero sí humana y literaria, de los seres que sucumbieron a la infamia, como aquellos que cayeron en ella por exceso de vida, según Bataille, o por la complejidad de sus empresas o destinos, como los caracterizara Borges, o los que la calaron o enjugaron gracias a las rarezas de sus conductas o a un fugaz acto heroico, que les permitió, más no fuera por un instante, romper con su insignificancia y su oscuridad, para registrar sus nombres en la historia de su antihistoricidad esencial.
 
Se trata, en fin, de un libro transgresor -en su sentido eutrapélico o noble- que no respeta las leyes conservadoras y las infringe, porque estima que el hombre no es una cifra ni una categoría, sino una persona -fin y no medio (Kant)- y porque cree, además, que es estéril y vano fatigar el tiempo reivindicando sentimientos degradantes como el rencor y el resentimiento.
 
Neida de Mendonça tiene una prosa de trazos precisos, recortada poéticamente, sin que por ello renuncie a su plasticidad narrativa, al color, a la hipálage, a la alegoría, a la hipotiposis. Su obra se caracteriza, como ya lo anotara sagazmente el Dr. Juan Carlos Mendonça, por lo vívido, lo plural y la hondura.
 
Diré, por último, que así como en la filosofía se ha llamado "maestros de la sospecha" a inquisidores radicales como Freud, Marx, Derrida, Foucault y otros, en nuestra literatura, Neida de Mendonça, con merecidos títulos, debiera ser también considerada una "maestra de la sospecha" por su inconformidad permanente, versátil y deslumbradoramente raigal.
 
 

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ÍNDICE
PRÓLOGO
· Juego de villanos/ El enigma/ Allá en la raíz/ El último relumbrón/ Precarias pertenencias/ Mudanzas del tiempo/ La explicación/  Camino a la redención/  La pregunta/  Fiesta de pólvora/  Retrato de Jacinta Equis/  Retrato de una exiliada/  Traslapada/  De un mismo reino/  Figuras de arcilla/ La voz de Andreica/  El último acto/  Esencia de antaño/  De ausencias y extravíos/  La historia de Mercedes y su prima Dorita.
 
 
 
 
"LA PAYESERA"
Detalle de un retrato de
JUAN CARLOS MENDONÇA (h.)
 
 
 
CUENTOS DE NEIDA BONNET DE MENDONÇA
 
 
 
