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THOMAS L. WHIGHAM

  GENOCIDIO, POLÉMICA Y LA MEJOR MANERA DE ENFRENTAR LOS DESAFÍOS DE LA HISTORIA PARAGUAYA - Por THOMAS L. WHIGHAM - Domingo, 08 de Noviembre de 2020


GENOCIDIO, POLÉMICA Y LA MEJOR MANERA DE ENFRENTAR LOS DESAFÍOS DE LA HISTORIA PARAGUAYA - Por THOMAS L. WHIGHAM - Domingo, 08 de Noviembre de 2020

GENOCIDIO, POLÉMICA Y LA MEJOR MANERA DE ENFRENTAR LOS DESAFÍOS DE LA HISTORIA PARAGUAYA

Historia

 

Por THOMAS L. WHIGHAM

 

Profesor emérito de la Universidad de Georgia

Desde que el 9 de diciembre de 1948 la ONU adoptó el convenio sobre prevención y represión del crimen de genocidio, el uso de ese término –acuñado por el jurista polaco Raphael Lemkin en 1944– se generalizó. Y aunque el convenio de 1948 señala que para poder hablar de genocidio en sentido estricto tiene que existir la «intención de destruir un grupo nacional, étnico o racial en su totalidad», dicho uso no siempre se ajusta rigurosamente a la definición de la ONU, lo que suele dar lugar a polémicas.

Por lo general, en este momento de mi vida prefiero no participar en debates sobre historia que se puedan interpretar como polémicos. Mi experiencia en tales asuntos nunca ha sido satisfactoria ni tranquilizadora. Las personas se pelean no tanto porque estén interesadas en definir la verdad acerca de algún evento histórico o lo acertado de alguna interpretación, sino más bien porque desean sumar puntos contra algún rival. Esto, simplemente, no es razón suficiente para entablar desagradables debates públicos. Además, dado el estallido de la pandemia de covid-19 me parece que deberíamos centrarnos en cosas más grandes; en sobrevivir, por supuesto, pero también en ofrecer al mundo el tipo de lección que la historia nos exige en tiempos de dificultades. Y me parece que la principal lección que la historia paraguaya ofrece al mundo es que las personas no necesitan ser víctimas; pueden unirse en un esfuerzo común y resistir lo irresistible.

Obviamente, no soy paraguayo, pero hace cuatro décadas que observo el país y he pasado mucho tiempo tratando de entender su historia. También he escrito extensamente sobre la Guerra del 70, sin duda el conflicto más desafiante en la historia de Paraguay. Quizás esto me confiere una pequeña porción de autoridad para ofrecer mi opinión acerca de unirnos y no ser víctimas. Si hago hincapié en esta lección, a riesgo de despertar la ira de los polemistas, es porque me parece que muchos en el escenario público han elegido un vocabulario o interpretación que reduce al pueblo paraguayo a víctima. Sostengo que durante la Guerra Guazú los paraguayos no fueron de verdad víctimas, y que, de seguir los polemistas insistiendo en ello, se van a perder demasiadas cosas básicas sobre la realidad del conflicto de 1864-1870.

El término que más me irrita a este respecto, y sobre el que deseo llamar la atención hoy, es el de «genocidio». Por razones que no me quedan del todo claras, ciertos polemistas, tanto de derecha como de izquierda, han decidido que esta palabra es estrictamente aplicable a las intenciones aliadas hacia los paraguayos, particularmente en 1869, y utilizan como prueba la gran pérdida de vidas en Piribebuy y Acosta Ñu. No dudo que estos enfrentamientos llevaron a grandes pérdidas. Incluso pueden ser considerados como masacres, pero, y aquí está el punto fundamental, no todas las masacres, no todas las atrocidades, surgen de un diseño genocida. Tampoco deberían, por lo tanto, ser nombradas de esa manera sin amplia evidencia en apoyo de tal interpretación.

En mis muchos años de investigación en archivos y bibliotecas de media docena de países, nunca he visto una sola prueba documental de la intención genocida de los invasores brasileños. No había ningún plan de «solución final» presentado por ellos para eliminar al pueblo paraguayo, ni les interesaba políticamente hacerlo (porque hubiera fortalecido innecesariamente a sus «socios» y rivales argentinos). Siempre busqué evidencias de políticas impactantes o chocantes durante la guerra en los archivos, y casi nunca las encontré. No creo que hayan existido. Los polemistas podrían afirmar que el genocidio no tiene que aparecer en los documentos oficiales para haber estado presente durante la guerra. Incluso sobre esta base, rechazo la pertinencia del término para describir lo que sucedió en Paraguay. Los defensores de su uso parecen pensar que una palabra poderosa fortalecerá su argumento y los convertirá en los verdaderos dueños de la historia nacional, pero esto solo sería cierto si la palabra se aplicara correctamente. Y no creo que lo haya sido. Las palabras importan.