 
DE AUSENCIAS Y EXTRAVIOS
Recuerdo que Marcela se creía torpe y necia, pues no encontraba el modo de evitar lo que le sucedía. A cuanta persona se le cruzaba en el camino le hacía la misma pregunta: "¿Le ocurre a usted que...?". "¡No!". A nadie, absolutamente a nadie, le pasaba lo mismo que a ella. Se decía: "¡Qué extraño! Quizás en la próxima primavera..." En verdad era extraño que a Marcela se le extraviaran los pensamientos, la imaginación, los sueños y las cosas. Si en el momento del acontecer ella no tomaba nota, casi nunca volvía a saber de él. Fue así como llenó cuadernos y más cuadernos de apuntes; los tenía numerados y ordenados alfabéticamente. Escribía en qué sitio guardaba tos objetos, los enseres más insignificantes; hacía listas de compromisos y obligaciones, de quehaceres domésticos, reuniones sociales, tareas laborales. Muy importante era el cuaderno de fechas, horas y lugares; utilizaba en él técnicas descriptivas dignas de Flaubert; en cambio para sus anotaciones íntimas el lenguaje se volvía estricto, conciso... "Hoy, 7 de marzo, pienso que..."
Desde niña le habían comenzado los olvidos y las confusiones. Marcela, de veras, lo lamentaba profundamente, aunque en algunas ocasiones su falta de juicio le solucionó dificultades. Cuando su madre le preguntaba: "¿Y tus zapatos? ¿Dónde los dejaste? ¡Búscalos!", caía en la cuenta de que el problema era grave. La pobre niña recorría los cuartos, el patio, la cocina; miraba minuciosamente debajo de la cama, debajo de la manta, debajo de la almohada. ¡Oh milagro! Estaban allí... ¿Quién los guardó en tan insólito sitio? Parecía cosa de brujos. Nadie sabía nada; ella tampoco.
Recuerdo vagamente el día previo a la Primera Comunión de Marcela; estaba arrodillada frente al padre Miguel sin poder abrir la boca. En un momento dado lo hizo para decir: "Padre, se escaparon los pecados...". De ahí en más, no pudo pecar porque no pudo recordar. De sus complicaciones escolares podríamos tomar el hilo indefinidamente; parecía vivir distraída y distrayéndose. Dejaba su bolsón de útiles en el jardín de algún vecino para cazar lagartijas o cortar jazmines. Cuando regresaba con el guardapolvo hecho jirones y las rodillas ensangretadas, ante la interrogación de su madre
-"¿Qué te pasó, Marcela?"-, Marcela pensaba y pensaba inútilmente. Eran historias perdidas.
Años más tarde, por olvido (tal vez fueran distracciones), cambió de novio en varias oportunidades sin comunicarles a los interesados. Y cuando su marido la abandonó por otra, Marcela borró la huella en el mismo acto (eran las ventajas de sus extravíos). Para resolver dificultades tenía el auxilio de los cuadernos. En la página décima de los "Objetos Personales", registró: "En el quinto cajón de la primera puerta del guardarropas, están las medias grises y negras; en el segundo cajón, la ropa interior blanca; en el tercero..." Un día descubrió que releer lo que había escrito sobre sus sentimientos le parecía un acto censurable; era como si mirase subrepticiamente en el interior de un desconocido. Murmuraba: "Esta no soy yo... Ahora estoy del revés".
Al correr la vida, también los cuadernos de notas empezaron a desaparecer. El de "Fechas" podía estar en el descanso de la escalera; otro, encima de la cola del piano; un tercero, en el cesto de basuras. Entonces Marcela se desatinaba, perdía el rumbo, ni siquiera se reconocía... La semana pasada había escrito en su cuaderno de "Datos Personales": "¡Me siento vieja! Tengo el cabello gris, la piel correosa, opaca la mirada. Vivo en la calle Luna, frente a la casa de los Ramírez". Unas líneas más abajo, hoy comenta: "En este momento vivo en la calle "Paraíso", rodeada de seres anónimos. Mis vecinos son los..., los... ¡Qué me importa quiénes son!", y la frase queda inconclusa, al tiempo que Marcela se percata de su juventud resplandeciente y seductora. Frente a un espejo se ajusta el cinturón que le estrecha aún más la cintura, luego desprende hacia abajo -bien abajo- varios botones de su vaporoso vestido. (Son dos versiones contrapuestas de una misma persona. Yo las vi). La mujer busca la llave del automóvil, ¿dónde encontrarla? Busca. Rebusca. Fugazmente añora el juego del anillo perdido; ¿en qué mano estará? Aparece la llave y piensa: "Es una cita importante, verificaré mis notas...". "Viernes 13 a las 21 horas, encuentro con Gustavo" ¿Qué Gustavo? ¿Gustavo González, Gustavo Benítez, Gustavo Ríos? Solucionar este inconveniente acaso le sería posible si supiera el sitio donde encontrar a Gustavo. ¿Un restaurante, alguna discoteca? Podría ser en un parque o, tal vez, en un circo... Marcela toma conciencia de la situación y con rapidez inquietante decide irse al "Circo de los hermanos Grau". Descubre que los juegos malabares le fascinan. ¡Tirar platos al aire; hacia arriba, bien arriba! Hacer que giren, que se multipliquen entrelazándose, todos en movimiento simultáneamente, sincronizados, sin que caiga uno solo. La mujer esbelta, bella, grita: "¡Bravo! ¡Bravo!". El malabarista agradece, ella quiere aplaudir y descubre que dejó olvidada su mano izquierda. ¿Dónde estará? ¿Dónde?
La orquesta del circo toca un vals. Marcela ignora su mano faltante, dejándose mecer por las ondas del Danubio que rítmica mente la acercan y la alejan de algún lugar. Un destello de memoria le permite decir: "Mi querida Viena". Y resucita un parque de diversiones y un joven que la aprieta fuertemente mientras la rueda gigante da ochenta vueltas al mundo. Fue en esa oportunidad cuando extravió un músculo, perdió sangre y le desapareció el ombligo. Nunca los recuperó. Al joven tampoco... (Marcela aparecía y desaparecía sin dar explicaciones; dejaba puertas entreabiertas, sus libros en los estantes, los vestigos colgados y los helechos en las húmedas macetas. Volvía el día menos pensado. Había llegado la hora en que ya no podía servirse de sus anotaciones, cada vez más vagas y espaciadas, porque definitivamente dejó de recordar sus recuerdos).
Al terminar el vals se puso de pie y salió del circo de los hermanos Grau. Era una noche pobre, apenas iluminada por dos o tres focos amarillentos. El misterio se ahondaba alrededor de esa mujer intemporal, que se movía de prisa, y el viento la empujaba levantando las capas superpuestas de su falda ligera. Alcancé a verla envuelta en un aura insondable, ausente. De pronto, el viento le arrancó el vestido y pude atisbar los restos de ese proceso deletéreo.
Al final de la calle Marcela se disolvió. Se perdió para mí, para sí, para todos. ¡La evanescencia fue total! Me pasé las ma nos por la cabeza, por el cuerpo; me sentí tan enteramente humano, tan material y corriente, que lamenté no poder diluirme detrás de ella. Esas cosas suceden. Lo sé.
 

LA HISTORIA DE MERCEDES Y SU PRIMA DORITA

Llevaba años sin tener noticias de mi prima Dorita cuando recibí su carta de pésames y la invitación. "Es extraño -me dije-. Muy extraño...". Recordé que nos habíamos separado definitivamente enfrentadas. Ella, obnubilada por sus odios; yo, agobiada por mis temores. "¿Porqué ahora?", me pregunté antes de subir al tren.
"¡Bienvenida, Mercedes! Siempre tan saludable y hermosa. ¿Qué tal el viaje? En casa te esperamos con..." Sentí una rara sospecha, aun cuando ella parecía atenta, por demás atenta. "Tomás, lleve la maleta de la señora hasta la lancha y tráigame una sombrilla" -se demoró un momento y como quien no quiere la cosa alegó-: "Es por mi cáncer de piel..." En ese momento supe que Dorita no había cambiado. Tuve miedo. "¡Pobrecita!", musité, sin saber exactamente en cuál de las dos pensaba. Ella me tomó de la mano; entretanto, ingenuamente seductora y con falso recato, sujetó el vuelo de su falda transparente. Repetí para mis adentros: "Dorita no cambió".
Llegamos a una inmensa casa de dos plantas, construida en zigzag sobre un islote. Era toda blanca, con miradores adentrándose en el agua y rodeada, casi penetrada, por la vegetación y el lago. La planta baja tenía una sucesión indefinida de dormitorios, de prolongados pasillos. Alargaba yo la mirada intentando ver el último cuarto, pero en ese punto la línea se quebraba. En la segunda planta me encontré con pequeñas y herméticas habitaciones de mampostería. "¿Son depósitos?", le pregunté a Dorita. Ella no respondió. Continuamos nuestro lento andar, recorriendo terrazas, paralelas a grandes salones de cristal. "Son galerías de exposiciones", dijo escuetamente, adelantándose a mi curiosidad. Ese era uno de nuestros problemas: casi nada podíamos ocultarnos. Mi prima dio por terminada aquella explicación y cambió de tema. "Es prácticamente imposible salir de aquí sin lanchas guiadas por expertos", me advirtió. "Nos rodean islas deshabitadas y riachuelos laberínticos. Que yo sepa..." Sentí un asible temor. Me replegué sobre mí misma y miré al infinito. Unas gráciles aves zancudas, de pie sobre camalotes, se dejaban arrastrar por suaves corrientes. Pensé en Cristo y en el peso de su ingravidez.
La familia de Dorita era literalmente incontable (eso explicaba el tamaño de la casa), además de barullenta. Al pasar, fue presentándome a sus hijos, pero no pude hacer cálculos. Los había de todas las edades; desde uno canoso, casi viejo, hasta uno pequeño que gateaba. Me pareció que la madre apenas les prestaba atención, es más, creí que le molestaban. Al marido (un desconocido para mí), me pareció haberlo visto en alguna parte; sin embargo, no lo puedo asegurar. "Tal vez sea otro hijo", me dije. El canoso, casi viejo, escribía sobre una mesa de madera lavada. La madre comentó con disgusto: "Es Leonardo, el mayor. Está casado; así y todo escribe cartas de amor y zorrea con las mujeres del pueblo. De este modo nunca terminaremos con los niños, ni con las riñas ni con las guerras..." Dorita me miró fijamente y anunció en voz baja: "¡Acabaremos ahogados!". Recordé que mi prima, desde chiquilina encontraba la manera de parecer injustamente crucificada. De nuevo repetí el "Pobrecita, cuántos quebrantos". Fue en ese preciso momento cuando vi que un muchachito de siete u ocho años se arrojaba desde la terraza a las plomizas aguas de la laguna. Se zambulló por tiempo indefinido y yo sentí que me escaseaba el aire, que estaba asfixiándome; mineralizada por el terror me sujeté a las barandas, a un paso de ser estirada por el vacío. El niño reapareció, campante, orondo, semicubierto de lodo. Continuó, por horas, sumergiéndose y nadando, como si nunca hubiera pisado tierra. La madre, sin inmutarse, sentenció: "Algunos se salvarán". Anochecía. Una densa cerrazón se levantaba y avanzaba hacia todos nosotros. Aun así, casi a ciegas, los chicos jugaban en la laguna.