Al respecto, consideremos la historia del término genocidio. Apareció por primera vez en 1944, cuando el abogado e historiador bielorruso Raphael Lemkin lo acuñó para describir las matanzas que ocurrían en Europa Oriental. Lemkin había estudiado los efectos de las políticas turcas contra las poblaciones armenias del Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial, y había concluido que tenían mucho en común con lo que los nazis estaban haciendo contra los judíos y romaníes en Polonia y áreas vecinas de Rusia. Ambos casos presupusieron una acción intencional para destruir en su totalidad a un grupo étnico, nacional o religioso que se consideraba inferior. Este fue exactamente el lenguaje que las Naciones Unidas adoptaron para definir el concepto que nos ocupa en la Convención sobre el Genocidio de 1948, y sirve hoy como la base del derecho internacional sobre este asunto.

Lamentablemente, no ha habido escasez de proyectos genocidas en los tiempos modernos. El exterminio de 6 millones de judíos por los nazis es, por supuesto, un caso repugnantemente familiar, pero hubo muchos otros. Entre 1904 y 1908, los colonialistas alemanes en el suroeste de África masacraron a la mayor parte de los pueblos Herrero y Nama de Namibia. El genocidio armenio, al que Lemkin hizo referencia, se cobró entre 700.000 y 1.5 millones de vidas entre 1915 y comienzos de la década de 1920. El genocidio camboyano de la década de 1970 puede haber triplicado ese número. Y también tenemos la tragedia de Ruanda de 1994 y la persecución de los rohinyá en Birmania en nuestros tiempos.

Al aplicar la definición de la ONU a casos históricos específicos, debemos enfatizar el requisito de la intención. Si algún órgano rector o asesor del Estado presenta una política de destrucción de todo un pueblo, como parece haber hecho el gobierno argentino con los indios patagónicos en la conquista del desierto en la década de 1870, entonces cuenta como genocidio. En ausencia de esa intención, cualquier matanza a gran escala debe definirse con alguna otra palabra. Y, como indiqué anteriormente, las palabras importan.

No todo asesinato en masa es genocida. Lejos de ello. Cuando los alemanes mataron a miles de civiles británicos durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, no fueron acusados de genocidio. Tampoco lo fueron los británicos y estadounidenses que bombardearon Dresden en 1945. En Hiroshima, en ese mismo año, 78.000 hombres, mujeres y niños fueron liquidados por una sola bomba atómica. Y, sin embargo, en ninguno de estos casos podemos referirnos a dichas acciones como «genocidas». Nadie quería que todos los británicos, alemanes o japoneses murieran. Al contrario. Los hombres que lanzaron las bombas querían que el enemigo sobreviviera, derrotado y listo para coexistir en un nuevo orden.

Ese objetivo, derrotar al enemigo, fue el que gobernó las acciones brasileñas en Paraguay en 1869. Hubo masacres y atrocidades individuales, demasiadas, pero principalmente en una escala bastante limitada (y no pocas fueron cometidas por los propios seguidores del Mariscal, cazando y matando desertores hartos de la guerra). Tales asesinatos, insisto, no se debieron a consideraciones políticas, sino, en general, al fracaso de la disciplina militar. En este sentido, lo que sucedió en Piribebuy y Acosta Ñu tuvo menos en común con Treblinka o Babi Yar que con la masacre de My Lai. En ese último sitio, en 1968, los soldados norteamericanos masacraron a más de cien civiles vietnamitas en un horrendo acto que fue denunciado por todos los miembros del gobierno norteamericano y por el cual el teniente al mando fue castigado (tal vez demasiado a la ligera). Los historiadores vietnamitas nunca han usado el término genocidio para describir esta acción, aunque la denuncian.

Sostengo, entonces, que hablar de genocidio para referirse a lo que sucedió en el caso paraguayo supone un mal uso del lenguaje. ¿Por qué tanta gente se ha visto tentada a usar el término? Creo que es porque, al presentar a sus antepasados como víctimas, los polemistas paraguayos pueden absolverlos de la responsabilidad de haber seguido al mariscal López, en primer lugar.

Y aquí es precisamente donde creo que se han equivocado en su interpretación. Presentar a los paraguayos como víctimas en 1869 los hace parecer más débiles, no más fuertes, y eso es lo último que la gente de hoy debería querer. En lugar de retratar a los paraguayos como un pueblo inocente brutalmente golpeado por un enemigo, deberían verlos como la historia revela que son: un pueblo que voluntariamente se unió durante una lucha desesperada. No eligieron esa pelea, como tampoco eligieron al Mariscal López como su presidente. Pero, atrapados en las peores circunstancias, hicieron algo realmente impresionante: se unieron, resistieron con todas sus fuerzas y, si bien no prevalecieron, sobrevivieron.

Esa es, en mi opinión, la lección de la Guerra del 70: no que hubo un genocidio, porque no hubo ninguno, ni tampoco que los contendientes se dividían en héroes y cobardes, porque hubo mucho de los dos en todos lados. Sino, más bien, que, cuando las personas se unen, incluso en medio de grandes pérdidas, aún pueden sobrevivir. Los polemistas deberían recordar esa lección, y, como el resto de nosotros, ver qué tan correctamente se la usa en la época del coronavirus. Sí, Paraguay todavía tiene algo que enseñar al mundo.


Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Domingo, 08 de Noviembre de 2020

Página  3

www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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