Al pasar cerca de los salones de cristal, pude entrever sarcófagos, vitrinas, pedestales. "¿Podríamos entrar?", pregunté, olfateando misterios (Dorita siempre guardó secretos). "¡Hoy no! Es hora de cenar", dijo tajantemente y me condujo al comedor. Era enorme, desmedido; tenía los pisos y las paredes despojados de adornos. Una larga mesa ocupaba gran parte de esa estancia repleta de personas. "Es mi familia, aunque no toda", dijo. Me prometí contarlos, saber cuántos eran... Hablaban a gritos; tenían tipos diferentes, diferentes edades. Subidos sobre la mesa, muchos de ellos luchaban cuerpo a cuerpo por platos de galletas. Pensé: "Los panes que traje no alcanzarán". Tuve ganas de llorar. Mi prima impuso autoridad: "¡Salgan en orden y en silencio!". Ella los siguió.
Se quedaron dos jóvenes mansos y una niña tierna; los cuatro nos sentamos a la mesa negra, sin mantel. La niña ocupó la silla de la cabecera, los dos varones a su izquierda y a su derecha, yo. Partí el pan...
No recuerdo dónde dormí. Pudo haber ocurrido que alguien ocupase mi sitio entre tanta confusión; recapacitando creo que pasé la noche en vigilia. Pensaba en Dorita..., pensaba en mí. Amanecía cuando subí a la segunda planta y di un tranquilo paseo por la terraza adentrada en el agua. Fue entonces cuando las vi. Eran personas trabajando afanosamente en un sitio poco profundo del lago. Vestían sayos pardos, botas altas y sombreros de paja. No se miraban, tampoco se dirigían la palabra; sólo el acto de inclinarse, meter los brazos entre camalotes y lodo y volver a levantarse con algún objeto entre las manos. Enjuagaban minuciosamente lo extraído y, con sumo cuidado, lo depositaban en el fondo de sus canoas. Un puntito de luz en permanente balanceo delataba la situación de los botes. Dos únicos sonidos logré captar: el rítmico golpear del agua contra los maderos y el de las botas luchando contra la succión para dar un paso atrás o uno adelante. Algunos de esos madrugadores se adentraban en el lago, despojados de su indumentaria, para sumergirse en las honduras. Clareaba cuando vi que los buscadores eran mujeres. ¡Únicamente mujeres! "Trabajan para mí", dijo Dorita. Di un salto de sorpresa, como quien es descubierto cometiendo un delito. Ya repuesta, pregunté: "¿Qué buscan?" "Buscan restos" -contestó mi prima-. "Restos de vida o de muerte".
No sé cuanto tiempo pasó sin que se me moviera un solo músculo, un solo pensamiento. Cuando volví la vista hacia el lago, habían desaparecido las mujeres, los botes y su contenido. El sol despuntaba detrás de juncos ondulantes, en tanto dos garzas, de pie sobre hierbas acuáticas, hacían girar sus ojillos curados de espanto. El sol naciente me despabiló y me pareció comprender para qué había venido. Miré detenidamente a mi prima. Ella me invitó: "Vamos, Mercedes, te enseñaré mi colección..." Utilizando un aparato a control remoto abrió puertas, encendió luces, hizo funcionar un sistema de alarma. Al entrar, apagó la sirena. Noté que las galerías estaban climatizadas y que ojos electrónicos nos espiaban desde arriba. Mi pariente caminó a paso vivo, señalándome al pasar: "Estos son discos laser de rock pesado... Su ruido endemoniaba la casa antes de que los arrojáramos al agua. También se tiran libros. ¡Hay tanta basura! Felizmente los papeles se deshacen. Aquellas vitrinas contienen armas, juguetes, cacharros, agujas de tejer, cajas de música y otras porquerías... ¡Eso sí, clasificados! En esta sección se ordenaron, por especie, esqueletos de aves y animales silvestres; acá tenemos a los domésticos. En la galería siguiente están..." Dorita se detuvo y yo supe, con absoluta seguridad, por qué y para qué me había invitado a su casa. Ella siempre supo que alguna vez me invitaría... Lentamente mi prima vino hacia mí y en voz baja precisó: "Todo cuanto sobra o me molesta termina en el lodo -agregó-: Después de un tiempo lo recupero. Al hacerlo, transformo la estupidez en testimonio".
Dorita, frágil, engañosamente vulnerable, en una fracción de segundo acortó distancia y se apoyó en mí. Con amabilidad me aseguró: "La soledad no debe preocuparte. Aquí tendrás lugar y compañía... Nada te faltará".
 

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